10

Santa Bárbara, California. 135,6 kilómetros

Nadie se despidió de Grace. Tal vez nadie lo sabía. Sus mejores amigas, Cassie y Lo, estaban fuera del internado en ese momento (en Atenas, con su clase de griego), y solo pensar en decírselo a alguien más la hacía sentir un agotamiento terrible. Más adelante otras alumnas dejarían el internado cuando sus familias se arruinaran por culpa de Bernie Madoff y unas malas inversiones inmobiliarias, pero entonces solo estaba Grace, y no le quedó más remedio que quedarse de pie en el vestíbulo principal, sola, con una pila de bolsas a sus pies.

No estaba acostumbrada a estar sola. Eso es lo que pasa cuando eres la hija más pequeña y todos los espacios que ocupas ya le pertenecen a alguien: la ropa de tu hermana, la antigua maestra de la guardería de tu hermano... tú siempre la última, el perrito faldero, esperando ansiosa para ver si te incluyen en sus juegos. Y después a ti es a la única a la que envían a un internado, donde todo siempre es comunitario: el desayuno, la comida y la cena siempre con las mismas ciento veinticinco personas, que saben exactamente cómo le pones mantequilla a la tostada o hasta qué altura te subes la falda del uniforme.

Y ahora esto. Le estaba ocurriendo a ella todo lo malo antes de que le pasara nada «interesante». Suspiró. Así era la vida.

—Hola, cariño —saludó la doctora Brown, la directora.

—Hola, Brownie.

Brownie enarcó una ceja.

—Sabes que sentimos mucho que tengas que irte, cariño.

Un encogimiento de hombros.

—Pero estoy segura de que todo se va a arreglar. Tu familia encontrará la forma de superar esto.

Grace le dio la espalda. La escuela estaba en una colina que descendía suavemente desde el lugar donde estaban las hileras de edificios de tejado rojo. El largo camino de acceso hacía una curva en dirección a la arcada principal, donde ellas estaban en ese momento; más allá de los barrios residenciales y los cipreses, Grace pudo ver un destello del océano, de la ciudad y la autopista que llevaba al sur, a casa. Se preguntó qué coche iban a llevar hasta casa de Saina y si habría espacio para todas sus cosas.

Tal vez no quedaba ningún coche. A su padre le gustaban los coches pequeños y rápidos; despreciaba los todoterrenos que llenaban el aparcamiento los fines de semana, cuando llegaban los padres. «Gei bai pangzi [Para los blancos gordos]», le susurraba a su madrastra, y después decía en voz más alta, dirigiéndose a Grace: «Solo los hombres blancos gordos y las señoras blancas gordas necesitan coches tan grandes. ¡Ja!». No importaba que ella hubiera entendido lo que había dicho en chino (él siempre dudaba de que pudiera entender incluso las palabras más simples, pero sí esperaba que entendiera alusiones a poemas chinos antiguos o dichos viejos e inútiles), ni que todo el mundo le estuviera oyendo; a Grace le daba absolutamente igual que los padres gordos de los demás oyeran que los llamaban exactamente lo que eran, gordos. Lo que le molestaba realmente era ese «¡Ja!». Siempre que su padre decía algo que creía que era gracioso tenía que añadir ese «¡Ja!» al final. Era muy molesto.

Brownie le dio un golpecito en el hombro, intentando recuperar su atención.

—¿Qué? —¿Es que quería que le diera un abrazo? Grace esperaba que no; los abrazos de mentira le daban asco.

—Grace, cariño, me temo que tengo que pedirte que me devuelvas el portátil. Ya sabes que es propiedad de la escuela.

Grace se la quedó mirando fijamente.

—¡No es cierto! ¡Lo pagamos!

Se suponía que era parte del paquete del curso: un portátil nuevo para cada alumno cada año, y el del año anterior se donaba al centro benéfico estudiantil. Pero, oh Dios, ahora «ella» era la adolescente pobre y en situación de marginación social. Tal vez podría ir a ese centro y coger su portátil del año anterior.

