Capítulo 8

Creación

La noche pasó como si fuera un extraño sueño.

Dejé que Max me sacara la estaca del pecho y me dolió casi tanto como cuando había entrado. La limitada experiencia de Bill en el campo de la medicina fue suficiente para ayudar a arreglarme el brazo, y con unas cuantas indicaciones me colocó la muñeca y me sacó los fragmentos de hueso que sobresalían de mi piel antes de colocarme una venda elástica en el brazo. Por dentro, yo era un mar de calma controlada. Por fuera, debía de estar hecha un desastre.

Vi a Ziggy y a Bill dirigirse «miradas» que indicaban que estaban extremadamente preocupados por mi estado mental. Me pregunté qué había pasado en ese almacén y cuándo, exactamente, habían comenzado esas «miradas».

Dejé que los chicos pensaran que me había vuelto loca. Así no me molestaron y me dieron tiempo para pensar.

Había utilizado la magia de Dahlia antes. No era tan difícil. Nathan creía que todo el mundo tenía la capacidad de hacer magia a escala pequeña. Era lógico que después de haber bebido la sangre de Dahlia y algo de su poder en el proceso, mis habilidades mágicas propias hubieran aumentado considerablemente. Lo único que tenía que hacer era aprender a utilizarlas. Pero no en ese momento de exaltación y movida por una extrema emoción. Había visto bastantes películas como para saber que esa clase de poder era poco fiable. Tenía que aprender a controlarlo y descubrir cómo podría funcionar para ayudarnos contra el Devorador de Almas.

El problema era que no sabía dónde empezar a encontrar respuestas. Ese solía ser el trabajo de Nathan. Yo me limitaba a seguirlo.

—Carrie, ¿estás bien?

Max me miraba con preocupación, pero estaba segura de que creía que estaba disimulándolo.

—Estoy pensando —me mordisqueé el dedo pulgar de mi mano sana—. Sobre lo que ha pasado abajo.

—Oh, ¿te refieres a cuando has abierto la boca y has escupido fuego como un dragón en una película de fantasía mala? —Ziggy estaba frotándose la cara con las manos, de arriba abajo y lentamente, como siempre hacía Nathan cuando estaba estresado y cansado.

—Sí, ¿qué ha pasado con eso? —Max levantó el libro de hechizos de Dahlia de la mesita de café donde lo habíamos dejado—. ¿Estaba aquí dentro?

—No.

¿Cómo podía explicárselo de un modo que tuviera sentido y que no me hiciera sentirme como una loca?

—Ha sido sólo una improvisación basándome en cosas que Nathan me había dicho y cosas que yo había visto hacer a Dahlia. Pero ése no es el caso. Está claro que tengo una ventaja y no estamos sacando provecho de ella.

—¿Y por qué ibas a querer hacer eso? —Ziggy terminó de limpiarse la sangre de las manos con una toalla que antes era blanca y que ahora lucía distintos tonos de rosa.

—Porque ha sido una pasada —respondió Max con los ojos prácticamente saliéndosele de la cara—. Estábamos perdidos contra esas cosas, fueran lo que fueran, hasta que ella ha desatado el infierno y los ha dejado fritos en el sitio. ¿Por qué no íbamos a querer que volviera a hacerlo?

Ziggy se encogió de hombros, pero su voz sonó fría como una piedra.

—He visto a Dahlia utilizar su «talento» y, sí, puede hacer trucos increíbles. Pero está loca y es imposible que haya sido así toda su vida y que nadie se haya dado cuenta.

—¿Crees que el poder de Dahlia la ha vuelto loca?

Ése sí que era un pensamiento profundo, uno que a mí no se me había ocurrido.

Si Dahlia hubiera tenido esa especie de poder ilimitado de niña, alguien se habría dado cuenta de que sus amiguitos acababan inmolados. Tal vez cuanto más había usado su poder, más le había afectado a la cabeza. Y en ese momento lo que yo menos necesitaba era volverme loca.

Ya me costaba bastante asimilar que era un vampiro.

Parecía que cuanto más joven era un vampiro, menos malvado era. Me pregunté si la maldad era fruto de la edad, como las patas de gallo o el colesterol en los humanos. Yo llevaba siendo vampiro menos de un año y podía ver con facilidad cómo varios siglos de toda esa mierda por la que estábamos pasando podían acabar haciendo que me pasara al lado oscuro. Parecía más fácil ser de los malos porque, por lo que sabía, las cosas siempre parecían ir a su favor. Suspiré y bajé la cabeza.

