45
Pekín, China
Uno de los pasatiempos favoritos de Andrew era engullir, tomando bocados enormes, raciones de arroz frito empapado en aceite picante, preferiblemente llevándoselos a la boca con una enorme cuchara de servir. Un bocado caliente y suelto tras otro, cada uno con un montón de guisantes y zanahorias que habían estado congelados y trocitos dorados de huevo revuelto y de gambas gordas y brillantes.
Satisfacción y felicidad.
Comiendo así no se llenaba nunca. No había saciedad, solo importaba el acto de llevarse la cuchara a la boca, de las papilas gustativas y los receptores del calor entrando en acción en cada bocado, la sensación del sabor y el calor extendiéndose por su lengua y bajando por su garganta. Ni siquiera tenía que ser un arroz frito bueno. En ese momento estaba comiendo un arroz que salía de una caja de comida para llevar que había comprado en un sitio de aeropuerto que era la versión china de Panda Express (igual de terrible e igual de delicioso al mismo tiempo), sentado en un banco al lado de la cinta de equipajes, esperando a sus hermanas. Con suerte sería la cinta correcta. Había como tres vuelos de China Air que llegaban a Pekín desde Nueva York más o menos a la misma hora, así que Andrew decidió que esperaría junto a la primera cinta.
En cada bocado se le caían unos granos de la cuchara rebosante que iba camino de su boca y a Andrew empezó a gustarle el ruido resbaladizo que hacían al caer de nuevo en el recipiente de poliestireno.
Debería haber una palabra alemana para ese ruido. Era una buena idea, tenía que recordarla para trabajar en ella: encontrar una frase graciosa, que podría ir repitiendo de vez en cuando durante el número, que hablara de todas esas cosas diminutas, como restos de comida que te tienes que quitar con seda dental, para las que debería existir una palabra en alemán. Iba a tener que empezar a desarrollar material que no estuviera tan centrado en lo asiático. Sobre todo si… bueno, ¿y si tenía que ser humorista en China? ¿Existía eso? Lo de pertenecer a una minoría no iba a funcionar allí. Hasta el tío que vaciaba las papeleras era chino.
—¡Andrew!
Oyó el grito y se sintió abrazado por ambos lados. El recipiente de comida se ladeó peligrosamente en su regazo.
—¡Chicas! —Consiguió sacar los brazos de debajo de los cuerpos de sus hermanas para poder abrazarlas. Olían a comida de avión y a los perfumes de otra gente, pero también olían a casa.
—¡Hey, Andrew! ¿Qué estás comiendo? ¡Tiene una pinta asquerosa!
Grace no se podía creer que lo primero que su hermano había decidido zamparse cuando llegó a China fuera una pila gigante de arroz frito. ¿No debería estar comiendo pato pequinés o algo así?
Andrew la abrazó más fuerte.
—Está un poco asqueroso, pero llevo varios días tomando solo donuts y cerveza, así que ahora mismo me parece delicioso. —Cuando finalmente se soltaron, preguntó—: ¿Tenemos que preocuparnos entonces?
Saina se apartó. Había pasado más de un año desde la última vez que vio a sus dos hermanos. Los dos la miraron, ansiosos, y ella recordó esa sensación maternal que tanto odiaba y a la vez echaba de menos.
—¿Por lo de papá?
Asintieron.
—Sí y no. No lo sé, vosotros sabéis tanto como yo. Solo he hablado con él un minuto antes de que entrara la enfermera.
—¿Crees que es verdad que papá se metió en una pelea? —preguntó Grace—. Ni siquiera me lo imagino corriendo.
Andrew pensó que eso era un poco injusto.
—Juega al tenis.
—Sí, pero el tenis es más bien una actividad de club de campo. Juega al tenis y se sube a los barcos de los demás. Eso no es «ejercicio».
Saina rio.
—¡No creo que fuera una pelea de boxeo! Me ha dicho que estaba bien, pero parecía que quería que viniéramos, así que quién sabe. —Y entonces, por mucho que había estado intentando evitar pensar en él, se acordó de Leo. ¿Habría llamado? Metió la mano en el bolso—. Se me ha olvidado encender el teléfono. Tal vez me haya llamado papá.
