Capítulo 1

Un disparo en la oscuridad

Ese día, cuando me incorporé bruscamente en la cama con la garganta tensa y las cuerdas vocales preparadas para soltar el grito que estaba conteniendo, una mano me tapó la boca. Nathan ya estaba despierto.

«No hagas ningún ruido», dijo a través del lazo de sangre, con el cuerpo rígido y una tensión que me llenó de ansiedad.

Algo iba muy mal.

En las últimas semanas, desde que nos habíamos marchado de Grand Rapids para ir al ático de Max en Chicago, Nathan se había centrado únicamente en mi recuperación.

Me había quedado muda, casi en estado catatónico, después de que Cyrus, el que una vez fue mi Creador y después mi Iniciado, muriera. Siempre que despertaba de una de mis muchas pesadillas… diurnas, ya que los vampiros tenemos esa maldita cosa con el sol, Nathan me abrazaba e intentaba reconfortarme diciéndome que todo había sido un sueño y que no permitiría que me hicieran daño. Ahora, sin embargo, sentía su irritación y distracción a través del lazo de sangre, la conexión telepática y empática que fluía entre un Iniciado vampiro y su Creador, y supe que algo no iba bien.

Antes de que pudiera explicármelo, oí un golpe sordo y a alguien maldiciendo violentamente por las escaleras.

«Hay alguien en el apartamento», grité en su cabeza y la presión de su mano sobre mi mandíbula disminuyó ligeramente.

«Lo sé. Por eso te he dicho que no hicieras ruido. Voy a ver qué pasa».

Me soltó y retiró las sábanas. Por la suave luz que enmarcaba las tupidas cortinas, supe que aún era mediodía, pero el apartamento de Max estaba especialmente diseñado para estar tan oscuro como una tumba e igual de protegido del sol no deseado.

«Ten cuidado», le advertí. ¡Como si alguien pudiera tener cuidado a la hora de detener a un intruso en su casa! Por lo menos Nathan iría armado.

«Mierda», pensé. No iba armado.

—¡Nathan! —susurré, pero Nathan no me oyó. Probablemente ya había bajado la mitad de las escaleras.

Salí de la cama, me puse los pantalones que me había quitado la noche anterior y me di cuenta de lo ridículo que quedaba un camisón de seda con unos vaqueros. Era una suerte que aquello no fuera un desfile de moda. Saqué una estaca de un cajón de la mesilla.

«¿Has olvidado algo?», le pregunté por medio del lazo de sangre, y filtré un poco de mi enfado por el hecho de que me hubiera obligado a salir de la cama. Esperaba que ese sentimiento ocultara el miedo que me recorría las venas.

«¿Además de los pantalones?», contestó él. Estaba asustado, pero bromeaba conmigo para disimularlo.

Habíamos estado durmiendo en el dormitorio que yo había ocupado cuando me había quedado con Max después de que el hechizo con el que liberamos a Nathan de la posesión de su Creador se fuera a pique. No, eso no era verdad. El hechizo había funcionado a la perfección; era nuestra relación la que se había ido a pique. Me había marchado con Max para intentar solucionar el desastre de mi vida personal, pero como solía ser el caso desde que me había convertido en vampiro, el mundo preternatural no se detenía por un drama entre chico y chica. El Creador de Nathan, el Devorador de Almas, seguí ahí fuera, intentando convertirse en un dios y convertir al mundo en su propio comedero.

Aunque había pasado mucho tiempo en el ático, no estaba suficientemente familiarizada con los pasillos como para recorrerlos en la oscuridad. El lugar era enorme, y como solían ser los lugares enormes, estaba decorado con un montón de pequeñas mesas caras que sostenían objetos frágiles con la capacidad de hacer mucho ruido si se caían y rompían. Las habitaciones de invitados estaban en el primer piso. Quienfuera o lo que fuera que había entrado en la casa tendría que tener acceso al lugar a través de la entrada principal en el segundo piso o la puerta del tejado del tercero. Palpé la pared retrocediendo cada vez que me encontraba con la forma de un cuadro o un interruptor de la luz. Con dolor, los dedos de mis pies encontraron el último escalón para conducirme al siguiente piso y me pregunté por qué no había oído a Nathan tropezarse y caerse por el camino. Me agarré con fuerza a la baranda y subí las escaleras lentamente, conteniendo las ganas de ir corriendo y haciendo mucho ruido a cada paso. No había luz arriba. Seguiría avanzando hasta que no hubiera más escalones.

