47

Helios, Nueva York

Barbra oyó las voces nada más entrar en el vestíbulo del restaurante, donde había un solitario par de botas de goma verdes bajo un maltrecho cuadro de barcos.

—No pierdes nada por llamar.

—Pero ¿qué le digo? No tengo otra explicación. —Era Leo.

—No creo que necesites darle más explicaciones. Lo que tienes que decirle es que te importa la relación.

—Los hombres gais siempre saben mucho de mujeres —apuntó Barbra, asomando la cabeza por la puerta del comedor principal—. Leo, escucha a tu amigo.

—Oh, pero yo no soy gay —dijo Graham.

—Solo es hipster —explicó Leo.

¿Qué era hipster? El término le resultaba vagamente familiar, estaba enterrado en su cerebro en algún lugar entre beatnik y hippy, pero eso no era importante en ese momento. Sacó las llaves de la casa de Saina y las colocó sobre la barra.

—Toma, Graham. Saina dijo que te las diera para que fueras a alimentar a los pollos.

—Oh, sí, vale. ¿Entonces se va a China? ¿Ya ha renovado su pasaporte?

—Sí. Voy a recogerlo y vuelo a China. —¿Qué era lo que le había dicho Saina? ¿Que qué raro era que ella hubiera acabado allí, en una granja al norte de Nueva York?—. ¿Sabéis? Nunca pensé que llegaría a ir allí.

—¿No es usted de China?

—No, no, yo crecí en Taiwán. Muy diferente. —Leo cogió su taza de café y después la dejó sobre la barra con un golpe seco. Ella estudió al propietario del restaurante, que no pareció ofendido porque hubiera pensado que era homosexual—. ¿Por qué no se lo dijiste «tú» a Saina?

Él se ruborizó inmediatamente, poniéndose casi tan rojo como su barba, y levantó las dos manos.

—En la vida hay que mantener las lealtades, supongo.

Eso era cierto, pero nunca habría imaginado que un chico tan alegre fuera consciente de una verdad como esa.

—De todas formas —continuó—, creo que cuando se dice una mentira la intención cuenta, y sé que la intención de Leo no era engañarla, solo estaba intentando ir paso a paso.

—Una mentira no es la mejor forma de ir a ninguna parte.

—Sí, vale, bueno, lo que estaba intentando era que no le dejara, en realidad.

Barbra había visto a gente joven en Los Ángeles con tatuajes así, con todo el cuerpo tan lleno de dibujos como los cuadernos de Saina del instituto, pero nunca antes había tenido la oportunidad de hablar con alguien que los llevara. Le señaló el antebrazo.

—¿Este cerdo es tu amigo?

Graham lo miró y sonrió.

—Todos son mis amigos —dijo señalando la hilera de verduras bailarinas que tenía en el otro brazo y el cuchillo que se cernía sobre ellas.

El novio de Saina había construido un pequeño puente con los envoltorios desechados de las pajitas que había sobre la mesa, enroscando unos con otros hasta que logró la integridad suficiente para que se sostuvieran.

—Leo —dijo Barbra—, yo sé lo que deberías hacer.

Él levantó la vista.

—¿Qué?

—Ven conmigo.

—¿Qué?

—Sí.

—¿A China?

—¿Por qué no? Eso hice yo.

—¿Se refiere a que haría eso si estuviera en mi situación?

—No, no, yo ya hice eso. Vine a Estados Unidos cuando murió la madre de Saina. Me enteré, y como sabía que quería casarme con Charles, vine. Si no hubiera venido, no tendría esta vida.

Él pareció confuso.

—No sé, no es lo mismo, ¿no? Ella… Estaba tan «enfadada» conmigo…

Barbra miró su reloj. Si ese chico no era capaz de reconocer que se le estaba escapando la oportunidad de su vida, no había nada que ella pudiera hacer.

—Vale. —Se encogió de hombros—. Quédate aquí entonces. Pero deberías intentarlo por lo menos.

—No sé si puedo inmiscuirme así, justo ahora. Me parece un asunto familiar.

Ella le miró a los ojos. No era tan atractivo como Grayson (no tenía ese aire inalcanzable que haría que cualquier mujer le perdonara todos los defectos), pero, aunque era negro, parecía el tipo de hombre con el que Charles querría que estuviera su hija, alguien amable y alegre.

—Un asunto familiar, sí. Y tú quieres ser parte de su familia.

—Tal vez tenga razón.

—Tengo un taxi fuera.

—Puede que nos veamos en el aeropuerto.

No iba a venir, Barbra lo sabía. La gente se podía dividir en dos grupos: los que aprovechaban todas las oportunidades y los que se sentaban a ver pasar una oportunidad tras otra, esperando el momento perfecto que nunca llegaría.

Los Wang contra el mundo
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