Capítulo 6

Reconectados (Continuación)

Lo primero que tuvimos que hacer al salir del escondite fue hacer habitable el apartamento. No nos llevó tanto tiempo como me había esperado, aunque Nathan se quedaba consternado cada vez que encontrábamos otro libro o libreta demasiado destrozado como para poder recuperarlo.

Algo en el apartamento había cambiado durante nuestra ausencia. No era nada físico, pero la atmósfera era distinta. Después de que me hubiera convertido, veía la casa de Nathan como una fortaleza, como un refugio. Un santuario. Y más tarde, una vez que me convertí en residente permanente, la vi como un hogar. Ahora era fría, como si las paredes estuvieran viviendo cosas que de un momento a otro fueran a entregarnos a nuestros enemigos y a acabar con nosotros.

—Odio decir esto, pero me habéis destrozado el coche y me habéis dificultado mucho mi forma de ganarme la vida —dijo Bill colocando una libreta mutilada en una estantería—. Lo mínimo que podríais hacer es llevarme hasta Chicago.

—Ahora mismo no —le respondió Nathan—. Lo siento, pero no te conocemos bien y no sabemos con qué clase de gente trabajas.

—Entonces, ¿es un rehén? —preguntó Ziggy con un tono de voz algo sanguinario y ansioso.

Nathan se encogió de hombros.

—En todos los sentidos. Pero encontraremos un modo de compensarlo por el tiempo y el dinero perdidos.

—Bueno, la verdad es que se me ocurren lugares peores donde estar —dijo Bill—, aunque no me hace ninguna gracia la idea de ser un rehén. No estoy aquí para ayudaros con ese gran plan de salvar el mundo.

Tenía razón y todo el derecho del mundo a enfadarse con nosotros.

En ningún momento le habíamos pedido que nos ayudara hasta tan lejos y nos habíamos aprovechado de esa ayuda. Ahora, era nuestro rehén y volví a preguntarme si habría una familia esperándolo.

—Muchas gracias, Bill, por toda tu ayuda. De verdad, has hecho mucho más de lo necesario.

—Y seguirá haciéndolo —dijo Nathan con tono alegre—. Es un buen tipo.

Ziggy fue hacia las escaleras que conducían a la calle.

—Bueno, ¿cómo vamos a asegurar este lugar? No se puede decir que sea el Reichstag.

—Dos hombres despiertos, dos hombres dormidos, hacemos un turno de cuatro horas —respondió Bill al instante—. Uno arriba, otro abajo en la librería. ¿Tenéis walkie-talkies?

—¿Estabas en el Equipo A o algo así? —preguntó Ziggy, y sonreí. Estaba empezando a hablar como el chico que yo recordaba.

—Bill estuvo en los Marines —dijo Nathan con el mismo tono de paciencia que emplearía alguien para explicar el comportamiento extraño de un pariente con discapacidad mental.

Agarré el libro de hechizos de Dahlia, que había recogido del coche antes de subir al apartamento.

—¿Y si sacamos algo de aquí? Tiene toda clase de hechizos de protección. Tiene que haber algo que funcione en el edificio.

Nathan me quitó el libro de las manos.

—Seguro que no será muy útil. Dahlia solía estar más preocupada con la magia destructora que con cosas que sirvieran para un bien. Aunque puede que haya algo que merezca la pena.

—Bien. Lo haremos y Bill y Ziggy pueden salir a buscar sangre —me giré hacia la puerta y la abrí—. Lo haremos en la librería.

—Pervertidilla.

La voz vino del final de las escaleras. Se me quedó la boca seca y el corazón se me subió a la garganta.

—¿Ni siquiera vais a decirme hola?

—¡Max!

Recuperé la voz antes de que subiera las escaleras y, una vez llegó a la puerta, también recuperé los reflejos. Se quedó tenso, preparándose para el impacto de mi abrazo, pero luego relajó los brazos y me rodeó con ellos.

