24

Austin, Texas. 922 kilómetros

May Lee y Barbra cumplían años el mismo día, ese día.

Y Barbra no supo que compartían cumpleaños hasta seis meses después de haberse casado con Charles. Él llegó a casa el día de su cumpleaños y le dijo que se vistiera para una cena especial. Encantada porque pensaba que él no se iba a acordar, corrió a su vestidor y ya estaba alegremente escogiendo qué joyas ponerse cuando oyó a Charles abajo, diciéndoles a Saina y a Andrew que iban a salir todos a celebrarlo esa noche. Recordó haber sentido una punzada de decepción al pensar en compartir esa noche con los niños, pero eso no fue nada en comparación con el aullido que emitió Saina cuando vio bajar a Barbra las escaleras con un vestido nuevo.

—¿Por qué viene «ella»? —preguntó Saina llorando, señalando a Barbra como si fuera una asesina.

Había habido pocos momentos tan acusatorios como ese. Desde el principio Barbra había procurado que sus interacciones con los hijos de Charles y May Lee fueran cordiales pero distantes; siempre les dejaba hacer lo que querían, muy pocas veces tenía con ellos alguna muestra de ternura y nunca los animaba a desarrollar algún tipo de dependencia de ella. Era un acuerdo muy satisfactorio: ella no se esforzaba en su relación con los hijos de su marido y ellos, a su vez, apenas le prestaban atención. Pero en aquel momento le pareció que esa reacción se pasaba de castaño oscuro, así que respondió, dejando que el enfado se trasluciera en su voz:

—Bueno, es que es «mi» cumpleaños.

—¡Papá! ¡No podemos llevarla al cumpleaños de mamá! ¡No es justo!

Ama estaba en el umbral con Gracie, que era un bebé, en los brazos y sonreía, encantada sin duda de que Barbra estuviera pasando vergüenza. ¿Y Charles? Charles estaba atrapado en medio del vestíbulo, y la enorme lámpara de araña proyectó un prisma de sombras en su cara cuando miró, totalmente desconcertado, a todas las mujeres que quedaban en su vida.

En aquel momento fue una pesadilla, pero después le pareció más bien un cuento de hadas. Una de esas historias americanas de Disney en la que los espíritus malévolos cambian a dos niñas nacidas el mismo día; en esas historias una niña siempre es guapa y buena y la otra, Barbra, fea y malvada. Ella era la reina malvada que usurpaba el lugar de Blancanieves al lado del príncipe.

Excepto que de un tiempo a esa parte Charles era más bien la rana. ¿Cuándo se había vuelto un hombre tan reservado y asustadizo, hundido en una ciénaga profunda? Barbra apoyó la cabeza en la fastuosa seda del pañuelo, golpeando el cristal caliente que estaba cubriendo, y dejó que se reprodujera en su mente El Momento en que se lo dijo.

Ahí estaba, una y otra vez: el extraño gesto del brazo.

Como la víctima de un ictus; como un mago al que le faltara la capa.

Y allí estaba el hombre que había quedado después, todavía cogiéndole la mano. Su marido, que se encogía un poco más cada día que pasaban bajo ese sol implacable del desierto, apagado por la falta de seguridad y sobre todo por esa nueva reserva tan extraña. Barbra se había enamorado de Charles por su desenvoltura; le amaba por lo directo que era en cuanto a sus deseos, por la forma en que cogía lo que quería y nunca mentía sobre nada. ¿Qué derecho tenía él a cambiar esas cosas? Las fortunas podían desaparecer, pero el carácter, al menos, se suponía que permanecía.

Le soltó la mano y devolvió la suya cuidadosamente a su regazo. Con suerte, a Charles se le olvidaría su cumpleaños. Barbra no podía ni pensar en una celebración improvisada con hamburguesas con queso y champán barato. Los niños probablemente se habrían acordado, pero ninguno había dicho ni una palabra; era poco probable que hicieran nada más que susurrárselo el uno al otro. Además, esa noche tenían la tonta actuación cómica de Andrew. Barbra se preguntó si podría decir que le dolía la cabeza y quedarse en la habitación del hotel, donde, al menos, habría aire acondicionado. Y silencio.

—¿Cómo es que You Don’t Bring Me Flowers [No me has traído flores]? —oyó que Andrew le decía a Grace en voz baja en el asiento de atrás.

Barbra contuvo un suspiro.

Un momento después Grace cedió y respondió:

—Porque A House is Not a Home [Una casa no es un hogar].

