Capítulo 11

Piel

La nueva residencia del Devorador de Almas no tenía nada que ver con la mansión en la que yo lo había conocido. Aquélla tenía inmaculadas columnas de mármol y ladrillo con un jardín bien cuidado y un montón de secuaces limpios y arreglados. El edificio que ahora estaba viendo a través de mis prismáticos tenía la pintura descascarillada y el tejado destrozado y estaba segura de que lo único que segaba ese jardín eran los gatos y los pies de quienes lo pisaban.

—¿El Devorador de Almas vive ahí? —susurré desde la parte trasera de la furgoneta. No sé por qué susurré; habíamos aparcado lejos, al final de la calle, desde donde Ziggy nos aseguró que podíamos vigilar la casa sin que nadie nos descubriera.

—Sí, bueno, necesitaba un sitio donde nadie pudiera encontrarlo mientras se recuperaba —dijo Ziggy con el cuerpo rígido en el asiento del copiloto de donde había echado a Henry.

La última vez que había visto al Devorador de Almas, él acababa de matar a mi Iniciado. Pero también había cometido el error de sustituir su propio corazón por el de Oráculo. Tal vez aquello no sirviera para matarlo cuando Cyrus hundió la estaca en su pecho, pero sí que sirvió para matar a Oráculo, cuyo corazón ardió en llamas dentro del Devorador de Almas. Le había hecho mucho daño y no era de extrañar que siguiera recuperándose. A menos que…

—¿Cómo está?

Esperaba que la respuesta fuera que aún seguía lisiado por el ataque y que podría aniquilarlo yo sola, poniéndole fin así a nuestro problema, pero supe que no sería el caso cuando Ziggy se encogió de hombros.

—Ahora es peligroso. Ha estado alimentándose de sus Iniciados. La última fue una mujer de Nevada que vino aquí pensando que él sólo quería hablar. No entiendo cómo esa gente puede ser tan tonta.

Debió de haber sido Marzo, la madame del burdel de vampiros que había conocido durante mi viaje para rescatar a Cyrus. No lo lamenté por ella. Había gente que al morir me hacía la vida más fácil.

—Entonces, ¿tenemos que mantenernos alejados de ese tipo? —preguntó Bill.

Respondí por Ziggy.

—Sí. Creo que nuestro plan sería sencillo. Entramos luchando hasta donde podamos. Yo entraré en la casa y buscaré a Nathan. No hay ningún otro lugar donde podrían tenerlo, ¿verdad? Ziggy sacudió la cabeza.

—Ninguno que yo sepa.

—Entonces, entraré y lo encontraré —una chispa de esperanza se prendió en mi pecho—. A menos que creas que no están aquí.

—No, están aquí —Ziggy agarró los prismáticos, observó la zona rápidamente y me los devolvió—. Mira, los humanos están sueltos. Cuando él no está en casa, los humanos están encerrados en el granero por si acaso alguno recupera el sentido e intenta escapar. Si el Devorador de Almas y Dahlia y yo, cuando vivía aquí, estábamos en casa y alguien intentaba irse, nosotros…

—Lo capto —dije, sin querer oír el resto—. Vale. Entonces, los humanos están fuera, y el Devorador de Almas dentro y nosotros vamos a buscar a Nathan. No hay mejor momento que ahora.

Ziggy y Bill salieron, después abrieron las puertas traseras para que bajáramos Max, Henry y yo. Agarramos nuestras armas rápidamente, como si pudieran atacarnos en cualquier momento. Y era posible.

Yo tenía preparadas mis armas. Una estaca en cada bolsillo trasero y unos cuantos frascos de agua bendita en un estuche que llevaba colgado al cuello. Lo había metido a su vez en una bolsa de plástico, por si los frascos se rompían, y me lo había colocado por dentro de la camiseta. Tenía un cuchillo escondido bajo la pernera de mi pantalón; como no lo llevaba en una funda ni en nada que lo sujetara, lo ajusté con una tira de cinta aislante. Esperaba no tener que usarlo, no porque fuera mi último recurso de defensa, sino porque me dolería muchísimo arrancármelo de la pierna.

Ziggy y Bill iban más armados.

Ziggy tenía el gran hacha de Nathan en una mano y el arco colgado en la espalda. Al verlo, no pude evitar recordar la noche que lo había conocido y me había gritado «¡muere, escoria de vampiro!» mientras arremetía contra mí con el mismo hacha que ahora tenía en la mano. Me parecía que de eso había pasado una eternidad.