—Yo también me alegro de verte —se rió—. Aunque me habría alegrado más de veros en Chicago. Me habría ahorrado cinco horas en coche. Vi tu mensaje cuando volví a casa.

A través del lazo de sangre, le expliqué rápidamente a Nathan que Max estaba al corriente de todo por el mensaje que le había dejado antes de ir a buscarlo. Para mi sorpresa y la de Max, lo abrazó tan pronto como me aparté.

—Hemos estado preocupados por ti, amigo.

Max le dio una palmadita en la espalda y dio un paso a un lado.

—Debería desaparecer sin despedirme más a menudo. Estáis de mejor humor cuando aparezco.

—No te atrevas a volver a hacerlo —lo reprendí mientras me moría de ganas de volver a abrazarlo—. Estábamos muy preocupados.

—Os llamé. Dejé un mensaje. Si alguna vez comprobarais el buzón de voz… —se detuvo y miró al salón—. ¿Ahí está Bill?

—Y Ziggy. Está vivo —dijo Nathan—. Aunque no pareces sorprendido de verlo.

—Como ya he dicho, deberíais comprobar el buzón de voz —se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa.

Nathan lo agarró de la camisa y lo puso contra la pared. Un poco de pintura cayó del techo y la pared se agrietó.

—¿Me llamaste para decirme que mi hijo estaba vivo y en lugar de hablar directamente conmigo me dejaste un mensaje en el contestador?

Todos nos quedamos en silencio mientras se desvanecía el eco de la voz de Nathan. Creo que intentábamos imaginarnos un modo de ponerle fin a esa discusión sin que Nathan tirara a Max por las escaleras.

—Nate —dijo Ziggy con prudencia—. No tuvo otra opción.

—Tuvo otra opción. ¡Podría haberte sacado de allí y haberte traído a casa!

Volvió a zarandear a Max y algo se cayó al otro lado del apartamento.

—No quiso venir conmigo —dijo Max. No estaba enfadado y eso sólo sirvió para enfurecer a Nathan más todavía.

Sentí su ira recorrer el lazo de sangre y lo reprendí mentalmente.

«No te metas en esto, Carrie», me respondió girando la cabeza para mirarme.

—Claro que quería ir contigo. ¡Estaba muerto de miedo cuando me llamó! —dijo, casi fuera de sí.

—Cuando te llamé, era una trampa —Ziggy se levantó y se puso la cazadora sin mirarnos a ninguno—. No lo culpes. Yo soy el capullo que lo ha estropeado todo.

Nathan intentó seguir enfadado con su amigo, pero era una batalla perdida. Lo soltó y Max descendió unos centímetros… No me había dado cuenta de que lo había levantado del suelo; había una abolladura de tamaño considerable en la pared.

—De verdad que intenté traerlo —dijo Max, ya recuperado—. Lo hice. Pero tenía a Bella conmigo…

—¡Bella! —no podía creer que me hubiera olvidado de preguntar por ella—. ¿Está contigo?

—No, ha tenido que quedarse atrás —respondió Max desviando la mirada hacia Nathan, como pendiente ante la posibilidad de otro ataque—. Aún no puede caminar.

—Dios mío, ¿qué le pasó? —pregunté, aunque no recibí respuesta.

Ziggy pasó por delante de nosotros sin decir nada y bajó las escaleras. Uno tendría que haber estado ciego para no darse cuenta de que estaba furioso. Y yo también lo estaría si viera a Nathan comportarse de ese modo por mi culpa.

—¡Ziggy! —Nathan salió tras él y lo detuvo sujetándolo del brazo.

«Deja que se vaya», le dije.

Ya se le pasaría. Había vivido muchas cosas y necesitaba estar solo. Y Nathan debió de estar de acuerdo conmigo porque lo dejó ir.

Después se giró hacia Max y alargó la mano, incapaz de mirarlo a los ojos.

—Lo siento.

Max le estrechó la mano y señaló hacia el sofá.