O hasta que me topara con algo. Nathan se giró bruscamente cuando me choqué contra él. Me agarró de los brazos como si fuera a lanzarme de espaldas, pero se detuvo antes de tener que decirle que era yo.

«No hagas eso», me reprendió a través del lazo de sangre.

—Lo siento —susurré.

Estábamos en lo alto de las escaleras. El suelo de mármol del vestíbulo resplandecía con el suave brillo de las luces empotradas en las paredes a la altura de nuestras pantorrillas. Cuando Marcus, el Creador de Max, había diseñado ese lugar estaba claro que lo había hecho teniendo en cuenta la luz del día. Era una pena que no lo hubiera tenido en cuenta también en el resto de la casa. En la oscuridad, una sombra se movió deprisa desde la parte baja de las escaleras hasta el tercer piso en dirección a la cocina.

«Al menos hay uno», me dijo Nathan. «Quédate aquí».

Sujeté con fuerza la estaca y lo vi marcharse mientras me preguntaba cuánto tendría que esperar hasta seguirlo. Nathan me conocía lo suficientemente bien como para saber que lo desobedecería, pero pensé que si esperaba y le daba tiempo estaría demasiado ocupado con el intruso como para detenerme.

La puerta de la cocina se abrió y salió luz. Nunca había oído que los ladrones encendieran las luces. Bueno, por lo menos, no lo hacían en las películas. Pero los ladrones tampoco entraban en las casas durante el día. A menos, claro, que ese ladrón supiera con quién y con qué estaba tratando.

«¿Cómo nos han encontrado tan rápidamente?», gritaba mi mente mientras veía a Nathan desaparecer detrás de la puerta. Se cerró y me quedé allí, intentando volver a adaptarme a la oscuridad. «No es justo. No hemos tenido tiempo».

Y así, en ese momento, se oyó un grito, pero no de Nathan, y un sonido de metal contra metal. Un gruñido, un golpe seco, algo golpeando la pared. Subí corriendo las escaleras con el corazón en la garganta y una clara sensación de haber hecho algo muy parecido a eso muchas veces antes.

Empujé la puerta.

La estaca de Nathan estaba tirada sobre las inmaculadas baldosas blancas. El estante de ollas y sartenes que había sobre la isla de la cocina estaba medio vacío y la mayoría de las cacerolas estaban tiradas por el suelo. En la isla no había nada, era como si un cuerpo se hubiera deslizado sobre ella. El cuerpo de Nathan, a juzgar por lo que había en el suelo. Su atacante lo tenía sujeto, una hazaña nada pequeña para tratarse de un humano luchando contra un vampiro… porque ese hombre definitivamente era humano. Podía oler su sangre y su miedo. Estaba tendido sobre el pecho de Nathan y los músculos de su espalda se tensaban contra su camiseta negra. A juzgar por el sudor que se le había acumulado en esa zona, pronto se agotaría. Y a juzgar por la pistola que tenía metida entre los pantalones, había ido hasta allí con intenciones de luchar.

Sabía por qué Nathan estaba perdiendo. No quería hacerle daño a un humano, ni siquiera aunque ellos nos hicieran daño a nosotros. A mí, por el contrario, no me importaba todo eso cuando el humano en cuestión podía ser uno de los empleados del Devorador de Almas. Recogí una de las sartenes del suelo y apenas la había alzado cuando la mirada de Nathan se encontró con la mía y descubrió mis intenciones. Agarró con fuerzas las muñecas del intruso, las empujó hacia abajo y después apartó al hombre. Su fuerza bastó para enviarlo volando hasta el otro lado de la habitación, fuera de mi alcance. Tampoco quería que yo lo matara.

En un instante, Nathan ya estaba de pie, yendo hacia él mientras yo gritaba:

—¡No, Nathan! ¡Tiene una pistola!

El disparo sonó antes de llegar a darme cuenta de que el hombre se había puesto de pie.

Nathan se tiró al suelo y hubo un segundo de horrible silencio antes de que rodara sobre su espalda gritando de dolor y sollozando. El intruso se quedó de pie, impactado. Salté hacia él y lo tiré al suelo. Sus dedos se tensaban alrededor de la pistola. Tuve que pisotearle el puño contra el suelo una y otra vez hasta que las baldosas se rajaron bajo sus nudillos y gritó de dolor soltando el arma. Odié tener que reconocerlo, pero era un tipo duro.

