III

Maldita la cosa que me importaba a mí el tal Luisito, tanto más, cuanto que había visto que la protección del eclesiástico no me había servido de nada, pero me proponía, sin embargo, cumplir lo ofrecido, siquiera para aprovechar la oportunidad de proteger al débil. Era la primera ocasión que se me presentaba de prestar mi apoyo contra la indolencia característica de los colegiales, y en defensa de una criatura enclenque.

Al siguiente día me desperté con cierta curiosidad. Los colegiales estaban llegando de vacaciones, y hacían meter en sus cuartos respectivos la clásica cama de madera pintada de verde, el baúl forrado de cuero peludo, la cómoda llena de raspaduras, el colchón sucio y enrollado, la sombrerera de cuero, y otras zarandajas que formaban su pobre menaje. Los recién llegados saludaban con efusión a los que les habían precedido, y se contaban mutuamente sus aventuras de vacaciones. Esta vuelta de las vacaciones es uno de los recuerdos más risueños del que ha sido estudiante, y pocos hay que no sientan conmoverse aún su empedernido corazón al volver los ojos al pasado y recordar aquellos días de enero en que se esperaba con impaciencia la llegada de los hermanos de colegio, hermanos quizá más queridos que los hermanos de sangre. Colocábanse generalmente los colegiales en el patio, para ver entrar a los amigos y a los nuevos. Los cargadores, que eran los primeros en entrar con el susodicho equipaje, hacían palpitar de curiosidad a los que esperaban. A poco llegaba el amigo riendo estrepitosamente, gritando por sus nombres y apodos a sus amigos y abrazándolos de una manera ruda. Todo era risotada, tumulto y barahúnda a cada entrada de estudiante.

Con los nuevos era otra cosa. Si se veía llegar un equipaje recién comprado y flamante, se comprendía luego que pertenecía a un nuevo: éste llegaba como azorado, como espeluznado, mirando por todas partes y recelando de todo, pegándose mucho a su padre o tutor, que generalmente le servía de patrono para entrar en la terrible casa. Los colegiales fisgaban, criticaban sin piedad, discutían los apodos que iban a ponérsele y concertaban las espantosas travesuras de que iban a hacer víctima al susodicho nuevo.

Esa mañana de que estoy hablando llegaron muchos antiguos y algunos nuevos, pero no aparecía aún Luisito, y eran las diez de la mañana.

Fuéronse todos a estudiar, pero yo me di maña para quedarme esperando en el primer patio, seguro de que el canónigo no tardaría en llegar con el chico.

En efecto, a las once oí acercarse un carruaje; el empedrado de la calle resonaba con las herraduras de dos caballos frisones, y un momento después, éstos se pararon frente a la puerta del colegio. El carruaje era magnífico y revelaba pertenecer a una familia opulenta. El cochero y el lacayo vestían una lujosa librea. Los soberbios frisones tordillos rodados ostentaban guarniciones riquísimas.

Yo me asomé a la puerta para ver bien: el lacayo bajó del pescante, abrió, descubriéndose, la portezuela, bajó y aguardó inclinado. Entonces el canónigo salió recogiéndose el luengo manto de paño, apoyando con cuidado el largo pie calzado con chinela de hebilla de oro en el estribo, y sacando con dificultad el gran sombrero acanalado, todo lo cual formaba el hermoso arreo de los ministros del Señor en aquella época, arreo por lo cual suspiran todavía algunos aficionados a las usanzas carnavalescas.

El canónigo, luego que se hubo colocado su gran sombrero a la don Basilio y acomodándose los anteojos de oro, fue a ofrecer galantemente la mano a una dama, para ver a la cual todo yo me volví ojos.

¡Ah! y valía la pena. ¡Qué aparición! ¡Qué mujer! ¡Cómo me sonríe todavía esta encantadora imagen después de tantos años, y de tantas vicisitudes, y de tantas mujeres!

La dama era hermosísima y vestía lujosamente a la española, como la mayor parte de las grandes señoras de México en aquel tiempo. Yo no vi por lo pronto más que un bello rostro que se inclinaba para ver el estribo, una rica mantilla negra que ondeaba sobre los hombros y velaba el semblante y el cuello blanco y majestuoso, una ancha falda de moaré negro que crujía al desplegarse fuera del coche; una manga también negra, de la que se destacaba entre un círculo de finísimos encajes un puño de alabastro, rematando en una mano aristocrática cubierta con un guante color de caña y llevando un devocionario con pasta de marfil y un rosario de pequeños corales entre los dedos. Otra mano igual se alargó al canónigo buscando su apoyo; luego asomó entre la falda un hermoso pie calzado con zapato bajo de seda (no usaban botitas entonces) de color oscuro, con lindas cáligas; después el principio de una pierna robusta y elegante, cubierta con una media bordada de seda color rosa. Y luego sufrí una especie de vértigo: la sangre juvenil, mi sangre virgen y ardiente me había puesto una venda roja en los ojos. Creí que iba a caer. Ni vi bajar al niño, ni me importaba después de haber visto a aquella diosa.