—¡Oh! ¿Sabes hacia dónde vamos? Hacia New York State of Mind [Nueva York, un estado mental].

Una pausa de Grace.

—¿Y qué me dices de The Way We Were [Tal como éramos]?

Send in the Clowns [Que entren los payasos] —susurró Andrew, e intentó acallar las risitas de Grace12.

Un juego de niños. Ellos creían que ella no lo entendía, que era demasiado vieja o demasiado inocente para darse cuenta de que se estaban burlando de ella, pero se equivocaban. Saina, claro, fue la que lo empezó todo.

—¿Lo escribes b-a-r-b-r-a? —preguntó una vez, sorprendida—. ¿Como Barbra Streisand?

—Sí, como la Strei-sand-u —respondió Barbra con su extraña pronunciación, esperando que Saina no le hiciera más preguntas.

La verdad era que fue el primer nombre americano que le vino a la mente cuando le compró el billete solo de ida a Los Ángeles a una chica con uniforme más o menos de su edad en la oficina de China Airlines que había apretujada entre dos restaurantes de noodles en la calle Zhongshan de Taipei. La noche antes, cuando todavía era Hu Yue Mu, había ido a ver Tal como éramos en la universidad y no dejó de pensar en Charles mientras Barbra Streisand y Robert Redford se enamoraban y desenamoraban en la pantalla. Cuando salió en medio de la multitud, haciendo una bola con su paquete de aperitivos de gambas, el chico que tenía delante le dijo a su amigo: «Bueno, la Strei-sand-u es bastante fea». Le sorprendió. No sabía por qué, pero lo cierto era que no te fijabas en que era fea hasta que alguien lo comentaba. Era fea y resuelta, lo que a Barbra le pareció muy reconfortante. Fea, resuelta y rica. Merecía la pena llamarse como ella.

Pero Saina, claro, no lo vio así.

—¿Te has puesto el nombre por Barbra Streisand? —preguntó incrédula—. ¿Pero sabes cantar? ¿O es que eres muy fan suya o algo así? Vamos, Barbra Streisand... Es muy raro.

Barbra vio salir las palabras de los labios con el brillo aplicado perfectamente de su hijastra de catorce años, unos labios que estaban justo debajo de una nariz aquilina que le daba un leve aire de nativo-americana, como si Saina descendiera de una tribu noble casi extinguida en vez de dos ramas torcidas de un árbol chino que compartía con unos cuantos miles de millones de personas. Habría sido impensable decirle a esa odiosa belleza preadolescente que había elegido el nombre porque admiraba la aparente indiferencia que demostraba la cantante en cuanto a su apariencia, así que al final Barbra simplemente se encogió de hombros y dijo:

—Me servía para practicar el inglés.

Aunque seguramente lo dijo con el extraño acento que tenía entonces. Y en ese momento parecía que los dieciocho años que llevaba en Estados Unidos solo le habían servido para reivindicar la capacidad, que tanto esfuerzo le había costado, de pronunciar esa frase perfectamente. Para nada más. Y a veces ni siquiera para eso.

Durante un minuto Barbra dejó de escuchar las burlas de Andrew y Grace en el asiento de atrás porque su ira empezó a crecer y a latir en su interior, amenazando con reventar las ventanas de ese viejo coche.

Las personas tienen que hacer algo con su vida, y eso era lo que ella había hecho, y a esas alturas, aunque su vida se estuviera desmoronando, ya no podía deshacerlo. Charles. No podía soportar a Charles ni un minuto más. Barbra se quedó sentada así, inmersa en su privado momento de rabia y arrepentimiento, congelada en su lugar por las ráfagas del aire acondicionado y con la mentira escrita en su cara, hasta que aparcaron delante de un hotel de la cadena W.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Grace—. ¿No se supone que somos pobres?

Charles soltó una carcajada, incómodo.

—Me he acordado de que tengo puntos para hoteles que no están con la tarjeta de crédito, así que he pensado venir aquí para celebrar una ocasión especial —dijo eso dirigiéndose a Barbra, con la voz llena de esperanza, pero no tuvo el coraje de mirarla a los ojos ni tocarle el hombro.

—¡Bueno, chicos! ¿Me puedo ir ya? ¿Se viene alguien conmigo? —preguntó Andrew.

—¡Yo voy!

—Oh, Grace, lo siento. Lo acabo de comprobar y el local es para mayores de 21. No puedes venir.