Bill, por otro lado, estaba satisfecho con su pistola y un par de cuchillos que habría encontrado en los cajones de la cocina. Aun así, ambos llevaban estacas en todos los bolsillos y estoy segura de que unas cuantas más pegadas al cuerpo, igual que yo llevaba el cuchillo. Max tenía estacas, pero cuando le había ofrecido otras armas, me había dicho sin más:

—No las necesito.

—Nos verán llegar —dijo Ziggy dándole a Henry una estaca y un cuchillo. Supusimos que sabría qué hacer con ellos.

—Bueno, si van a vernos de todos modos, podríamos ir hasta allí en la furgoneta —razonó Bill—. Subid.

—Intenta atropellar a unos cuantos de paso —dije, rezando en silencio para no morir en un accidente de tráfico antes de que llegaran a matarnos en el asalto a la casa.

—Lo haré —me aseguró Bill alegremente mientras subíamos al vehículo. El motor rugió y Bill ignoró el camino de entrada y atravesó los arbustos que bordeaban la propiedad—. Factor sorpresa —gritó por encima del ruido de las ramas quebrándose bajo los neumáticos. Estaba divirtiéndose… y mucho.

—¡Necesitamos la furgoneta para volver! —gritó Max mientras yo me agarraba al respaldo de los asientos. Cerré los ojos con fuerza cuando pasamos entre dos árboles y, cuando los abrí, el retrovisor de la puerta del conductor ya no estaba.

La casa estaba rodeada de un enorme jardín abandonado. Bill lo atravesó en dirección a la casa, donde se arremolinaron unos cuantos humanos impactados. No tuvieron tiempo de apartarse y oí cuerpos golpeando contra la furgoneta.

—Aquí está bien —gritó Ziggy empujando la puerta para abrirla. Saltó agitando el hacha.

Bill aprovechó la protección que le ofrecía el vehículo para disparar a unos cuantos. Ni siquiera lo vi bajar la ventanilla. Me tapé los oídos pensando que jamás volvería a oír. Enseguida, un círculo de humanos muertos y gravemente heridos rodeó la furgoneta.

Ziggy nos abrió.

—Vienen más. Del granero —dijo ayudándome a bajar.

Miré hacia la casa, mi objetivo. Nos encontrábamos a unos treinta metros y la distancia me parecía imposible. Más humanos salían desde esa dirección y algunos vampiros; supuse que lo eran porque no llevaban la ropa sucia como los humanos.

—Genial. Bill, mantente alejado de los que están limpios. Puede que sean vampiros.

—Eso haré —intentó liquidar a algunos de los humanos que se acercaban, pero estaban demasiado lejos. Lo único que podíamos hacer era esperar a que se acercaran.

Henry estaba a mi lado, sujetando la estaca en una mano y el cuchillo en la otra.

—Henry, sígueme y… Max…

—Mataré a cualquiera que se ponga en tu camino —me prometió.

Bill se quedó mirándome y me dijo:

—Te cubriremos. Tú sólo preocúpate de entrar en la casa.

—¿Y qué pasa con los que vienen por ahí? —Ziggy giró la cabeza hacia las criaturas que se aproximaban desde el granero.

Bill se encogió de hombros.

—Supongo que vamos hasta el centro y atacamos en un momento de gloria.

E imagino que debió de parecemos razonable a todos porque nos miramos y al instante ya habíamos echado a correr hacia los humanos, cuyo número parecía haber crecido. Por encima del hombro vi el hacha de Ziggy y un chorro de sangre me salpicó la cara.

—Lo siento —lo oí gritar desde ninguna parte, aunque no hizo falta que alzara la voz; el único ruido que se oía era el de nuestros esfuerzos.

Las criaturas no hacían mucho ruido. Nada de gritos, sólo un gruñido ocasional cuando alguno de ellos caía. Fue un silencio sobrecogedor porque uno se espera más sonidos en una batalla, como en las películas. Lo único que oí fue el sonido de los tajos del hacha de Ziggy y los disparos de la pistola de Bill.

El primero que intentó atacarme, un hombre delgadísimo al que parecía que se le iban a salir los ojos de su sucia cara, falló. Le agarré el brazo cuando fue a atacarme y tiré de él hacia abajo, sintiendo cómo se le separaba del hombro.

—Aún no han comido —gritó Ziggy y me giré a tiempo de verlo arrancarle la cabeza a una mujer. Me estremecí y me giré hacia mi objetivo: la casa.

Otro de los humanos me arañó la pierna. Bajé la mirada y me encontré a una niña con la cabeza llena de calvas. Me pregunté si me agarró para pedirme ayuda o para hacerme daño, pero no tuve que preguntarme nada más cuando me mordió la pierna. Le di una patada y esquivé otro mordisco en mi brazo derecho.