—Tal vez deberíamos ponernos al día. Estoy aquí por una razón y apuesto a que es un pequeño proyecto en el que vais a querer colaborar.

—Escuchad, chicos —apuntó Bill con un bostezo—. Tengo que irme a la cama. Vuestro horario me está matando. ¿Hay algún lugar semiprivado donde pueda dormir?

Nathan lo miró con desconfianza y después desvió la vista hacia la puerta, por donde acababa de salir Ziggy.

—La mejor forma de adaptarse al horario es enfrentarse a él.

Miré a Nathan con gesto de advertencia, pero él miró a otro lado.

«¿Sabes cuántos años tiene, Carrie?».

«¿Sabes cuántos años tiene Jacob?».

Fue un golpe bajo, pero no teníamos tiempo para que Nathan jugara al padre protector. Sonreí a Bill y le dije:

—Puedes tumbarte en la trastienda de la librería. Allí estarás solo, pero cuidado no te muerdan las chinches.

—Ni ninguna otra cosa —añadió Max con una risotada que inmediatamente contuvo ante la furiosa mirada de Nathan.

—Antes de que empecemos a discutir el plan de batalla… hay algo que quiero deciros.

Por el rabillo del ojo, noté algo raro en su mano. Le agarré la muñeca y le levanté la mano. Le faltaban dos dedos.

—Y un dedo del pie —dijo antes de que yo pudiera decir nada—. Me torturaron. Algo sin importancia.

Con ese tono tan desalentador, nos acomodamos en el salón; Max en el sofá, Nathan en su sillón y yo sobre el reposabrazos. Escuchamos e intentamos no hacer demasiadas preguntas mientras nos contaba lo que había pasado con Oráculo.

Pude aceptar que había dejado a Bella embarazada bajo el influjo de una de las pociones de Dahlia; eso ya nos lo habíamos imaginado. Pude aceptar que Bella hubiera quedado lisiada tras un horrible accidente de coche y que hubiera convertido a Max en un lupin. Pero lo que me dejó impactada fue que Max pudiera salir por ahí a plena luz del día.

—Lo sé, estoy tan perplejo como tú.

Se levantó y caminó de un lado a otro del salón como un… bueno… como un lobo enjaulado.

—No os imagináis cuánto te cambia esto, después de tantos años sin ver un amanecer, sin estar despierto al mismo tiempo que todos los demás.

Hubo algo de tristeza en los ojos de Nathan cuando asintió, pero aun así sonrió.

—Felicidades por el bebé. Eso sí que va a cambiarte.

En ese momento, Max se puso serio.

—Si es que puedo volver con ella. Por eso he venido a buscaros. Mi suegro más o menos me ha desterrado de la manada hasta que se solucione el asunto del Devorador de Almas porque voy a ser el responsable de los actos de cada vampiro del planeta hasta el día que me muera, al parecer. Y probablemente también después de eso.

—Bueno, pues no vamos a poder ser de mucha ayuda.

Nathan me miró como para asegurarme que estaba bien, pero yo podía sentir su tristeza e incluso un poco de envidia a través del lazo de sangre. Lo que más quería en el mundo era una familia y aunque el Devorador de Almas no se la hubiera arrebatado, de todos modos lo habría hecho el delicado estado de salud de su mujer. Sabía lo mucho que le habría dolido saber que Max iba a ser padre.

—No hemos llegado muy lejos, aunque Carrie tiene algo de experiencia en la hechicería que podría sernos útil.

—Si es que no muero de hambre primero.

Mi estómago rugió como para ilustrar mi comentario.

Max se rió.

—Tengo un poco de sangre abajo. No nos dará para mucho, pero tenemos suficiente para no morir de hambre en unos cuantos días.

Max y Nathan bajaron juntos y subieron la sangre, que yo calenté antes de intentar no engullir la mía. Explicamos con más detalle a Max lo de los nuevos subalternos del Devorador de Almas y todo lo que había ocurrido con Ziggy.