Agarré la pistola, esperando que mis temblorosas manos y el modo en que la sujetaba no me hicieran parecer una absoluta novata.

«Una novata al menos puede disparar un gatillo», pensé. Entre su bruma de dolor, Nathan me reprendió diciéndome con la mente: «Apretar, Carrie, se dice apretar no disparar. Uno aprieta el gatillo».

Lo miré con desdén volteando los ojos y apoyé la punta de la pistola sobre la frente del extraño. Imaginando una bala entrando en el tejido cerebral, la bajé, en caso de que el dedo que tenía colocado sobre el gatillo lo apretara cuando no lo pretendía.

—No te muevas —le grité cuando se llevó su ensangrentada mano al pecho.

—¿No deberías ver cómo está tu amigo? —su voz tenía un tono atractivo y masculino, como el del aquel profesor que tuve del norte de Nueva York y que podía hacer que una lección sobre Farmacia sonara como la narración de la victoria de un partido de fútbol. Era una cualidad peligrosa en un asaltante porque me relajó.

«Me pondré bien», me transmitió Nathan en una oleada de agonía.

Me costaba creerlo, cuando estaba retorciéndose sobre el suelo y emitiendo sonidos estrangulados como si estuviera alcanzando el diez en la escala del dolor.

Me giré hacia mi atacante:

—Se pondrá bien. ¿Quién te envía?

—Bueno, nadie. Vengo aquí una vez al mes —asintió hacia el frigorífico. En el suelo, junto a él, había una pequeña nevera portátil blanca con una tapa roja oscilante, como ésas en las que se llevan los órganos para transplantes.

—Soy el proveedor de sangre de Max.

Bajé la pistola un poco.

—Claro. Y entras aquí tan fresco todo el tiempo.

—Bueno, una vez al mes —me corrigió encogiéndose de hombros.

Estaba segura al ochenta por ciento de que mentía.

—Lo siento. Creo que Max me habría hablado de ti. O, por lo menos, te habría visto antes.

—No, soy muy discreto. Y tengo llaves. ¿Cómo coño crees que he entrado aquí, si no? Hay portero y mucha seguridad —pasó su mano herida por su pelo rubio caoba con la mirada fija en Nathan, que seguía tendido en el suelo—. Escucha, sabía que este amigo tuyo era un vampiro, porque de lo contrario nunca le habría disparado.

—Es verdad.

Temblando, me moví para meterme la pistola en la parte trasera de mis pantalones.

—Yo no lo haría. No si está preparada para disparar y no tiene el seguro puesto.

Extendió la mano. Me giré, disparé a un lado del cubo de basura, busqué el seguro, lo eché y me metí la pistola entre los pantalones. Me sentía extrañamente poderosa con una pistola en mis manos y muy agradecida de que la bala no hubiera rebotado y me hubiera herido.

Me arrodillé al lado de Nathan e intenté colocarlo boca arriba. Se resistió, tenía los brazos alrededor del estómago.

—Déjame ver —le dije, quitándole las manos de la herida.

—No… deberías… atarlo… —logró decir Nathan entre resoplidos de dolor.

—No voy a moverme. Confiad en mí —el extraño se detuvo—. Al igual que yo confío en que no vais a comerme.

—Ahora mismo no tengo mucha hambre —le respondí con brusquedad—. Si te mueves, puede que cambie de idea.

Muy a su pesar, Nathan dejó caer los brazos. La sangre le salía a borbotones y rápidamente coloqué las manos donde él antes tenía las suyas.

—Ladrón, tráeme un paño o la manopla del horno.

Oí que estaba hurgando por los cajones y al instante ya tenía delante de mi cara un paño de cuadros azul y blanco.

—No soy un ladrón.

—No me importa. Vuelve a donde estabas.

Agarré el paño. El agujero de bala que Nathan tenía era perfectamente redondo, idéntico al que yo había hecho en el cubo de basura, a diferencia de la piel rasgada alrededor del primero. Parecía una especie de flor tropical enferma. Presioné el paño contra la herida y lo mantuve ahí mientras me fijaba en la hora que marcaba el reloj. Con la otra mano, toqué la cara de Nathan, empapada de sudor.

—Cuando pare la hemorragia, te daré algo para el dolor.

—Puede curarse, ¿verdad? —preguntó nuestro visitante—. Juro que pensé que sólo lo calmaría.

Asentí.

