Capítulo 12

Devoradora de Almas

Dahlia palideció y dio un paso atrás cuando corrí hacia ella. Deseé tener los instrumentos que había usado para torturar a Nathan; se los habría clavado en la garganta. La habría hecho pedazos, pero sin provocarle la muerte, y la habría dejado agonizando en el suelo. Después, habría aplastado esos pedazos con mis zapatillas uno por uno.

No la alcancé. Ella levantó una mano y me lanzó hacia atrás, igual que yo había hecho con esas criaturas en la calle. Me sentí tan débil como un humano ante su poder. Ya me había hecho cosas antes, pero hasta ahora no había sentido lo increíblemente peligrosa que era.

—Supongo que podría haberlo hecho con magia —dijo asintiendo hacia Nathan—, pero me gusta mancharme las manos.

Me puse de pie y escupí. «Hazte pedazos», pensé, pero ella interceptó la orden y volvió a derribarme.

Caminó hacia mí.

—Bueno, para algunas cosas. Me gusta mancharme las manos cuando es divertido.

Yo era lo único que había entre Nathan y ella. Si moría haciéndolo, al menos intentaría protegerlo.

—Hazte pedazos —intenté de nuevo y una vez más ella lo interceptó.

—¡Por favor! Zorra, ¿crees que puedes hacerme daño? Apuesto a que crees que lo sabes todo sólo porque tienes mi libro —volvió a levantar la mano y creó una bola de energía morada. Me la lanzó y fue como si cada centímetro de mi piel se hubiera vuelto de fibra de vidrio, astillándose y pinchándome al más ligero movimiento, incluso al respirar—. Son cosas de principiante —continuó mirándome como si fuera un ratón que había caído en una trampa y estuviera esperando a que muriera para tirarme a la basura.

Respiré hondo, a pesar del dolor que me produjo en las costillas y en los pulmones.

—Hazte pedazos.

Y en esa ocasión funcionó. No se partió en dos, pero por lo menos un largo tajo se abrió en su mejilla. Algo de mi magia había funcionado… y la suya había fallado.

Parecía tan sorprendida como yo.

—Bebí tu sangre, zorra —puse un gran énfasis en la última palabra y se la lancé con tanta malicia como ella me la había dirigido a mí—. Tengo tu poder.

—Pero no todo —sonó segura de sí misma, aunque dio un paso atrás.

—Todavía —no sé por qué lo dije. Tal vez para asustarla, pero me asustó el hecho de haberlo dicho.

—¡No te atreverías! —chilló. Y eso sí que me asustó. Dio otro paso atrás, y después otro.

—Haría más de lo que puedes imaginarte por protegerlo —avancé hacia ella—. ¡Hazte pedazos!

Ella contuvo un grito ahogado e intentó protegerse, aunque un poco tarde. Otro largo corte se abrió en su cuello y de él comenzó a salir sangre, que goteaba como la cera de una vela.

Me metí la mano por dentro de la camiseta para sacar un frasco de agua bendita y se lo arrojé, pero fallé y se rompió contra el suelo. Ella se agachó y sólo unas cuantas gotas le salpicaron en la cara.

Dahlia sonrió y se lamió las gotas haciendo que de su puntiaguda lengua saliera humo.

Miré a Nathan, destrozado sobre la cama. Pensé en Cyrus, dándome información y luego riéndose de mí con Dahlia. Y me puse furiosa. Furiosa de que me derrotaran una y otra vez, de ver cómo hacían daño una y otra vez a la gente que quería.

—¿Dahlia? —pregunté fingiendo cansancio y debilidad en la voz y preparándome para atacarla.

Ella me miró con verdadero placer al creer que había ganado tan fácilmente.

—¿Qué? ¿Ahora vas a pedirme piedad?

Estaba sobre ella antes de que pudiera girarse. Intentó articular las palabras necesarias para crear un hechizo, pero le aplasté la tráquea. Levantó la mano para atacarme con otra bola de energía. Le bajé la mano de un golpe y le eché los dedos atrás, hacia la muñeca, hasta que los oí romperse y un hueso blanco astillado le atravesó la piel. Intentó gritar, pero no tenía aire para hacerlo. La miré a los ojos y vi miedo.

