V

Venecia, 20 de mayo.

Hasta ahora puedo escribir: no he estado gravemente enfermo, pero el médico me ha obligado a guardar cama dos días.

Excelente hombre es este doctor Gerard. Desde que lo he visto, me parece que no estoy expatriado y que no me hallo solo en el mundo. Es un amigo y, lo que es mejor aún, amigo viejo. Ha vivido muchos años en la América del Sur; conoce a todo el mundo y conserva buenos recuerdos de aquellos países. Ama a los americanos como a sus compatriotas y me ha querido desde luego, como a un hijo. Es un hermoso viejo de sesenta años, fresco y vigoroso, en la plenitud de la vida intelectual.

Acudió con presteza a mi llamamiento, me pulsó, me interrogó, y seguramente concluyó por creer que mi enfermedad era más bien moral que física, pero complicada, sin embargo, con algo de calentura cerebral. Recetó alguna poción calmante y me previno el reposo.

—Esto no será nada —me dijo—; pero es preciso que reposéis dos días, por lo menos; yo vendré a veros mañana.

Así lo he hecho; he pasado estos dos días en medio de una languidez extrema, pero dulce. Diríase que he sufrido un largo desmayo, en el que, sin embargo, he tenido alguna conciencia de mi estado.

¡Y no he dejado de pensar en ella!

Hoy el doctor me ha mandado levantarme, me he sentido con mayores fuerzas y he comido con algún apetito.

Luego el doctor ha venido a hablar conmigo en la tarde, y hemos conversado una hora, recordando la América. Conoce nuestra situación y nuestras costumbres perfectamente. Juzga de nuestros asuntos con singular acierto, y le es familiar nuestra historia contemporánea. Analiza con criterio sereno nuestras instituciones y el carácter de nuestros hombres públicos, y habla con lucidez de nuestras aspiraciones y de nuestro porvenir.

Después de esa conversación de generalidades, procuró con delicadeza penetrar en los asuntos de mi vida. No le fue difícil. A pesar de que no gusto de hablar de mis recuerdos íntimos, no hago siempre misterio de ellos, y cuando encuentro a un hombre de mundo y de carácter inteligente y generoso, como el doctor, me dejo examinar. Además, él lo necesitaba para su diagnóstico y para su aplicación medicinal.

Pudo, pues, traslucir que yo había estado bajo la influencia de un pesar profundo, de uno de esos pesares que consumen la savia del corazón, que agotan la fuerza moral, y que hacen imposibles las esperanzas. Que viajaba por distraerme y aturdirme, y que buscaba, si no el remedio de mis males, sí una manera de darles término lo menos tristemente posible. No lo negaré. El supo entonces que yo había amado, como pocas veces se ama en la vida, apasionadamente, haciendo consistir en aquel amor toda mi dicha y todo mi afán en la tierra, y que este amor correspondido con toda plenitud, y que había envuelto mi vida, durante algunos años, como una nube densa que me había alejado del mundo, se había desvanecido repentinamente, como un sueño, como una bruma, como una visión… ¡la muerte había venido a interponer sus sombras en medio de este cuadro de felicidad!

El objeto de mi pasión había sido arrebatado por esta segadora implacable, y con ella habían desaparecido también mis esperanzas y mis únicas creencias. El mal, pues, que atosigaba mi espíritu, era incurable. La ansiedad luchaba con el imposible, y el culto de aquel recuerdo pertinaz me atraía paso a paso a la tumba. Para enfermos de esta clase la ciencia no tiene medicina. Sólo la religión suele ofrecerla como un consuelo a los creyentes, o el Destino concederla, como un milagro.

El doctor, hasta aquí, permanecía pensativo e inquieto. Quizá atribuía en gran parte mi estado actual a esa larga lucha de vigor moral agotado con mis implacables dolores. Pero estaba muy lejos de pensar que había habido un nuevo sacudimiento en mi alma; que tal vez el milagro del Destino había operado aquella revolución que me postraba, o que el estado de sobreexcitación de mi espíritu que hacía peligrosísimo cualquier nuevo sentimiento, había producido, por una transformación extraña, aquel abatimiento final.

Nada le dije acerca de mi preocupación de los últimos días; temí francamente que me creyera loco. La causa de mis pesares pasados era muy explicable, muy natural, en una organización impresionable, vehemente, apasionada como la mía. Mi existencia se había como saturado en aquel sentimiento que me había poseído por completo; todo esto era lógico. Pero decirle que al llegar a Venecia, cuando traía el corazón como cubierto con el espeso escudo de mi dolor… apenas vi, y eso envuelta en las sombras del crepúsculo, a una mujer desconocida, cuando fui presa de una especie de obsesión tenaz y de una ansiedad indecible… esto era abordar la demencia, cuando no la puerilidad. Temí que un hombre tan grave, tan sabio y tan formal como el doctor, en vez de creerme el hombre de gran carácter que le revelaban mis pasados sentimientos, me juzgase uno de esos frívolos sujetos de espíritu exaltado y fugaz que pasan fácilmente de un afecto a otro, engañándose a sí mismos, y que son indignos absolutamente de la atención del fisiólogo, y de la piedad del amigo.

De manera que callé y dejé al doctor a oscuras acerca del estado de mi alma. Además, aunque yo sentía que ésta era la causa inmediata de mi postración actual, quizá me equivocaba; quizá en efecto no se debía sino a causas más inveteradas, más definitivas. ¿Qué sabía yo de esto? ¿Qué sabe uno de los misterios de su propio corazón?

El corazón es una esfinge eterna, cuyos problemas se renuevan sin cesar.

Así pues, he pasado este día. Mañana, si la obsesión continúa, si mi ansiedad se acrecienta, tal vez me vea obligado a decir algo al médico y al amigo.

Clemencia. Cuentos de invierno
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