Grace se sorprendió.
—¿Tienes activadas las llamadas internacionales?
—Sí, de cuando estuve en Berlín.
—Pero ¿eso no es caro?
La verdad era que ni siquiera lo sabía. Seguramente lo era, pero todas esas facturas se cobraban automáticamente en la cuenta que tenía para los suministros: el teléfono, el internet, la tele por cable, el seguro del coche, el de la casa, el agua, el gas, la electricidad, la tasa de basuras, la cuota del gimnasio que no tenía sucursales fuera de Manhattan, la tarjeta del mercado ecológico adonde solo había ido dos veces a recoger los productos que le correspondían y, vergonzosamente, el teléfono, el internet y la tele por cable del apartamento que había vendido meses atrás. Había intentado cancelar los contratos, pero la persona del servicio de atención al cliente que se encontró estaba decidida a conseguir que no los cancelara, y su decisión resultó ser más poderosa que la de Saina.
—Bueno, al menos todavía tenemos una posibilidad de comunicarnos, ¿no?
—Oye, ¿he elegido la cinta de equipajes correcta?
Saina se relajó contra el cuerpo de Andrew.
—Sigues siendo un encanto.
—¿Qué quieres decir? —Sabía exactamente lo que quería decir, claro, y sabía que en ese momento sus hermanas se estarían mirando y sonriendo. Lo comprobó. Efectivamente.
—No te preocupes —dijo Grace—, todavía nos queremos.
—¡Esperad! La pregunta del millón: ¿dónde está Barbra?
—Tenía el pasaporte caducado.
—¡No!
—Sí.
—Oh, pobre Babs. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Está sola en tu casa, Saina?
Sí, Barbra estaba sola en su casa, con las llaves del destartalado Saab y el teléfono de su amigo Graham por si necesitaba algo. Había sido raro dejar a otra persona en la casa en la que había pasado los últimos meses sola, escondiéndose y obsesionándose. Todavía le estaba dando vueltas a su última conversación:
—¿No es raro?
—She me? [¿Qué?]
—Que estés aquí. Me refiero a que… ¿cuando eras pequeña en Taiwán te habrías imaginado que acabarías pasando una temporada sola en una granja al norte del estado de Nueva York? Cuando compré la casa me dijeron que la habían construido en 1902. Estoy segura de que el primer propietario nunca pensó que en su casa acabaría viviendo una señora asiática.
Barbra la miró un momento, confundida.
—Pero tú también eres una señora asiática.
Oh, Dios, ¿cómo puede ser tan obtusa?, recordó que pensó.
—Tienes razón. Supongo que me parecía… diferente. Pero tienes razón. Es una tontería. Es lo mismo.
Inesperadamente Barbra soltó una carcajada.
—¿Quién sabe dónde vamos a acabar en la vida? Puede ser en cualquier parte. Incluso en una granja. Una señora asiática.
Su teléfono pitó unas cuantas veces. Emails, un mensaje de voz en el contestador y cinco mensajes de texto. Abrió el primero de los mensajes:
917-322-7177
Me muero aquí Saina.
917-322-7177
¿Ya lo has leído?
917-322-7177
Mira el correo.
917-322-7177
¿?
917-322-7177
¿Dónde estás?
Aunque había borrado su número de teléfono, Saina supo que era Grayson y se le cayó el alma a los pies. Ese era su patrón. El de los dos. Discutían y entonces Saina apagaba el teléfono y se iba a hacer yoga o a dar un paseo o a tomar algo con sus amigas; mientras, Grayson intentaba trabajar en su estudio hasta que no podía soportarlo más. Y cuando ella encendía el teléfono se encontraba ocho mensajes y el doble de llamadas perdidas. Todas las veces que ocurría se sentía halagada y a la vez avergonzada. Pinchó el icono del email y esperó a que se cargara, respirando con dificultad.
¿Qué estaba haciendo Saina tan enfrascada en su teléfono? Grace miró por encima de su hombro.
—¿Te ha llamado papá? ¿O Leo?
—No… —contestó Saina.
—¿Entonces qué?
—No sé… No estoy segura. Espera un momento, deja que mire una cosa.
