Capítulo 2

Un regreso desdichado

Scusilo, dove è il deposito di pattino?

—Suena terrible. Tu acento es muy malo.

Max se giró hacia Bella y se quitó los auriculares antes de apagar su iPod.

—¿Sabes? Tu «útil» crítica no está ayudándome nada. Llevamos tres semanas aquí y todavía no puedo hablar con nadie. No tiene nada de malo intentarlo y aprender algo nuevo.

Con una mirada comprensiva, Bella extendió los brazos y Max cruzó la habitación para unirse a ella en su cama. Las puertas dobles de cristal que daban al balcón estaban abiertas y el sol de la tarde entraba por ellas. Él rodeó la luz, olvidando, como de costumbre, que ya no necesitaba tenerle miedo. Respiró hondo, pasó por delante de los cálidos rayos y se metió entre las sábanas.

—¿Por qué siempre haces eso? —le preguntó Bella con la voz aún ronca y adormilada.

Últimamente dormía a todas horas, pero Max no podía culparla por ello. Era normal, al parecer, que las mujeres embarazadas estuvieran cansadas y suponía que eso se multiplicaba al tratarse de una embarazada que estaba recuperándose de unas heridas casi mortales.

—No lo sé —admitió él, volviendo la mirada hacia las ventanas iluminadas por el sol—. Pero siempre cruzo los dedos.

Su paso de vampiro a mitad vampiro mitad hombre lobo (la palabra lupin era igualmente odiada entre los hombres lobo como se había imaginado y por eso nunca la usaba) había sido más gradual de lo que le habría gustado. La peor parte era que no había sabido qué rasgos perdurarían hasta después de que se hubiera transformado en lobo. Después de eso, todo un mundo de cosas extrañas se abrió para él y entre piernas más peludas y unas sádicas ganas de tirar a los ciclistas de sus bicis y devorarlos, la aversión vampírica al sol se había esfumado de algún modo. Y lo había descubierto gracias a un accidente afortunadamente feliz.

Desde el momento en que habían llegado, según Max, a una Italia donde los esperaba un recibimiento hostil, los miembros de la familia de Bella le habían dejado claro que no se haría ninguna concesión al vampirismo. Y ya que toda la familia vivía en la misma villa llena de ventanas en un acantilado empapado por el sol, se había visto confinado en el dormitorio de Bella día tras día. Sólo cuando una de las tías «bienintencionadas» de Bella había entrado en la habitación mientras dormían y había descorrido las cortinas inundando la habitación de una abrasadora luz, se había dado cuenta de que ya no tenía que preocuparse de que toda esa gente tan «bienintencionada» lo matara abrasándolo con rayos ultravioleta.

También se había dado cuenta de que haría falta mucho más que el amor de Bella para convencer a la familia de que era un buen tipo. De ahí lo de estudiar italiano, para poder encajar, y también, tenía que admitirlo, para poder saber qué estaban diciendo de él.

Pero lo más importante era que se había dado cuenta de que no le importaba nada lo que intentaran hacerle.

Estaba profundamente enamorado de la futura madre de su bebé y a pesar de tener que beber sangre y convertirse en lobo las noches de luna llena, hacía años que no se sentía tan normal.

Hundió la cara en el cuello de Bella. Besó su cálida piel y ella, en lugar de darle una palmadita en el muslo y darse la vuelta, como había hecho durante las últimas semanas, acercó su cuerpo al de él.

¡Premio gordo!

La amaba. La amaba. Y entendía que el embarazo pudiera resultarle duro a una mujer, incluso a una mujer tan fuerte como Bella. Pero había pasado mucho, mucho, tiempo y era… no humano.

—Bueno, ¿esto es oficial o sólo vas a darme esperanzas para después quitármelas otra vez? —sonrió contra su cuello y le dio un mordisquito a su mandíbula para que ella supiera que estaba bromeando. Pero además, acercó su miembro excitado a su cadera para que supiera que también estaba hablando medio en serio.

Bella se rió, un sonido extrañamente delicado viniendo de una criatura tan oscura.

—Si te lo dijera ahora, estropearía la diversión.

—Eres una perra malvada, ¿lo sabías?

Deslizó una mano sobre su cuerpo y fue subiendo el satén blanco de su camisón poco a poco para dejar ver la piel color aceituna que cubría sus muslos. La recorrió con los dedos desde la cadera hasta la rodilla y observó su cara para ver su reacción.

—¿Sientes algo?

