3
Santa Bárbara, California
—No lo estarás diciendo en serio, papá…
—No hables así a tu baba, Grace.
—¡Pero me van a echar del colegio! —dijo entre dientes, avergonzada—. ¡Te «dije» que tenías que haberme comprado un coche!
—Gracie, vamos a recogerte esta tarde, ¿vale?
—¿Quiénes? —preguntó Grace.
Qué suspicaz. Gracie siempre se mostraba así de suspicaz con él ahora. Charles no lo entendía.
—Tu Ah-yi2 y yo.
—Oh, viene ella. Vale. ¿Pero qué ha pasado? Papá, ¡me echan del colegio! Es como si creyeran que soy una criminal o algo así.
—Grace, nosotros no creemos que seas una criminal —dijo Brownie, la directora, intentando parecer comprensiva—. De hecho, le he dicho a tu padre que seguramente podremos encontrar una solución. Tal vez…
—«No» me vais a hacer trabajar en la cafetería —dijo Grace, horrorizada—. Ni hablar. Prefiero ir a la escuela pública, papá. ¡Papá! —Grace juraría que acababa de oír que su padre lloraba al otro lado del teléfono, pero no quiso decir nada por si era cierto.
—Está bien, xiao meimei [hermana más pequeña], no te preocupes, ¿vale? No pasa nada. Vamos a ir a buscarte y después a por Andrew para ir todos a jiejie jia [la casa de la hermana mayor].
—Papá. Baba. —Grace ya se sentía más razonable; se había dado cuenta de que tenía que ser la adulta en esa situación—. ¿De qué estás hablando? No voy a cruzar el país en coche con vosotros. ¿Quién hace una excursión familiar a la otra punta del país? Además, tengo que hacer los exámenes de acceso a la universidad. Me quedo en casa, ¿vale?
Huy. La directora «no» dejaba de mirarla. Ni siquiera seguía fingiendo que estaba haciendo algo en su ordenador. Grace recordaba la última vez que estuvo en ese despacho: fue el semestre anterior, cuando la profesora de dibujo se chivó de ella. La profesora de dibujo, que hacía que todos sus alumnos la llamaran Julie. Era muy vergonzoso cuando los adultos intentaban actuar como «personas».
El problema no fue la reducida cantidad de Percocet escondida bajo el forro de su monedero de Louis Vuitton, ni la botella de vodka Belvedere guardada bajo un arco iris de jerséis de cachemir. No, la bruja de la profesora de dibujo, con esa pinta tan de los «noventa» con su horroroso pintalabios oscuro y sus pegatinas de Riot grrrl en el parachoques, entró en el aula de ordenadores y pilló a Grace subiendo a internet una foto suya. Llevaba uno de los mejores looks de mañana que había llevado en la vida: medias Wolford de encaje negro, la falda del uniforme azul marino (bastante subida), las desgastadísimas botas de vaquero de Saina, una camisa de Surface to Air abrochada hasta arriba, rematada con una de las viejas pajaritas con estampado de cachemir de Hermès de su padre de los ochenta, unas gafas de carey con cristales de mentira (algo de lo que nadie tenía por qué enterarse) y el pelo deliberadamente alborotado sujeto con una faja de seda amarillo fuerte atada con un nudo. «Mucho» más cool que los looks de postureo de VainJane.com; es que Jane vivía en «Texas». ¿Cómo podía haber alguien con verdadero estilo en un sitio como ese? ¿Cómo es que todo lo que se ponía Jane conseguía tantos comentarios, vamos a ver? Esa chica pensaba que unos Loubotin eran suficiente para que cualquier cosa fuera elegante… qué «aburrido». Grace no podía entenderlo.
Pero bueno, Grace estaba segura de que ese look iba a ser la bomba y estaba a punto de subirlo a su blog, anticipando ya las respuestas de sus seguidores, cuando Julie se acercó a hurtadillas, intentando no hacer ruido, hasta colocarse a su espalda. La profesora ni siquiera era lo bastante lista para darse cuenta de que así no podía sorprender a alguien que estuviera usando un ordenador, porque su estúpida cara se reflejaba en la pantalla desde el principio.
Cuando estiró la mano para darle un toquecito en el hombro a Grace con una uña pintada de burdeos, Grace ya se había dado la vuelta y la miraba sonriendo.
Y por eso fue por lo que recibió la sanción: por insubordinación.