—Sé que es tu hijo —dijo Max con la voz cargada de auténtica empatía—, pero tenemos que tenerlo vigilado.

Nathan se mostró de acuerdo.

—Odio decirlo, pero yo también lo había pensado.

—Bueno, creo que tengo que encontrar un lugar donde dormir.

Cuando Max se levantó, obviamente cansado después del viaje, y se estiró, no pude evitar mirar su mano mutilada.

—Max —dije con la intención de darle las gracias por ayudarnos, porque lo hubieran torturado horriblemente mientras cumplía con su deber. Pero eso él no lo habría querido oír—. Podrías quedarte en la vieja habitación de Ziggy.

Esbozó una sonrisa.

—No. Creo que el chico la necesitará. Ahora soy un perro. Cavadme un agujero, echadle un poco de paja y estaré encantado de dormir ahí.

—Bueno, tenemos el escondite de emergencia debajo del mostrador —dijo Nathan y yo le di un codazo—. ¿Qué? —protestó en voz alta mientras se frotaba sus doloridas costillas—. Ha dicho que con un agujero le bastaba.

—Por lo menos ahí hay un saco de dormir. Y está hecho de paja —Max se echó su bolsa sobre los hombros y bajó las escaleras—. Si veo al chico, le diré que suba a comer algo.

• • • • •

Cuando se fue y nos quedamos solos en el apartamento, Nathan abrió un libro y se acomodó en su sillón, aunque a juzgar por su mirada supe que no estaba leyendo.

—¿Pensando en estrategias? —pregunté. Le acaricié el pelo y lo besé en la frente.

—No. Estaba pensando en a cuál de mis hijos rebeldes castigar primero —cerró el libro y me miró con gesto de consternación en su agotado rostro.

—No hagas eso, es ordinario. Lo de decir que soy tu hija —añadí para que me entendiera.

Cerró los ojos y respiró hondo, como si el oxígeno pudiera aclararle las ideas.

—Supongo que vas a decirme que hable con él.

—No. Dale tiempo para que se calme.

—¿Soy un mal padre por decir que me alegro mucho de que hayas sugerido esto? —echó la cabeza atrás y cerró los ojos—. ¿En qué punto empezó a ir todo mal?

—Hace seis meses. Hace seis jodidos meses —me reí—. Y mejora por momentos.

Deslizó la mano sobre mi brazo, por debajo de la manga de mi camiseta, y coló los dedos bajo el tirante de mi sujetador.

—No todo ha sido malo.

Me sentó sobre su regazo y no me resistí. Los hechizos de protección podrían esperar veinte minutos y me negué a sentirme culpable por ignorarlos en ese momento.

Me quité la camiseta, contenta de haberme puesto ese día un sujetador bonito y no uno de los simples y cómodos de algodón. Y no es que hubiera planeado tener sexo… no era algo que hubiéramos hecho últimamente.

Nathan me susurró lo mucho que le gustaba el encaje rosa contra la palidez de mis pechos (algo consternada me fijé en que en los últimos seis meses había perdido mucho color) y me dio un beso en el cuello.

—¿Y si vuelve Ziggy? ¿O Bill o Max? —pregunté, preocupada de pronto.

Nathan sacudió la cabeza y su respiración se aceleró cuando le subí la camiseta. Mientras se la quitaba, murmuró:

—No vendrán.

Esa respuesta me valió después de casi un mes de autoimpuesto celibato. Me levanté un momento para bajarme los vaqueros y Nathan me ayudó con manos temblorosas.

—¿Qué te pasa?

Me reí mientras él intentaba bajarme la cremallera.

—¿Nervioso?

—La verdad es que sí, un poco —pareció avergonzado de admitirlo—. No puedo evitarlo, me parece que haya pasado una eternidad.

Nos reímos y me bajó los pantalones junto con mi ropa interior. Se bajó la cremallera y me senté encima de él. Cuando entró en mí, gimió y sentí un escalofrío ante ese sonido.

