Capítulo 21

Líneas de batalla

Fiel a su palabra, Cyrus me envió un disfraz. El sol acababa de ponerse cuando un tembloroso y asustado adolescente llamó a la puerta con un paquete. Lo acepté advirtiéndole que no volviera con su amo, pero si lo hacía o no era algo que estaba fuera de mi alcance.

Ahora había muchas cosas fuera de mi alcance.

—¿Qué es? —preguntó Nathan con gesto adusto y levantando la cabeza de la desagradable labor que tenía entre manos. Cuando había guardado mi corazón, lo había metido en una caja y le había puesto un candado sin molestarse en guardar la llave. Llevaba un rato serrando el candado, no con muchos progresos. Si después de esto sobrevivía, compraría más candados de esa marca en el futuro, sin duda.

Dejé el paquete en la mesa y comencé a abrirlo.

—Creo que es mi disfraz para esta noche.

El Devorador de Almas, al igual que su hijo, tenía gustos muy recargados. El traje para el ritual era una túnica morada de encaje con capucha y que arrastraba por el suelo. El motivo cosido en la tela era una representación casi exacta del símbolo personal de Jacob Seymour, un dragón dorado engarzado alrededor de un diamante extraordinariamente grande.

—No es exactamente el look que tenía pensado para mi funeral.

—No digas eso —dijo Nathan en voz baja. Agarró la máscara dorada que venía cuidadosamente en vuelta en la túnica—. ¿Y esto te gusta?

La máscara era suave y sin adornos, un óvalo perfecto con dos agujeros en la zona de los ojos. Me la acerqué a la cara ignorando el pavor que me encogió el estómago y me até la cuerda detrás de la cabeza.

—Creo que en este ritual va a haber gente que se encuentre muy incómoda.

—Y probablemente estén más incómodos cuando los hombres lobo los descuarticen —Nathan volvió a ponerse a trabajar con la caja—. Aparta eso de mi vista. No quiero volver a verlo.

Hice lo que me pidió y metí la túnica y la máscara en la bolsa de armas que había preparado para Ziggy y para Bill.

—¿Dónde están? —preguntó sabiendo que Nathan sabría a quién me refería—. Tenemos que marcharnos enseguida.

—No tengas tanta prisa —Nathan no me miró mientras hablaba—. No estoy deseando que llegue ese momento.

Le agarré una mano. No se resistió.

—No pierdas la esperanza.

—No hablemos de esto —apartó el brazo—. Aún no estoy preparado para despedirme.

Ziggy y Bill subieron y Nathan y yo pusimos gesto de indiferencia, como si estuviéramos esperando sin más a que comenzara la batalla. Habíamos acordado que contarles a Ziggy y a Bill lo que pasaría no haría más que provocar otra discusión y no teníamos tiempo para eso. Les contamos que me infiltraría en el ritual, pero nos reservamos el detalle de que una vez que entrara, ya no saldría de allí.

—La furgoneta no está en muy buena forma —dijo Bill limpiándose las manos en una toalla manchada de grasa—. Para lo que puedo arreglar, no tengo las herramientas necesarias. Y lo que no puedo arreglar, es porque no sé cómo hacerlo.

—¿Pero nos llevará hasta allí? ¿A todos? —pensé en los gólems. Resultaría muy raro verlos caminar en grupo hacia la granja del Devorador de Almas. No era algo que pudiera pasar desapercibido a ojos de los gorilas de Jacob.

—Hasta allí sí, pero tal vez no podamos volver —respondió Bill.

—Quizá deberíamos fijar un lugar donde reunirnos después de que pase todo, y Nate puede venir a recogernos —propuso Ziggy.

Nathan ni siquiera levantó la mirada de la caja.

—No. Aún estoy demasiado débil para conducir.

—Pues no pareces estar muy débil con esa sierra en la mano —dijo Ziggy—. ¿Qué estás haciendo con eso, por cierto?

—Hay algo dentro que Carrie necesita para luchar contra el Devorador de Almas. Algo que le robé después de que me hubiera convertido —Nathan mintió—. He perdido las llaves del candado.

No pareció que Ziggy se lo creyera, pero tampoco se lo discutió.

—Bueno, entonces, ¿pensamos en un lugar donde encontrarnos?

