Capítulo 3

Resucitado

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Era imposible. Ziggy estaba muerto. Yo lo había visto morir… ¿o no? Nathan me había dicho que estaba muerto, pero nunca lo comprobé. Aun así, era imposible que hubiera sobrevivido a las heridas. Ningún humano podría haberlo hecho.

«Por favor, Dios, no».

Nathan me quitó el teléfono de mis temblorosas manos. Podía oír a Ziggy gritar:

—¿Sigues ahí? ¿Hay alguien ahí?

Nathan también lo oyó.

Me cubrí la boca y la nariz con ambas manos y lo miré con los ojos como platos. Lentamente, él se llevó el teléfono al oído. Observé su cara mientras escuchaba. Primero estaba de pie delante de mí, con el teléfono en la mano y escuchando la voz de su hijo muerto implorándole que hablara con él. Al segundo, le fallaron las rodillas y cayó al suelo. Se aferró al teléfono como un hombre ahogándose se aferra a los restos flotantes de un naufragio, incapaz de creer lo que estaba pasando, aterrorizado.

Las súplicas de Ziggy desde el otro lado de la línea cesaron.

Mi respiración entrecortada sólo sirvió para aumentar el tenso silencio y capté el diminuto susurro de Ziggy diciendo:

—¿Papá?

Los labios de Nathan se contrajeron en una especie de mueca o sonrisa, no sabría decir qué, mientras los hombros le temblaban y se cubría los ojos con la mano entre sollozos silenciosos.

—Estoy aquí —logró decir con la voz estrangulada.

—No llores. Por favor, Nate, no llores —supe que a Ziggy le estaba costando seguir sus propias instrucciones.

Las emociones de Nathan lo embargaron hasta el punto de no poder contenerlas y dejar que me invadieran a mí. Nunca me había parado a imaginar lo que sentiría si alguien a quien quisiera y estuviera muerto, mis padres por ejemplo, pudiera de pronto volver a mi vida. Pero saber exactamente cómo era sentir eso, sentir un alivio tan intenso que podía atravesar la cascada de dudas, esperanza y miedo, no era una bendición. Era una carga. Retrocedí unos pasos hasta una de las sillas y me dejé caer.

Nathan respiró hondo, pero las lágrimas nublaban su voz.

—¿Dónde estás?

No oí la respuesta de Ziggy, pero sentí cómo cambió la emoción de Nathan. Tenía miedo. Estaba aterrorizado.

—Tienes que salir de ahí ahora. El Devorador de Almas estará buscándome. No quiero que te encuentre a ti en mi lugar.

—¿Está en el apartamento? —susurré.

Claro, habría ido ahí. Aunque, ¿por qué no había vuelto a casa antes?

—No me importa que creas que puedes apañártelas solo, ¡sal de ahí ahora! —gruñó Nathan. Resultó un poco cómico cómo cambió a actitud de padre tan rápidamente.

Algo horrible se posó en lo más hondo de mi mente; un pensamiento terrible que no parecía dispuesto a salir a la superficie, como si yo no estuviera preparada para saberlo.

—Nathan…

—Voy a darte indicaciones para que vayas a un lugar donde podamos reunimos.

Me ignoró.

—¿Qué quieres decir con que no puedes venir ahora mismo?

—Nathan, algo no va bien —alargué la mano—. Cuelga el teléfono.

Cubrió el teléfono con la palma de la mano.

—¡No, no voy a colgar! —volvió a ponerse el teléfono en el oído—. Quédate donde estás, voy a buscarte.

Lo vi aterrorizado cuando colgó. No se oyó ni un adiós. No podía decirle adiós a su hijo cuando ya lo había hecho una vez y de forma permanente.

Girándose hacia mí, dijo con más brusquedad de la que probablemente pretendía:

—Quédate aquí. Tengo que buscar a Ziggy.

Cuando pasó por mi lado sin esperar a que le respondiera, lo agarré del codo.

—¡Nathan, espera!

—¿Qué? —apartó el brazo con brusquedad. Me dolió ver la impaciencia en sus ojos, sabiendo que tendría que decirle que me parecía una trampa.

—Creo que algo no va bien. ¿Por qué no se ha puesto Ziggy en contacto con nosotros antes? —no estaba segura de que no fuera Ziggy, pero tampoco estaba segura de creer que lo era—. ¡Por favor, piensa en ello!