—Lo siento, cariño, pero me temo que pertenece a la escuela.

—Brownie, no «puedes» llevártelo. ¡Toda mi «vida» está ahí dentro! ¡Y lo «pagó» mi padre, no es de la escuela!

—Bueno, Grace, siento decirte que no lo habéis pagado. De hecho empezaste el curso sin que se pagara tu matrícula. No teníamos ninguna razón para dudar de la capacidad de tu familia para realizar el pago, y sabemos que algunos contables no se preocupan tanto de las matrículas de los colegios como deberían, así que no le dimos demasiada importancia. Está claro que fue un error por nuestra parte. —Colocó la mano sobre la funda del portátil de Grace—. Es una pena que tú tengas que sufrir las consecuencias de los asuntos de los adultos, pero espero que lo entiendas.

Oh, Dios. Eso debía sentir alguien cuando le daba un ataque al corazón; que algo le apretaba por dentro y le cerraba las venas. La sangre seguía fluyendo, pero no podía trasportar oxígeno; seguiría funcionando hasta que su corazón se secara y se convirtiera en algo minúsculo que saldría despedido de su pecho.

—Vale —dijo Grace, dándole la funda con el portátil a Brownie. No iba a llorar. Sin. Lágrimas.

La directora sacó el portátil y le tendió la funda; era la antigua cartera de Mark Jacobs de Saina. Grace negó con la cabeza. Brownie suspiró.

—Por favor, Grace. Esa actitud no facilita las cosas. Ya sabes que no queremos tu bolsa para nada. —Las dos se quedaron mirándose un momento y Grace se negó a mover un músculo—. Pero necesitamos el cable de alimentación.

—Lo sé. Está bien. Está aquí.

Grace se dejó caer al suelo con las piernas cruzadas y tumbó su maleta de ruedas junto a ella. El asa extendida resonó contra el suelo de terrazo. Metió la mano por un lado de la maleta y palpó varias capas suaves de camisetas, vestidos y vaqueros, buscando el cable blanco.

—Espera, no está. Pero no, tiene que estar. —Levantó la vista—. No estoy mintiendo, ¿vale?

Las lágrimas se acumularon en el nacimiento de su nariz y subieron hasta sus ojos, amenazando con inundárselos y empezar a caer. Necesitó tres intentos más hasta que su mano entró en contacto con el plástico duro y pudo sacar el cable.

Grace miró a Brownie otra vez. La directora la miraba con expresión críptica. Lo que se veía en su cara no era lástima, como la que había visto en Rachel, su compañera de cuarto, esa empalagosa combinación de lástima y culpa. Era algo diferente.

—¿Me vas a dejar descargar mis cosas, o eso también pertenece a la escuela?

—Claro que puedes descargar tu información personal. Seguro que tienes muchas fotos de… bueno, tuyas.

—Sí, ¿y qué?

Brownie suspiró.

—Grace, simplemente haz lo que necesites hacer.

Qué raro. Estaba actuando de forma muy rara, como si fuera «ella» la que tenía que estar decepcionada o algo así. Tal vez es que no entendía lo de los blogs de moda.

Grace encendió el portátil y entró en el disco con la copia de seguridad: Buscar > Inicio Grace > Fotos > Mañana > Septiembre.

Seleccionar todo.

3.212 fotos.

Arrastró la carpeta adonde estaba el icono de su disco y la soltó. Apareció una barra de progreso. Dos por ciento. Tres.

Grace miró a Brownie, que estaba escribiendo algo en su teléfono, probablemente intentando enterarse de cómo se mandaba un mensaje de texto o algo.

—No tienes que quedarte esperando aquí fuera. Te lo llevaré a tu despacho cuando acabe.

Brownie dudó.

—No pasa nada. Seguro que no te apetece estar sola ahora mismo.