—¡Qué injusto! ¿Y si tú fueras la estrella invitada? ¿No podrías llevar a tus hijos?

—No lo sé —contestó Andrew, que nunca sabía nada—. Supongo que no. Pero yo tengo que irme, ya, ahora mismo.

Barbra por fin se volvió hacia Charles.

Wo qu. Ni ying gai pei Grace zai lu guan [Yo voy. Tú tienes que quedarte en el hotel a acompañar a Grace].

«No era lo que él se esperaba», pensó ella triunfante. Intentó poner aire travieso cuando dijo:

Ke shi wo shi xiang wo men ke yi… [Pero creía que podríamos…]

Barbra negó con la cabeza, una negativa muy enfática. Como si se le pudiera pasar por la cabeza tener sexo con él en ese momento… Habría sido patético: tumbada con las piernas abiertas sobre la colcha de ese hotel de gama media, con la ropa tirada encima de las maletas de sus hijos, manoseándose los cuerpos flácidos en una especie de brindis por su cumpleaños. No, ni hablar.

—Yo voy con Andrew —insistió, esta vez por el bien de los niños—. Tú quédate con Grace para que no esté sola.

—No necesito «niñera» —dijo Grace, como Barbra suponía.

—¡Yo no soy la niñera, soy papá! —replicó Charles, como Barbra sabía que haría.

Y Andrew, claro, no tuvo más remedio que acceder y los dos se fueron en el coche, dejando a Charles y a Grace en el vestíbulo del hotel a ambos lados de un enorme sillón blanco.

El local donde iba a actuar Andrew olía como todos los bares: frío y pegajoso. Andrew seguramente estaría avergonzado de tenerla allí con él, una silenciosa figura maternal por allí rondando mientras él admiraba los retratos en blanco y negro que había colgados en la entrada. Barbra reconoció a algunos, caras divertidas que miraban desde feos marcos de roble.

—Steven Wright —susurró Andrew, tocando el cristal lleno de arañazos como si fuera un relicario.

A él le gustaría estar en esa pared, estaba claro. Barbra nunca había visto a su hijastro así antes. Los niños Wang estaban tan acostumbrados a conseguirlo todo que era muy raro que llegaran a querer algo de verdad. ¿Pero era eso lo que quería Andrew? ¿Una vida de solitarias habitaciones de motel y actuaciones para gente blanca que seguramente pensaría que no era gracioso?

Andrew se adelantó y encontró una diminuta mesa redonda con la superficie oscura estropeada tras años de bebidas húmedas y quemaduras de cigarrillos, algo que ya había quedado en el pasado. Después fue diligentemente a buscarle a Barbra un gin-tonic con trozos de limón. La cerveza que trajo para él se quedó sobre la mesa sudando condensación e intacta, mientras sufrían a un monologuista vagamente gracioso que hablaba de confundirse con un oso durante una excursión de caza, uno bastante aburrido que se pasó sus siete minutos ceceando de una forma muy poco convincente, y una sucesión de hombres indistinguibles con camisas de cuadros que no les quedaban bien y que al parecer habían tenido la suerte de encontrar una novia loca. Y entonces llegó el momento.

—Bien, capullos —gritó el presentador gordito que tenía la boca oculta tras una barba poblada que llevaba teñida inexplicablemente de azul—, ¡esta noche tenemos a uno virgen! Vamos a ayudar a desflorarle con una cálida bienvenida al estilo Austin. ¡Sube, Andrew Wang! Hey, tío, te voy a dar un consejo que tengo para los cómicos: no nos jodas. A menos que seas gay.

Sin mirarla, Andrew arrastró la silla con un chirrido, corrió hacia el escenario y subió las escaleras dando saltitos y sin caerse. Cuando el presentador dejó de hacer un gesto lascivo con el micrófono, Andrew lo cogió y se giró hacia el público.

—¿Qué pasa, Austin? Sí, es cierto. Es mi primera vez. Bien, vale, ¿por qué las chicas siempre quieren que los tíos las lleven a una cena romántica? Tíos, una cena es la cosa menos romántica del mundo. No hay nada romántico en el acto de comer. Cuando invitas a alguien a cenar lo que estás haciendo es… puaj, invitarle a cosas para… ya sabéis, para su… qué asco, para su culo, ¿no?

Barbra hizo una mueca. ¿Pero qué le pasaba a Andrew? Había fanfarroneado sin parar sobre las carcajadas que se oían cuando hizo su monólogo en la universidad, pero si eso que estaba haciendo era una muestra de sus habilidades, sus compañeros de clase se estarían riendo por lástima o por vergüenza.