—Tienes razón, Ziggy. Podría ser arriesgado. Nathan cree que la magia es muy peligrosa y él lo sabrá mejor que yo. Pero necesitamos más ayuda de la que tenemos. Tal vez éste sea el mejor lugar por donde empezar.

—Y tenemos que salvar a Nathan. Todos queremos que vuelva lo antes posible, antes de que el Devorador de Almas le haga algo —añadió Max en voz baja y con la mirada puesta sobre el rostro de Ziggy—. Pero no estoy tan seguro de que tú quieras lo mismo.

Ziggy se puso derecho al oír eso.

—¿Qué coño quieres decir?

Quería detener esa conversación y al mismo tiempo dejar que se desarrollara hasta su inevitable conclusión. Tenía que saber, igual que Max, que Ziggy no iba a ceder ante la voluntad de su Creador en el último momento y que, aunque no nos traicionara, no iba a apartarse de nosotros para protegerlo.

—Quiero decir… —dijo Max como si estuviera dándole continuidad a mi pensamiento—, que necesito saber si vas a darnos una puñalada por la espalda para ayudar a tu Creador.

Ziggy se giró hacia mí.

—Carrie, vamos. Tienes que apoyarme en esto. Sabes que no lo haría.

—No, no lo sé —no me dejé convencer, ni un ápice, ni siquiera cuando pude sentir el odio de Ziggy irradiando de él—. Sé que estás dividido. Sé que jamás le harías daño a Nathan, pero has admitido que te resulta difícil resistirte al lazo de sangre. ¿Cómo sabemos que no guiarás a Jacob hasta nosotros? Hasta el momento no has sido completamente sincero. Sabes cosas sobre esas criaturas, pero en ningún momento te has ofrecido a darnos esa información.

No me había esperado que Bill me apoyara. Creía que se quedaría callado esperando a hablar. Pero me sorprendió cuando puso la mano sobre el hombro de Ziggy para decirle:

—Dinos lo que sabes.

Vi la lucha interna de Ziggy. Estaba enfadadísimo… no se parecía en nada al chico que yo recordaba. No hacía falta un lazo de sangre para saber lo que estaba sintiendo. Se culpaba por muchas cosas: por la rabia de su Creador, por la captura de su padre. Y sobre todo por convertirse en vampiro.

Me recordaba a mí, justo después de mi transformación.

Había estado furiosa conmigo misma, furiosa con Cyrus, incluso furiosa con Nathan, a quien por entonces apenas conocía, porque había perdido el control de mi vida. En el caso de Ziggy, apostaba a que era diez veces peor, porque era una reacción retardada ya que al principio había aceptado alegremente los terribles cambios en su vida; muy típico de él. Me preguntaba si alguna vez se había enfurecido por ello antes de que nosotros hubiéramos vuelto a entrar en su vida. Esa furia podía ser mal manejada y no quería que nosotros cargáramos con las consecuencias. Ziggy tenía un lazo de sangre con el Devorador de Almas. Podía fingir estar siguiendo nuestros planes y contárselos al Devorador, o darle nuestra ubicación u ocultarnos información sobre su Creador. Si no estaba haciéndonos partícipes de las cosas que pasaban por su cabeza, ¿iba a mantener el mismo silencio al otro lado del lazo de sangre? Aunque no quería, tenía que saberlo.

—¿Le has dicho al Devorador de Almas que enviara a sus hombres a por nosotros esta noche? ¿Estás trabajando con él, escuchándolo a través del lazo?

—¿Quieres saber qué está diciéndome?

Ziggy chasqueó con los dedos mientras nos miraba a todos. Estoy segura de que se pensaba que parecía un tipo duro, pero mi corazón se lamentaba por él.

—En todo momento está alentándome a que os mate y vuelva a su lado. Estoy viendo imágenes muy realistas de él entregándole mi corazón a Dahlia… y no es que me tenga mucho cariño, así que sé lo que haría con él. Y él sabe que no estoy muerto y que estoy intentando no transmitirle que seguís vivos y que al mismo tiempo quiero mataros y volver adonde estaba hace una semana.

Ziggy se levantó y se acercó a Max; cada una de las pisadas de sus botas sonó como los tambores de la inquietante banda sonora de una película.

