20

Phoenix, Arizona. 442,5 kilómetros

No había nada más desagradable que un colchón sin ropa de cama, con la superficie acolchada y satinada al descubierto, manchada por más generaciones de alumnos de la Universidad de Arizona State de las que a Andrew le cabían en la cabeza. Pasó la palma de la mano sobre los ásperos bultos que sobresalían por toda la superficie beis floreada y se estremeció. Daba la misma sensación que ir en bicicleta por un camino de gravilla lleno de baches, pero algo en esa sensación hizo que la atención de su cuerpo se volviera hacia dentro y notó que estaba empujando la costura de los pantalones. Malditos pantalones pitillo. Andrew se bajó la cremallera y se contoneó para bajárselos hasta la mitad de las piernas mientras buscaba por la habitación un bote olvidado de crema, algo viscoso, «cualquier» cosa, pero todo lo había embalado o regalado.

Tuvo que escupir. El olor de su propia saliva no le ponía nada. ¿Por qué no podía olerla cuando estaba montándoselo con alguien?

Sentía que se le estaba poniendo cada vez más dura, empujando bajo el confinamiento de algodón de los calzoncillos, e ignoró la indeseada necesidad de orinar. Metió la mano en la mochila. El portátil, el móvil, el gorro de lana, unos cuantos sobres arrugados y la bolsa arrugada del sándwich de huevo de ayer.

Ah. Eso le valdría.

Pensó en Emma, la preciosa Emma que lo único que quería era tener sexo con él, Emma echándole kétchup en el pene como si fuera un perrito caliente y metiéndoselo en la boca. Mantuvo esa imagen en la mente mientras cogía la bolsa con una mano y se bajaba los calzoncillos con la otra. Cerró los ojos y volvió a la imagen de Emma, ahora saltando en el campo de voleibol y arqueando la espalda hacia atrás, atrás, atrás, con un brazo arriba, la garganta al aire, las tetas levantadas, y después golpeando la pelota por encima de la red en una explosión de sudor y calor. Con los dientes abrió una bolsita de kétchup y se la vació en la palma, volviendo a Emma de rodillas delante de él, acercándole la mano, igual que él estaba haciendo en ese momento con la palma llena de kétchup, para rodearle y deslizarla hacia arriba. Ahora estaba tumbado y Emma había desaparecido, reemplazada por una chica que vio una vez patinando en un paseo de Venice. Una ráfaga de viento le levantó el vestido dejándole ver un destello de su culo al aire y una perfecta y escasa línea de vello entre las piernas. Empujó hacia la mano y durante un segundo, medio segundo, el profesor Kalchefsky se coló en su mente, haciendo que se preguntara si cópula y copular tendrían la misma raíz, pero Andrew se lo quitó de en medio inmediatamente e invocó la imagen más antigua y fiable, una imagen fugaz de Cinemax que vio cuando era pequeño, no sabía cómo, unos cuantos minutos robados de un hombre y una mujer tumbados sobre el capó de un coche, con las caderas empujando, las tetas bamboleándose, un hombre enfadado con un bigote poblado, una mujer suplicando más, suplicando que parara cuando, de repente, como si fuera un parpadeo en la pantalla, vio que giraba el picaporte de su puerta.

—¡No! —La palabra le salió ahogada, así que la gritó de nuevo—. ¡NO!

—¿Andrew?

Era su padre. No, no, no, no, no. El corazón se le paró un segundo y el aire se le quedó atravesado en los pulmones.

—¿Andrew?

Y su hermana. Y probablemente Barbra también. Andrew se levantó, fue como pudo hasta la puerta y apoyó todo su peso contra ella.

—Un momento —pidió—, dadme un minuto.

Los oía al otro lado de la puerta: su padre preguntando qué había dicho, Grace haciéndole callar, Barbra sin decir nada. Se miró. Tenía la mano derecha llena de kétchup. Cerró los ojos y pensó en vómito, en mierda, en su madre muerta, hasta que se quedó fláccido, con pegotes oscuros de condimento atrapados en las arrugas de su pene encogido. Todavía con la espalda apoyada contra la puerta, Andrew se subió los calzoncillos y los pantalones. La cremallera. El botón. Oh, Dios.

Se limpió la mano en los vaqueros, abrió la puerta y fingió tragar.

