14

29 Palms, California. 231,7 kilómetros

La casa era mucho más pequeña de lo que Grace se esperaba. Había «visto» barrios malos antes, claro, pero siempre eran sitios que cruzaba de camino a otra parte. Primero, las paredes exteriores de la casa eran de «metal». Y no un metal chulo como el titanio, que haría que pareciera un MacBook gigante. No, eran de algo fino y abollado, probablemente hojalata o aluminio. Una casa de papel de aluminio. Segundo, había un castillo hinchable delante, como esos que la gente alquila para las fiestas de cumpleaños de los niños. Pero Ama no había dicho nada de que fuera el cumpleaños de uno de sus nietos y además el castillo medio desinflado estaba cubierto de una gruesa capa de mugre, como si llevara en el mismo trozo de césped seco meses, años tal vez.

La verdad era que aquel lugar ni siquiera parecía un mal barrio. Solo uno un poco raro. Pensándolo bien, esa combinación de casa tipo nave espacial, césped polvoriento y castillo hinchable no podría existir en ninguna otra parte que no fuera allí, en medio del desierto. O tal vez en Las Vegas, aunque Grace no había estado allí nunca, pero siempre que pasaban cosas desagradables la gente decía que eso parecía Las Vegas o Florida.

¿Y si era verdad que habían perdido todo el dinero y acababan en algún sitio así llevando una vida como esa? Dios, el suicidio era mejor que eso, sin duda.

Ama se había quedado muy callada. Grace le dio un golpecito en el hombro.

—Hace mucho tiempo que no veo a Kathy.

Ama no se volvió.

—Hum —fue lo único que respondió.

—Casi diez años, ¿no?

—Kathy hen meng [Kathy está muy ocupada].

—¿Con los niños?

Porque Kathy no tenía hijos solamente, tenía nietos también. Tan pronto. Eso era como si su padre tuviera nietos. Lo que significaría que ella tendría hijos.

Un momento, eso no estaba bien: Ama había sido la nodriza de su padre, era mayor que el padre de Grace. Pero no mucho. Ama solo tenía dieciocho años cuando fue a ocuparse de él; su familia de terratenientes la echó de casa porque era una hija descarriada que había tenido un bebé (nació muerto, se deshicieron de él) fuera del matrimonio. La emplearon en casa de los Wang, que eran vecinos, porque tuvieron la mala fortuna de ver nacer a un niño que había que alimentar en la época en que todos sufrían las consecuencias de una guerra mundial. Casi cuarenta años después de eso, Ama llegó a Estados Unidos con una Kathy adolescente cuyo padre era un soldado estadounidense, aunque nadie hablaba de él.

La hija de Ama siguió la desafortunada tradición militar y acabó casada con un hombre latino que dejó un prometedor inicio de carrera como cocinero de línea en Michael’s, en Los Ángeles, para convertirse en cocinero del ejército. Kathy era en todos los aspectos una madre soltera, aunque técnicamente seguía con su marido, pero la realidad era que él se pasaba casi todo el tiempo entre parrillas calientes en Bahrein y cacerolas gigantes en Mosul y apenas pasaba por su casa, cerca de la base del cuerpo de marines de 29 Palms.

Y entonces la hija de Kathy decidió desperdiciar su preciosa cara (una cara que seguía siendo china a pesar de su sangre mezclada, como solía decir Ama con un suspiro de alivio) alistándose en el ejército.

Era una desgracia de la que los Wang habían oído hablar constante y ampliamente.

«Tai chan le [¡Qué tragedia!]», murmuraba Ama mientras recorría los pasillos muy ofendida, enredándose sin darse cuenta en las cortinas de terciopelo y tirando el cuadro con un corazón de Jim Dine que Charles había comprado accidentalmente en una subasta para recaudar fondos para la Alianza contra el Cáncer de Ovarios de Minnesota. Eso ocurrió tantas veces que Barbra hizo que se llevaran el cuadro a la habitación de Andrew. Y un año después, cuando la nieta de Ama, la hija de Kathy, la militar, se casó con un compañero soldado, cuya familia resultó ser de la República Dominicana, y echó al mundo un par de bebés de color café en rápida sucesión, Ama ni siquiera intentó ocultar su consternación. Hubo teléfonos que se colgaban con un fuerte golpe, platos que volaban y Grace por fin aprendió unos cuantos tacos en chino.

Oh, Dios. Hicieron falta muchos intentos para que su padre aparcara en paralelo el Mercedes con el remolque enganchado. Aparcar en paralelo era algo que a ella se le daba muy bien; no podía dar clases de conducir en el internado, pero su amigo Chuey tenía coche y accedió a darle clases a cambio de una sesión de fotos de dos horas que finalmente dio como resultado un retrato que a él le gustaba lo bastante como para utilizarlo como foto de perfil de Facebook.