—¿Y qué tal si cada uno va por su lado? —propuse cruzando los dedos para que no les resultara extraño—. Tal vez podríamos quedar en que si la furgoneta aún funciona, el primero que llegue allí conduce hasta un lugar que fijemos y espera a que llegue el resto. Y después les da dos horas hasta antes de que salga el sol para que aparezcan. Así, si la furgoneta deja de funcionar en el camino de vuelta, habrá tiempo para llamar a un taxi y volver antes de que el sol nos fría a todos.

—¿Pero y qué pasa con los gólems? —Bill parecía verdaderamente preocupado por ellos—. ¿Vamos a dejarlos allí sin más?

No había pensado en lo que haríamos con ellos una vez que hubieran cumplido su función.

—Supongo que puedo decirles que encuentren el camino de vuelta a casa, siempre que no lo hagan en grupo. Después, pueden meterse en la tienda, donde han estado —me mordí el labio—. ¿Te parece bien, Nathan?

—Me da igual —respondió gruñendo mientras serraba el candado con vigor renovado.

—¿Y qué pasa con Max? —preguntó Ziggy mirando a su alrededor—. Creía que estaría aquí arriba, deseando ponerse en marcha.

Miré a Nathan y al ver que no iba a ayudarme, suspiré.

—Se ha marchado esta mañana para encontrar a los guerreros que ha enviado Bella. Me temo que no va a volver.

—Qué mierda —dijo Bill en voz baja.

—Eso es una traición —dijo Ziggy—. Me refiero al hecho de que se haya marchado estando de nuestro lado.

—No —dijo Bill—. Creo que no podemos entenderlo. Su vida ha dado un giro brusco. Ha sido un vampiro durante muchos años y ahora de pronto es un hombre lobo. Pensad en lo que supuso para vosotros convertiros en vampiro. Pues él lo ha vuelto a vivir. Toda su vida ha cambiado. Y va a volver a cambiar cuando su mujer dé a luz al bebé, ¿no?

Yo misma no lo había pensado de ese modo. No había intentado mirarlo de ninguna forma, excepto en lo que me afectaba a mí.

—Tienes razón. Probablemente sea mejor así. Está seguro de que cuando la luna llena lo transforme no será capaz de recordar quiénes somos e intentará matarnos.

—Pues entonces puede que lo mejor sea que se quede con los de su especie —asintió Ziggy.

Se oyó un sonido metálico y Nathan maldijo.

—He soltado el candado.

Cubriendo una carcajada con una tos fingida, Ziggy dijo:

—Genial. Ya puedes llevarte lo que sea que hay ahí dentro y podemos ponernos en marcha.

—No del todo.

Nathan salió al salón con expresión sombría.

—Carrie, ¿por qué no empezáis Bill y tú a meter a los gólems en la furgoneta? ¿Ya habéis descifrado la técnica de la albañilería con leños?

—Muy gracioso.

Sabía lo que quería. Quería despedirse de Ziggy.

—Vamos, Bill. Tenemos que ocuparnos de unos gólems.

• • • • •

Los gólems estaban abajo, exactamente donde los había dejado. Bill se quedó junto a la furgoneta y yo bajé a darles las órdenes. Levanté la lona.

—Escuchadme todos. Formad una fila y avanzad hacia la puerta. El primero subirá directamente las escaleras hasta la furgoneta aparcada en la acera. Bill estará allí para meteros dentro. Haced lo que os diga Bill. Cuando Bill os llame, el siguiente en la fila avanzara. No subáis las escaleras hasta que Bill os llame.

Los vi subir las escaleras en fila, uno detrás de otro, y recé porque nadie que pasara por allí se fijara en el grupo de clones humanoides que estaba saliendo de la tienda. Nos llevó casi una hora meterlos a todos, o tal vez más. Y en todo ese tiempo estuve preguntándome que estaría pasando arriba.

Técnicamente, no tuve que preguntármelo. Sabía lo que estaba pasando. Nathan estaba pasando los que podían ser sus últimos momentos con el hijo que ya había perdido una vez. Podía imaginármelo ahí, intentando hacerse el valiente, pero fracasando miserablemente. Una vez me había fijado en que si los ojos eran las ventanas del alma, los de Nathan era unas ventanas enormes, de las que iban de techo a suelo. Era muy fácil saber lo que pensaba, tanto que me parecía injusto mirarlo cuando tenía secretos que yo sabía que quería preservar.

Ziggy bajó a ayudarnos justo cuando Bill y yo estábamos colocando al último Henry. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, pero ignoró uno de los intentos de Bill de preguntarle qué había pasado.

—No es nada —dijo al final dándole un abrazo a Bill—. Agradezco que estéis preocupados, pero de verdad, es lo que os imagináis.