¡Ja!

—Eh… No me importa quedarme sola.

—A mí tampoco me importa, Grace, de verdad.

—¿Es que crees que lo voy a robar?

—No, yo…

—¿Crees que porque ahora somos pobres nos vamos a convertir en ladrones?

—No digas tonterías, Grace.

Con el corazón latiéndole con fuerza pero de una forma totalmente diferente a la sensación de ataque al corazón que había tenido antes, Grace sintió que una burbuja de «dignidad» empezaba a crecer en su interior.

—Creo que tienes celos de mí —dijo intentando mirar a Brownie como una guerrera, como Juana de Arco o Beyoncé o una fuente romana o algo así.

Las dos cejas se dispararon.

—De nuevo, no digas tonterías, Grace.

—Bueno, puede que me lleve media hora copiarlo todo.

—Bien, pues si ese es el tiempo que necesitas, por mí bien.

—¡Hola, Grace! ¡Papá ha llegado!

La puerta del coche se cerró con un portazo y Grace levantó la vista de la pantalla y se encontró a su padre subiendo por los escalones de ladrillo con los brazos abiertos y gritando lo bastante alto para que le oyeran en todo el colegio.

¡No! No había acabado todavía. Todavía le quedaban cinco carpetas más de autorretratos, además de un montón de fotos de estilismos callejeros que les había hecho a otros alumnos de la escuela. Tal vez si copiaba las cosas por lotes iría más deprisa. Rápidamente, antes de que a su padre le diera tiempo a subir todas las escaleras, Grace arrastró otras dos carpetas al fichero «Mañana» y se puso tensa mientras esperaba a que saliera otra barra de progreso.

Xiao bao! [¡Pequeño tesoro!]. ¿Qué ocurre, eh? —Charles le puso una mano sobre la cabeza y después, despacio, se agachó a su lado, apoyándose en su hombro para mantener el equilibrio. Estaba sin aliento tras subir las escaleras, pero Grace sabía que no quería apoyarse en el suelo para no ensuciarse los finos pantalones de lino—. Oye, no te sientes así, meimei —la regañó, señalándole las piernas estiradas—. Siempre cruzadas, ¿vale?

De repente Grace sintió mucha vergüenza. No quería que su padre supiera lo que estaba haciendo, no quería que supiera que no había pagado el ordenador. Aunque él debía saberlo, claro, pero no tenía que saber que «ella» lo sabía.

—Bienvenido, señor Wang.

Brownie se levantó del banco del otro lado de la entrada, donde llevaba sentada los últimos veinte minutos. Grace sintió que su padre vacilaba y decidió seguir con la cabeza agachada, deseando que el ordenador fuera más rápido. Un momento después él se levantó y fue hacia Brownie con las manos extendidas.

—¡Ah! ¡Directora Brown! Encantado de verla una vez más, aunque las circunstancias no son las mejores. Espero que Grace no haya dado problemas.

—¡Papá! ¿Es que esto es culpa mía?

—No, no lo es —se apresuró a contestar su padre.

—Oh, no, señor Wang. Grace se ha comportado de una forma impecable.

Seguía girando. Esa ruedecita mortal del Mac. Los archivos no iban a acabar de copiarse y su padre no iba a querer esperar. Veía a Bab en el Mercedes (¿por qué el Mercedes?), mirando hacia delante sin pestañear.

—¿«Ese» es el coche que has traído? ¿Por qué, papá?

Su padre se encogió de hombros.

—Ama lo ha devuelto.

—¿Luego nos vamos a pasar al coche de Andrew? Es un Range Rover, creo que eso tiene más sentido.

—No, no. Ama nos ha devuelto este, nosotros devolvemos ese.

—Papá, ¿a qué te refieres? ¿Devolvérselo a quién? ¿No es de Andrew?

—Gracie, bu yao zai shuo le [Déjalo, no vuelvas a repetirlo], ¿vale? Hablamos después.