Cuando Grace estaba con sus hermanos a veces quería aferrarse enfermizamente a ellos, asegurarse de que no podían irse y tener vidas que no la incluyeran a ella.
—¿Te ha mandado un email o no?
Andrew se volvió hacia ella.
—¡Leo! Se me había olvidado lo de tu novio. Grace, ¿le has conocido?
Grace siguió mirando a su hermana mientras hablaba.
—Sí. Y me parecía que estaba bien. Era majo. Y se podía hablar con él. Grayson era más guapo, pero Leo es sin duda mejor persona. Eh… pero Saina ha roto con él.
—¿Qué? ¿Por qué?
Saina seguía enfrascada en el teléfono, así que Grace respondió por ella.
—Porque tiene una hija.
Saina había abierto accidentalmente un email de su amiga Lotte, en el que la invitaba a pasar el fin de semana en Montauk, así que todavía estaba esperando que se cargara el email de Grayson cuando oyó la respuesta de Grace. No era cierto. No había roto con Leo porque tuviera una hija. En serio, ¿es que ahora todo el mundo tenía hijos? Levantó la vista para mirar a Andrew.
Saina parecía tan avergonzada que él también sintió vergüenza.
—Bueno, al menos sabes que no dispara balas de fogueo.
—Sí, bueno. Pero no ha sido porque tiene una hija. Fue porque no me lo dijo hasta que Grace se lo sonsacó.
—¿Cómo es eso posible?
—¡Eso me pregunto yo! Es que… Bueno, tenía una explicación muy estúpida.
—¿Pero cuánto tiempo lleváis juntos? Unos meses, ¿no?
—Intermitentemente.
—¿Cómo ha podido no salir el tema? ¿Es que no ve a su hija?
¿De verdad tenía que responder a esas preguntas?
—No, pero supuestamente es porque su exnovia está enfadada con él y no le deja verla.
—Pero ¿él lo intenta?
—Creo que sí.
—¿Cuánto tiempo hace que no le deja?
—Oh, Dios, Andrew, no lo sé. —Saina se dio cuenta, como siempre que le veía, de que su hermano era una buena persona.
—¿Y eso fue, no sé, hace poco? Estoy intentando averiguar si ella es la loca de esta situación.
—Creo que todos están locos.
¿Podría leer ya el email de Grayson? Saina miró a Andrew y después a Grace.
—¿Qué? —preguntó Grace.
¿Por qué no decírselo? Ya no eran niños ninguno de los dos.
—No es de Leo. En realidad tengo un email de Grayson.
Grace se sorprendió al darse cuenta de que estaba celosa. No es que ella no les gustara a los chicos, pero ¿se colgarían por ella igual que lo hacían por Saina? En ese momento Grace decidió que eso era lo que ella quería.
—Bueno, pues léelo —dijo Andrew.
—Necesito leerlo a solas. ¿Por qué no vais a ver si ha salido el equipaje ya?
—No. No ha salido nada —aseguró Grace—. Vemos la cinta desde aquí.
Pero Andrew tiró de ella y los dos se fueron junto a la cinta y esperaron al lado de un trío de monjas con hábitos de color azul cielo.
Saina abrió el email:
Mi amor (porque eso es lo que eres):
Me voy a sentar aquí y volcarlo todo en la página. En la página electrónica. Eres mi amor, Saina. Tú y nadie más. Vas a pensar que es una locura, pero es el bebé el que me ha hecho darme cuenta de ello. James. Es el mejor niño del mundo. Le quiero tanto y con tanta intensidad que estoy ciego de amor por él y me ha hecho darme cuenta de que quiero que todo sea igual de intenso en mi vida. Eso es lo que tú me haces sentir a mí, nena, mi bebé, mi otro bebé. No sé qué me pasa, pero estoy seguro de que tengo que hacer esto. Me dio miedo de nosotros, supongo, pero ya no tengo miedo.