—¡Aquí lo único en lo que hay que pensar es en que mi hijo está vivo! —subió las escaleras hasta el segundo nivel de la biblioteca donde estaban las puertas.

Lo seguí.

—¡Exacto! ¿Por qué crees que está vivo? Había otros dos vampiros en la habitación además de nosotros cuando Ziggy murió. ¿Por qué crees que está vivo ahora?

—¡Lo sé!

Se giró y me choqué contra él. Aunque él ni se inmutó; estaba demasiado centrado en el tiempo que estaba perdiendo.

—¿Crees que no me he dado cuenta cuando he oído su voz? Pero tengo que ir, Carrie. ¡Es mi hijo!

Eso no podía discutírselo, aunque seguía sin tener sentido. ¿Por qué ahora, después de todo este tiempo?

—Por favor, no vayas. Hay otras formas de contactar con él. Pero ir allí solo cuando no sabes dónde ha estado o qué ha estado haciendo… es una locura, Nathan.

—¿Crees que va a traicionarme? —su expresión se volvió más fría de lo que creía posible—. ¿Crees que mi hijo va a apuñalarme por la espalda?

—Creo —comencé a decir eligiendo mis palabras con cuidado—, creo que sabes tan bien como yo lo que puede hacer en un Iniciado la influencia de un Creador. Recuerda que Dahlia estaba en alguna parte de los jardines y que estaban convirtiéndola. Habría estado demasiado débil como para crear otro vampiro. Cyrus no lo convirtió, yo lo habría visto en sus recuerdos cuando lo creé a él. Así que eso nos deja al Devorador de Almas. Tú mismo has dicho que te obligó a hacer cosas que no querías hacer.

Una batalla entre agonizante rabia y aceptación se libró durante unos segundos en los ojos de Nathan. Recé porque ganara el sentido común, pero algún instinto primario de protección lo hizo maldecir y salir de la habitación.

Estaba desesperada. No quería que fuera con Ziggy, podían matarlo. Y no quería a otra persona en la vida de Nathan.

«¿Estás oyendo lo que estás pensando?», me reprendí. «Es su hijo. ¡Su hijo!».

Pero no me importaba. Lo único que me importaba era la tristeza, la aplastante tristeza que sentía al pensar en que él elegiría a alguien, a otra persona, por encima de mí. Desconocía de dónde salía ese sentimiento y sabía bien que no debía justificarlo. Estaba comportándome como una niña, lo sabía, pero no podía evitarlo.

Alcancé a Nathan en el vestíbulo. No me miró y se centró en abrir el armario de los abrigos y rebuscar en él.

—Tengo que ponerme en camino.

—¿En camino?

Miré la ventana cubierta con los postigos.

—En cuanto reúna algunas cosas. No quiero marcharme desarmado —sacó un arco, una de las armas que habíamos pasado en las fronteras ocultas en una rueda de repuesto—. Voy a buscar a Ziggy.

Contuve las ganas de decirle una última vez que no fuera. Tenía que ponerle freno a esos ridículos celos. Había perdido a Nathan una vez, de acuerdo, probablemente en infinidad de ocasiones ya, y no me apetecía volver a pasar por ello.

—Me ha pedido que me reúna con él. En Grand Rapids. Te pediría que vinieras, pero como has dicho, podría ser…

—¿Una trampa?

—Mi hijo está vivo y voy a ir a buscarlo —su mirada era dura y me retaba a seguir enfrentándome a él.

Pero no respondo bien a los retos.

—¡No seas estúpido! Nathan, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué no se ha puesto en contacto contigo antes? Sabes que si vas tras él, acabarás muerto. ¡No estás pensando!

—¡No! ¡El problema es que no estoy pensando en ti! —soltó el arco, que rebotó con un sonido metálico contra el suelo de mármol—. Estás cabreada porque por un momento no estoy centrado en ti. ¡He sido Carrietemático desde la primera noche que nos vimos! ¿Cuánto más esperas que siga colgado a ti mientras tú me castigas?

—¿Castigarte? —la estridencia de mi voz me sorprendió—. ¿Por qué estoy castigándote?

—¡No lo sé! Pero desde que viniste a Chicago con Max no has hecho más que castigarme. Lo siento, ¿de acuerdo? ¿Pone eso fin a esta necia venganza que tienes contra mí? Siento no haber podido amarte a primera vista y dejar de lado los recuerdos de mi esposa y renunciar al amor hacia mi hijo. ¡Siento no haberme entregado a ti por completo cuando querías!

—¡No se trata de eso!