—¡Quiero decir que, una de dos, o se va a convertir en mierda que le saldrá por el culo o en grasa que se le va a quedar en el culo!

Probablemente era por vergüenza.

—La próxima vez que una chica me pida que la lleve a cenar, le voy a decir que se quede ahí cómodamente sentada sobre su culo y escuche este poema… Todas las poesías son románticas, ¿no? Las rosas son rojas, las violetas azules, seguro que las bragas te mojas, cuando en la cama conmigo te tumbes. ¡Sí!

Andrew hizo una pausa esperando a ver si el goteo de risas educadas se convertía en carcajadas, pero no fue así. Barbra pensó en sentirse ofendida, pero se dio cuenta de que le hacía bastante gracia. Al menos la insoportable incomodidad que estaba soportando había resultado en algo inesperado.

Alguien que estaba cerca del escenario gritó: «¡Te han dicho que “no nos jodas”!». Giró el cuello para ver quién había sido, pero el que lo dijo estaba oculto entre un grupo de amigos. Andrew hizo una mueca de dolor y continuó:

—Tengo que reconocer que he decepcionado totalmente a mi padre. Sé lo que están pensando: como soy asiático, seguro que voy a hacer una broma sobre que le he decepcionado porque no me he convertido en neurocirujano, o abogado, o porque he necesitado un mes entero para aprender a tocar a Vivaldi o algo por el estilo. Pero no, no, a mi padre le da igual toda esa mierda. Él lo que quiere es que toque la guitarra y eche polvos. No, en serio, eso es lo que quiere.

Esa certera descripción de Charles sí que hizo reír a Barbra, que soltó una carcajada inesperada, pero se sintió inmediatamente avergonzada porque fue la única que se rio.

—La verdad es que mi padre, el inmigrante, está muy, pero que muy decepcionado conmigo porque… tengo una alergia. Alergia a los cacahuetes. Porque los inmigrantes no creen en las alergias. Lo juro: preguntadle a cualquier persona negra con acento raro que veáis y os dirá que las alergias son mierdas del Nuevo Mundo.

«Bueno, eso era cierto», pensó Barbra, recordando cómo se sorprendió cuando la madre de una de las amiguitas de Grace se negó a dejar a su hija ir a jugar a casa de los Wang porque su ama de llaves no utilizaba productos de limpieza hipoalergénicos.

Y entonces, sin previo aviso, Andrew se puso bizco y empezó a hablar con un acento que hizo que Barbra se encogiera instintivamente al oírlo.

—Mi padre en plan: «¡Vine aquí en un barco al abrigo de la noche! ¡Tuve que luchar con piratas! ¡Me escondí en el alcantarillado y trabajé como ayudante de camarero durante veinte años y contigo puede un «cacahuete»? ¿Un cacahuete? ¿Eso tan pequeño y delicioso?».

Al otro lado de la sala se oyó una sola carcajada, que puede que saliera de la boca del mismo que le había interrumpido antes. Aparte de eso, silencio. Los de las mesas que rodeaban a Barbra jugueteaban con sus teléfonos y con sus copas, deseando que pasara ya el turno de Andrew. Barbra se alegró, y no por primera vez, de no haber sentido nunca ganas de subirse a un escenario.

—Por cierto —continuó Andrew valientemente—, sé que lo único que les gusta más a los blancos que los chistes «sobre» blancos es cuando los «negros» hacen chistes sobre blancos. ¿A que sí? ¿Pero sabéis lo que les gusta de verdad, de verdad de verdad, a los blancos? Cuando los cómicos asiáticos se ríen de sus padres. Sí, porque queréis tener una excusa para reíros de los acentos asiáticos. Y en este asunto es como si los negros fuerais blancos, que no se ofenda nadie. Admitidlo, en cuanto he subido aquí habéis pensado: «Oh, tío, espero que diga muchas palabras con erre, una tonelada, espero que el número enterito de esta noche esté patrocinado por la letra erre».

¿Tanto escribir en el asiento de atrás para «esto»? No le estaba yendo nada bien; Barbra vio a una chica negra mirar a su amiga y poner los ojos en blanco. Andrew debía haber ensayado dónde iba a hacer las pausas, porque de nuevo se quedó mirando al público, expectante, inseguro, esperando unas risas que ella sabía que no iban a llegar. Por fin continuó.