Grace esperó a que todos abrieran las puertas y empezaran a salir del coche. No quería ser la que llegara primero al timbre y Ama ya se movía con tanta lentitud que necesitaba que le dieran una buena ventaja. Pero antes de que Ama consiguiera sacar del coche las piernas enfundadas en medias, la puerta de la casa se abrió y dos niños totalmente «adorables» salieron corriendo. A Grace ni siquiera le gustaban los niños (siempre estaban muy «pegajosos»), pero esos eran como cachorros de cócker spaniel o algo así, todo zapatillas de deporte con luces, grititos y el pelo recogido en unos pequeños moños afro. Corrieron hasta el castillo hinchable y se subieron, pero se hundió tanto bajo su peso que Grace estuvo segura de que pisaban el suelo al saltar.

—¡Ama! ¿Son ellos? ¡Pero «míralos»!

Grace odiaba a las niñas que chillaban al ver un chihuahua en miniatura, pero en ese momento entendió lo que les llevaba a hacerlo. Los dos niños empezaron a rebotar en medio del castillo, y la base, a medio inflar, los envolvió como si estuvieran en medio de un sándwich, pero ellos se rieron y saludaron con la mano a los extraños con expresiones coquetas. Grace saludó también y les sonrió. Tal vez su siguiente prueba fuera hacer de canguro de esos niños o salvarlos de un secuestrador o algo; no le parecía mal del todo.

Antes de que pudiera acercarse a ese dúo en miniatura, la puerta se abrió de par en par y salió Kathy. Vestida con un enorme polar gris con la cremallera subida y zapatillas de deporte sin marca, parecía tener prácticamente la edad de Ama. Durante un minuto todo el mundo se quedó callado, y después el padre de Grace se acercó de un salto a Kathy y le rodeó los hombros con el brazo.

—¡Qué alegría verte otra vez! ¡Tantos años después!

¿Por qué siempre estaba dando esos saltitos? Si Grace no conociera a su padre, probablemente pensaría que era gay. Kathy no parecía muy entusiasmada por verle. En vez de devolverle el abrazo, se encogió, se quitó las gafas de leer de la cabeza y se las puso correctamente.

—Vale —dijo—. Está bien. —Se volvió hacia el castillo y gritó—: ¡Nico! ¡Naia! —Un segundo después los niños estaban a su lado—. Saludad a vuestro tío y vuestra tía —les dijo.

Barbra se agachó y les dio unas palmaditas en las mejillas.

—Qué monos —dijo mirándolos, y después ladeó la cabeza para dirigirse a Charles y añadió—: Hwen de hao.

Grace conocía esa expresión.

Hwen de hao. Buena mezcla.

Una vez, delante de una de sus amigas mestizas, el padre de Grace le dijo a Barbra que era una pena que la niña fuera hwen de chou, mala mezcla. «Es como si tuviera síndrome de Down», añadió. La niña se echó a llorar, Grace se puso colorada por la vergüenza y Charles juró que no se había dado cuenta de que lo había dicho en su idioma y al día siguiente hizo que su secretaria le enviara a la niña una caja enorme de cosméticos, lo que consiguió que ella dejara de hablarle a Grace para siempre. Pero lo que más recordaba Grace fue lo que dijo Barbra. En medio de la conmoción se encogió de hombros e, intentando que dejara de protestar, le dijo a Grace: «Tu padre solo estaba diciendo la verdad. No pasa nada por ser feo si has salido así».

Ama y Kathy habían entendido lo que acababa de decir, claro, pero no dijeron nada, solo estuvieron un minuto con las manos cogidas y después se dirigieron a esa casa con pinta de nave espacial.

La salvación de la conversación. Esa era otra buena razón para tener niños cerca. Siempre que había una pausa en la conversación de los adultos, Grace tenía ganas de gritar: «Cada veinte minutos», como hacía su compañera de cuarto, bueno, su antigua compañera de cuarto, Rachel, cada vez que había un silencio incómodo. O de tirarle un puñado de galletas saladas rellenas de mantequilla de cacahuete a Barbra, o de ponerse la camiseta por encima de la cabeza y enseñarles a todos las tetas o algo así. ¿No era muy extraña esa línea tan fina que había entre estar completamente loca y ser normal? Pero antes de que ese silencio se volviera insoportable, alguno de los adultos miraba a Nico o a Naia, que estaban montando un tenderete con diferentes objetos personales que les habían prestado las visitas, y hacía algún comentario sobre lo monos que eran. Todo el mundo mostraba su conformidad muy entusiasmado y después las conversaciones comenzaban de nuevo. Fiuuu. Tras un rato Grace se bajó del sofá de tela que rascaba y se deslizó por el suelo de linóleo.

—¿Queréis que sea un cliente? —preguntó.