Lo seguí mientras entraba en la cocina y agarré la puerta justo antes de que me golpeara en la cara.

—¿Qué te he hecho?

Se giró, tenía el rostro contraído de ira.

—¡Te acostaste con Cyrus! No soy idiota y puedo leer tu mente. Te acostaste con él mientras yo estaba poseído y después te marchaste a Chicago porque creías que necesitábamos estar un tiempo separados. Y cuando vuelvo dispuesto a decirte que sí, que te quiero y que quiero estar contigo, ¡tú vas y te conviertes en su Creadora!

—¡No tuve elección!

Creía que habíamos dejado de discutir por Cyrus, pero el repentino regreso de Ziggy de la tumba parecía haber abierto toda clase de viejas heridas.

Sabía lo que iba a decirme antes de que pronunciara las palabras.

—Lo hiciste porque querías. Te desesperas cuando el centro de la vida de alguien cambia y te excluye a ti y harás lo que sea por recuperar ese lugar. Si estás lanzándome constantemente en dos direcciones, suplicándome que esté contigo y después apartándome, así siempre me tienes pendiente de ti —bajó la voz en medio del silencio ensordecedor de la habitación—. Te he ayudado cuando nadie más podía. Te he ayudado a superar tu Cambio. Te he ayudado cuando me diste la espalda para marcharte con Cyrus, y eso me costó la vida de mi hijo. Incluso te he ayudado a llorar a su asesino. Nunca te he pedido nada a cambio, pero estoy segurísimo de que, aunque lo hiciera, jamás me darías nada. Así que voy a dejar de centrarme en ti para ir a buscar a mi hijo y traerlo aquí, donde estará a salvo, conmigo. Puedes ponerte lo celosa que quieras. Puedes odiarme. Pero no voy a darte nada más.

Fue hacia la puerta con una furia ciega y determinación, y se marchó.

Quería salir corriendo tras él, gritarle, pero no para advertirle del peligro o para decirle que yo había tenido razón en la discusión. Porque sólo con mencionar a Cyrus el lazo de sangre que yo había tenido con él se había abierto y al otro lado no había habido nada. Cyrus estaba muerto, perdido en el mundo azul acuoso adonde iban los vampiros cuando morían. Era físicamente doloroso, como un nervio seccionado estirándose para reconectarse con su extremo perdido. Ese dolor, unido a la inquietud que ya estaba tomando forma en mi interior, me dejó impactada. Tuve que agarrarme a la barandilla para no caerme por las escaleras. Todo iba mal. Era surrealista.

Entré en el dormitorio y miré las cortinas, la cama, la televisión. ¿Cómo se atrevían esos objetos a existir mientras que yo tenía tanto dolor? ¿Cómo se atrevían esas cortinas a colgar con tanta perfección y a agitarse casi con alegría con la brisa del aire acondicionado?

La última vez que había estado en Chicago, me había alojado con Max mientras curaba mi corazón roto por Nathan. En aquel momento también había estado llorando, llorando por mi relación acabada con Nathan y llorando aún por la pérdida de mi vida normal. Y había sido ahí, en esa misma habitación, donde había llamado a Cyrus y había oído su voz.

Jamás volvería a verlo. Jamás volvería a oír el modo en que su suave y culto acento envolvía mi nombre en una especie de pecaminosa oración. No volvería a sentir su cuerpo contra el mío. Pero era más que una conexión sexual. Nunca había sido capaz de hacer las cosas que había deseado hacer cuando estaba vivo. Quería sentarme y soñar con un futuro con él, quería tumbarme en sus brazos y sentirme segura.

Y quería a Nathan.

Jamás dejaría de desear una vida a su lado. Estaba dividida en varias direcciones a la vez y quería demasiadas cosas que ni siquiera podría haber tenido en unas circunstancias perfectas. Y eso me enfureció más de lo que nunca lo había estado.

El dolor y la rabia crecieron dentro de mí, obligándome a abrir la boca en un silencioso grito. El pecho se me contrajo y sólo me permitió expulsar un diminuto suspiro que fue creciendo a medida que el dolor profundizaba hasta convertirse en un chillido. Corrí hasta las cortinas para arrancarlas. Se rasgaron con facilidad, con demasiada facilidad, y me giré hacia la cama. Tiré la colcha, la hice trizas con mis dedos y aparté del colchón la manta y las sábanas. En todo momento estuve gritando, el pecho se me derrumbaba, el corazón se me rompía. Nunca terminaría. Sentiría esa horrible sensación para siempre, estaba segura.