El comité de ética decidió que el blog de Grace estaba centrado en la moda y no se trataba de «una explotación personal, ni era algo que socavara su condición de mujer joven» (es decir, que no era nada sexual), pero puntualizó que había demostrado poca disposición a recibir orientación. Era algo muy ridículo por lo que castigarla, pero bueno. Ya no importaba.
—Gracie, tú recoge tus cosas. Pero solo las importantes, ¿eh? Llegaremos dentro de unas horas —dijo su padre.
La directora le interrumpió.
—Grace, si necesitas que alguien te ayude a recoger tus cosas, pídelo. No dudes en pedir ayuda, ¿vale, cariño?
Grace pulsó el botón de su móvil para colgar.
—No me llame «cariño» —exclamó. Al menos ya no podían sancionarla. Puaj.
A veces odiaba hablar con su padre. ¿Era posible querer y odiar a alguien al mismo tiempo? ¿O quererle aunque no te caiga bien? Si su madre estuviera viva, las cosas serían diferentes. Todos los que ella conocía se llevaban bien con sus madres y odiaban a sus padres, pero ella no disfrutaba del lujo de tener un progenitor de sobra.
—Bueno… ahora somos pobres.
La compañera de cuarto de Grace se la quedó mirando fijamente.
—Es verdad, Rachel. No tenemos dinero. Nada. Tengo que dejar el colegio y mi padre y mi madrastra vienen a recogerme. Tenemos que ir al otro lado del país a casa de mi hermana, que está en un pueblo raro del estado de Nueva York. ¡En coche! No sé si nos queda algo. ¿No se lo llevan todo cuando te arruinas?
—¿Estáis arruinados? ¿Pero… del todo?
—Bueno, mi padre ha dicho que él lo está, así que supongo que yo también.
—Oye, ¿pero estás bien?
—¿Te «parece» que estoy bien?
—Bueno, supongo… es que… bueno, no ha muerto nadie, ¿no?
—Solo he perdido mi «casa». Prácticamente nací en esa casa y no he podido vivir allí mucho tiempo, porque tuve que venir «aquí». Y ahora no la voy a volver a «ver».
Rachel había oído hablar de la casa familiar de Grace, aunque ella nunca la había invitado a pasar allí las vacaciones. Había pasadizos secretos, arte moderno y una vez Johnny Delahari se tomó una mezcla rara de éxtasis y heroína (todo el mundo en el colegio lo llamaba el «especial canadiense», pero nadie más allí estaba lo bastante loco como para probarlo), se desmayó dentro del vestidor de su madrastra y se quedó allí durante horas con una camisola de seda sobre la cara. «Olía a coño de señora», le había dicho él a Rachel. «Pero has dicho que era una camisola. Eso se pone en la parte de arriba», contestó ella. «Vale, pues olía a “tetas” de señora», sentenció él sonriendo e intentando meterle mano por debajo de la camisa. Ahora pensaba que ojalá le hubiera dejado, porque si Grace se iba, él seguramente nunca volvería por su habitación.
Grace llevó su silla de escritorio con ruedas hasta el armario y se subió encima para sacar sus maletas del estante de arriba. Saltó de la silla, empujándola hacia atrás, hacia donde estaba Rachel, que la paró con el pie enfundado en una bailarina morada.
—Tal vez te quedes con la habitación para ti sola —comentó Grace.
—Creía que tu compañera se tenía que suicidar para que te dejaran tener la habitación para ti sola.
—¿Crees que cuenta si lo hace después de irse?
—No digas tonterías, Grace. No te vas a suicidar.
—Nunca se sabe —contestó Grace, descolgando unos vaqueros de una percha.
Tal vez se suicidaran todos juntos. O quizás su padre tiraría el coche por un acantilado con todos dentro. Dios, igual debería dejarlo todo. Si iban a ser pobres o a acabar muertos, ¿qué sentido tenía tener el mismo chaleco de conejo deconstruido que llevaba Kate Moss en el número de Elle del mes pasado? Por otro lado, tal vez ser pobre podía ser glamuroso: habría camisetas con agujeros, tíos que tendrían que trabajar de camareros y comidas solo de patatas fritas. En esa situación tal vez tendría su punto de glamur tener su ropa. Sería como una Romanov o algo así.
La realeza depuesta. Así se sentía de todas formas encerrada en ese colegio, tan lejos de todo lo que podía ser mínimamente interesante.
Solo las cosas importantes, le había dicho su padre. ¿Y qué significaba eso? Grace miró la pila de vaqueros que había en el suelo y se los acercó a Rachel con el pie.