—Estaba… comiendo. Y es que… tenía que vestirme.

—¿Y por qué no te podemos ver comer? ¿Pero comer desnudo? ¿Tienes a una novia guardada en el armario? —preguntó su padre, esperanzado.

Andrew se volvió hacia el armario deseando que Emma estuviera allí realmente, desaliñada, preciosa. Eso habría sido mucho menos vergonzoso. Siempre había querido tener el tipo de padre que jugara unas cuantas bolas con él en el jardín, pero era mucho más probable que su padre le presentara a un par de modelos que le comprara un guante de béisbol o que fuera con él a un partido de fútbol. Tal vez por eso Andrew había decidido esperar al amor verdadero. ¿Pero cómo iba a saber que la rebeldía sería tan aburrida?

—No, papá, aquí no hay nadie más.

Oh, no podía abrazarles así, con la mano todavía resbaladiza por el kétchup y el sudor y la polla recién escondida en los pantalones.

—Tengo que ir al baño. No tardo. —Se puso una mano sobre la tripa—. Algo que he comido no estaba bueno.

Salió al pasillo, esquivó por poco al encargado, giró y fue corriendo hasta el baño mixto, rezando para que no hubiera nadie dentro.

No había moros en la costa. Andrew echó agua en un montón de toallas de papel y se metió en un cubículo. El kétchup estaba empezando a escocerle. Rápido, nervioso, se limpió como pudo hasta que las toallas húmedas que olían a árbol empezaron a deshacerse, dejándole trocitos por los pantalones. Las arrojó al baño y tiró de la cadena, pero el pegote no se iba. A la mierda. Se iba de allí. No iba a volver a usar esos baños. Eso era problema de otro.

Portazo. Jabón. Un chorro de agua caliente, una ráfaga de aire caliente y ya estaba saliendo por la puerta otra vez, preparado para ser hijo, hermano, hijastro y hermano mediano.

—¡Andrew!

Grace salió disparada por el pasillo hacia él y le rodeó con los brazos, apretándole mucho, demostrándole cuánto le quería. Fue suficiente para que los ojos se le llenaran de lágrimas, que intentó ocultar cogiéndola en brazos y haciéndola girar.

—¡Gracie! ¿Qué tal ha ido el viaje hasta ahora?

—Terrible. ¡Terrible! Tuvimos que pasar la noche en casa de la hija de Ama, y yo he tenido que dormir en el suelo en la misma habitación que papá y Babs, y después intentamos escabullirnos por la mañana porque Babs y papá no querían verla otra vez, pero los niños se despertaron y empezaron a llorar y tuvimos que quedarnos y desayunar con ellos y fue «asqueroso». Beicon grasiento y tostadas de pan blanco. ¡Deja de reírte de mí!

Andrew le tiró de la coleta.

—A partir de ahora será mejor, porque voy a estar yo.

Grace le miró con una sonrisita.

—¿Qué es lo que estabas haciendo cuando hemos llegado?

—¡Ya te lo he dicho! ¡Comiendo! Pero bueno, escúchame: he tenido una idea. ¡Esta va a ser mi primera gira como humorista!

—¿Qué quieres decir?

—Tengo preparado un número. Y vamos de viaje. Así que he pensado que… ya sabes, ¡puedo echar mi número a rodar a ver qué pasa!

—¿Has reservado algo?

—No, he pensado en locales con espacios de micrófono abierto. Papá me ha dicho la ruta que vamos a hacer…

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Hace un par de días.

—¡Pero yo ni siquiera sabía que nos íbamos hasta hace un par de días! Nadie me cuenta nada…

—Todo fue en la misma conversación: nos vamos, te van a embargar el coche, no te voy a pagar más la universidad, voy a recuperar todas las tierras que los comunistas nos quitaron y, oh, por cierto, ¿cuál es la mejor ruta para llegar a Tempe?

—Bueno, sigo sin entender por qué a ti te lo cuenta todo.

El padre de Andrew salió de su habitación justo en ese momento llevando al hombro su enorme bolsa.

—Vale, ¿listo? ¿Has saludado a tu tía?

Andrew se inclinó y le dio un beso a Babs y después, en el último momento, la rodeó con los brazos también. Estaría bien tener una madre en ese momento, ya que iban de viaje en plan familia. Pero no la tenía. Tenía un padre y a Babs, un Baba y una Babs, y eso era mejor que nada.