Sabía que iba a morir.

Tal vez, si hubiera estado en mi sano juicio, la habría matado directamente, habría tenido compasión. Pero el olor de su sangre goteándole del cuello y la embriagadora sensación de poder al ser capaz por fin de hacer algo que llevaba queriendo hacer tanto tiempo, de devolverle el daño que ella me había hecho a mí, de hacerle una fracción del daño que le había hecho a Nathan, me nubló los sentidos. Se comunicó conmigo desesperadamente a través de la mente e intentó impresionarme con imágenes de las consecuencias de mis actos, pero la ignoré.

Cuando bajé la cabeza hasta su cuello y la mordí llevándome toda la piel de la parte delantera, supe que podía matarla. Pero no lo hice. Me tragué la sangre de Dahlia, sentí cómo sus esfuerzos iban decayendo por momentos, pero no me detuve. Bebí hasta que supe que estaba muerta y cuando la sangre dejó de moverse, succioné de las heridas. Y entonces, de pronto, el sabor de su sangre se convirtió en el sabor de algo más, de algo azul e intenso que luchaba contra mí haciéndome querer aún más.

—Carrie —oí decir a Nathan detrás de mí, débilmente—. Carrie, para. Por favor.

Lo ignoré, ignoré las súplicas que llenaban mi cabeza, tanto las de él como las de Dahlia. Las de ella fueron volviéndose cada vez más incoherentes hasta que lo único que oí fue un balbuceo sin sentido y aterrorizado. Pero aun así, sentí esa esencia azul dentro de mí, sentí cómo llenó mis venas y me las imaginé ardiendo bajo mi piel.

Oí una especie de avalancha. Vi a través de los ojos de Dahlia, a través de una realidad que no había visto antes. Desde el momento en que la mordí hasta su júbilo al despellejar a Nathan; se había reído de sus gritos, y sólo por eso quería volver a matarla. Vi sus días como mascota de Cyrus y las imágenes pasaban por mi cerebro más y más deprisa a medida que retrocedían en el tiempo.

Era la vida de Dahlia la que estaba viendo ante mis ojos y, cuando me di cuenta de ello, las imágenes se ralentizaron.

Vi a un hombre, un sacerdote, con vestimenta blanca y dorada, y parecía muy alto, como el mismo Dios, mientras se inclinaba y colocaba la hostia sagrada en la lengua de Dahlia. El sabor fue agudo, agudo como el repentino dolor en sus diminutas manos enguantadas. Y antes de mirar abajo, el rostro del sacerdote palideció y la niña que había al lado de ella gritó. No pudo tragar la hostia, no pudo tomar la Primera Comunión, mientras miraba, paralizada, las repentinas heridas en sus muñecas. Un riachuelo de sangre se vertió sobre su inmaculado vestido de comunión.

El blanco del vestido resplandecía con cegadora intensidad hasta que esa luz ocupó toda mi visión. Después, ese blanco me atravesó y mi visión se aclaró. Miré a mi alrededor, me llevó un momento recordar dónde estaba y por qué.

Dahlia seguía suplicándome, pero me resultó fácil ignorarla… probablemente porque yacía muerta en mis manos. Verdaderamente muerta. No estaba segura de dónde provenía el llanto, pero tampoco me importó. Vi que si podía concentrarme, podía bloquearlo.

«Carrie, ¿qué has hecho?».

Indignación, miedo y una pizca de admiración, que dio paso a más indignación, fluían a través del lazo de sangre con Nathan.

—No lo sé —respondí en voz alta—. La he matado.

—No sólo la has matado —dijo otra voz desde la puerta.

Jacob Seymour se acercó a mí, pero no con la imagen de un dios ni tan impactante como me había resultado en el pasado. Es más, parecía enfadado y algo triste.

Sin miramientos, dejé el cuerpo de Dahlia en el suelo y me levanté para situarme frente a él.