Bill aceptó esas palabras con reticencia y yo sentí compasión por él. Sabía lo que era amar a alguien que se guardaba las cosas cuando no era sano para ninguno de los dos hacerlo. Quería decirle que las cosas mejorarían, porque sería así, pero no era el momento.

—Escucha, puede que Nate quiera verte antes de que nos vayamos —la expresión de Ziggy fue sorprendentemente comprensiva. A veces permitía que su fachada de adolescente duro me engañara.

• • • • •

Arriba, encontré a Nathan en el dormitorio. Estaba sentado en la cama con la caja que contenía mi corazón. Estaba abierta, pero yo no podía ver lo que había dentro debido a las capas y capas de papel de burbujas. Contuve una carcajada ante la plastiquera solución que habíamos encontrado para proteger mi vida.

No me miró cuando me senté a su lado y después noté la estaca de madera que tenía sobre la cama. Un escalofrío me recorrió la espalda e intenté no mirar al objeto de mi inminente destrucción con horrorizada fascinación.

—Estamos listos —dije en voz baja y rezando porque mis últimas palabras con él no tuvieran una respuesta catatónica—. Nathan, yo…

Él se giró, me abrazó y me besó. Fue un beso tan desesperado que casi me hizo daño. Sus brazos me aplastaban. Cuando me soltó, estaba temblando.

—No puedo dejarte ir, no puedo hacer esto.

Cerré los ojos y sentí unas frías lágrimas deslizándose por mi mejilla, haciendo el mismo recorrido que las de Nathan. No le dije ni que podía hacerlo ni que todo saldría bien. Simplemente dije:

—Tienes que hacerlo.

Asintió y dejó escapar un sollozo.

Lo abracé y lloré con más intensidad. Su cuerpo me reconfortaba. ¡Y pensar que en unas horas no podría sentirlo! Ni siquiera podría reconfortarme a mí misma con la idea de volver a casa. No dudaba que Nathan intentaría devolverme del Más Allá, pero no teníamos garantías de que funcionara, Y a la mañana siguiente, no recordaría quién era Nathan. Ni quién era yo.

Necesité más fuerza de la que pensaba que tenía para soltar a Nathan. Todo en mi interior gritaba que debía seguir abrazándolo, darle otro beso, decirle que lo quería una vez más. Pero sabía que después vendría otro «sólo una vez más» y otro, y otro, y eso no nos ayudaría a ninguno de los dos. Él también lo sabía y no intentó detenerme cuando me marché.

• • • • •

—¿Estás bien? —me preguntó Bill cuando salí a la calle.

—Estoy bien. Es que es duro marcharme sin saber si volveré.

—Vas a volver —dijo Ziggy apretándome la mano. Fue una sorpresa, él no solía tocar a nadie.

Me sentí como una mentirosa.

—Vamos —dije—. Acabemos con esto.

• • • • •

La granja del Devorador de Almas tenía mejor aspecto arreglada para el ritual. Nada podía hacerla parecer acogedora, en opinión de Ziggy, pero las antorchas que iluminaban el camino de entrada por lo menos le daban un aspecto menos inhóspito e imponente.

—Hay gente entrando. Es un alivio —dijo Carrie poniéndose su escalofriante máscara dorada—. Con tal de no ser la única que entre a pie, me conformo.

Habían pensado en ello por el camino:

—¿Te acuerdas del Año Nuevo Vampiro? Cyrus tenía servicio de aparcacoches —Ziggy había señalado—. Creo que alguien reconocerá esta furgoneta si entramos con ella. Y entonces, se acabó el juego.

—Que no nos entre el pánico antes de llegar, ¿de acuerdo? —dijo Bill.

Se rió. No pudo evitarlo.

—¿Te resulta gracioso? —le preguntó Carrie detrás de la máscara, y él se rió con más fuerza.

—Lo siento, lo siento. Es sólo que… estoy tenso.

Ziggy vio por el rabillo del ojo que Bill tenía la barbilla pegada al pecho, los ojos cerrados, y que los hombros le temblaban por las carcajadas que estaba intentando contener.

—Genial —Carrie se subió la capucha y bajó del vehículo—. Los gólems harán lo que les digas, Bill. Me voy.

—¡Espera, Carrie!

Ziggy saltó detrás de ella, ignorando las súplicas de Bill para que entrara. No había coches en el camino de tierra, así que le pareció que era seguro. Carrie estaba en el borde de la carretera, con su larga túnica morada.