Nico, el mayor, le sonrió a Grace y asintió, tendiéndole un llavero de cuero que habían soltado del bolso de Barbra.

—Te puedes quedar con esto —dijo—. Pero tienes que metértelo en el bolsillo.

Ella se lo metió en los vaqueros mientras la pequeña, Naia, se agachaba y examinaba los zapatos de Grace.

—¿Por qué tus zapatos tienen agujeros? —preguntó.

¿Cómo se le puede explicar la moda a una niña pequeña?

—¿No te parece que están bonitos así?

Naia levantó la vista, muy seria, y negó con la cabeza.

—¿Es porque no te has podido comprar el otro trozo?

Grace ladeó la cabeza y miró fijamente a Naia. Eso no podía ser parte de lo otro. Esos niños eran demasiado… infantiles para ser una prueba. Miró a su padre, que daba golpecitos con un dedo en su vaso de té helado instantáneo, cubierto de condensación, y miraba por la ventana el cactus gigante del patio de Kathy. Era un cactus de verdad, de esos que tienen brazos y pinchos, como ese junto al que vive Spike, el primo de Snoopy, en los comics de Peanuts.

—Hey, ¿por qué no me enseñáis eso? —preguntó, señalando afuera.

—No hace falta que te lo enseñemos, ¡ya lo ves! —gritó Nico, y los dos se hicieron una bola riendo.

Huai dan! [¡Diablillos!] —los regañó Kathy, aunque no parecía que lo dijera en serio.

Oh, Dios mío, gracias... Kathy se levantó, lo que significaba que tal vez podrían acabar ya con todo ese rato que llevaban allí sentados.

—Es casi la hora de la cena, niños.

—¡Hurra! —chilló Nico. Entonces miró a Grace y preguntó—: Adivina lo que vamos a cenar. ¡A ver si lo adivinas!

Grace se encogió de hombros y fingió estar muy pensativa.

—¡Perritos calientes! ¡Perritos calientes! ¡Perritos calientes!

¿Perritos calientes? Labios, colas, orejas o vaginas de vaca, probablemente. O ubres. Ubres cocidas. Metidas en un tubo. Despojos de carne en un tubo. Qué asco.

Ai-ya, ni je me xing zuo hot dog ne? Shai yao chi je gou? Jen shi de! [Ay, ¿cómo vas a preparar perritos calientes? ¿Quién querría comer perritos? ¡De verdad!] —dijo Ama a su hija con desaprobación, y Grace intentó evitar las miradas de su padre y de Barbra.

Kathy se encogió de hombros.

—¿Qué les pasa a los perritos calientes? ¿Es que creías que iba a preparar un banquete?

Cogió a los niños y se fue a la cocina, dejando a Ama refunfuñando a su espalda.

Shai shuo bi yao ge banquet? Nu er tai chou la! [¿Quién dice que hace falta un banquete? ¡Esta hija está demasiado agobiada!]

Diez minutos después, Kathy entró con una bandeja con salchichas cocidas metidas dentro de blandos bollos de pan blanco y unos cuantos botes de condimentos nuevecitos: uno de un litro de kétchup Heinz, otro amarillo fuerte de mostaza francesa que era la mitad de grande y un tercero pequeño de salsa agridulce de pepinillos Vlasic. Grace cogió el kétchup y fue a quitarle el plástico que rodeaba el tapón, pero Nico corrió hacia ella y le quitó el bote de la mano.

—¡«Nosotros» quitamos los plásticos! —dijo, dándole el kétchup a su hermana y cogiendo la mostaza y la salsa de pepinillos para él.

Mientras los niños se esforzaban para meter las uñas bajo el trozo perforado, los adultos (Grace supuso que en ese momento contaba como adulta) se inclinaron para coger los perritos.

—Gracias, tita Kathy —dijo Grace, educada.

Los tres esperaron en silencio, con las servilletas sobre las rodillas y los perritos en la mano, a que Nico y Naia acabaran y volvieran a dejar los condimentos en la mesita del café. Treinta segundos. Un minuto. Casi dos hasta que por fin lograron quitarles el plástico y Grace pudo empapar su salchicha en kétchup y fingir que se comía el perrito. Tal vez si le ponía también salsa de pepinillos se podría convencer a sí misma de que estaba comiendo una especie de ensalada rara o algo.

Puaj. Los perritos calientes eran tan asquerosos como recordaba. Era como si estuvieran todos reunidos en ese salón comiendo penes delgaduchos metidos en bollos de pan; en serio, los perritos calientes eran básicamente lo mismo.