Ella gimió un poco y asintió haciendo que Max se sintiera aliviado.

El accidente de coche que la había paralizado mientras iban detrás de Oráculo la había dejado sin sensibilidad de cintura para abajo. Los médicos que la habían examinado en Italia le habían advertido que esa pérdida podía ser permanente y a Max, estúpido como hombre que era, sólo le había preocupado que no pudiera volver a tener relaciones sexuales. Sabía que no querría vivir una vida condenada a la carencia de sexo, de eso estaba más que seguro.

Por suerte, ya habían descubierto que eso no sería un problema para ella.

Después de separarle las piernas delicadamente, le levantó el camisón hasta la cintura. Los dedos de Bella rápidamente desabrocharon el botón y la cremallera de sus vaqueros y enseguida estuvo entre sus suaves y cálidas manos. Casi ese ligero roce fue suficiente para hacerlo llegar al éxtasis, después de tanto tiempo.

—Necesito estar dentro de ti —gimió y ella le susurró al oído que pensaba lo mismo.

Max se tendió sobre ella y lentamente se adentró en su cuerpo, centímetro a centímetro, tan despacio que tuvo que apretar los dientes para evitar hundirse en ella con brusquedad. Hizo uso de mucha más fuerza de voluntad de la que creía que tenía para hacer caso omiso a la voz de Bella, que le suplicaba que fuera más deprisa. Pero no, de ningún modo iba a estropearlo, no después de lo que había esperado. En unos instantes más ya estaría en casa, rodeado por su dulce cuerpo. Lo único que necesitaba era una infinita paciencia…

Pero una voz y un violento golpe a la puerta hizo que todo se detuviera de un frenazo.

Necesitaba una infinita paciencia… y que toda su familia política muriera en una horrible explosión que hiciera que la pintoresca campiña italiana se viera salpicada de fragmentos de cuerpos.

—Oh, no —exclamó Bella en voz baja—. Mi padre quiere verte.

—¿Ahora?

Se suponía que el italiano era el idioma del amor. ¡En él no deberían existir palabras que impidieran un placer sexual inminente!

Bella le dirigió una mirada compasiva y él se apartó con reticencia, recordándose con firmeza que los hombres no lloran.

—Está bien. Di que ya voy.

Si había algo que había aprendido sobre la vida en una manada, era que cuando el cabeza de familia llamaba, respondías, o de lo contrario… de lo contrario, nada. Respondías y punto.

Bella gritó algo y los golpes en la puerta cesaron.

—Deberías darte prisa. Últimamente no está muy simpático.

—Me pregunto por qué —murmuró Max, bajándole su camisón para que estuviera decentemente cubierta otra vez. Dejó la mano posada sobre su abdomen por un momento, ese abdomen que antes había sido plano y que ahora se curvaba en un leve abultamiento. Costaba imaginar que ahí dentro pudiera entrar una persona, incluso una tan diminuta como el camarón que había visto en la ecografía.

Se levantó y se subió la cremallera de los vaqueros con la esperanza de que su erección bajara pronto. Nada cabreaba más a un hombre que ver la prueba física de que acababas de estar haciendo el amor con su hija.

—¿Necesitas algo antes de que me vaya?

Bella se estiró su camisón y se tocó el vientre, tal y como había hecho Max.

—Dile a mi prima que venga. A lo mejor voy a dar un paseo.

Max enarcó una ceja.

—Está bien, me llevaré la silla de ruedas —dijo Bella con una carcajada antes de tirarle una almohada mientras él salía por la puerta.

El hombre que esperaba fuera era un tipo delgado y moreno que llevaba una camiseta desteñida de Van Halen; un miembro de rango inferior de la manada que hacía las funciones de mensajero de la familia. Por lo que Max sabía, esos recaderos y mensajeros o no estaban emparentados con la manada o eran miembros de la familia deshonrados y se preguntó cuánto le faltaría a él para acabar siendo uno de ellos.

—Ve a buscar a una de las primas de Bella. Quiere tener compañía.

El hombre dijo algo que Max entendió como un sonido afirmativo y se marchó dejándolo solo.

No era que a Max no le cayera bien el padre de Bella. Después de todo, le había proporcionado un refugio seguro y le había dejado quedarse junto a Bella. Ya sólo por eso le debía gratitud eterna. Pero el hombre lo sabía e iba a exprimir ese cupón de la eterna gratitud todo lo que pudiera. También había dejado claro que Max se quedaría allí a modo de prueba y que podían darle una patada a su trasero de medio hombre lobo en cualquier momento.