¿Qué iba a decirle? No quería otra larga despedida. Ambos ya habían tenido bastantes esa noche. Así que no dijo nada. Simplemente la abrazó.

Ella abrió sus ojos azules de par en par detrás de la máscara dorada. Era imposible que Jacob no la reconociera. Ziggy recordaba las muchas veces que había repetido que la mataría reflejándose en sus «despiadados ojos». Eran sus ojos en lo que él se había fijado y Ziggy rezó porque Jacob estuviera demasiado preocupado con su ritual como para reconocerlos.

—Cuando aparezcan los hombres lobo, soltad a los gólems y quedaos atrás. No os metáis en medio a menos que sea como último recurso. Y cuando termine la batalla, largaos de aquí.

—¿Y tú? —le gritó él.

Ella no se giró. Su figura cubierta por la túnica parecía una sombra escabulléndose por la carretera iluminada por la luna.

—Cada uno por su lado. No me esperéis.

—Pero… —él se detuvo. No era momento para discutir.

En la furgoneta, a Bill ya se le había pasado el ataque de risa.

—¿Qué crees?

—No lo sé —sacudió la cabeza—. Ha dicho que dejemos que entren los gólems y que si tenemos que meternos en la pelea, que lo hagamos.

Bill miró hacia el parabrisas.

—Me parece razonable.

Se quedaron sentados en silencio unos minutos y una inquietante sensación tomó forma en su cerebro.

—Carrie me ha dicho que nos marchemos sin ella. O algo así. Ha dicho «cada uno por su lado».

Bill asintió.

—Eso es de lo que hablamos antes.

—Lo sé, pero… —había algo muy extraño, como ese ambiente que se crea en las películas justo antes de que se descubra que el mejor amigo del superhéroe es el supervillano—. Me ha parecido rara la forma en que lo ha dicho. Y Nate ha dicho… Bueno, seguro que no es nada.

Se oyó un aullido a lo lejos y Ziggy se dio cuenta de que él no había sido el único que se había sobresaltado.

—¿Crees que es uno de ellos? —preguntó Bill, de pronto pálido. No hacía tanto que era vampiro como para tener ya ese color tan blanco.

Ziggy le puso una mano sobre la rodilla para tranquilizarlo.

—Todo va a salir bien. Hazme caso, tengo un buen presentimiento.

Y entonces rezó en silencio para que lo último que le había dicho a Bill no fuera mentira.

• • • • •

Alcé la cabeza todo lo que pude mientras recorría el camino de entrada. Miré la casa, que parecía extrañamente inclinada contra el horizonte. El tejado parecía más hundido que antes. Si yo fuera el Devorador de Almas, estaría suplicando que la casa no se derrumbara en mi fiestecita.

Un coche negro pasó despacio por delante de mí y una cara cubierta por una máscara dorada se asomó por la ventanilla ligeramente tintada. Resistí la tentación de mirar a otro lado y asentí hacia la figura que había dentro del coche y que me saludó del mismo modo antes de mirar al frente.

Otros dos asistentes caminaban delante de mí, con sus túnicas arrastrando por la tierra. Medí mis pisadas para no alcanzarlos. Si lo hacía, no sabía si tendría que decir algo o si ese discreto saludo que me había funcionado con la persona del coche volvería a funcionar ahora también. Mejor quedarme donde estaba, ya que no sabía exactamente cuál era la tónica del evento. ¿Una reunión espiritual? ¿Una celebración? ¿Una orgía? Si tenía que juzgarlo basándome en la ropa, que parecía sacada de la película Eyes Wide Shut, más bien tendría que optar por lo último. Pero esperaba con todas mis fuerzas estar equivocada.

Según me acercaba a la casa, vi a la gente reunida a través de las ventanas. No parecía haber luz eléctrica en la casa. En el jardín delante del porche, dos hogueras gigantes iluminaban la noche y dentro había más velas de las que se podrían encontrar en una catedral gótica.

Seguí a las dos figuras que tenía delante por la escalera preguntándome como encontraría a Cyrus entre tanta gente idénticamente vestida.

Una mano me agarró la muñeca y una cabeza rubia señaló con disimulo hacia el jardín. Bajé los escalones y doblé la esquina de la casa, donde unos arbustos secos nos resguardaban.

Cyrus se quitó la máscara, pero me indicó que yo me dejara la mía puesta.

—Sólo quería que supieras que estoy aquí. Quédate cerca de mí.