La última vez que Andrew se había subido a ese coche, iba bien atado en una sillita y al volante estaba su madre, con un par de gafas de sol enormes y las manos enfundadas en guantes blancos. Ella odiaba el sol. Habría odiado Tempe, un lugar donde todos los edificios descoloridos por el sol tenían el mismo color polvoriento de pueblo mexicano. Esa ciudad parecía irradiar luz incluso por la noche. Andrew se había pasado la mayor parte de su tiempo en la universidad con unas gafas de sol con cristales espejados en los que se reflejaban tejados de terracota y palmeras.

Las llevaba puestas en ese momento para ocultar otro torrente de lágrimas totalmente inesperado. Andrew abrió mucho los párpados, intentando devolver las lágrimas a sus conductos, pero con eso solo consiguió que le picaran los ojos, así que tuvo que parpadear, provocando que unas diminutas cascadas saladas se derramaran por sus mejillas. Ni siquiera sabía por qué estaba llorando. No le parecía que le diera tanta tristeza dejar la universidad. Tal vez solo estaba siendo una nenaza. Pasaron por delante del Grady Gammage Auditorium, con sus extraños arcos con esa especie de cortinajes en todo su contorno, reflejándose en el estanque. Hasta pronto, Tempe. ¿Había algún título que fuera equivalente al de la universidad que se pudiera sacar? Tal vez cuando estuvieran en la carretera ya no le importaría.

Baba —dijo Andrew mirando a la parte delantera.

—¿Hum?

—Ya sabes que quiero ser humorista, ¿no?

El padre de Andrew le miró a través del espejo retrovisor pero no respondió. A veces a Andrew le parecía que su padre no entendía nada de lo que decía, como si Charles Wang deseara haber tenido un hijo totalmente diferente.

Tal vez si se lo dijera en chino…

Shuo xiao hua? [¿Te acuerdas de lo de ser cómico?]

Su padre asintió.

—Pues tengo que practicar. Mucho. Con diferentes audiencias. —Andrew sacó su teléfono—. Y vamos a pasar por varias ciudades que tienen locales con noches de micrófono abierto. He pensado que podría apuntarme y, ya sabes, hacer mi número.

—¿Eres gracioso? —preguntó Grace.

—¡Ya sabes que sí! ¿Te acuerdas que te conté lo de la actuación en la universidad? ¿Que preparamos todo el espectáculo? A la gente le encantó.

Charles se encogió de hombros.

—Ibas a la universidad donde todo son fiestas. Todo les parece muy, muy gracioso, todo es fiesta y más fiesta.

—No digo que sea como Steve Martin o, no sé, Bob Newhart o algo parecido todavía —dijo Andrew intentando encontrar a algún humorista que su padre pudiera respetar—, pero puedo llegar a ser bueno. Venid a verme y veréis. Entonces, ¿podemos? Llegaremos a Austin el domingo. Ya he llamado a un club de allí y me han dicho que dejan a amateurs subir al escenario si voy y me apunto con la antelación suficiente. ¿Te parece bien?

Andrew vio en el reflejo que su padre apretaba los labios y miraba a Barbra. Ella no iba a decir nada, seguro. Lo intentó otra vez.

—Bueno, si no voy a ir a la universidad, «algo» tengo que hacer, ¿no?

Su padre echó bruscamente atrás la cabeza.

Ben dan ya? Ni yi ding yao huei xue. [¿Pero qué tonterías estás diciendo? Vas a volver a estudiar.]

—Lo sé, lo haré, pero no ahora mismo, ¿no? ¿Qué tiene de malo lo de ser humorista? Estás orgulloso de que Saina sea artista, ¿no?

Pero eso era diferente, Andrew lo sabía. Estaba mejor, por alguna extraña razón. Daba menos vergüenza. Era una de esas cosas que una chica podía hacer. Además, lo suyo había sido una locura de éxitos prácticamente desde el principio y eso también había marcado la diferencia. Bueno, dejaría el tema temporalmente, pero cuando llegaran donde estaba el club, iría. No podían prohibírselo. Grace le ayudaría a crear una distracción y dejarían a los viejos en el hotel, o el motel, o donde fueran a dormir durante el viaje.

Los Wang contra el mundo
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