Nunca antes te he explicado esto y tal vez es muy estúpido incluirlo en una carta de amor, pero estoy un poco borracho ahora, así que te lo voy a decir y espero que te ayude a entender. Hice lo que hice con Sabrina porque ella es como un símbolo de todo lo que un hombre se supone que debe querer. Sé que no te lo vas a creer, pero es cierto. Yo soy yo, pero también soy solo un chico de un pueblo de pescadores de Maine, y ella es la guapa rubia con la familia con una fortuna de hace generaciones que desde el primer momento me admiró y se volvió loca por mí. ¿Quién podría resistirse a esa combinación? Yo no. Desde el momento que nos conocimos, ella solo quiso apoyarme y promocionarme y presentarme a amigos ricos que inmediatamente llamaban a mi galería, y todo eso me hizo sentir un verdadero subidón. Iba a decir que lo siento, pero eso ni siquiera importa. Si lo piensas, tenía que pasar así. Tenía que tener todo eso para saber que te quiero a ti. Ella lo hace todo por mí, por mi causa, y yo pensaba que necesitaba eso. Pero tú no lo haces. Tú haces cosas por ti misma y yo hago cosas por mí. Somos unos cabrones egoístas, Saina, y ahora sé que es mejor así con la gente como nosotros.
Porque hemos prendido fuego al mundo juntos. No puedes negarlo. No hablo con nadie como hablo contigo. Nadie más tiene ideas como las nuestras. Nadie más consume mierda como nosotros. Nos desgarramos el uno al otro. Nos metemos en el interior del otro y morimos allí. Suena enfermizo, pero es increíble. Es la forma que tenemos de amar y la echo de menos.
No te voy a mentir. Me encanta lo que Sabrina hace por mí. Pero amo lo que tú me haces a mí y lo que haces conmigo. Creía que no era importante, pero, como te he dicho, soy un capullo egoísta con un ego enorme y sobredimensionado y tú también eres igual, y es probable que eso no cambie en un futuro próximo. Pero tal vez sabiéndolo podremos querernos mejor.
Había tantas cosas mías y tuyas que estaban mal y, joder, tantísimas que estaban bien, que soy como un ciego rebuscando en la mierda sin ti, nena. Y ahora me siento solo y desamparado sin ti. Desamparado. Como Johnny Cash. Sé que odias los símiles (¿ves? Lo recuerdo todo de ti), pero me salen así, sin más, porque nunca he escrito una carta como esta antes.
¿Sabes que ya he borrado esta carta diez veces? Ya sé que no me quedan muchas oportunidades contigo. Tal vez ni siquiera tenga ya esta. Pero lo voy a intentar.
Me vas a preguntar si tengo planes para nosotros, y la verdad es que no los tengo. Pero sé que deberíamos estar juntos. Dime que quieres estar conmigo y eso será suficiente para mí por ahora. Ya arreglaremos el resto. Tal vez tú y yo podríamos tener un bebé. ¿Por qué no?
Vale, ya estoy muy borracho, pero todavía me queda inteligencia suficiente para saber que no debo seguir escribiendo esto. Pero lo pensarás, ¿verdad? Sé que has conocido a ese tío allí, pero él no soy yo y Sabrina no eres tú.
Te quiero, te quiero, te quiero, mis pequeños pedacitos. Te quiero.
G.
Al principio se sintió serena, lejana, y solo vagamente interesada, como si estuviera leyendo la correspondencia de otra pareja de amantes. De Frida Kahlo y Diego Rivera. De Napoleón y Josefina. Pero según iba leyendo, bajando por la pantalla, su furia fue creciendo. Grayson probablemente habría escrito eso en el apartamento de Sabrina, agazapado en la cocina en medio de la noche, vaciando una botella de whisky mientras su novia amamantaba a su bebé. Saina veía la escena: él, con la luz de la pantalla iluminándole la cara; ella, intentando hacer eructar a una criatura adorable y regordeta, preocupada por la ausencia de él, pero sin querer decir nada.
Era gratificante, un poco, pensar que podía separarle de Sabrina. El anillo que le había regalado a ella probablemente también estaba en su apartamento, o en el taller de Sabrina. Se lo había devuelto cuando rompieron. Se lo tiró, y después fue corriendo para coger la caja compleja con múltiples facetas en la que venía y se la arrojó también. Ahora Saina recordó la sensación de llevarlo en el dedo, cómo ese peso había significado que la amaban, que podría dejar de preocuparse por esa parte de su vida al menos. Echaba en falta ese recordatorio constante, incluso aunque al final fuera todo una mentira.