La casa… o la «guarida», como decía la manada… era la clase de lugar que le hacía arrepentirse a Max de no haber administrado mejor su dinero para poder tener una igual para él solo. Claro que no podía decir que su casa de Chicago estuviera desvencijada, pero ese lugar hacía que su ático pareciera un edificio declarado en ruina lleno de gatos enfermos. Estaba construida sobre un acantilado con vistas al lago Lugano. Desde el camino parecía una villa estilo romano y, por lo que Max sabía, la casa se remontaba a la época romana. Sin embargo, por dentro, era mucho, mucho, más grande, la punta de un iceberg tallado en la cara del acantilado.

La mayor parte del tiempo no podías saber que estabas bajo el suelo debido a las ventanas que daban al lago, pero la planta baja no tenía ventanas y las paredes eran de roca. El padre de Bella tenía sus salas de reunión en esa parte de la casa y no había ascensores, así que Max tuvo que bajar ocho tramos de escaleras para llegar al lugar donde se dirigía. La sala de reuniones del líder de la manada era una especie de sala del trono, con guardias en las puertas y todo ese rollo medieval.

Dio su nombre y esperó a que le permitieran la entrada.

Las columnas de mármol que flanqueaban la entrada eran los últimos elementos de ornamentación añadidos. La sala de reuniones era una cueva, aunque Max no sabía si era natural o si habían volado esa parte del acantilado para acomodar ahí al líder de la manada. El mobiliario era confortable, moderno y muy europeo, pero todo el lugar olía a la humedad que goteaba por las paredes.

—Ah, Maximiliam —el amo de la manada estaba de pie en mitad de la sala con su elegante traje sastre intentando parecer estar complacido de ver al novio vampiro de su hija.

«Lupin», se recordó Max, antes de sacar de un golpe esa palabra de su vocabulario mental tal y como le había enseñado Bella. «Mestizo entre vampiro y hombre lobo».

—Amo de la manada —respondió él—. ¿Quería verme?

Una educada sonrisa contrajo el rostro del hombre mientras cruzaba la habitación. Se parecía a Bella, pero al mismo tiempo era muy distinto. Ella había heredado los exóticos ojos de su padre, aunque los suyos eran dorados y los de él negros. Su cabello era tan oscuro como el de ella, pero ondulado y blanco en las sienes. Tenían los mismos gestos, cosa que debía de ser genética, y la misma gracilidad y elegancia que Max había pensado, equivocadamente, que poseían todos los hombres lobo.

—En efecto, quería verte —dijo el hombre acercándose—. Y llámame Julián. Ahora somos familia, ¿verdad?

—Verdad —asintió Max.

Se mostraría de acuerdo con cualquier cosa que Julián dijera porque llevarle la contraria podría suponer un destierro y un destierro podría suponer estar apartado de Bella para siempre. No quería arriesgarse a que eso sucediera.

Julián olfateó el aire delicadamente. Su expresión se endureció por un momento, y después una máscara de oportunismo heló su rostro y volvió a mostrar falsa cordialidad.

—¿Y cómo está mi hija?

Era un enfermizo y pequeño placer saber que el hombre la había olido en él, porque era como tener una bandera que agitar gritándole al hombre: «¡Ahora es mía!».

—Feliz. Más feliz de lo que creo que ha estado en mucho tiempo.

Julián asintió.

—En ese caso, iré directo al grano —ni siquiera le había dicho a Max que tomara asiento—. Debes volver a Estados Unidos. Mañana.

Max casi se atragantó con el torrente de insultos e improperios que se acumularon en su garganta, pero lo único que logró decir fue:

—¿Por qué?

Con una sonrisa comprensiva, Julián sacudió la cabeza.

—No para siempre. No desesperes. Pero la niña que mi hija lleva dentro es un arma, como habéis dicho. Y es muy probable que el hombre que desea esa arma la reclame.

Mierda. Claro, el Devorador de Almas seguía ahí fuera. Y seguía siendo un maldito cabrón que querría ponerle las manos encima a Bella.

—Tengo amigos en Estados Unidos qué están ocupándose de todo eso.

—Maximiliam, ¿puedo ser sincero contigo? —le preguntó Julián, como si no lo estuviera siendo ya.

Max se preparó para lo que fuera que el hombre iba a decirle a continuación; probablemente algo que no querría oír.