La rebeldía le quemó en el pecho a Grace. Su padre quería que ella se pusiera de su lado, que sonriera, se despidiera con la mano y saliera dando saltitos por delante de Brownie para que pareciera que no pasaba nada, pero había sido él quien la había dejado mal desde el principio al decir: «espero que Grace no haya dado problemas». Claro que no. Él era quien estaba causando todos los problemas, los problemas siempre tenían que ver con él. Él era el único que, tres años atrás, se había agobiado y la había enviado al internado solo porque ella se había enamorado de un chico. «Un momento diva de papá», lo llamaba Saina; Andrew y ella habían hecho hasta una canción sobre eso, con manos de jazz y todo. La diva debería haber sido Babs, pero en realidad era él.

Encima de los vaqueros notaba el portátil ardiendo, y ese calor hacía que le picaran las piernas y que pareciera que los vaqueros le apretaban. Los dos adultos la miraron sin hablarse.

—Gracie, ¿qué haces? Nos vamos, ¿vale? —Acusador de nuevo.

Pues vale.

Pues ya no se iba a poner de su lado, todo era por su culpa.

—Papá, ¿es verdad que no has pagado esto? —Señaló el ordenador con la barbilla—. Me han dicho que se lo tengo que devolver, pero tengo tantas cosas dentro que me va a llevar un buen rato copiarlas todas. No sabía que no podía llevármelo.

—¿Y qué tienes ahí?

—Cosas de mi blog, fotos, cosas importantes.

Contento, orgulloso, su padre sonrió.

—¡Gracie! ¿Tienes blog? ¿Por qué no lo sabía papá? Bien, bien, ¡así podrás ser millonaria de internet! ¡Ningún problema!

Buen intento, papá.

—Bueno, podría ser, pero es un blog de moda. No he inventado Facebook ni nada de eso. Pero sí tengo muchas visitas y la gente comparte mucho mis cosas.

—Vale, ¡pues serás estrella de internet! ¿Entonces necesitas ese ordenador? —Charles se volvió hacia la directora—. Doctora Brown, ¿podemos pagarlo ahora y llevárnoslo? ¿Cuánto cuesta?

—Bueno, no sé si eso será posible, señor Wang. Sigue siendo propiedad de la escuela y…

—Es un Apple Mac Pro, ¿verdad? Del verano. Nuevo valdrá… ¿unos 1.100 dólares?

Mientras hablaba, su padre se giró hacia ella con una sonrisa muy leve, más bien una arruguita en el borde de los ojos y una elevación de la comisura de los labios. Grace sintió que el corazón le daba un vuelco y se le hinchaba; dejó de tener la sensación de que iba a sufrir un ataque en cualquier momento y recuperó su tamaño normal. ¡Brownie era el enemigo en realidad! Paró la transferencia de archivos rápidamente y empezó a apagar el ordenador.

—Pero ustedes lo compran con el descuento para colegios, más o menos un diez por ciento, así que son 990 dólares —continuó Charles.

—Supongo que podemos dejarlo en 1.000 dólares. Eso me parece un compromiso justo, señor Wang. Aunque, claro, todavía tengo que enviarles una factura por el tiempo que Grace ha pasado aquí en lo que llevamos de curso.

Él la interrumpió.

—Pero no se puede vender ahora por 1.000 dólares y nadie aquí necesita uno, ¿verdad? No le pueden dar el viejo a un alumno nuevo, aunque tuvieran uno que llegara ahora. Lo único posible es donarlo a beneficencia, que sirve para que la escuela tenga una deducción de los 990 dólares que costó, lo que significa que van a pagar menos impuestos. ¿Unos 75 dólares menos? Así que ese ordenador para ustedes está prácticamente sin valor: solo vale 75 dólares. Ni siquiera eso seguramente. —Cogió la maleta con ruedas de Grace del suelo y sacó un fajo de billetes del bolsillo—. Mire, le doy 300 dólares y todavía consigue un beneficio para la escuela.