—Lo calmará. Y podrá curarse. Pero no como ves en las películas de vampiros, donde la herida se cierra al instante. Si le hubieras dado en el corazón, ahora mismo estaría muerto.

El hombre emitió un sonido como mostrando desprecio hacia sí mismo.

—Joder, lo siento. Pero entiendes mi postura, ¿verdad?

Y lo entendía.

Si yo hubiera sido un humano luchando contra un vampiro que podría haberme matado fácilmente con sus propias manos, habría empleado cualquier método para librarme de él. Pero que lo comprendiera no evitaba que estuviera cabreadísima con el tipo que había disparado a mi Creador. Me giré hacia Nathan.

—¿Crees que puedes andar?

Soltó una temblorosa carcajada.

—Oh, podría correr kilómetros. No tienes más que indicarme la dirección.

—¿Crees que puedes caminar con ayuda?

Lo miré y a través del lazo de sangre le dije: «El botiquín está abajo y no quiero dejarte solo con él».

«Entonces dile que se largue de aquí», respondió Nathan con la mirada clavada en el extraño. «Es él el que ha entrado aquí y ha disparado a alguien. No me preocupa herir sus sentimientos».

«A mí tampoco. Pero hay que sacar la bala para que puedas curarte más rápido».

Lo ayudé a sentarse con la intención de ponerlo de pie y llevarlo abajo para que descansara.

—Quédate donde estás —le ordené al intruso—. Ahora vuelvo.

«Pues claro que lo harás. Porque yo no voy a ir a ninguna parte», protestó Nathan.

—Tenéis un arma registrada a mi nombre y con mis huellas en ella. No voy a irme —me dijo el ladrón—. ¿Quieres que te ayude a llevarlo a alguna parte?

—Quédate donde estás —le repetí y dirigiéndome a Nathan añadí sin decir nada: «Sí que vas a ir. Vas a bajar y te vas a alejar de este loco que te ha disparado».

Antes de poder ponerlo de pie, y antes de que él intentara discutir conmigo, se metió dos dedos en la herida y conteniendo a duras penas sus gritos de dolor, se sacó la bala. Cuando retiró los dedos, salió un chorro de fría sangre y puse el paño sobre su estómago.

—¿En qué coño estás pensando? —le grité, recordándome que cualquier germen o bacteria que acabara de introducir en la herida a través de sus dedos no le afectarían.

—La bala ya está fuera —dijo con una exasperante calma a pesar de las gotas de sudor que le cubrían la frente. Le castañeteaban los dientes y se dejó caer contra mí—. Y voy a quedarme aquí mismo.

Lo apoyé contra la pared para que descansara.

—Eres un imbécil —murmuré al colocarle la mano para que sujetara el paño sobre la herida.

Me giré hacia el asaltante. No se había movido.

—¿Está bien tu amigo? —preguntó y pareció verdaderamente arrepentido.

—Se pondrá bien. ¿Qué estabas haciendo aquí?

—Dejando sangre. Max me paga para que me pase por aquí y abastezca el lugar, tanto la mininevera que tiene en su dormitorio como la grande de aquí. Lo hago una vez al mes. Tengo una llave y podéis preguntarle a Dolores, la portera que hay durante el día. Cree que soy la señora de la limpieza.

Enarqué una ceja.

—Está bien, señora de la limpieza, ¿cómo te llamas?

—Bill. William. Bill —se metió la mano detrás de la espalda. Yo hice lo mismo, buscando la pistola. Sonrió—. No te preocupes. Sólo quiero sacar mi cartera.

—No necesito ver tu carné de identidad, Bill —un interrogatorio era más difícil de lo que pensaba y deseé que Nathan estuviera bien para encargarse él. En las películas las preguntas parecían fluir siguiendo un patrón lógico—. Entonces, si Max y tú sois tan amiguitos, ¿por qué llevas una pistola cuando vienes a su casa?

Bill se encogió de hombros.

—Yo siempre llevo una pistola.

—¿Por qué?

Resopló, como si yo no pudiera estar hablando en serio.

—¿Por qué no? ¿Y si tuviera que defenderme, como hoy?

No quería empezar una discusión sobre el control de posesión de armas con alguien que acababa de apelar a la Segunda Enmienda ahí mismo, en la cocina de Max.

Miré abajo, me crucé de brazos y esperé.