—Toma —dijo—. Quédatelos. Estoy harta de ellos de todas formas.
—¿En serio?
Grace no respondió, solo le acercó más la pila con el pie mientras se volvía para quitar el corcho lleno de recortes que había sobre su escritorio. Lo colocó sobre la cama y empezó a quitar la pasta azul con que estaban pegados, acumulándola en la mano izquierda. Mientras lo hacía recordó el fin de semana para padres del año anterior, cuando al subir a su habitación se encontró a Rachel tumbada en la cama, con la cabeza en el regazo de su madre. La puerta estaba entreabierta y Grace se quedó allí un momento, mirando a la madre de Rachel, que le apartaba el pelo de la cara a su hija mirándola con una media sonrisa y los ojos llenos de amor. Nunca había sentido celos de Rachel, ni por un segundo, hasta ese día.
—¿Te vas a llevar todo eso? ¿Las fotos y esas cosas? —preguntó Rachel.
—Claro.
—¿Y eso no es… un poco «morboso»?
—¿Morboso por qué?
—Bueno, están todos muertos.
—La gente se muere. Supéralo.
—Sí, la gente se muere, pero eso no significa que haya que forrar todas nuestras paredes con muertos.
—Bueno, ahora son tus paredes, ¿no?
—Solo digo que sé por qué los pusiste ahí y que da un poco de yuyu. Ya puedes dejar de fingir que esa no es la razón.
—¿Y por qué no lo dejas «tú», Rachel? ¿Rachie Pie? Oh, espera, se me olvidaba. Eres demasiado buena para dejarlo, ¿no? Eres demasiado buena para el s-e-x-o.
—¡No estamos hablando de eso! ¿Por qué contigo todo tiene que ver con el sexo?
—Creía que conmigo todo tenía que ver con la muerte.
Las dos se quedaron mirándose fijamente durante un momento y después Rachel habló de nuevo.
—Yo… Lo siento por ti. ¿Necesitas algo? ¿Hay algo que pueda hacer? No sé, ¿quieres que te preste dinero o algo? O, no sé, podríamos… robar algo de comida de la cafetería. Para que te la llevaras para el viaje.
Grace se quedó mirando a su compañera de cuarto, que estaba de rodillas en el suelo acariciando con avaricia unos vaqueros. Podría darle una patada en la cara y no tener que tratar más con ella. Oiría el crujido satisfactorio de esa irritante cara de pelo rizado. Apuntaría a los granos que le salían siempre en la frente a Rachel, una constelación de montículos, su cabeza se proyectaría hacia atrás y no le quedaría más remedio que callarse. Y Grace ni siquiera tendría problemas por eso. O tal vez iría a la cárcel, ¿pero qué importaba eso ahora?
Se volvió hacia el corcho de nuevo.
—Isabella Blow —dijo Grace, quitando la foto de perfil de una mujer delgada con un sombrerito ridículo sobre su moño oscuro—. Elliot Smith. —Quitó otra foto rasgada, la cara de Frankenstein del cantante mirando directamente a la cámara, con las marcas de la piel sin retocar y el puño sobre el corazón—. Theresa Duncan y Jeremy Blake. —Dos fotos de fotomatón del uno al lado del otro, la mujer con los ojos entrecerrados y el hombre con una boca dulce y triste, ambos alzando las barbillas y mirándose a la punta de la nariz como ladrones de banco rebeldes. —Volvió a mirar a Rachel—. Todos son geniales.
Rachel se acercó al corcho con las piernas arqueadas, esforzándose para poder abrocharse un par de vaqueros de Grace.
—La portada de The Bell Jar. Kurt Cobain y Courtney Love en Sassy. ¿Y esta? Pareja de adolescentes en Hudson Street, 1936 —dijo, arrancando la fotografía de Diane Arbus y leyendo el pie de foto—. Muertos, muertos, muertos. ¿Cómo? Oh, sí, cierto: suicidio, suicidio, suicidio.
Grace se encogió de hombros.
—Dios, Rachel, qué aburrida eres.
Estiró la mano y cogió unos vaqueros desvaídos de la pila: de cintura alta, con tela vaquera trenzada rodeando la cintura, muy setenteros.
—Estos no te los puedes quedar.
Grace se puso esos vaqueros y encima una camiseta vieja que había cortado para convertirla en camiseta de tirantes. En los pies se puso un par de botines de caña alta atados hasta arriba con un poquito de tacón. Y el chaleco. Su chaleco de piel de conejo.