Contó tres billetes y se los tendió a Brownie, que los cogió vacilante. Eran antiguos, se fijó Grace, como de los ochenta. Se levantó de un salto, con el portátil y el disco duro externo ya guardados en su funda, y cogió el resto de sus bolsas de viaje.

—¡Adiós, Brownie! ¡Gracias por todo!

Con una prisa alegre Grace bajó corriendo las escaleras, despidiéndose con la mano, mientras su padre lo hacía justo detrás de ella con pasos pesados y las ruedas de la maleta resonando al aterrizar sobre cada escalón. Grace miró por encima del hombro y lo vio sonriendo feliz, el sol reflejándose en sus gafas espejadas, bajando con las rodillas separadas. Quería decir algo, algo que hiciera a la directora morirse de rabia, algo que los otros alumnos oyeran y después fueran repitiendo entre ellos hasta que se convirtiera en algo legendario, pero ya casi había llegado al final de las escaleras y en su mente solo había un blanco puro, pulsátil. Bajó de un salto los dos últimos escalones y, al pisar el camino de acceso, se volvió y gritó:

—¡Dígale a Rachel que me he suicidado!

Riéndose de su tonta provocación, Grace salió corriendo hacia el coche y se paró junto al maletero, casi sin aliento. Medio minuto después su padre la apretó contra él en un gran abrazo y abrió una de las puertas de atrás.

—El maletero está lleno —dijo metiendo sus bolsas dentro mientras Ama negaba con la cabeza y las colocaba como podía en el suelo delante de ella—. Saluda a la tía, Grace.

Ella metió el cuerpo por la ventanilla abierta del asiento del acompañante y le dio a Barbra un beso rápido en la mejilla sin llegar a fruncir los labios, como hacía siempre, y después se puso de rodillas sobre el asiento de atrás para poder llegar hasta Ama por encima de la pila de equipaje.

Eh, wo men ba Andrew fang zai na li ya? [Eh, ¿dónde vamos a poner a Andrew?] —preguntó Ama.

—Luego alquilaremos un remolque, no te preocupes —dijo Charles mientras arrancaba el coche.

Oh oh. Brownie estaba bajando las escaleras hacia donde estaban ellos, con los tacones de sus botas marrones puntiagudas repiqueteando. Si Grace se apellidara Brown nunca en la vida llevaría ese color; tampoco si se apellidara Green o Gold, aunque sería difícil cumplir esa norma personal si se apellidara Black5. Grace se inclinó para acercarse al asiento de delante, con la rueda de su maleta clavándosele en la cadera, señaló a Brownie y dijo:

—Papá, ¡vamos, vamos, vamos!

—Papá, va, ¿vale, Gracie?

Ah bao, ¿qué has hecho? —preguntó Bab.

—Oh, lo que ha hecho está bien. Muy bien. —Sintiéndose temeraria de repente, Grace le dio unas palmaditas en la cabeza a su padre—. ¿Quién necesita dinero, eh, papá? —Soltó una risita y dijo apresuradamente—: ¡ha robado un ordenador!

—No, no, no —protestó Charles, poniéndole una mano en el brazo a Bab—. ¡Comprado! Solo que comprado a un buen precio.

—¡Papá, vámonos! ¡Rápido!

Charles volvió a poner la mano en el volante y giró hacia las puertas de entrada al recinto.

Cuando su padre pisó el acelerador para salir, Grace se volvió para ver a Brownie por la ventanilla de atrás. Casi esperaba que la directora blandiera el puño en el aire, como una supervillana derrotada, y después cayera de rodillas y alzara ambos brazos al cielo mientras los billetes hechos una bola arrugada caían de sus manos.

Aunque eran tres billetes nada más, pero bueno.