—Bueno, por un lado es como si fuera una continuación de mi brazo. Estuve en la Marina durante doce años y nunca he llegado a acostumbrarme a no llevar un arma encima. Además, la necesito, por el trabajo que desempeño. Max no es mi único cliente, pero es la primera vez que hay aquí otros vampiros sin que me haya avisado. Normalmente, me informa cuando va a tener invitados chupasangre. Por eso os he atacado, chicos, porque por lo que yo sé, no deberíais estar aquí.

—Bueno, pues te equivocas. Max nos ofreció un lugar para quedarnos. Pero de todos modos, ¿por qué una pistola? ¿Por qué no una estaca?

Me di cuenta de que aún lo tenía arrinconado en el suelo. Había un pequeño botiquín en un cajón de la isla, uno que no habría servido para las heridas de Nathan, y lo saqué.

—Siéntate. Voy a vendarte la mano.

—Gracias, te lo agradecería —se sentó en uno de los taburetes y miró las ollas y sartenes tiradas por el suelo—. Tu novio es un buen luchador.

—Es mi Creador —respondí sin querer ahondar más en la enrevesada naturaleza de nuestra relación. Era cierto que el hombre nos había asaltado mientras dormíamos, pero tampoco se merecía un castigo así.

Abrí el botiquín y le agarré la mano. Tenía los nudillos hinchados y partidos y me sentí mal al saber que yo era la responsable. Aun así, Nathan estaba mucho más herido. Lo miré; estaba gris, pero se había quitado el paño y la hemorragia había cesado. Volví a mirar a Bill.

—No has respondido a mi pregunta.

—No llevo una estaca porque no es seguro. Con una pistola puedo disparar y derribar a alguien, por lo menos desde una distancia suficiente como para alejarme. No sé dónde puede estar el corazón de alguien —se estremeció cuando le limpié la sangre con un líquido desinfectante—. Quiero decir, ¿de verdad sabes dónde está el corazón de un humano… perdón, de un vampiro?

—Sí, pero soy médico —limpié el corte que tan mal aspecto tenía y busqué una venda en el botiquín—. Así que tratas con vampiros de los que no te fías y necesitas ir armado. Me parece que deberías cambiar de profesión.

Se rió, pero en esa risa hubo algo de amargura.

—Este trabajo se paga mucho mejor que cualquier otra cosa. El mercado de trabajo está difícil.

—Supongo que también lo está el mercado para Donantes, ya que tienes que servir a más de un vampiro. Bueno, exactamente, ¿cuánta sangre te queda en el cuerpo, si no te importa que te lo pregunte?

Sonrió.

—Eres lista. De acuerdo, me has pillado. No toda es mi sangre. La saco de otros Donantes a los que no les importa dármela con tal de no tener que tratar con vampiros de verdad y les doy un buen margen de beneficio por las molestias que eso me acarrea.

Me indigné. ¿Acaso ya no había nada sagrado?

—¿Obtienes beneficios traficando con sangre humana?

—La obtengo mediante una forma honesta —asintió hacia su mano herida y añadió—: Y en serio, no se puede decir que no me suponga bastantes molestias el simple hecho de traerla. Pero, de todos modos, ¿qué estáis haciendo vosotros dos aquí? ¿Dónde está Max?

—Max está… —vacilé. Sin saber qué clase de tipo era Bill exactamente, no quería decirle que Max era el primer vampiro conocido de la Historia que había engendrado un hijo o que había empleado ese impresionante poder para dejar embarazada a una mujer lobo—… indispuesto. No sé cuándo volverá. Últimamente están pasando cosas muy extrañas en el mundo de los vampiros y Nathan y yo necesitábamos un lugar donde escondernos.

«Buena chica», me dijo Nathan a través del lazo de sangre y mi corazón, que estaba descongelándose poco a poco tras la muerte de mi Iniciado, sintió un poco de calidez ante la aprobación de Nathan.

Al parecer, a Bill le convenció mi respuesta.

—Entonces, Nathan es tu Creador y tú te llamas…

—Carrie.

—Te estrecharía la mano, pero acabas de aplastarme la otra —miró a su alrededor—. Entonces, si estáis aquí, necesitaréis sangre. Puedo conseguiros una buena cantidad.

Sacudí la cabeza.

—¿Incluso después de que te hayamos dado una paliza?

—No sé qué pelea has presenciado, pero he inmovilizado a tu Creador contra el suelo. Humano o vampiro, eso tiene que contar algo.

—Me he quedado impresionada.