Barbra había dibujado dos finas líneas en el suyo, una de kétchup y otra de mostaza, y le estaba dando pequeños mordiscos que no llegaban a emborronar las líneas. Su padre, cuyo perrito estaba embadurnado de salsa de pepinillos, se lo acabó en unos cuantos mordiscos enormes, y después dobló educadamente la servilleta y la colocó bajo su plato. Kathy estaba cortando el de Nico en trozos que él pudiera masticar y dándoselo para que se lo comiera, mientras Naia, que tenía el suyo agarrado con las dos manos, se metió la mitad en la boca. Después lo sacó y le sonrió a Grace.

—¡Es como un pirulí de kétchup! —dijo alegremente.

El perrito de Ama descansaba, sin condimentos, en su regazo y ella tenía las manos apoyadas encima. Miró a Kathy durante un largo rato antes de volverse hacia el padre de Grace y decir en voz baja e inclinando la cabeza:

Jen shi dwei bu qi [Lo siento mucho, de verdad]

—¿Hum? —preguntó su padre, con toda la atención puesta en el último trozo de su segundo perrito, embadurnado de mostaza.

Wang jia dwei wo ne me hao, wo xian zai je me xing zhi gei ni men hot dogs lai chi? [Los Wang siempre se han portado bien conmigo. ¿Cómo les va a apetecer comer perritos aquí?]

Grace vio el bulto del perrito masticado bajar por la garganta de su padre. Tragó con dificultad antes de responder.

—Ama, qing ni bu yao ne yang zi xiang la. [Ama, por favor, no pienses eso] —Se volvió hacia Grace—. Gracie, te gusta el perrito, ¿verdad? Dile a Ama que no hay que pedir perdón, no pasa nada.

Grace deseó poder irse de allí, levantarse y huir en ese mismo momento de la enfurruñada Kathy, que debía sentirse totalmente traicionada por su madre, de esa prueba que cada vez tenía menos pinta de juego, e incluso de los niños, que se estaban poniendo pegajosos con el kétchup.

—Sí, está buenísimo —dijo—. ¡Es como si estuviéramos en la feria! ¡Niños, castillos hinchables y perritos calientes!

She me castiiillios hinchiabiles de? [¿Qué castiiillios hinchiabiles?8]

Cuando Ama empezó a hablar, Barbra se inclinó hacia atrás. «Siempre lo hacía —pensó Grace—; se apartaba de la familia siempre que le parecía. Claro, cuando Saina tenía una gran inauguración en una galería o algo, Barbra siempre estaba dispuesta a emperifollarse y ser parte de la familia Wang, pero nunca permanecía con el equipo todo el partido. Era muy injusto».

—Oh, no te preocupes, Ama. Solo… No pasa nada con los perritos, de verdad —aseguró Grace.

Kathy se agachó junto a la mesita del café para ponerse a la altura de Naia. Ella los miraba con sus ojos negros, muy negros. Era la misma mirada que la del erizo del libro de Beatrix Potter, ese en el que el erizo tenía apariencia de mujer.

—¿Ves? —intervino Charles, señalando a Kathy con el último perrito en la mano—. ¡Todo bien! ¡No hay problema!

Ah bao [Tesoro], creo que ese es el de Kathy —dijo Barbra—. Kathy, ¿has comido alguno?

—Si lo queréis, coméoslo —contestó Kathy, encogiéndose de hombros de nuevo. Tenía el pelo encrespado y salpicado de canas; con el polar gris y la cara sin maquillar, era como si toda su persona fuera del mismo color.

El cuento de la señora Bigarilla. Ese era. Grace tuvo ganas de leérselo a los niños, pero allí no parecía haber ningún libro, solo unos cuantos juguetes: un juego de médicos, un pequeño carro de la compra de plástico, un horno de juguete de madera con mucha comida de plástico, una pila de tutús y tiaras y un disfraz de espuma verde de los músculos del Increíble Hulk. Tal vez habría una estantería en alguno de sus cuartos.

—Bueno —soltó Barbra—, deberíamos irnos pronto.

Ni men bu shi yao zhu yi wan ma? [¿No queréis quedaros un poco más?]

—Oh —respondió Kathy con un tono de voz agudo muy extraño—, ¿habéis venido en dos coches? Es que no he visto el otro. ¿Habéis traído otro coche aparte del de mamá?

Grace los miró a los tres. Envejecer era horrible.

Vio que su padre se revolvía incómodo en el sofá. Grace no lo había pensado siquiera, pero era cierto. Se suponía que ese coche era de Ama. ¿Es que ahora se lo iban a robar? Aunque fue su padre el que se lo dio a Ama, pero un regalo era un regalo, ¿no?

—Ama es muy amable, demasiado amable —explicó el padre de Grace—. Nos deja el coche para ir a casa de Saina. Esperamos devolverlo pronto.

—Muy amable —repitió Kathy—. Demasiado amable, sí.

8 Ama no pronuncia bien las palabras que no están en chino. (N. de la T.)

Los Wang contra el mundo
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