—No eres uno de nosotros. Mi hija siente algo por ti y lo que sea que haya entre los dos es suficiente para que te ganes mi piedad. Pero me preocupa la seguridad de Bella, me preocupa que no sea feliz.

Se detuvo, como si estuviera meditando sus siguientes palabras.

—No te recordaré la responsabilidad que tengo para con la manada ni las consecuencias que recaerían sobre ellos si el Devorador de Almas viniera tras el bebé.

«Pues acabas de hacerlo», pensó Max irritado, y dijo:

—Comprendo tu preocupación, pero Jacob no puede utilizar a nuestra hija hasta que se convierta en un dios. La quiere por su destino y supongo que ese destino no entrará en juego hasta que la niña esté en la guardería, por lo menos, ¿no? Mientras tanto, no comprendo por qué tengo que dejar a Bella cuando más me necesita. Quiero decir, no hay nadie en esta manada que pueda luchar más de lo que yo lucharía por mantenerla a salvo.

El rostro de Julián se quedó petrificado.

—No creo que eso sea correcto.

Max se recordó que no había ido allí a discutir, pero no dejaría atrás a Bella.

—No. Si me voy, ella se viene conmigo.

—Maximiliam, esto no es permanente.

Julián se rió como si la decisión ya estuviera tomada y Max fuera tan estúpido de no haberse dado cuenta.

—Si dices que este vampiro no estará interesado en mi nieta hasta después de convertirse en un dios, entonces te creo. Pero deseo que veas que incluso se le impedirá esa pequeña victoria. Si es derrotado y tú sobrevives, entonces serás bienvenido para volver al lado de mi hija.

Ahí estaba. Estaban echándolo con la esperanza de que no volviera.

—Ya no soy un vampiro. Soy un hombre lobo. Un mestizo —añadió rápidamente—. ¿Cómo sabes que alguien aún va a querer incluirme en sus planes?

Julián extendió las manos y sonrió, como si supiera que tenía a su presa acorralada. No, acorralada no, servida en bandeja.

—Confío en que seas capaz de encontrar un lugar en esta batalla. Además, ¿no acabas de decir que lucharías más que nadie por mantener a mi hija a salvo?

Max no tuvo respuesta para eso.

—Tu avión saldrá mañana por la mañana. Intenta darle la noticia a mi hija con delicadeza.

Y con eso se marchó y dejó a Max solo en la cavernosa habitación.

¿Cómo iba a decirle a Bella que su padre lo enviaba fuera para morir?

«Por otro lado…», pensó mientras volvía furioso hacia el dormitorio, «está claro que Nathan y Carrie van a involucrarse. Y si Julián me ha dicho esto es porque algo está pasando».

No podía dejar que sus amigos terminaran lo que él había ayudado a empezar. Pero tampoco podía dejar a Bella.

Claro que ya sabía lo que ella le diría cuando se lo contara: «Vamos, ve a ayudarlos, ve a donde te necesiten. Ve y sé el guerrero que tienes que ser». Era un buen argumento para no decírselo.

Y el argumento para decírselo era que la respetaba. No tenía sentido, teniendo en cuenta que apenas unos meses antes le habría gustado clavarle un destornillador en el oído, pero ahora era la madre de su hija… además del amor de su vida. Incluso los recuerdos de su Creador habían empezado a desvanecerse desde que se había dado cuenta de lo mucho que amaba a Bella. Tenía que decirle por qué se marchaba, porque no podía mentirle.

Llegó al dormitorio justo cuando salían dos de sus tías.

Le lanzaron unas miradas furtivas cuando entró y una de ellas murmuró algo, probablemente una queja porque no había llamado a la puerta, pero al mismo tiempo parecieron quedarse aliviadas. Estaba empezando a creer que su reubicación había sido una decisión de grupo.

Bella estaba en el balcón, aún vestida con su camisón blanco, pero envuelta en un albornoz igual de impoluto. Llevaba su espeso cabello negro suelto, que le caía a ambos lados de la cara y sobre los hombros.

—El viento del lago es frío —dijo Max, y ella no se sobresaltó ante su repentina presencia.

—Me gusta estar al sol. Y el frío no me molesta —rodeó su vientre con sus manos en un gesto protector y le sonrió—. Y ella está muy calentita aquí dentro.

«Pues ella estará muy mal si su madre muere de neumonía», pensó Max, aunque no lo dijo. No quería estropear discutiendo la que podría ser su última noche juntos.