Resultaba muy curioso cómo había logrado que confiara en él tan rápidamente. O era una persona verdaderamente agradable o era un maestro de la manipulación, La idea me hizo sentir incómoda.

—Escucha, los otros vampiros a los que… abasteces… ¿sabes si por casualidad están unidos al Movimiento Voluntario para la Extinción de Vampiros?

—Algunos lo estaban.

—¿Ellos tampoco han contactado con ningún otro miembro?

Se me cayó el alma a los pies. Había montones de vampiros del Movimiento por ahí fuera y ningún modo de ponerse en contacto con ellos. Y si eran como Nathan había sido bajo el control de la organización, se quedarían sentados a esperar una orden, tal y como se les había entrenado.

El Movimiento Voluntario para la Extinción de Vampiros había tenido la última palabra en la batalla entre los vampiros buenos contra los vampiros malos… hasta que un vampiro muy malo lo hizo volar todo por los aires. Pero antes de que su cuartel general explotara, los vampiros tenían dos opciones: unirse al Movimiento y seguir sus reglas o morir. A cambio del privilegio de que no los mataran, los vampiros del Movimiento aniquilaban a los vampiros que no seguían sus reglas.

Si pudiéramos encontrar a los miembros del Movimiento que seguían sometidos a los ideales de la organización podríamos reunir una fuerza de combate capaz de exterminar al Devorador de Almas y a cualquiera de sus compinches. Pero el Movimiento nunca había establecido ninguna clase de sistema de comunicación fuera de sus propios informes, y con razón; cuando un vampiro se hacía malo, y algunos lo hacían, lo último que debería tener eran los nombres y las direcciones de sus nuevos enemigos. Pero, en un caso de emergencia como éste, ese discreto sistema hacía imposible que encontráramos a quienes representaban el apoyo necesario para hacer mella en el plan del Devorador de Almas. No había forma de demostrar que un vampiro con el que nos reuniéramos trabajara para el Movimiento o para el Devorador de Almas.

Sí, yo era un vampiro anti Movimiento, y también Nathan, pero éramos de los buenos. Pero cuando se trataba de conexiones entre redes, oír que alguien estaba unido al Movimiento era como un sello de aprobación. Los vampiros anti Movimiento podían ser buenos, pero también podían ser muy, muy malos, y a mí me gustaba pecar de cauta.

Nathan se puso de pie estremeciéndose, y fue hasta la isla. Quería reprenderlo por no descansar, pero su firme mirada de determinación evitó que dijera nada más.

—Necesitamos que nos des los nombres de tus clientes —dijo con un tono tan rudo que quise añadir un «por favor» para suavizar la brusquedad de su orden.

Bill parecía pensar lo mismo que yo porque resopló y negó con la cabeza.

—No. Ni aunque me lo pidieras con dulzura. Tengo un acuerdo de confidencialidad con mis clientes y no puedo romperlo. Arruinaría mi reputación y mi negocio.

—Escucha, has sido tú el que ha venido aquí armado y me ha disparado —Nathan señaló su estómago, donde ahora la herida era rosa, tirante y brillante—. Tal vez deberías dar alguna clase de recompensa a las partes perjudicadas. Y en cuanto a la confidencialidad, ni te imaginas en qué clase de peligro nos encontramos. Sólo el hecho de que sepas que estamos aquí… Bueno, digamos que los vampiros tenemos nuestros propios métodos para mantener nuestros asuntos en privado.

Transformó su cara, aunque pude ver que le supuso bastante esfuerzo, y se acercó a Bill.

Sabía que Nathan jamás mataría a un humano. Podía derribar a uno y sacarlo por la puerta de una patada, tal vez asustarlo un poco, pero no matarlo por muy amenazado que se viera. Así era como actuaba Nathan. Pero Bill eso no lo sabía. Palideció un poco y después recobró algo de su confianza.

—Colega, he estado en la Marina. No vas a intimidarme con un par de colmillos y unas cuantas amenazas.

Una sonrisa se marcó en la boca de Nathan.

—Sí, ya veo que eres un tipo muy duro. Sobre todo cuando te enfrentas a un vampiro desarmado.

Hay un punto en toda situación tensa en el que alguien pierde el interés por la discusión y se rinde, y Bill había llegado a ese punto.

Nathan se sentó en la isla de la cocina mientras yo iba a la nevera para darle un poco de sangre y así reemplazar la que había perdido, y para darle algo preferentemente con alcohol a Bill, cuyas manos temblaban mientras tamborileaba los dedos sobre el mantel.

