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I-10 en dirección este
Yuna vez más.
Solo tres días en la carretera y todo su exterior azul empolvado ya estaba cubierto de una fina capa de polvo gris que le daba una apariencia mugrienta y descuidada. El parabrisas lleno de bichos muertos. Gravilla, basura y chicle metidos en el dibujo de las ruedas. En el techo, un campo de bombas de aviación con manchurrones blancos que escupían metralla amarronada. Y aferrada a su bonito parachoques cromado, una horrible caja con ruedas que pesaba tanto que tiraba de sus tornillos, aflojándolos poco a poco.
Atrás quedaban los días de May Lee y sus limpias manos con guantes que las dirigían a ambas, a la señorita con ruedas y a ella, por las calles flanqueadas de palmeras de Beverly Hills. Atrás, incluso, quedaban los días de transportar a Ama, que conducía como si eso fuera una pelea de lucha libre hasta San Gabriel Valley a través de una interminable serie de calles de la ciudad. Y atrás quedaba también Jeffie, que la lavaba y enceraba con los demás coches aunque a ella no la sacaban con la misma frecuencia.
Y dentro las cosas eran aún peor.
Charles, siempre en el asiento del conductor, con las rodillas separadas y tirándose pedos constantemente contra la tapicería. El bolsillo de su puerta estaba lleno de mapas viejos que debían enseñarle el camino para cruzar toda la parte olvidada de los Estados Unidos. Y además metía constantemente las enormes gafas de sol bajo el parasol, de donde se caían y rebotaban contra su cabeza una y otra vez.
Detrás de él estaba Andrew, mucho más grande que la última vez que fue en ese mismo asiento. Rascaba la bonita alfombra con sus zapatillas de deporte sucias y se le caían por todas partes trozos de papel llenos de notas ridículas. Y siempre, en cuanto entraba, colocaba su teléfono con funda metálica encima del asiento, sin importarle que esa maldita funda se pusiera más caliente cada vez que lo usaba.
Al lado de Andrew, en el asiento trasero derecho, estaba la peor de todos: su hermana pequeña, Grace. Esa era la que había empezado con el maltrato, utilizando una sustancia azul pegajosa para pegar páginas arrancadas de revistas en sus prístinas puertas y en la tapicería de cuero perforado, apretándola hasta que se colaba por los agujeros. Seguramente ya nunca se podría sacar, incluso aunque por algún milagro reapareciera Jeffie y metiera una aguja por ellos, como había hecho una vez cuando un Andrew bebé dejó caer un biberón que se derramó por todo su asiento trasero.
Suponía que ahora su interior era su casa, que…
Un momento. Casi se le olvidaba la que había delante, en el asiento del acompañante, enrareciendo el aire con su aroma pegajoso: la intrusa, la trepa, la madrastra. La que se había puesto el nombre de Barbra y había cubierto su ventanilla con un pañuelo para que no se le oscureciera la piel por el sol, aunque eso serviría para mejorar un poco su fea cara.
Eso era lo que ella llevaba dentro. Una vergüenza, impuesta durante largos kilómetros de asfalto. Su motor vibró una vez, dos, pero, siempre leal, continuó hacia el este, hacia delante, siempre hacia delante, con el pesado pie de Charles pisándole el pedal del acelerador y vaciándole las entrañas.