Grace se crio sabiendo que las apariencias importaban. Si metías el Xanax en un bote de analgésico Tylenol PM, a nadie le importaba si te tomabas tres o cuatro y nadie te iba a juzgar si poco después te quedabas dormida con la cabeza apoyada en el hombro de tu novio justo después de dos vodkas con Red Bull. Aunque nunca se suicidaría de esa manera.
Las pastillas eran una forma cobarde de irse. No «hacías» nada en realidad, no había nada «decisivo» en eso; una llamada al vigilante de pasillo y acababas de camino al hospital con un tubo en la garganta para hacerte un lavado de estómago.
Cortarte las venas de las muñecas era un buen método: a lo largo de la vena y no de lado a lado de la muñeca, la cuchilla afilada siguiendo el mapa azulado y morado de la parte interna del brazo. Si Grace quisiera cortarse las venas usaría una hoja larga y fina, recién afilada, y seguiría la delicada V de su muñeca izquierda, pero eso solo funcionaría si estaba en casa, porque no había bañeras en el colegio. Desangrarse en una habitación de internado era demasiado deprimente. Preferiría hacerlo en un baño con agua lechosa, una vela parpadeante y una pila de libros. La sangre al salir teñiría el agua de rosa y ella se dejaría caer sobre el borde de la bañera para parecerse al protagonista de ese cuadro que había visto una vez: La muerte de Marat.
Ahorcarse era feo. Para cuando alguien te encontrara tendrías la cara morada e hinchada y los ojos a punto de salirse de las órbitas. Un disparo dependía demasiado de la puntería, saltar delante de un tren haría que el conductor se sintiera culpable y hacerse el harakiri era medieval. Meterse lentamente en el mar sonaba bien, si el cerebro te permitía rendirte y no pelear con las olas para salir a tomar aire; congelarse hasta morir sería incluso mejor, porque podías cerrar los ojos y simplemente sucumbir al sueño, donde todo está calentito. Y tu cadáver quedaría perfectamente preservado, incluso si no lo encontraba nadie porque te habías ido en medio del Ártico o a algún otro sitio lo bastante frío como para congelarte.
Le había enumerado todos los métodos a Rachel una vez, cuando se conocieron. Rachel entonces todavía parecía enrollada, alguien que se quedaría despierta hasta tarde y con la que podría meterse en problemas, pero Grace se dio cuenta bastante rápido de que no había que fiarse de las primeras impresiones.
—Tal vez estarías guapa si te congelaras hasta morir, pero igualmente acabarías en la tripa de un pordiosero —dijo Rachel mirando a Grace con sus ojitos muy redondos, como un conejillo atemorizado. Un conejillo atemorizado que quería demostrar que era más rápido y más listo que el tigre que estaba a punto de comérselo, como una versión en chica del conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas. Tal vez tenía hasta el mismo chaleco que el conejo. Dios, es que Rachel se ponía las cosas más absurdas.
—¿Qué dices de la tripa de un pordiosero?
—Shakespeare. «Un hombre puede pescar con un gusano que se ha comido a un rey, y comerse al pez que se ha zampado ese gusano».
—Los gusanos también estarán congelados —contestó Grace. Y entonces se dio cuenta de que se le había olvidado el veneno. Tal vez una sobredosis de heroína o algo así sería la mejor forma. Al menos llegaría a probarla antes de morir.
Por muy equivocada que Rachel estuviera acerca de los tíos, la música y cualquier otra cosa que no fuera lamerle el culo al señor Taylor para que la incluyera en todas las obras de teatro, tenía razón sobre lo del suicidio.
No es que Grace quisiera realmente perder el control de sus intestinos y quedarse allí con los ojos entreabiertos hasta que alguien se la llevara al crematorio… De hecho, eso era exactamente lo que «no» quería. Quería morir joven y dejar un cadáver hermoso, no algo horripilante. Pero, bueno, al menos con el suicidio podías «escoger»: lo que te ibas a poner, la nota que ibas a dejar, cómo iba a ir todo hasta que te sumieras en el sueño de la muerte. Si la vida realmente se trataba de hacer elecciones y asumir responsabilidades por ellas, como siempre decían los adultos, entonces, ¿por qué la muerte tenía que ser algo que te «sucedía» sin que tú intervinieras?
2 Apelativo cariñoso. Significa «tía» o «tita» en el sentido afectivo, no de parentesco. En este caso es un tratamiento cariñoso para la madrastra de Grace. (N. de la T.)