La verdad era que todo eso empezaba a parecer una película o algo así, un guion que hubieran ideado Saina y Andrew y en el que ella tuviera que actuar bajo sus directrices hasta que todo acabara en lágrimas. Lágrimas de Grace, principalmente, pero también algunas de Andrew. Como si todo aquello fuera una broma muy elaborada. La posibilidad nació en la mente de Grace y fue creciendo como una nube de azúcar que endulzó la vergüenza que había pasado durante todo ese día.

Tal vez… Volvió a girarse, se dejó caer sobre el asiento con un botecito y al abrocharse el cinturón se sintió más animada. Tal vez por eso le costó que sus hermanos le hablaran del fondo del fideicomiso, por eso ella no sabía que existían La Charla ni La Comida. Y además, ¿no tenía eso mucho más sentido que la historia que le habían contado? ¿La de que su padre lo había perdido todo?

Ridículo. Imposible.

Tal vez Brownie estaba también en el ajo y por eso esa mirada, la expresión extraña. Grace reprodujo mentalmente la conversación, encantada: «Creo que tienes celos de mí». Era «cierto». Nadie que tuviera dinero acabaría trabajando en un internado de Santa Bárbara. Y además ni siquiera era profesora, solo… se ocupaba de la «administración». Si Brownie lo sabía, significaba que había estado guardando el secreto durante la conversación sobre el ordenador; eso hizo sentir a Grace conspiratoriamente feliz por la forma en que su padre había conseguido salvar la situación.

Ya iban a toda velocidad colina abajo, dejando atrás a ciclistas de mediana edad con ropa de lycra ridícula, y Grace supo, estuvo segura, de que Andrew y Saina estarían en ese momento de camino a Los Ángeles para asistir a la fiesta que se iba a celebrar en su casa. Por eso no le devolvían las llamadas y por eso no parecían tan preocupados por todo el asunto. Nunca habían sabido actuar.

O tal vez todo el mundo iba a mantener la farsa unos días más. De hecho, tal vez no era una broma sino una prueba, algo para enseñarle a Grace el valor del dinero, haciéndole pensar que se lo habían arrebatado. Como esa película de Michael Douglas (¿The Game se titulaba?) en la que toda su vida parecía arruinada y terminaba tirándose desde un edificio, pero había una red abajo esperándolo y luego una fiesta. Todavía faltaban varios meses para su cumpleaños, porque era un bebé de Año Nuevo, pero probablemente resultaba demasiado complicado organizarlo todo con las fiestas de por medio.

¡Siete millones de dólares!

Bueno, se iba a portar bien y a merecérselos. Seguramente habría pruebas, como en The Amazing Race, el reality, retos que superar, lugares en los que demostrar que no era una esnob, aunque su padre sí lo fuera. No se quejaría, no iba a lloriquear, solo seguiría el juego. ¿Y si alguien estaba grabándolo todo? Aunque su padre nunca permitiría eso: odiaba la telerrealidad.

Xiao bao, ni you zhang da le! [¡Pequeño tesoro, qué mayor estás!] —dijo Ama, extendiendo la mano para apretar la de Grace.

Tal vez había sido todo idea de Ama. Grace estaba bastante segura de que ella era la favorita de Ama y no recordaba que nada por el estilo hubiera ocurrido cuando Saina y Andrew cumplieron dieciocho. Aunque, claro, ella solo tenía cuatro años cuando Saina cumplió dieciocho, así que seguramente a ella se lo habrían ocultado todo (como todo el mundo parecía tan bueno guardando secretos…), pero estaba segura de que eso no había pasado tres años atrás, cuando Andrew los cumplió y le salieron once pelos en el pecho de los que estaba más que orgulloso. Daban un poco de asco, pero se pusieron a contarlos y todo.

—Hola, Ama —dijo Grace, acercándose la mano de la anciana que tenía cogida con la suya a la mejilla. La mano de la anciana era suave, como la tripa de un cachorrito, y Grace la frotó distraídamente contra su cara—. Oh, no soy tan mayor. Ni siquiera tengo dieciocho todavía.