—Tienes razón, ¡no han comido! —le di un codazo a una mujer sorprendentemente mayor rezando porque no fuera la amada abuelita de alguien.

—¡Cuidado con vuestra sangre! —advirtió Max y lo vi golpear a una de las criaturas en un lado de la cara con tanta fuerza que se le salió la mandíbula y cayó en mitad de la refriega. No necesitaba armas, después de todo, ya que al parecer los hombres lobo eran mucho más fuertes que los vampiros.

Bill gritó y, cuando me giré, lo vi apuntando con el cañón de su pistola a una cabeza rubia que estaba enganchada a su antebrazo con los dientes. Apretó el gatillo enviando una espectacular mezcla de cerebro, sangre y huesos sobre la parte delantera de su camiseta antes de que el cuerpo cayera y los dientes siguieran clavados en su carne.

—¡Joder, ten cuidado no vayas a dispararte a ti! —gritó Ziggy mientras su hacha descendía sobre la cabeza de una criatura a la que le había dado una patada en la entrepierna—. Carrie, ¡entra en la casa!

Me giré hacia Henry, que esperaba pacientemente a mi lado.

—¿Por qué estás ahí parado?

Una criatura lo agarró, lo arrastró hacia atrás y lo soltó cuando se dio cuenta de que no tenía sangre… algo de lo que yo no me había percatado hasta ese momento. Pero incluso mientras lo estaban atacando, Henry esperó a recibir órdenes.

—¡Henry! —le grité—. ¡Mátalos a todos!

Y sólo hizo falta eso.

De pronto, Henry, con un arma en cada mano, comenzó a atravesar a los humanos como una máquina de matar. Fue un baile extraño: Henry agarraba a un humano, lo acercaba, le clavaba el cuchillo en el abdomen y los rajaba como si estuviera abriendo un sobre. El cálido y asqueroso olor a entrañas ya llenaba el aire cuando destripó a la segunda criatura.

—¡Carrie, detrás de ti! —gritó Bill trayéndome de vuelta a la realidad.

Otra criatura me agarró. Se me revolvió el estómago cuando vi lo joven que era… probablemente tendría unos dieciséis años y, en circunstancias normales, temería por su vida. Pero ésa no era una circunstancia normal y ella no era una chica normal. Sus ojos no reflejaban otra cosa que un hambre feroz y un deseo de destrucción. Me agarró de los dos brazos y tiró y le di gracias a Dios porque no hubiera comido esa noche y no tuviera fuerzas; de lo contrario, ya no me habrían hecho falta las mangas de las camisas. Intenté no pensar en Cyrus cuando lo conocí ni en lo mucho que habría disfrutado viéndome destruir a esa pobre chica. Pero no podía hacer nada por ella, de eso no tenía duda. Levanté un pie y le di una patada, sin importarme dónde le daba, y entonces como no podía sacar el cuchillo, encontré la estaca con la mano que me había soltado y se la hundí en el pecho con fuerza. En mi mente vi la imagen desde dentro, piel, tendón, cartílago fragmentándose y astillándose bajo la fuerza y la punta de la madera. Vi su corazón y seguí haciendo fuerza, hasta que mi mano siguió el agujero que había hecho la estaca y se hundió con un sonido de húmeda succión en su pecho. Se le pusieron los ojos en blanco y le salió sangre de la nariz y de la boca. Eché la cabeza atrás, horrorizada y avergonzada de mis actos, y la dejé caer. Invadida por una embriagadora sed de sangre, vi la casa delante de mí.

Necesitaba llegar allí rápido, antes de que hacer algo de lo que me arrepintiera y que fuera peor que haber hundido mi puño en la caja torácica de una adolescente, si es que eso se podía superar. Comencé a apartar a los humanos para que Max y Henry se ocuparan de ellos y durante un breve segundo me sentí culpable por dejar que los chicos lucharan solos contra esas criaturas, pero una extraña excitación por estar cada vez más cerca de mi objetivo me llenó y me hizo sentir más poderosa, dispuesta a cualquier cosa.

Ésa era Dahlia de nuevo en mi mente, y lo supe al instante.

No sé si creía que estaba arrastrándome hasta mi funesto destino. Tal vez el Devorador de Almas y ella estaban esperando dentro y me matarían en cuanto cruzara la puerta. Pero fuera cual fuera la razón por la que ahora estaba jugando con mi mente, me recordó un detalle crucial.

Utilizando un hechizo que había improvisado, imaginé la palabra «atrás» saliendo de mi boca como un vendaval. Al momento, las criaturas salieron disparadas hacia atrás y por eso grité:

—¡Recordad usar ese hechizo!