—¿Vas a matarme?

Una siniestra sonrisa se formó en su curtido rostro y la tristeza se desvaneció dejando sólo furia.

—No sólo voy a matarte.

Sacudí la cabeza.

—No voy a dejar que te lleves mi alma.

—¡No tienes elección! —bramó y me agarró del cuello levantándome del suelo.

Me arrojó hacia la puerta y caí en el salón sobre un sillón volcado y el arco del reposabrazos se me clavó en la espalda. Si hubiera sido humana, probablemente me la habría roto la espalda.

—¡Eres una estúpida! —siguió gritando detrás de mí. No pude levantarme lo suficientemente rápido y volvió a agarrarme, en esa ocasión sujetándome por una muñeca y un tobillo. Cuando me lanzó de nuevo, caí contra una mesa de mármol. Sentí sangre cayéndome por la espalda. Si dejaba que me tratara como una niña con una rabieta pegando a su muñeca, no duraría mucho—. ¿Creías que podrías igualarte a mí? —apartó el sofá de un golpe como si no pesara nada—. ¿Partiendo de un alma endeble?

Aún aturdida por las heridas y por la embriagadora sensación de tener el alma de Dahlia recorriendo mi cerebro como una droga, no procesé sus palabras del todo. En mi lucha con Dahlia, mi odio me había dado fuerzas. Pero por extraño que parezca, no odiaba al Devorador de Almas tanto como había odiado a su Iniciada. No tenía nada que me animara a continuar y me dolía el cuerpo, no sólo por los golpes de Jacob, sino por todas las tensiones y dolores de la semana anterior.

«Si mueres, matará a Nathan». Eso no podía discutírmelo. Y fue sólo por el bien de Nathan que logré levantarme, levanté las manos y grité:

—¡Atrás!

La gratificante mirada de sorpresa que vi en el rostro del Devorador de Almas cuando salió disparado hacia atrás es algo que jamás olvidaré. Probablemente fue un reflejo de la mía, ya que el poder surgió de mí con tanta facilidad como había surgido de Dahlia. Chocó contra la pared y ésta se desmoronó, rodeándolo de una fina bruma de polvo y pintura.

La sangre de Dahlia debía de ser más poderosa en cantidades grandes.

Y él también se dio cuenta de ello. Cuando se levantó, fue directo a Nathan.

—¡No! —salí corriendo tras él con auténtico pavor recorriéndome las venas.

Grité:

—¡Hazte pedazos!

Jacob casi había llegado hasta la puerta de la habitación donde yacía Nathan, pero cayó hacia atrás y su cuerpo se sacudió como el de una marioneta cuyas cuerdas hubieran cortado. No había logrado matarlo por completo, pero al menos lo había dejado fuera de combate por el momento.

«Mátalo», me ordenó Nathan. La fuerza de su mente se había desvanecido considerablemente. Tenía que sacarlo de allí, y rápido.

Sacando mi última estaca de mi bolsillo trasero, me moví con cautela para situarme al lado del Devorador de Almas. Me temblaban las manos, anticipándose al momento que vendría a continuación, cuando todo contra lo que había estado luchando desde el momento en que me convertí en vampiro se desvaneciera en una nube de cenizas. Me arrodillé a su lado, dispuesta a atacar.

El Devorador de Almas levantó el brazo y su mano se cerró alrededor de mi garganta. Solté la estaca y le agarré la mano, notando con satisfacción que tenía menos fuerza que antes de que mi hechizo lo atacara.

—Un inconveniente, ¿verdad? —me apretó más, como si intentara arrancarme la cabeza—. Si no puedes hablar, no puedes conjurar ningún hechizo más.

Me brotaban lágrimas de los ojos. La mano de Jacob estaba presionando mi yugular y mi carótida. Mi cerebro, carente de oxígeno, comenzó a lanzar agujeros negros a mi visión periférica.

—Padre, para.

El Devorador de Almas me soltó inmediatamente, pero caí al suelo. Me pregunté si me habría equivocado, si me habría matado de verdad… porque junto a la puerta estaba Cyrus.