¿Eso era una sonrisa de Ama? ¿Un guiño conspirador?

Ama le agarró la mano otra vez y se la puso en el regazo.

Da yie shi grande, bu zhi shi mayor. [«Da» también significa «grande», no solo «mayor»].

—Oh, ya. He crecido un centímetro y medio. —Separó un poco los dedos para indicar cuánto era eso y Ama asintió, satisfecha.

Grace se escurrió sobre el asiento y empujó con las rodillas el respaldo del de Barbra. Ese coche había sido de su madre cuando estaba viva. Su madre, de la que Grace no tenía ningún recuerdo porque murió solo ocho meses después de que ella naciera. Solo tenía recuerdos prestados, procedentes de los recuerdos vagos de Andrew y de las pocas historias que contaba Saina. O recuerdos inventados que se había construido ella a partir de los álbumes de fotografías antiguas y los de recortes de sus tiempos de modelo.

Su madre cortando naranjas y poniéndolas en un exprimidor que parecía industrial que todavía estaba en la cocina, escondido en el fondo de algún armario. Su madre separando las pepitas de la pulpa y enseñándoles a Saina y también a Andrew a escupirlas con una técnica en la que hacía una especie de embudo con la lengua que nunca habían logrado explicarle a ella del todo. Su madre ataviada para salir una noche con un vestido escarlata de falda larga y vaporosa (probablemente un Oscar de la Renta, había dicho Saina) susurrándole cuentos a un Andrew que era todavía un bebé, mientras papá le gritaba desde el piso de abajo.

Su madre riendo. Su madre haciendo una trenza. Su madre contándole historias sobre su propia madre, que ahora vivía en una residencia, pero que antes había tenido un restaurante chino en el centro. Su madre enfadándose con su padre y tirando un cuenco de ensalada contra una pared con un estallido y después una explosión de verde.

Su madre subiendo a un helicóptero.

Esa última era la historia que Grace se contaba una y otra vez. Estaba basada en la fotografía que tenía pegada en el corcho de su habitación en el internado, la imagen final de su madre, la que Rachel no había mencionado en su catálogo de muertos. La historia solo tenía dos frases:

«Me tuvo. Se subió a un helicóptero».

A veces había variaciones, pero siempre eran solo dos frases.

«Yo era un bebé. Se subió a un helicóptero».

Y: «Me tuvo. Se fue al Gran Cañón».

Y una vez, solo una vez: «Murió. Papá no».

Grace abrió su bolso, revisó la carpeta con las fotos que había quitado de la pared, sacó esa y se la puso sobre el regazo para que su padre no pudiera verla por el espejo retrovisor. Le había quedado un poco de pasta azul pegajosa en la parte de atrás, lo justo para que se pegara. Se agachó un poco, se colocó el pelo sobre el hombro izquierdo para que hiciera las veces de muro tras el que ocultarse, y después extendió la mano y pegó la foto en el borde inferior de la puerta del coche. Los colores de los ochenta estaban un poco desvaídos: el cañón se veía de un tono sepia tras la voluminosa permanente de su madre y sus botas de vaquero de piel de serpiente. Su padre estaba detrás de la cámara, inmortalizando a su madre allí y consiguiendo así que se quedara para siempre con esos treinta y dos años, justo en el momento en que acababa de empezar a perder la redondez del embarazo de las mejillas.

Una mano se acercó para apartarle el pelo a Grace y colocárselo detrás de la oreja. Sobresaltada, movió la pierna para ocultar la foto y levantó la vista, pero solo era Ama, la vieja Ama, que la peinó y la miró con los ojos acuosos, esos iris que habían perdido su intensidad, y las pupilas amarillentas.

5 Todos los apellidos que menciona son palabras que significan colores: brown es «marrón» en inglés, green es «verde», gold es «dorado» y black, «negro». (N. de la T.)

Los Wang contra el mundo
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