—Escucha, tengo que hablar contigo sobre algo.

—¿Ah, sí?

Con elegancia, Bella señaló la tumbona que había junto a la barandilla.

Max la colocó junto a su silla de ruedas, aunque no estaba seguro de poder llegar a estar lo suficientemente cerca de Bella. La idea de pasar las mañanas alejado de ella, de no despertarse con su preciosa sonrisa, con su cálido aroma a limpio… Dejó de lado esos lúgubres pensamientos.

—Ya sabes que sigue ahí fuera.

—¿Quién?

Mejor hacerlo deprisa, como cuando se quita una tirita.

—El Devorador de Almas. Sigue ahí fuera y va a seguir adelante con el ritual que lo convertirá en un dios.

—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? —la voz de Bella parecía de acero, era como si estuviera segura de que podía hacer desaparecer el pasado de Max—. Ya no eres uno de ellos. No tiene por qué preocuparte.

Él sonrió y le apartó unos mechones de la cara. La primera vez que la había visto, ella llevaba el pelo recogido. Siempre lo llevaba así, apartado tanto de la cara que su piel parecía demasiado estirada. Le había dado aspecto de mujer dura, y lo era, para las personas que no la conocían. Pero ahora Max la conocía y podía ver que estaba asustada por él y por su hija y que era tan vulnerable como él sabía.

—Tienes razón. No soy uno de ellos, pero una mitad de mí sí lo es —le recordó y le puso las manos sobre el vientre—. Y ella también. No quiero correr el riesgo de que sus matones vengan a por ti. Voy a volver a Estados Unidos para solucionar todo esto.

Bella levantó la cabeza bruscamente para mirarlo.

—¿Vas a dejarme aquí?

—No voy a meterte en una zona de guerra. Lo siento.

Max miró a otro lado, hacia la vasta extensión de negra agua del lago.

—Si no voy y él se convierte en un dios, estaría aquí intentando protegerte de un dios. Si voy y podemos vencerlo, estaré alejado de ti, sí, pero estarás a salvo.

—Mi padre te ha obligado.

A Max le resultó tentador decirle: «Sí, tu padre es un auténtico capullo y me manda a luchar contra el Devorador de Almas sabiendo que tengo muchas probabilidades de no volver». Pero ¿de qué serviría eso? Tendría que marcharse de todos modos, podría morir, y entonces Bella estaría furiosa con su padre, la única persona que tenía poder para protegerla.

—No me ha obligado. Juntos hemos llegado a esta conclusión —le removía las entrañas tener que dejar bien al hombre mediante una mentira, pero aun así continuó—: Además, sabes que Nathan y Carrie estarán involucrados. Me necesitarán.

—Sí es que siguen vivos —dijo ella bruscamente antes de suavizar su expresión—. Lo siento. No quería pensar en alto. Pero no sabes ni dónde están ni cómo les fue en su misión. Y no puedes hacer esto solo.

Se quedaron sentados en silencio mirando al lago. Se había levantado viento y el cabello de Bella se agitaba contra su cara.

—Vamos dentro —le dijo Max en voz baja y, antes de que ella pudiera discutirlo, la levantó en brazos.

—Tienes razón. Tienes que ir —le dijo cuando la dejó sobre la cama—. Abandonar a tus amigos iría contra todo eso en lo que crees. E iría contra lo que yo creo que haría el hombre con el que estoy.

Max se tumbó a su lado, le tomó las manos y miró la suya con el ceño fruncido al ver lo grotescos que resultaban sus dedos amputados y sus cicatrices contra la perfecta piel de ella.

—Me alegra que tengas tanta fe en mí, porque preferiría quedarme a tu lado.

Ella besó las manos de Max.

—No. Tú irías allá donde tus amigos te necesitaran.

Quiso discutir ese punto, pero Bella abrió la boca y acarició con su lengua uno de sus dedos. Se rió ante el gemido de él y lo soltó antes de comenzar a acariciarle el pecho y levantarle la camiseta.

—¿Vas a terminar lo que empezamos antes? —preguntó Max, intentando no perder la esperanza en su voz—. Porque de lo contrario, esto que estás haciendo sería muy cruel.

Los dorados ojos de Bella resplandecieron mientras colaba los dedos entre la cinturilla de los vaqueros de Max.

—No puedo dejar que te vayas sin una apropiada despedida.

Y él no pudo decir que no estuviera de acuerdo.