Las manos me temblaban por la fuerza de las emociones que se habían desatado dentro de mí y puse la frente contra la moqueta, sintiendo mi frío aliento rebotando contra mí para enfriar las lágrimas de mis mejillas.

Ahora había algo más que mi dolor en lo que pensar. Las palabras de Nathan me habían hecho daño. No porque las hubiera dicho con tanta rabia, sino porque cada una de ellas era cierta. Yo era una egoísta, estaba celosa, pero nunca me había dado cuenta de hasta qué punto.

¿Me había acostado con Cyrus aquella noche en la furgoneta porque estaba verdaderamente afectada por lo de Nathan, que yacía poseído por su Creador en la cama? ¿O lo había hecho porque sabía, en alguna oscura parte de mi corazón, que se recuperaría y que todo ese asunto tan desagradable saldría a la luz? Y cuando eso no había sucedido, por lo menos, no directamente, me había marchado con Max y también había estado a punto de acostarme con él.

Y cuando ninguna de esas dos cosas había funcionado, cuando de todos modos Nathan había estado a punto de darme lo que creía que yo había querido de él, yo había convertido a uno de sus peores enemigos en mi Iniciado y lo había llevado a su casa.

Y mientras, lo había acusado de no ser comprensivo, lo había culpado por complicarme la vida. Dios mío, ¿alguna vez me había responsabilizado de mis propios actos? ¿Alguna vez en toda mi vida?

Hundí la cabeza en mis manos y dejé que las lágrimas salieran mientras me atormentaban con recuerdos de la bondad de Nathan. Cuando me había alejado de él, él me había buscado. Cuando yo había destruido las cosas entre los dos, una y otra vez, él siempre había estado dispuesto a reconstruirlo. Y había abusado de eso, presionando cada vez más, intentando presionarlo hasta llevarlo al límite.

Y finalmente él había estallado. Yo lo había arrastrado hasta ese punto. Lo había lanzado a una trampa porque no había podido dejar de estar sumida en mi propio drama para apoyarlo a él en el suyo.

Sonó el portero automático y levanté la cabeza bruscamente. Corrí hasta el vestíbulo, pulsé el botón del interfono y hablé, sin importarme lo desesperada que sonaba mi voz.

—¿Nathan?

—No, soy Bill —sonó como si estuviera avergonzado—. Me he dejado la nevera. ¿Puedo subir a recogerla?

—Sí, claro.

Solté el botón mientras los pensamientos se agolpaban en mi cabeza. Nathan había caído en una trampa, de eso estaba segura, y había llegado el momento de dejar de ser una egoísta.

Empecé a escribirle a Max una nota explicándoselo todo, por si volvía.

Había llegado el momento de salvar a Nathan, para variar.

• • • • •

—¿Y bien? —Dahlia dio una patada al suelo. Llevaba esas estúpidas zapatillas de estar por casa con la bolita de plumas en la parte delantera, como si fuera una estrella de cine antiguo.

Ziggy cerró su teléfono.

—Quiere que nos reunamos en un lugar seguro.

Dahlia resopló y levantó un cojín del sillón que estaba rajado. Probablemente había sido con un cuchillo. O tal vez con una garra. La idea de que esos monstruos fueran allí y lo destrozaran todo… Había sido muy duro volver, y ver el lugar al que había llamado «hogar» abandonado y destruido lo empeoraba todo. Y con Dahlia ahí. Era como traicionar a Nate antes de traicionarlo de verdad.

«No es una traición», pensó furioso y sintiendo la repentina necesidad de secarse las lágrimas de los ojos. Parpadeó para contenerlas. No era una traición. Tenía la palabra de Jacob. Lo único que tenía que hacer era reunirse con Nate sólo para hablar. No le harían daño. Y después él sería libre y todo volvería a ser como antes.

Con la diferencia de que ahora era un vampiro.

—Este lugar estaba mucho mejor la última vez que estuve aquí —dijo Dahlia colocando el cojín sobre el sillón antes de sentarse—. Ya sabes, cuando intenté matar a tu padre.

—Ya. Ya me acuerdo —apretó los puños. Quería matarla, llevaba tiempo queriendo hacerlo. Contuvo su ira porque eso lo convertía en un monstruo y había sido el monstruo de Jacob durante demasiado tiempo—. Larguémonos de aquí.