Era como si nunca hubiera muerto. Su pelo era un poco más largo que la última vez que lo había visto; ahora le rozaba el cuello de la camisa. Iba todo vestido de negro, desde la parte delantera brocada de su camisa hasta el cuero negro de sus pantalones. Una larga y recta cicatriz le recorría el pecho y me di cuenta de que habían vuelto a crearlo, de que su padre había vuelto a quitarle el corazón. Era tan inalcanzable para mí como siempre.

No me miró. Tenía los ojos clavados en su padre, con expresión aburrida y carente de interés.

—Le debes algo de gratitud. Si no fuera por ella, no tendrías el componente final de tu ritual —se señaló a sí mismo mientras lo dijo y vi sangre en sus manos.

—¿Cyrus? —susurré. Me había quedado sin aire en los pulmones y no podía respirar. No podía dejar de mirarlo—. ¿Cyrus?

No me hizo el más mínimo caso. Pero el Devorador de Almas sí. Me miró y después se giró hacia su hijo con los movimientos de un buitre rodeando a su presa.

—¿Gratitud? No ha sido ella, sino mi dinero lo que te ha traído de vuelta. Y más de una vez. ¿Quién te ha dejado salir?

—Dahlia —Cyrus se miró las uñas, que vi que hacían juego con su ropa—. Me quería para algo.

—Ya no querrá nada —dijo Jacob caminando hacia su hijo—. Esta zorra llorica la ha matado.

Cyrus se encogió de hombros.

—¿Sí? Qué decepción. Supongo que tendré que volver a mi celda sin el placer de la compañía de Dahlia. Tal vez pueda golpearme la mano contra la puerta una y otra vez para compensar esa pérdida.

—¡No es momento para bromas!

El Devorador de Almas se movió tan rápido que apenas lo vi golpear a Cyrus, pero unos profundos cortes cubrían su mejilla un segundo después y de ellos brotaba la sangre que le caía por el cuello.

Lenta y deliberadamente, se tocó la cara y después se lamió la sangre de sus dedos.

—Gracias, padre. Esta noche no he tenido oportunidad de cenar.

Jacob volvió a moverse y en esa ocasión lo hizo con más lentitud. Vi el movimiento y vi la mirada de Cyrus dirigirse a mí, con un gesto casi imperceptible.

Y no necesité más que un instante para decidir que había llegado la hora de actuar.

Dahlia no había empleado palabras cuando había conjurado sus hechizos, tal vez era más poderosa. Pero ahora estaba dentro de mí. Abrí la boca en una débil representación de la palabra «atrás», pero en mi mente imaginé las letras como arietes golpeando contra el Devorador de Almas, uno tras otro. El Devorador salió disparado hacia atrás y volvió a chocar contra la pared. En esa ocasión se derrumbó por completo y atravesó el agujero para ir a parar al jardín, donde Max, Ziggy y Bill seguían luchando contra las criaturas humanas.

Me puse de pie, asombrada ante lo que había hecho sólo un segundo antes de que me invadiera otra clase de asombro. Me giré, esperando ver que Cyrus se había esfumado, que sólo había formado parte de mi imaginación. Pero ahí estaba. No apartó los ojos de mí mientras yo avancé hacia él.

—¿Estás vivo?

No respondió. Según me acercaba, vi su mandíbula tensarse. Aunque estaba cerca, no hizo intención de tocarme. Y cuando levanté las manos para tocarlo, me agarró de las muñecas y las bajó antes de retroceder rápidamente. Se metió la mano por dentro de su camisa de seda suelta, sacó una bolsa de plástico con un objeto grisáceo y manchado de sangre y me la puso entre las manos.

—Ahora ve a por Nolen y salid de aquí antes de que yo mismo lo mate —su expresión era dura y me pareció ver dolor en sus ojos.