—Ahora mismo, no sé qué hacer. ¿Queréis que os cuente estas cosas? ¿De qué serviría? Sobre todo cuando no estoy seguro de si quiero estar aquí o volver con él. ¿De verdad queréis saberlo todo? Porque puedo decíroslo cada vez que piense en mataros, cada vez que piense en lo fácil que sena recuperar mi vida y no volver a veros nunca.

Estaba a medio camino de la puerta cuando Max lo llamó.

—Si tu vida era tan fantástica, si no quieres nada más, ¿para qué sacarte el corazón?

Ziggy se quedó rígido. Y tan bajo que apenas pude oírlo, le respondió:

—Cierra la boca.

Max sacudió la cabeza.

—No, quiero saberlo. En serio. Si eres tan importante para él, ¿por qué te tiene tan controlado? Si estás tan satisfecho con tu «vida», ¿por qué él necesita esa especie de póliza de seguro?

Ziggy se giró y parecía más enfurecido que nunca.

Cuando se acercó a Max, abrió y cerró los puños, pero no lo golpeó. Después, la rabia se borró de su expresión e hizo algo que no me había esperado. Lloró.

Fue como si las lágrimas lo dejaran vacío por dentro. Se dejó caer sobre el sofá y se cubrió los ojos con la mano. Cuando su espalda comenzó a sacudirse por los sollozos, Bill le echó un brazo sobre los hombros y Ziggy se dejó envolver por ese abrazo llorando abiertamente.

Deseaba hacer algo. Siempre me siento así cuando veo a alguien llorar. Pero no se me ocurrió nada para hacerle sentir mejor. Por eso, no hice nada.

Bill me miró por encima de la cabeza de Ziggy y aunque hacía poco tiempo que lo conocía, pude leer su mirada. No quería que dejara tranquilo a Ziggy. Le gustaba ver que estábamos consiguiendo algo.

—Ziggy, dime lo que sabes sobre esas criaturas. Cualquier cosa que hayas hecho para traicionarnos —esa palabra tan fea se me escapó de los labios antes de darme cuenta—, o cualquier cosa que creas que has hecho… no significará nada si nos dices qué son.

Se incorporó un poco, como si no quisiera romper el contacto con Bill.

—Dahlia dice que son demonios necrófagos. Pero Jacob no los llama así. Él dice que los suyos son mejores que esos demonios. Que son diferentes porque empezaron con su sangre y después Dahlia y yo los alimentamos. Tienen algo de ambos.

—¿Qué tienen? —la voz de Bill era suave, relajante. No sé qué le hizo a Ziggy, pero no hay duda de que a mí me tranquilizaba.

—De Dahlia tienen su… poder —Ziggy se sorbió la nariz y se puso derecho—. No sé qué podrían haber sacado de mí. Mi fuerza física, ¿tal vez? Él me dijo que tengo más que cualquier Iniciado que haya creado. Supongo que sólo lo dijo como un cumplido.

—Olvídate de eso por ahora —le dije—. ¿Crees que Nathan sigue vivo? ¿Crees que tenemos tiempo?

Ziggy se encogió de hombros.

—Sé que quiere a Nathan para algo, pero no creo que sea para matarlo. Esté donde esté, está con el Devorador de Almas.

Me levanté, fui hasta la puerta y volví.

—Vamos a traerlo de vuelta. Mañana por la noche.

—¿Por qué no ahora? —la inquietud había vuelto a la voz de Bill—. Sabemos con seguridad dónde está. Vamos a por él.

—Para que nos maten —dijo Ziggy riéndose—. Tiene decenas de esas criaturas bajo su mando. Quiero decir, por lo menos cien, o quizá más. Nunca me he molestado en contarlos.

—¿Qué puede matarlos? —preguntó Max y me alegré de que pudiera concentrar toda nuestra energía en algo constructivo.

Ziggy se encogió de hombros.

—No lo sé. Tal vez nada. Nunca lo hemos intentado.

—Eran fuertes —apunté—, pero humanos. Creo que son como todo lo demás: destruyes el corazón, lo quemas, cortas la cabeza y dejan de ser un problema.

—Cabezas fuera —Max se levantó—. Esto va a ser peligroso.

—No es la primera vez —dije sintiendo de pronto el peso del último año sobre mis hombros—. Y probablemente no será la última.