—Esto es lo que no entiendo: los británicos no pronuncian la letra hache cuando hablan inglés. La ignoran completamente. Ni siquiera lo intentan, pero no nos reímos de eso. Los franceses no se llevan bien con el sonido ce, «th» para nosotros, ¿no os parece? Pero nada de eso os pone tanto como oír a un asiático sufrir con la letra erre. Lo único que se le acerca un poco es esa forma de alargar las úes que tienen los canadienses: muuucho, refuuugio. Cerrad los ojos un momento e imaginaos un inmigrante asiático que llevara mucho tiempo en Canadá diciendo la palabra «agricultor» ¿Que qué significa eso? Es un trabajo para el que no se necesita cualificación ¿qué esperabais? En serio, ¿cómo sonaría eso? Vamos a ver, intentémoslo, decidlo en voz alta. Vamos, sabéis que lo estáis deseando… Vale. Yo lo diré en nombre de todos los asiáticos de todas partes, no me importa. Ahí va, ¿lo decimos juntos, vale? A la de tres: uno, dos, tres: ¡«aglicuuultol»!.

Solo un par de miembros del público se mostraron colaboradores y le siguieron la broma, obedientes. Alguien dijo algo como: «¡Capullo sin gracia!» y unos cuantos se fueron al baño, pero Andrew continuó. Su buen ánimo ya empezaba a parecer un poco desesperado.

—¡Cabrones racistas! No, no, estoy de broma. De verdad que lo digo en broma; ya sé que todos vuestros mejores amigos son negros. ¡Ja! Huy, me siento un poco culpable. Os he engañado para que lo dijerais y ahora os sentís un poco imbéciles. —Andrew agitó las manos con un gesto que estaba pensado para acallar a la multitud, si hubiera una multitud haciendo ruido, claro—. Vale, vale, para compensaros os voy a dar lo que realmente queréis. —Se irguió y miró a lo lejos. Levantó un brazo y dijo con una voz que parecía la de Laurence Olivier—: Un hombre mayor chino, tal vez mi padre, tal vez no, diciendo palabras con la letra erre. —Y empezó de nuevo con ese acento tan vergonzoso—: Lobots. Dloga. Loma. Lotaly Crub… esa es buena, ¿eh? Corrabolar. Collobolar… Eso son dos palabras diferentes, por cierto. Bueno, gracias por ayudarme a destrozar cincuenta años de movimiento por los Derechos Civiles. Sois unos cabrones. ¡Buenas noches!

Barbra se dio cuenta de que se había bebido todo el gin-tonic y estaba mordiendo la pajita roja con desesperación. La dejó caer en su regazo, un trozo de plástico destrozado y mojado.

En chino chou significaba feo; era la misma palabra que se usaba para vergonzoso. Feo y vergonzoso, los dos eran chou. Y la expresión coloquial para vergonzoso era diou lian, que normalmente se traducía como «cara caída», pero que más literalmente significaba «cara tirada», como si el afectado hubiera tirado por propia voluntad todo lo que merecía la pena tener y conservar de su cara. Como si se deshiciera de la cara bonita que había encima dejando solo la cara fea y avergonzada que tenía debajo.

Andrew estaba de pie delante de ella, empapado en sudor.

—¿Nos vamos? —preguntó.

Ella levantó la vista intentando encontrar alguna palabra de felicitación o de ánimo, pero no se le ocurrió ninguna.

—¿Ahora? —respondió.

«Andrew era demasiado blando», pensó Barbra. Tenía sentido decir que había que «hacer» reír a la gente. La comedia era un acto de agresión y Andrew no era un guerrero.

—¿Por favor?

Durante un segundo Barbra sintió ganas de negarse, de hacerle quedarse y ver a los otros humoristas, de señalarle las cosas en las que había fallado. «Era probable —pensó Barbra—, que así lograra enseñarle a ser mejor monologuista. Obligarle a serlo».

Pero Andrew siguió de pie, sin apartar su mirada dolida de ella, y Barbra se dio cuenta de que llegaba una década o dos demasiado tarde para hacer de madre, así que cogió sus cosas y salió con Andrew del bar.

12 Lo que Andrew y Grace mencionan a lo largo de la conversación son títulos de canciones de Barbra Streisand y los usan en este diálogo algo surrealista para burlarse, primeramente de su madrastra, pero también de toda la situación que viven (N. de la T.)

Los Wang contra el mundo
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