—¿Qué? ¿No quieres sentarte y recordar viejos tiempos? ¿No quieres ver tus cosas? —se detuvo para mirar a su alrededor con gesto dramático—. Oh, vaya… no parece que quede mucho.

No se le daba tan bien hacerle daño como ella pensaba.

—Cierra la boca y vámonos de aquí.

—No, tengo curiosidad. Me pregunto cuánto tardó en traerla aquí después de que te fueras —se rió—. Así que, dime, ¿tienes celos de ella? ¿No esperarás que me crea que no estabas coladito por tu papaíto?

Antes de que Dahlia pudiera moverse, Ziggy ya tenía la mano alrededor de su cuello. Tal vez ella hacía magia, pero la magia no funcionaba tan bien cuando te habían arrancado la cabeza del cuello.

—Si vuelves a decir eso, te mato.

La lanzó al otro lado de la habitación como si fuera una muñeca. Tenía sus ventajas tener un Creador poderoso; unas ventajas que deseaba no tener que conocer.

Dahlia tosió y se limpió la sangre de los labios mientras se levantaba.

—Jacob jamás lo permitirá. Puede que seas su favorito, pero yo tengo el poder. Me necesita.

—Eso es genial, Dahlia. No me dejará matarte porque eres una herramienta que puede usar. Debes estar muy orgullosa. Y, por otra parte, ¿por qué no te deja matarme? —eso la hundiría. Jacob apenas había hablado con ella más que para darle órdenes desde que había renunciado a lo de esa estúpida poción. Y Dahlia lo odiaba por ello—. Mueve ese trasero gordo. Nos vamos.

Ella se movió entre los libros y el mobiliario rotos.

—Está bien. De todos modos aquí no hay nada que quisiera quedarme. Esa zorra sólo llevaba ropa vulgar y corriente.

—Vale, Dahlia.

Abrió la puerta y Ziggy resistió las ganas de darle una patada y tirarla por las escaleras.

El coche estaba esperándolos y el conductor estaba apoyado contra la puerta. Ziggy pensó por primera vez en la cantidad de sirvientes humanos con los que se relacionaba cada día y en cómo nunca había sabido sus nombres. ¡Pero si ni siquiera los miraba o se preguntaba cómo demonios había empezado a trabajar para vampiros!

—¿Vas a abrirme la puerta o vas a quedarte ahí mirando? —Dahlia le dio un empujón a Ziggy y agarró el tirador—. A veces me das asco.

«No la mataré. No la mataré», se repitió durante todo el camino mientras apoyaba la frente en la ventanilla.

Grand Rapids le parecía vacío y extraño. Y todo ello por saber que Nate ya no estaba allí, que se había marchado incluso después del mensaje que le había pedido a Max que le diera.

«Vuelvo a casa. Espérame. Estaré allí en cinco días». ¿Tendría que haber sido más claro? Sabía que Max no era un tipo que olvidara algo tan importante, al menos se lo habría mencionado. «Eh, por cierto, tu hijo muerto no está muerto». Pero entonces, sabiendo que su hijo estaba vivo, sabiendo cómo era Jacob, ¿por qué Nate no lo había esperado?

Dahlia seguía hablando y hablando sobre alguna estupidez.

La boca de la chica nunca dejaba de moverse. Cuando estaba en su presencia, solía decirle «eres un maricón» o «eres una nenaza». Él podía ignorarlo con facilidad e incluso había logrado hacerla callar durante unos cuantos días cuando le dijo que se había acostado con Cyrus y que eso hacía que el primer amante vampiro que ella había tenido también fuera homosexual.

El coche se detuvo junto a South Beltline, en la 37, y giró a la derecha en un punto donde la carretera se convertía en una de dos carriles. Pasaron por delante de algunas pequeñas casas de estilo rancho con piscinas y columpios en los jardines. Allí vivía gente. Allí vivían niños. Tenían el mal tan cerca y eran ajenos a su presencia. Reprimió un escalofrío al pensar en esa gente y en lo que les sucedería si a Jacob se le antojaba algún sádico capricho de jugar con ellos.

Y lo haría, con el tiempo. Siempre encontraba alguna diversión nueva. «Vamos, ven a jugar conmigo, mi hijo favorito», le susurraba y ese juego siempre era algo que hacía que Ziggy se sintiera sucio y utilizado. A Jacob le gustaba mirar.

—¡Pero si ni siquiera estás escuchándome! —Dahlia resopló—. Te juro que eres la persona más aburrida del planeta.