—Bueno, ¡debería serlo! —Max se alejó unos pasos, pero entonces se detuvo y se cubrió la cara con las manos—. Esto es ridículo. Yo estaba ahí mismo. ¡Ahí mismo! Y les he dejado que se llevaran a Nathan.

—No ha sido culpa tuya… —comencé a decir.

Bill me interrumpió.

—Yo también estaba ahí mismo. ¿Estás culpándome?

—¡Claro que no!

—Y yo no te culpo a ti —interpuse—. Ni a Bill, ni a Ziggy. Nadie tiene la culpa. Pero se han llevado a Nathan y tenemos que recuperarlo.

En el momento en que me pareció que Bill no nos creía a ninguno, me di cuenta de algo. Algo que era un poco estúpido, algo que me apartaba por completo de la seriedad del asunto. Pero me parecía que hacía falta, y por eso lo dije.

—Bill, creo que eres oficialmente uno de nosotros.

—Fantástico —farfulló antes de sonreír de mala gana—. Escuchad, yo no estoy acostumbrado a estas cosas.

—Y yo tampoco —dijo Ziggy—. Pero ella sí. Y también Max. Así que propongo que los escuchemos a los dos.

—Está bien, chicos, vosotros reunid armas, lo que haga falta —nerviosa, miré mi reloj y maldije las breves noches de verano—. Voy a ver lo que puedo averiguar en el libro de Dahlia.

• • • • •

Mientras todo el mundo se preparaba, me encerré en el dormitorio. En situaciones pasadas de extremo peligro me habría visto llorando ante mi impotencia o, por lo menos, preocupada por el horrible destino que podía esperarle a Nathan. Pero no esa noche. Esa noche quería armarme con más que una estaca de madera. Quería blandir el horrible poder que Dahlia me había enseñado.

Abrí el libro y en el momento en que mis dedos tocaron las páginas, sentí calma. Sentí control. Me sentí yo misma.

«Pues imagina lo bien que te sentirías si le prendieras fuego a esa cosa maligna».

Parpadeé. ¿Por qué había tenido ese pensamiento?

«No hay nada de utilidad en él. Todos los hechizos que has podido hacer te los has inventado tú sola».

Me parecía razonable.

Levanté el libro y vi la palabra «llama» arrastrándose como una serpiente por mi mente, reuniendo poder y vibrando con una vil energía. La imagen había surgido con demasiada facilidad y era muy distinta a como me lo había imaginado.

«Debes de estar obteniendo más poder. No te preocupes por eso ahora. Quema el libro».

Estaba preparada para hacerlo cuando mi sentido común irrumpió. El libro era la única fuente de información sólida que teníamos sobre el enemigo. ¿Qué estaba haciendo?

La rabia ardió en mí cuando recordé la facilidad con la que Dahlia había ordenado nuestras muertes. Todo había sido un juego. Ella sabía que no estábamos muertos.

—¡Dahlia! —grité sabiendo que me oiría, aunque nos separaba una distancia física—. Dahlia, ¡sé que eres tú!

«Piénsatelo mejor la próxima vez que robes la sangre de alguien», oí en mi monólogo interior. Y entonces, para mi horror, la voz de mis pensamientos dejó escapar la inconfundible carcajada de locura de Dahlia.

La muy zorra.

No había pensado en las consecuencias de beber su sangre. Pero había hecho lo que creí necesario para detener a Oráculo. Ahora, las ramificaciones de mis actos me golpearon con fuerza. Había bebido la sangre de un vampiro, que a su vez había sido creada por uno de los vampiros más poderosos que había visto, y que ya había sido una fuerza a tener en cuenta cuando no era más que una bruja humana. Nathan me había advertido de su poder antes de que se hubiera convertido.

«La sangre de un vampiro es muy poderosa. Combínala con las habilidades de una bruja y tienes hechizos para levantar a los muertos, congregar ejércitos del infierno…», me había dicho él.

Los poderes de Dahlia habían sido peligrosos antes de que se hubiera convertido en vampiro. Era la suma de la sangre de vampiro lo que la había convertido en una superhechicera.

Y yo tomé esa sangre. Muy poco, pero pareció funcionar.

Aparté de mí el libro de hechizos antes de llegar a cometer una imprudencia. No quería levantar a los muertos… ¿verdad?