Me giré hacia el agujero de la pared. Casi todos los humanos estaban muertos. Sólo quedaba una docena y los chicos, ayudados por Henry, estaban acabando con ellos. Bajé la mirada hacia el cuerpo inconsciente del Devorador de Almas. Dos de los humanos lo habían olido y corrieron hacia él para lamerle la sangre de las heridas.

No me gustaría ser ellos cuando despertara.

Cuando me di la vuelta, Cyrus ya se había ido. Casi lo llamé, pero entonces recordé lo que había dicho.

—¡Max! ¡Necesito ayuda para llevar a Nathan a la furgoneta! —grité.

Ante mis palabras, Ziggy se retiró de la lucha y dejó que Henry ocupara su lugar, que con facilidad se enfrentó a los humanos restantes.

Bill saltó en la dirección de la furgoneta mientras Max se unía a Henry y Ziggy subía los escalones hasta el porche. Cuando se acercó, vi el ligero tono morado de las pequeñas heridas que ya habían empezado a sanarse.

—Mucho más fácil de lo que me pensaba —dijo alegremente, aunque pude ver algo de gravedad en su rostro—. ¿Cómo está?

No hablé con remilgos. No podría protegerlo de lo que estaba a punto de ver.

—Dahlia lo ha despellejado.

Parecía que iba a vomitar, pero se controló.

—Vale, vamos —avanzó delante de mí y se detuvo—. ¿Es eso mi corazón?

Casi me había olvidado de la bolsa que tenía en la mano. Se la entregué a Ziggy y después entré y cubrí las peores heridas de Nathan.

—Si lo envolvemos con la sábana, eso lo protegerá contra el polvo y otras cosas que se le pueden meter en las heridas —le expliqué a Ziggy. Las enfermedades y las infecciones no podían afectar al cuerpo de un vampiro tanto como al de un humano, pero tener que limpiar la suciedad del torso despellejado de alguien seguro que no le resultaba muy divertido ni a la persona haciendo el trabajo ni a la persona sobre la que se estaba trabajando.

Una vez que lo teníamos envuelto en la sábana, Ziggy le levantó los pies y yo, con mucho cuidado, lo agarré por debajo de los brazos, intentando no tocar los jirones de piel arrancada. Atravesamos la casa todo lo rápido que pudimos, pero los muebles rotos y el mal estado del lugar en general nos lo pusieron difícil.

Fuera, la furgoneta estaba acercándose al porche. Bill estaba tocando el claxon.

—No parece una buena señal —dijo Ziggy, asintiendo hacia la puerta.

Corrimos y casi se nos cayó Nathan en el umbral de la puerta. Al fondo del camino vimos cuatro coches negros.

—Guardias —me explicó Ziggy—. La casa era demasiado pequeña, así que viven en otra al final de la calle. Y hay más. Tenemos que salir de aquí ahora.

El corazón se me subió a la garganta.

—¡Podrías haberlo mencionado antes, Ziggy!

Bill salió de la furgoneta corriendo para abrir las puertas traseras. Miró la sábana ensangrentada antes de mirarme a mí y sacudí la cabeza, indicándole que no había tiempo que perder.

Ziggy subió primero y Bill ocupó mi lugar para meter a Nathan en la parte trasera. Lo único que pude hacer fue mirar, estremecerme cada vez que lo movían demasiado y repetir cosas como «tened cuidado» y «daos prisa».

Iba a subirme cuando Ziggy preguntó:

—¿Y Henry?

Me había olvidado de él.

—¡Henry, vamos, tenemos que irnos!

—Sé más específica, Carrie —me recordó Bill—. ¡Henry, vamos, entra en la furgoneta!

Los coches se detuvieron y hombres con uniformes negros bajaron de ellos y echaron a correr por el camino hacia nosotros.

—Olvídalo, puedes hacer otro —gritó Ziggy mientras me bajaba.

—Henry —grité y por encima del hombro de Bill, lo vi aparecer por delante de la furgoneta. Por un momento me alegré de verlo. Después, levantó su cuchillo y, sin cambiar su expresión, lo bajó.

Bill se giró, con el rostro helado de incredulidad. La empuñadura del cuchillo sobresalía de su pecho.