—¿Cómo has sabido que era yo? —le pregunté con un susurro distorsionado por la máscara.

Él apretó la mandíbula y miró a otro lado.

—Mantente cerca. Haré lo que pueda por ti. Prométeme que tú harás lo que puedas por mí.

Asentí al no querer hablar con la máscara puesta.

—Espero que el plan que tengas surta efecto antes de que mi padre me mate. No puedo creer que ésta sea mi vida.

«Yo tampoco puedo creer que ésta sea la mía». No lo dije. Le tomé la mano, se la apreté con fuerza y señalé hacia la casa. Él se puso la máscara y entramos.

La última vez que había estado ahí había habido un cadáver podrido en el comedor y varias sombras siniestras acechando en la oscuridad. Ahora todo estaba iluminado, no había cadáveres visibles, pero seguía resultando aterradora. La planta baja había sido cruelmente destripada. Parecía como si alguien hubiera agarrado una almádena y la hubiera usado sobre todas las paredes que tenía al alcance, incluida la escalera. Dos escalones colgaban como un miembro medio seccionado de la planta superior y por encima de nuestras cabezas colgaban cables por los que probablemente no había corrido electricidad en veinte años.

En mitad del nuevo espacio abierto, había un gran círculo dibujado en el suelo. Las figuras cubiertas de túnicas se mantenían fuera del perímetro y susurraban entre sí en pequeños grupos.

Sólo había una persona dentro del círculo. Era un hombre alto y delgado que llevaba la misma túnica que los demás, pero no llevaba máscara. Un fino bigote, del mismo color negro que su pelo, temblaba sobre sus labios, que se movían en un murmullo que no podíamos oír. Estaba delante de un altar vestido de negro y alzando objetos y dándoles la vuelta. Detrás del altar había una enorme silla de madera tallada, un trono en realidad, situada bajo una lámpara de aceite con una única llama.

—Ése es el nigromante —dijo Cyrus en voz baja, asintiendo hacia el hombre que había dentro del círculo.

—¿Él llevará a cabo el ritual? —pregunté pensando demasiado tarde que disfrazar mi voz sería una buena idea.

El nigromante alzó una espada y la hoja brilló siniestramente bajo la luz dorada de la habitación.

—Es él —dijo Cyrus mecánicamente—. Y ésa es la espada que me partirá el corazón y me matará.

Quería asegurarle que haría lo que fuera necesario para mantenerlo con vida, pero corría el riesgo de que alguien me oyera. Por eso adopté un tono de desinterés.

—Parece un poco grande. Demasiado. La puerta que teníamos detrás se cerró de golpe justo cuando el reloj que había en alguna parte de la sala marcó la medianoche.

Cyrus me agarró la mano oculta por los voluminosos pliegues de mi manga y la apretó con fuerza. La puerta del fondo se abrió con un crujido. Y por ella entró Jacob Seymour. El Devorador de Almas.

Me quedé sin respiración y después tuve que contener una risa nerviosa.

Por primera vez desde que pudiera recordarlo, el Devorador de Almas vestía ropa moderna. Mejor dicho, ultramoderna. Un traje negro de rayas con algo de brillo y unos zapatos negros relucientes. Su larga melena rubia casi blanca le caía sobre los hombros y en la cabeza llevaba una corona dorada de laurel.

No sé qué era más ridículo, que hubiera prescindido de su atuendo medieval en la noche más apropiada para lucirlo, o la corona de laurel; pero fuera como fuera, tuve que morderme el labio para no reírme.

Su presencia despertó excitación entre la multitud, que aplaudió con euforia. Él hizo una reverencia y después se sentó en su trono detrás del altar. Su expresión era seria, pero vi que sonreía levemente.

—Dios mío. Va a matar a esta gente —pensé en voz alta mientras el corazón me palpitaba frenéticamente.

Cyrus me tiró de la mano y se llevó un dedo a la máscara, donde habrían estado sus labios, para hacerme callar.

«Y a ti incluida», dijo Dahlia en mi cabeza riéndose encantada.

Por encima de las muestras de celebración un fuerte aullido resonó fuera. El Devorador de Almas se levantó y casi volcó la lámpara de aceite; fue una decepción que no lo hiciera; su inmolación accidental habría solucionado muchos de mis problemas.

Tenía el rostro tenso y salpicado de rabia.

Lo sabía. Sabía que la resistencia era inevitable.

Otro aullido me erizó el vello de la nuca.

Los hombres lobo habían llegado.