—No acostumbro a atacar a la gente —dijo en tono de disculpa—. Pero desde que el Movimiento se disolvió, la ciudad se ha convertido un poco en el Salvaje Oeste.

Nathan se encogió de hombros con indiferencia, pero me fijé en cómo estaba observando a Bill. Estaba fijándose en cómo respiraba, en todos sus gestos para analizarlos después.

Bill continuó, ajeno a ese escrutinio.

—Apostaría dinero a que Chicago no es el único lugar que está volviéndose tan extraño. ¿Tengo razón o no?

—Probablemente tengas razón. Sólo hemos estado aquí y en el lugar de donde venimos —dijo Nathan—. Por eso me gustaría poder hablar con algunos de tus clientes.

—No sé —dio un largo trago de licor—. Tendría que encontrar a alguien dispuesto a hablar. Pero chicos… ¿cómo sé que no vais a matarlos? Quiero decir, acabo de conoceros —se detuvo con una irónica sonrisa—. No estoy seguro de querer responder por vosotros. No os conozco tanto y tal vez no quiera verme involucrado en lo que sea que estáis metidos. Ya he oído rumores sobre ese tío de las Almas que intenta convertirse en un supervampiro. No quiero meterme en eso.

—¿Supervampiro?

—¿Que has oído qué? —preguntó Nathan a la vez que yo gritaba lo anterior.

Bill nos miró a los dos, indeciso.

—No sé a quién responder primero.

—¿Qué sabes de Jacob Seymour?

Y al mismo tiempo yo pregunté:

—¿Cuándo has oído eso?

—No lo conozco. Lo único que sé es que todos los vampiros de esta ciudad están o trabajando para ese tío de las Almas o muriendo porque él los mata. Y la última vez que he oído algo de él fue hace un par de días, en un bar del centro —sacudió la cabeza con vehemencia y añadió—: No quiero meterme en esto.

—Ya te has metido cuando me has disparado —dijo Nathan alargando la mano para darle un apretón en el hombro en un gesto de camaradería—. Ahora, sólo tienes que decidir tu nivel de implicación. Si nos das los nombres de tus clientes y te marchas, no estarás demasiado involucrado.

—Pero sigo teniendo el problema de perder mi vida —dijo Bill riéndose—. No, gracias. Mirad, haré algo por vosotros, igual que lo he hecho por Max. Aún sigue pagándome, después de todo. Y espiaré a mis otros clientes. Pero no voy a daros sus nombres y a ponerlos en peligro. Trabajo para buena gente.

Nathan se echó hacia atrás y bajó el brazo.

—Me parece justo. Fijemos nuestros términos.

Abrió un cajón de la isla y vio que sólo contenía artilugios para cocinar.

—Carrie, ¿tienes un boli?

—Seguro que hay alguno en todo ese desastre sobre el suelo del comedor —dije yendo hacia la puerta de espaldas. Quería tener vigilado a Bill todo lo posible—. Grita si me necesitas.

No estaba segura de confiar en Bill.

El hombre tenía esa actitud tan agradable que la mayoría de los estafadores intentaban perfeccionar. Tal vez estaba siendo una cínica, pero nunca confiaba en gente así. Además, algo de lo que había dicho había hecho saltar las alarmas dentro de mi cabeza. Todos los vampiros de la ciudad o estaban trabajando para el Devorador de Almas o habían muerto, lo que significaba que si Bill seguía en el negocio, estaba trabajando con los matones del Devorador.

Encontré un boli en el comedor y papel en un cajón del aparador. Corrí a la cocina, donde Nathan redactó una lista de «términos» para ambas partes. Le exigió a Bill que no dijera una palabra sobre nuestra presencia en la ciudad, y prometió dar la cantidad de dinero que se le pidiera a cambio de información. Claro que no teníamos dinero, pero eso no había por qué decírselo. Sugerí que Bill nos diera prioridad ante sus otros clientes y él simplemente nos pidió que no «actuáramos como capullos».

—Buena idea —dijo Nathan.

—La mayoría de mis clientes no habla de negocios delante de mí. Es más, la mayoría de mis clientes ni hablan conmigo. Me intimida un poco la idea de espiar, aunque no es que vayan a hacerme algo. Todos son tan dóciles como cachorritos.

—Seguro que sí —dijo Nathan secamente.

Bill extendió las manos.