Andrew miró hacia atrás para ver a su hermana. Estaba sentada en un banco al lado de la bolsa de viaje de Andrew, mirando al suelo un poco por delante de ella. Grayson seguramente intentaba recuperarla, ese cabrón. Esperó que ella no cayera en la trampa. Saina y Grace no le habían preguntado todavía por Dorrie, pero les diría la verdad si lo hacían.
Justo entonces la cinta de equipaje se puso en funcionamiento y empezaron a salir maletas de las profundidades.
—¡Oh! ¡Ya veo la mía! ¡Es la primera! —Grace le arrastró para perseguir su maleta y después la de Saina.
Cuando se encaminaron adonde estaba sentada Saina tirando de sus maletas, él se acercó a Grace y le susurró, señalando al hombre que estaba poniendo una bolsa en una papelera metálica:
—¿Habías visto alguna vez un conserje chino?
—No había visto tantos «chinos» en mi vida —susurró ella en respuesta.
Era cierto. Nunca había visto un conserje chino, ni un guarda de seguridad, ni siquiera un grupo musical adolescente chino como el que venía con ellas en el avión.
Saina se levantó cuando se acercaron sus hermanos.
—Vale, creo que vamos a ir directos al hospital, ¿vale? Es casi medianoche, así que no tiene mucho sentido buscarnos un hotel y demás. Vamos allí y tal vez nos dejen quedarnos en su habitación o, si no, seguro que hay una sala de espera o algo así.
—Espera, no te vas a librar así. ¿Qué quería Grayson? ¿Habíais hablado desde que os separasteis? ¿Te ha escrito solo para saludar? ¿Le has dicho que le odiamos? ¿Eh?
¿Cómo podía explicarlo?
—Creo que no le voy a responder.
—Pero ¿qué dice?
—Es… una extraña carta de amor. No lo sé. No quiero hablar de eso ahora. Es demasiado tarde y solo quiero llegar al hospital cuanto antes, ¿vale? —Entrelazó el brazo con el de Grace y la acercó a su cuerpo—. ¿Tienes hambre? ¿Compramos algo antes de irnos?
Grace se apartó.
—No, estoy bien —contestó adelantándose para alcanzar a Andrew.
Cuando cruzaron la aduana con todo lo que llevaban menos una manzana que Grace llevaba en su bolso, vieron a una mujer desgarbada con una corbata negra y una gorra de chófer que llevaba un cartel que decía: «Saina Wang». ¡Una mujer! Qué sorpresa. Andrew se quedó impresionado. Mientras se dirigían hacia ella, Andrew le preguntó a Saina:
—¿Cómo sabías dónde contratar un chófer en China?
—Lo hizo la ayudante de Maryann.
—¿La de la galería?
—Sí.
—Vaya. Qué amable.
—Su jefa viene a China un par de veces al año, así que supuse que sabría con quién contactar.
—¿Es usted la señorita Wang?
—Sí. Wo men yie ke yi shuo zhong wen [Nosotros también hablamos chino].
—Oh, no. Está bien. Conmigo. Para practicar. Su idioma —dijo la chófer mientras les tendía una mano para que se la estrecharan—. Soy Bing Bing.
—Yo soy Saina. Y estos son Andrew y Grace.
—¿Tuvieron. Todos. Buen vuelo. Desde. Estados Unidos? —Escogía las palabras cuidadosamente. Las cosas iban a llevar mucho más tiempo si dejaban que Bing Bing practicara su idioma, pero Saina no quería avergonzarla insistiendo en que hablaran en chino.
—Algún día voy. A Estados Unidos. ¡Me gusta Michael Jordan! ¡Y Titanic! Muy bueno.
Andrew rio.
—¡Sí! ¿Te gusta el baloncesto? —Imitó un tiro a canasta—. ¿Tres puntos?
—¡Sí! ¡Me gustan los mates!
Por fin Grace sonrió también.
—A mí también. Es lo mejor del baloncesto.
Antes de que pudieran detenerla, Bing Bing apiló sus maletas sobre un carrito y se colgó una bolsa en cada hombro. Incluso yendo al timón del carrito y cargada, se adelantaba continuamente y tenía que pararse cada pocos minutos para que pudieran alcanzarla.