Me agarré al respaldo del sillón para sostenerme y gimoteé de frustración cuando vi que era demasiado difícil moverme arriba y abajo sobre él.

—Espera, cielo —me susurró al oído y se levantó del sillón conmigo en brazos.

Me llevó hasta la pequeña mesa de la cocina y apartó las tazas sucias que nos habíamos dejado. Protesté al oír cómo se rompieron en pedazos al caer al suelo, pero lo olvidé cuando el frío plástico de la mesa tocó mi espalda y Nathan se adentró en mí con más intensidad y profundidad de lo que lo había hecho en el sillón.

Abrí los ojos para mirarlo, desnudo y con una piel blanca que resplandecía como el mármol bajo la extraña luz amarilla de la lámpara del techo. Mi mirada se desvió hasta las cicatrices de la posesión del Devorador de Almas, que aún no se habían curado y que probablemente nunca lo harían. Le cubrían los brazos hasta donde sus manos se flexionaban mientras me agarraban las caderas y me llevaban contra él a la vez que se hundía más y más en mí. Vi cómo los músculos de su abdomen se fruncían al moverse y la oscura línea de vello que se esparcía por su pecho, y me percaté con extraña fascinación de que podía ver su pulso latir en la base del cuello.

Cuando me alcé, me rodeó por la espalda para sujetarme.

—¿Puedo morderte? —le susurré.

Aunque no respondió con palabras, interpreté el sonido entrecortado que emitió como un «sí».

Dejé que mi rostro se transformara, justo lo suficiente para atravesarle la piel de la cara interna del codo con los colmillos, y después cambié de nuevo para posar mis labios sobre la herida que le había hecho.

Había resoplado de dolor cuando lo había mordido, pero ahora gemía y respiraba entrecortadamente. Se hundió tan dentro de mí que la mesa se tambaleó de su pedestal. Me agarró una mano y se la llevó a la boca para, después de transformar su rostro, morderme. Gemí de dolor antes de hacerlo por el placer que me recorrió.

Cerré la boca sobre la herida y succioné con fuerza.

Lo sentí todo.

Lo sentí dentro de mí y sentí lo que suponía para él estar ahí. Lo que era para él sentir lo que yo sentía. El sabor de mi sangre en su sangre, el sabor de su sangre en la mía. Era un bucle sin fin, un torbellino de sensaciones que me arrastró, que me dejó jadeando y temblando mientras mi cuerpo se tensaba alrededor de él.

Al cabo de un momento, se apartó, me besó en la mano y se dejó caer al suelo.

Abrí los ojos y lo vi estremecerse al doblar el brazo. Yo estaba tendida en la pequeña mesa, con los pies rozando el suelo y las piernas colgando.

Oí una tela rasgarse y Nathan me puso algo en la mano.

Riéndome, vi que era la mitad de su camiseta.

—¿A qué vienen esas risas? —me preguntó.

Sonreí y me senté para atarme el pedazo de camiseta alrededor de mi mano ensangrentada.

—Nada. Es sólo que me siento bien.

—Me alegra que te sientas bien —dijo—. No he bebido demasiado, ¿verdad?

—No.

Volví a reírme. No podía evitarlo.

—¿Y yo?

Él dobló el brazo con una mueca de dolor.

—No, pero me ha dolido mucho. Hacía mucho que no me mordían.

—A mí también.

Me puse los vaqueros.

—Pero ha estado bien.

Sonrió.

—Sí, aunque no sé por qué has querido que lo hiciéramos.

Y entonces me di cuenta de que yo tampoco lo sabía.

En el pasado, morder me había resultado… malo sucio, pero no ahora. Ahora me parecía de lo más erótico.

—No sé, simplemente he pensado que estaría bien. Pero había estado más que bien. Había sido lo propio que hacía un vampiro.

Y hacía mucho tiempo que no me sentía tan yo misma.