No, los zombies, si es que existían, serían el último recurso. ¿Y ejércitos del infierno? Iba a poner eso en la lista de «No es una opción». Ya me habían pateado el trasero bastantes criaturas sobrenaturales. Así que Dahlia podía colarse en mi cabeza. Fantástico. Me preguntaba cuántos de mis pensamientos habían sido genuinos y cuántos habían sido suyos. ¿De verdad había luchado contra mis atacantes? ¿Mi decisión de ir tras Nathan había sido propia o una trampa tendida por Dahlia?

Podía estar haciéndome preguntas todo el día y no serviría de nada. Teníamos que rescatar a Nathan. No había otra opción. Y no podía preocuparme por el hecho de que Dahlia estuviera rondando por mi cabeza. Preocuparme por ello sólo haría que ella saliera ganando.

Ya me había cansado de esperar, me había cansado de intentar encontrar a alguien en quien confiar. Iba a hacer algo, aunque pareciera una completa locura. Si el Devorador de Almas había congregado un ejército, entonces nosotros también lo haríamos. Había utilizado el poder de Dahlia para hacerlo. Yo también lo haría.

El libro estaba donde lo había tirado en mi ataque de pánico y se había quedado abierto en una página titulada Gólem.

Me mordí el labio. El nombre me resultaba muy familiar.

Al instante, recordé a mi padre sentado en su despacho y a mí jugando en el suelo delante del escritorio. La habitación estaba decorada con reliquias de psiquiatría. Bustos de la cabeza humana marcados con líneas para referencias frenológicas, botellas de curativos de la época victoriana, incluso un leucótomo y un mazo guardados en una urna de cristal. Recordé haberle preguntado a mi padre para qué servían y las pesadillas que tuve después de recibir una respuesta.

—Una antigua escuela de pensamiento decía que si dañabas el cerebro de un paciente enfermo, le devolverías la salud.

—¿Quieres decir que quitaban la parte mala del cerebro?

—Ésa era su intención. Pero no sabían suficiente sobre el cerebro ni sobre cómo funcionaba para aislar los pedazos que no estaban sanos. Acabaron haciendo mucho más daño que bien.

—Pero yo creía que los médicos no le hacían daño a la gente. Eso es lo que dice el juramento hipocrático.

Mi padre se había reído y me había abrazado. Nunca fue un hombre afectuoso, pero recuerdo que por lo menos aquella vez sí que me abrazó.

—Ya no le hacen esas cosas a la gente, ¿verdad?

¿No se lo hacen a los niños?

—No, ya no lo hacen más. Pero a veces me pregunto si deberíamos hacértelo a ti. Clavarte en el ojo un picahielo y hacerte tan dócil y obediente como el Gólem de Praga.

En ese momento no me había resultado aterrador porque, mientras lo decía, mi padre había estado haciéndome cosquillas, pellizcándome las mejillas y haciéndome reír. Entonces había sonado el teléfono y había tenido que atender la llamada de un paciente en mitad de una crisis y a mí me sacaron de allí. Le había preguntado a mi madre qué era un gólem y ella no lo había sabido. O lo había sabido, pero no había tenido tiempo para explicármelo. Hubo muchas ocasiones en las que mis preguntas se habían quedado sin respuestas por algún paciente al teléfono, o por algún periodista que llamaba para hablar con un «experto».

Puse a un lado el libro de hechizos y fui al salón para buscar un diccionario. Encontré uno, un milagro teniendo en cuenta los pocos libros que no fueran de New Age que Nathan tenía, y lo abrí por la página apropiada.

—«Un hombre creado artificialmente mediante ritos cabalísticos. Robot» —leí en alto.

Estaba claro que los humanos que el Devorador de Almas había enviado a por nosotros parecían robots. ¿Podía ser el hechizo del Gólem el que había utilizado Dahlia?

Su letra era excepcionalmente pequeña y apretada. Aunque la mayoría del libro estaba escrito con letras grandes y redondas, esa parte parecía estar encogida, como si ella hubiera intentado ocultar las palabras entre sí. La lista de ingredientes, a diferencia de los otros hechizos, era muy sencilla. Una bola de arcilla y una gota de sangre. Al mirar por la habitación, donde estaba segura de que no habría arcilla, me desesperé un poco. Después me di cuenta de que de verdad tenía intención de llevar a cabo el hechizo y me recorrió un escalofrío.

¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad sería capaz de crear un monstruo para que luchara de nuestra parte? ¿Y si no podía controlarlo? ¿Y si el hechizo no funcionaba o sucedía algo terrible como en el relato de La pata de mono?

«Nunca lo sabrás hasta que lo pruebes», me dijo esa voz en mi cabeza y me pregunté si era yo o Dahlia con uno de sus trucos.

El libro parecía vibrar de energía bajo mis manos. Lo abrí y miré una página que contenía lo que parecía ser un hechizo de amor. Era ridículo y me reí a carcajadas. Sin ningún esfuerzo consciente por mi parte, la página ardió en llamas y las cenizas cayeron sobre el suelo formando una pequeña montaña.

«Utiliza las cenizas».

Sabía que eso era la sangre de Dahlia dentro de mí, alimentado mi excitación, diciéndome que continuara con el hechizo antes de poder pensar racionalmente. Pero no podía captar ninguna malicia en el mensaje. Tal vez ése era su truco, pero de algún modo no podía creerlo. Sentía tanta curiosidad y excitación como yo. Me di cuenta de que Dahlia no desperdiciaría la oportunidad de ver si su hechizo funcionaba, aunque fuera en detrimento de su propia causa.

Me arrodillé en el suelo y puse las cenizas sobre mi mano para luego dejarlas caer otra vez mientras observaba con fascinación cómo se posaban sobre la madera en serpentinas formas. Pensé en mis padres, en sus restos reducidos a cenizas, en sus urnas que descansaban en un caro panteón a miles y miles de kilómetros.

Transformé mi cara y utilicé un colmillo para clavármelo en las puntas de dos dedos. La sangre se acumuló ahí, roja, violenta, inmediata. Pensé en juntar a mis padres y devolverles la vida, como les daría vida a esas cenizas. ¿Podría traerlos de vuelta tal y como eran antes del accidente? Vi la sangre gotear de mis dedos, como en un sueño, para caer sobre las cenizas grises que ocupaban mi visión. ¿Podía mezclarlo todo, mis padres, mi sangre, mi Iniciado muerto, sus cenizas esparcidas en lugares que no podía encontrar? ¿Podía mezclarlos a todos y crear algo de ellos?

Imaginé que el producto resultante sería yo, pero hecha de cenizas.

Una criatura de varías tonalidades de gris moviéndose con quebradizas articulaciones que se esfumarían con una corriente de aire. Vi unos labios que se parecían a los míos, unos ojos que se parecían a los míos, pero inyectados en sangre, corriendo entre los espacios entre la ceniza, como una macabra parodia artística de un feto de arlequín.

La criatura que me imaginé comenzó a hablar, pero no tenía palabras. Y yo tampoco tenía palabras. Para que el hechizo funcionara, para crear a mi Gólem, necesitaba palabras. Había utilizado palabras para crear fuego y extinguirlo, pero esos elementos parecían triviales ante ese poder de creación con el que trabajaba ahora. Cuando la boca de la criatura se movió, lo mismo hizo la mía, y vi una palabra formarse desde el espacio entre mi corazón y mi estómago. Se enroscó y se retorció como la serpiente de fuego que había visto en mi mente, y se lanzó hacia delante, como si fuera a atacar a la criatura.

No pude entender lo que dije, ni siquiera empezar a captar el significado. Pero cuando una voz de furia brotó de mí, me quedé como un recipiente vacío. Me derrumbé, el sonido de las extrañas palabras resonaban en mis oídos: «Shem. Shem gal'mi. Gal'mi emet. ¡Azel Balemacho!».

Abrí los ojos y vi a un hombre. No se parecía a la criatura que había imaginado. Su piel, aunque gris, era absolutamente real, no algo hecho a base de las cenizas mezclas con la sangre. Sus labios y sus ojos no eran las ensangrentadas cosas que yo había visto, sino que eran grises como todo lo demás. Su cabeza no tenía pelo y en general no tenía nada de especial excepto el color gris. Eso y el hecho de que un momento antes no hubiera estado ahí de pie.

Me miró, no confundido, no compadeciéndose de mí, ni siquiera curioso por mi presencia. Simplemente estaba ahí esperando a que le diera una orden.

—Ahora tengo que dormir —le dije con una voz rasgada como si estuviera cortada con cuchillas—. Quédate donde estás.

Asintió una vez y yo caí en un inquieto pero inevitable sueño.