Ziggy apoyó la cabeza contra el cristal.

—¿En qué lado de la conversación estabas?

Dahlia farfulló algo ininteligible. Si hubiera sonado como un hechizo, él se habría preocupado. Jacob le había marcado unas estrictas reglas en cuanto al empleo de sus hechizos, pero tal y como a ella le gustaba recalcar en esas circunstancias, Jacob no estaba delante.

Se incorporaron a un camino de tierra.

La nueva casa a la que se había mudado Jacob no era tan bonita como la mansión, pero ya que habían entrado en ella en una ocasión, eso podía volver a pasar, y Jacob era un paranoico. Salieron de la carretera y pasaron por un pequeño puente cubierto que crujía como si estuviera planteándose seriamente dejar caer el coche al pantano que había debajo. Estaba muy oscuro y eso probablemente era bueno. No quería ver en qué condiciones estaba la madera porque luego tendría que volver a cruzarlo. El sonido de las ruedas sobre los listones de madera cesó y salieron a un camino lleno de baches que serpenteaba a través del pantano. La casa, una granja desvencijada de la época de las plantaciones, brillaba con su pintura en tono hueso bajo la luz de la luna. Dos sauces se encorvaban delante de ella.

—Odio este lugar —dijo Dahlia y por un momento él se solidarizó con ella hasta que añadió—: Está muy lejos del centro comercial.

—Sí, ésa es la gran pega que tiene.

El coche se detuvo delante del porche destrozado y Ziggy no esperó a que el chófer le abriera la puerta. Salió y subió los escalones con fuertes pisadas; sus botas hacían eco sobre la madera podrida.

—¿Adónde vas? —Dahlia estaba junto al coche con una regordeta mano apoyada sobre su redondeada cadera.

—Adentro. Lo contrario de afuera, que es donde están los mosquitos.

Aplastó a uno que había mostrado interés por su cuello; no estaba seguro de si un mosquito se haría vampiro al beber su sangre, ya que en parte ellos ya lo eran un poco.

—Tengo que decirle a Jacob lo que está pasando y pedirle permiso para llevarme a algunos.

—Yo también quiero ir —dijo ella con actitud petulante—. No puedes controlarlos como puedo hacerlo yo.

«Joder, no».

—No, ni hablar. Esta vez no vas a venir.

Los ojos de Dahlia se estrecharon en un gesto muy desagradable en su regordeta cara.

—Bueno, veremos qué tiene que decir Jacob al respecto.

Pero él se hacía una idea de lo que diría Jacob: que Dahlia no iba a ir a ninguna parte con su Iniciado. Ziggy ya le había advertido a su Creador de lo que ella le había hecho a Nathan en el pasado.

—Sí, vamos a hablar con él.

—No, yo iré a hablar con él —Dahlia señaló con la barbilla hacia la parte trasera de la casa—. Te toca a ti darles de comer.

Ziggy deseó que el escalofrío que le recorrió la espalda fuera de frío. Pero no. No había cosa que le gustara menos que entrar en ese asqueroso y apestoso granero.

—Está bien, dale mi pésame a Jacob, ¿de acuerdo?

Claro que lo haría. La muy zorra. Que él les diera de comer le daría el tiempo suficiente para subirse al regazo de Jacob y suplicarle y prometerle toda clase de perversiones con el fin de lograr que la dejara ayudar a ir a por Nathan.

El granero se encontraba a una apropiada distancia de la casa; no demasiado lejos para que los viejos propietarios no tuvieran que caminar mucho durante el invierno, y no demasiado cerca como para que el olor de los animales llegara hasta la casa.

Pero los de ahora eran unos animales totalmente distintos y su hedor sí que llegaba a la casa algunos días. Podía olerlo ahora; podía oler su hedor a suciedad y el de sus excrementos. Estaban despiertos detrás de la puerta corredera. Se esforzó por abrirla, pero la humedad había hinchado la madera. Había veces en las que podías abrirla sin que te oyeran, pero no esa noche. Esa noche estaban formando un semicírculo alrededor de la puerta y sus ojos resplandecían en sus sucias caras.

Se estremecieron cuando sacó el cuchillo de su bolsillo y se relajaron cuando se levantó las mangas. Deslizó la hoja sobre sus muñecas y extendió los brazos. Llegaron a él desde todas partes, luchando los unos contra los otros por su sangre.

Ziggy se preparó y les dijo:

—Venid a por ella.