—No quiero que penséis que dentro de dos semanas voy a entrar aquí con toneladas de información.

—Ya nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento —le dijo Nathan, sonando amedrentador y reconfortante al mismo tiempo—. Pero si le cuentas a alguien que estamos aquí y lo que te hemos pedido, puedo garantizarte que saldrás con más que una mano herida.

Ya que habíamos tocado todos los puntos y que habíamos hecho todas las amenazas que podíamos, sellamos el trato con un extraño apretón de mano a tres bandas.

• • • • •

—¿Qué crees? —le pregunté a Nathan más tarde mientras yo estaba junto a las ventanas de la biblioteca viendo el tráfico pasar.

El sol se había puesto, pero el crepúsculo iluminaba con un difuso resplandor la acera que rodeaba el Grand Park. En el reflejo de la ventana me vi, tan rubia, pálida y simple como siempre, y vi a Nathan situándose detrás de mí, tan siniestro como el Heathcliff de Cumbres Borrascosas pero en versión vampiro, con su cabello negro enmarañado y sus esculpidos rasgos.

Me rodeó por la cintura y acercó su cara a la mía haciendo que su profunda voz, suavemente acentuada con su acento gaélico, me rozara el pelo y me hiciera cosquillas en la oreja.

—No sé. Creo que o bien encontramos información que nos sea útil y nos metemos en muchos problemas, o encontramos información que no nos sea útil y seguimos metiéndonos en problemas.

—Los problemas son inevitables.

Me giré y me alejé de él. Estar cerca de Nathan siempre afectaba mi capacidad para pensar.

—¿De verdad tenemos que descubrirlo nosotros? Ya te han disparado. Por cierto, deja que le eche un vistazo —me acerqué de nuevo a él y le levanté la camiseta para ver la herida, que ya estaba casi curada y prácticamente del color de su piel—. Tiene buen aspecto. Gracias a Dios.

Él se bajó la camiseta, un poco reticente, como si no quisiera romper el contacto de mis dedos contra su piel.

—Es una herida normal y corriente. No hay por qué alarmarse.

—¿No hay por qué alarmarse? Nathan, me preocuparía si te cortaras con un papel, así que no digamos de una herida de bala.

Me froté las sienes para calmar el dolor de cabeza que no tenía pero que sospeché que me invadiría más tarde.

—Estoy preocupándome sin necesidad, ¿verdad?

—Está bien que se preocupen de uno —me aseguró y esbozó una sonrisa fingida—. En serio, es agradable saber que aún te preocupas por mí.

Era la historia de nuestra relación. Desde el momento en que nos habíamos visto, habíamos estado en distintas páginas del mismo libro. Al principio, él había estado enamorado de su mujer fallecida, y yo embelesada con Cyrus, mi primer Creador. Cuando logré superarlo y Nathan volvió a crearme accidentalmente al salvarme la vida dándome su sangre después de que Cyrus me atacara, se dio cuenta de que aún no había asimilado la muerte de su esposa. Pero después, cuando por fin lo hizo, Cyrus había vuelto a mi vida y salido de ella con la misma rapidez y el mismo dolor. Cada día comprendía más lo que Nathan debió de haber sentido cuando lo presionaba una y otra vez para que me diera el amor que no había sentido. Yo ahora no estaba preparada para darle amor, pero sí que podía darle comprensión.

—Bueno… —dijo para romper la incómoda situación.

Aun así, a mí no se me ocurrió nada qué decir, y por ello me quedé aliviada cuando sonó su teléfono móvil.

—Nathan Grant —dijo después de haber abierto el teléfono.

Jamás entenderé por qué los hombres siempre responden así al teléfono, diciendo sus nombres en lugar de un «hola». Sacudí la cabeza mientras me giraba hacia la chimenea. «Estaría bien encender el fuego por la mañana».

Oí el suave sonido de algo cayendo sobre la alfombra y me giré.

Nathan estaba de pie con las manos vacías y el teléfono estaba en el suelo. Lo miraba como si fuera una rana parlante o un espejismo, algo de lo que has oído hablar pero que nunca has visto. Una mezcla de terror, incredulidad y, por extraño que parezca, felicidad, se reflejó en su cara.

Al ver que no hacía intención de recoger el teléfono, me arrodillé y me lo puse en la oreja.

Reconocí la voz que salía entrecortada a través del altavoz y un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Hola? ¿Hola? Nate, ¿sigues ahí? ¿Papá?

Era Ziggy.