Vi el rostro de Ziggy iluminarse bajo su máscara de sangre.

Me giré hacia la casa, pero oí a una de las criaturas gritar y el sonido de la carne rasgándose como si fueran las hojas de un libro.

Tan pronto como me aparté de la batalla, corrí a la casa todo lo rápido que pude. Me ardían los pulmones y me dolían las piernas mientras subía los últimos escalones, pero no me permití parar. La puerta no estaba cerrada con llave. Dahlia sabía que estaba allí. Y si estaba en la casa, me oiría.

—¡Nathan! —grité y me quedé impresionada por lo desesperada y horrorizada que sonó mi voz—. Nathan, ¿dónde estás?

«¡Carrie, sal de aquí!».

Por primera vez en demasiado tiempo, oí los pensamientos de Nathan a través del lazo de sangre, y estaban empapados de miedo y dolor. Y de debilidad. Nunca lo había sentido tan débil.

—¡No pienso marcharme de aquí sin ti! —le grité mientras examinaba el pasillo en busca de las criaturas o de otros vampiros—. ¡Dime dónde estás!

La casa estaba construida como una vieja granja sureña. Cómo había llegado hasta Michigan era algo que desconocía. El pasillo de entrada era largo, con una escalera que conducía al segundo piso. Al otro lado de la escalera podía ver la puerta trasera. En un caluroso día de verano, cuando las puertas estuvieran abiertas para dejar pasar el aire, desde fuera se podría ver la casa por dentro.

Por desgracia para mí, no era un caluroso día de verano. Era de noche, y aunque podía distinguir la distribución general de la casa, no podía ver si algo estaba moviéndose en la oscuridad.

«Vamos, cariño, tienes que decirme dónde estás», pensé en parte dirigiéndome a él y en parte para animarme a continuar con la búsqueda. No hubo respuesta. Tal vez lo tenían drogado y no podía mantenerse consciente.

Claro que podía ser mucho peor. Recé porque estuviera drogado.

Me metí por una puerta a mi derecha. Era un gran comedor con restos de la última comida todavía en la mesa. El abrumador hedor del cadáver me empañó los ojos y se me cerró la garganta. Había un enorme cuchillo de cocina hundido en la cara del cadáver. Estaba hecho pedazos y en algunas zonas parcialmente despellejado. No podía decir si esa pobre alma fue un hombre o una mujer, pero estaba claro que lo habían alimentado mejor que a los zombies en los que habían convertido a los humanos que había fuera. Pedazos de grasa gelificada resplandecían en la mesa bajo la luz de la luna que entraba por las ventanas, y las partes más carnosas que quedaban en el cadáver temblaron cuando pisé los tablones de madera del suelo. Me subí el cuello de la camiseta hasta la nariz y me moví hacia la puerta que suponía que era de la cocina. Allí no había restos. Es más, no había nada, excepto unas cuantas tazas manchadas de sangre en la pila. Seguí adelante.

De vuelta en el pasillo, pensé en mis probabilidades de encontrar a alguien en las habitaciones que había a la izquierda y las sopesé contra la posibilidad de verme atrapada arriba si los humanos entraban y venían a por mí.

«No lo harán. No les está permitido». Nathan volvía a estar consciente.

«¿Dónde estás?».

Intenté que mi voz mental no temblara a pesar del pánico que sentía.

«Por favor, Nathan, no puedo hacer esto sola».

«Sal de aquí», insistió y después la conexión volvió a cortarse. Quería gritar de frustración. Por el contrario, crucé corriendo la puerta que había junto a las escaleras y que daba a un pequeño salón y después, guiada por una milagrosa luz plateada bajo otra puerta, llegué hasta un dormitorio iluminado por velas donde, atado a una estrecha cama, estaba Nathan.

Verlo supuso un extraño alivio porque habría preferido encontrarlo en un estado diferente. Estaba tumbado boca abajo, con los brazos estirados sobre la cabeza y las muñecas atadas a los barrotes de hierro del cabecero. No tenía los pies atados, pero no intentó moverse. Tenía marcas en la espalda, de un látigo o una fusta. Sin duda guiada por Dahlia dentro de mi cabeza, mi mirada se posó en el anticuado lavabo a los pies de la cama. Allí había una fusta, un arma con un montón de tiras de cuero que terminaban en un terrible objeto afilado que parecía haber sido añadido a posteriori. Antes de apartar los ojos, vi por lo menos dos cuchillas rotas unidas a él.

