Prólogo

Pesadilla diurna

Algunos días sueño con el momento que pasé en el alma de Marianne. ¿O fue el momento en que ella pasó dentro de mí? La verdad es que fue horrible, pero en los sueños resulta maravilloso. Me siento poderosa. Otra alma resplandeciendo sobre la mía como la seda, susurrándome en mi cabeza.

Miro a Nathan, que sigue comedido, hablando, inconsciente por el miedo y el hechizo que su Creador le ha lanzado, sangrando por las heridas que él mismo se ha grabado en la piel. Marianne se apoya con ternura sobre su marido, lo besa en la boca, lo calma. Y después el poder crece en mí y ella grita piedad dentro de mi cabeza. Lo único que veo es sangre y carne rasgada. Oscuridad y calidez con el olor a cobre de una vida decayendo lentamente, que aumenta mi deseo de sangre.

Ni siquiera bebo conscientemente. No siento ni saboreo la sangre, y aunque de algún modo sé que estoy soñando, es como si algo se escapara a mi entendimiento. Ojalá pudiera ver la imagen ampliada. Consumo sin beber, me lleno sin satisfacción. Y cuando alzo los ojos hacia la oscuridad que se evapora, veo el salón de baile donde Marianne se topó con su destino. Me rodean los cuerpos de gente que conozco: Nathan, Max, Bella, incluso viejos amigos que llevan tiempo muertos, como Cyrus y Ziggy. Su sangre está en mis manos. Su vida corre por mis venas. Sus gritos atormentados suenan por mi cabeza como la más dulce sinfonía que haya oído nunca.

Y entonces Jacob Seymour está ahí, sentado a la cabeza de la gigante mesa de comedor. Lleva una corona hecha de espinas y la sangre que gotea de sus heridas es negra y le mancha su cabello blanco y su brillante túnica dorada. Una enorme bandeja de plata cubre la mesa y recuerdo, en ese sueño que no refleja la realidad tal y como sucedió, pero que aun así logra catalogar todos los horrores que he conocido, lo que vendrá a continuación.

Aparece Clarence de la nada, con su regio rostro que oculta el odio que siente por la labor que desempeña, y levanta la tapadera. En la bandeja está Dahlia, con su pálida piel moteada de azul por la muerte y una alfombra de pétalos de rosa bajo sus rizos pelirrojos.

Y entonces, con las voces aún gritando en mi cerebro, me río. La sangre brota de mi boca y salpica el mantel, mis manos y mi regazo que, inexplicablemente, está cubierto por una voluminosa túnica a juego con el atuendo de Jacob.

Pero cuando despierto, estoy gritando.