—Nathan —dije en voz baja mientras me acercaba a la cama. La sangre de su espalda aún estaba pegajosa; las heridas no se habían curado. O Dahlia acababa de estar ahí, o él no podía recuperarse de esas lesiones. «No parece que esté tan mal», me dije. Me arrodillé junto a la cama y tuve arcadas al oler su sangre. Normalmente, me habría resultado agradable, pero no cuando había tanta empapando las sábanas y el colchón.

—Oh —susurré alargando la mano para tocar la poca piel que quedaba intacta en su espalda. No pude evitar mostrar lástima en mi voz ni el medio sollozo que se me escapó.

Él giró la cabeza hacia mí, con los ojos amoratados y cerrados por la inflamación. Sus párpados se movieron como si intentara levantarlos y sí que lo hizo, aunque sólo un poco.

—¿De verdad estás aquí?

—Sí —le toqué el pelo, pegajoso por la sangre. Por debajo notaba durezas, como cicatrices y heridas—. Te pondrás bien, vamos a sacarte de aquí.

—¡No! —intentó sacudir la cabeza, pero su intento se quedó en un patético movimiento que lo hizo llorar de dolor—. No —volvió a decir, más tranquilo—. No puedes moverme.

—Bill está aquí, Ziggy está aquí. Me ayudarán a sacarte —no mencioné a Henry. No había tiempo para explicaciones y él no tenía energías para regañarme.

Las cuerdas que le ataban los brazos no tenían un nudo complicado. Si hubiera querido liberarse, lo habría hecho. Me pregunté por qué no lo había intentado, y después me reprendí en silencio. Estaba herido y débil, aunque una parte de mí no podía compadecerse demasiado de él porque había visto cosas mucho, mucho, peores.

Deshice el nudo y sus manos, moradas por la falta de circulación, cayeron sobre la cama. El movimiento le produjo dolor y gritó.

—¿Qué pasa? —le pregunté, sintiendo de pronto que algo iba mucho peor de lo que me había esperado, aunque no sabía exactamente qué.

—No me muevas —me suplicó, pero no podía hacerle caso. Si estaba gravemente herido, tenía que saber hasta qué punto.

—Lo siento, tengo que hacerlo —metí una mano debajo de su cuerpo y volvió a gritar. Nunca lo había visto así, tan dolorido—. Gírate, por favor. No puedo alzarte.

—No —sollozó, pero me ayudó un poco cuando deslicé la mano por debajo de su torso e intenté, con toda la delicadeza que pude, ponerlo boca arriba. La sábana se pegaba a su pecho y a su estómago como un paño húmedo se pega a la piel. Se desprendió con un sonido de succión dejando ver una piel tan ensangrentada que no podía saber dónde estaba la herida. Una vez que estuvo completamente boca arriba, e inconsciente como resultado, levanté una de las altas velas de la mesilla de noche para tener más luz. Miré a mi alrededor para buscar un interruptor, pero no vi nada. Me pregunté si ese sitio tendría electricidad.

Vacilante, levanté la vela, y la solté al ver lo que vi.

A Nathan lo habían despellejado. No había otra forma de decirlo. Desde las clavículas hasta la parte alta de las rodillas, no había nada más que músculo y, en algunas zonas, se podía ver el hueso. Intenté contener la bilis que subió hasta mi garganta, pero no lo logré. Me agaché y vomité en el suelo, sobre mis zapatillas, deseando no tener que volver a mirar a mi Creador y verlo así. Pero tenía que mirar. Tenía que pensar en un modo de sacarlo de ahí, de salvarle la vida.

Las lágrimas me recorrían la cara cuando finalmente reuní el valor para volver a examinarlo. En Anatomía Macroscópica empiezas con el cadáver de fuera hacia dentro. Recordé la sensación de mi bisturí hundiéndose en la piel para hacer una incisión y dividir la carne en grandes tiras que podían arrancarse, y a punto estuve de vomitar otra vez. ¿Cuánto tiempo habrían tardado en hacerlo? ¿Cuánto había durado su sufrimiento? El dolor debía de ser inimaginable.

Lo peor era que a Dahlia no le había bastado con despellejarlo. Parecía que hubiera llegado hasta las rodillas, que se hubiera aburrido de despellejarlo, y que hubiera subido otra vez al pecho para empezar con el músculo. Se le venían las costillas y sus dos corazones eran visibles por detrás de los huesos ensangrentados. Sus pulmones, su hígado, todo estaba ahí desprotegido. No sé ni cuándo ni por qué había decidido que Dahlia era la culpable, pero nunca en mi vida había estado más segura de algo.

—¿Te gusta mi trabajo?

Cuando oí la voz detrás de mí, tan petulante y engreída confirmando mis sospechas, me lancé a por ella.