Detuviéronse un instante para que la dama arreglase su tocado y el jovencito su chaleco, pantalones y corbata. En este tiempo pude reponerme y colocarme, desde mi escondite pude contemplar a mi sabor a la dama. Tendría de treinta y cinco a treinta y ocho años; sí señor, era una beldad, un po matura, como entre el claroscuro de un corredor, de modo que no fui visto por ninguno. Pero dice Mephistófeles en la ópera, pero ¡qué hermosa! y ¡qué fresca! y ¡qué provocativa! Tenía todos los encantos punzantes de las frutas del trópico en plena sazón.

Conducida por el canónigo atravesó el primer patio para dirigirse a la sala rectoral, y entonces pude admirar toda la esbeltez de su talle que le hubiera envidiado una joven de quince años, toda la gracia, toda la soupplesse de sus movimientos, toda la opulencia de sus formas, perfeccionadas por el genio de la voluptuosidad. Volvió por casualidad el semblante hacia el lado en que yo me encontraba, y al mirarlo de nuevo, me pareció más bello todavía. Cabellos rizados sobre una frente blanca y tersa; ojos negros, dulces y apasionados, revelando inteligencia y energía; nariz altiva; labios de granada, sensuales y húmedos; un cuello erguido; todo, en fin, me hizo conocer por instinto que aquella mujer no era vulgar. Sentí desfallecer mi corazón. ¿Qué significaba eso?

¡Qué diablo! Siempre que alguna mujer ha tenido que influir algo en mi vida, me ha producido al verla semejante impresión. ¿Es el aviso misterioso del Destino? ¿Es el aletazo de esa procelaria invisible que se llama el agüero? No lo sé, pero la experiencia me ha enseñado a conocerlo, y jamás ha fallado.

El señor rector, avisado de la llegada de tan extraordinaria visita, salió a recibirla apresurado, y la condujo a su sala. Algunos momentos después fui llamado.

Era la primera vez que iba a verme frente a frente de una dama distinguida y hermosa, y se apoderó de mí una emoción terrible. El corazón me palpitaba fuertemente, la sangre me subía a la cabeza y se me doblaban las piernas. A esta primera turbación sucedió rápidamente una especie de miedo; debí haber palidecido espantosamente. Así me acerqué a la puerta de la sala rectoral, y toqué.

—¡Adentro! —dijo con voz imperiosa el rector.

Y me encontré entonces frente al temible grupo, al cual no pude distinguir; tal fue el vértigo que sufrí; apenas pude inclinarme y balbucir un saludo incomprensible.

—Jorge —me dijo el rector—, el señor canónigo ha llamado a usted para presentarle a este niño.

—Vamos —añadió el eclesiástico—, aquí tiene usted a Luisito.

El chico se quedó viéndome como un imbécil y nada habló, permaneciendo sentado en el sofá entre su mamá y el canónigo.

—Niño —dijo entonces la dama—, abraza a tu amigo, al que va a ser tu amigo y tu compañero en el colegio.

Luisito se levantó y vino a abrazarme. Yo correspondí con una amabilidad automática. La presencia de la bellísima señora, el sonido de su voz dulce y penetrante me tenía arrobado.

Yo no sabía más que mirarla e inclinar la vista dominado por aquellos ojos ardientes y lánguidos.

—El señor doctor me ha dicho —añadió ella—, que usted es un niño muy bueno y muy aplicado, y eso me ha dado mucho gusto, porque Luis tendrá en usted un amigo como yo lo deseo; ¿no es verdad que lo va usted a querer mucho?

—Sí señora, mucho —respondí con vivacidad—: en mí va a tener un hermano, y ustedes, no se arrepentirán jamás de haber confiado en mí.

—Gracias, gracias, jovencito —replicó la dama—; estoy muy tranquila.

Y luego, volviéndose al rector y al canónigo, les dijo en voz baja, pero de modo que yo lo oyese:

—¡Qué simpático es!

Evidentemente aquella frase había sido dicha para halagarme; iba a ser el amigo y el protector de su hijo, y natural era que procurara captarse mi voluntad; el hecho es que yo me sentí dulcemente lisonjeado, y al acabar de pronunciar ella aquellas palabras, le dirigí una mirada muy atrevida para un colegial de dieciséis años.

—No tenga usted cuidado, Beatriz —dijo el canónigo—: este Jorge es un excelente muchacho; él sabe que me está recomendado por su padre, que es un honrado amigo mío y pariente; de manera que viéndome a mí como su protector, en México, él hará por darme gusto todo lo posible en favor de Luisito.

—En cambio, yo seré para él una amiga tierna, una madre que lo querrá mucho y que procurará hacerle menos amarga la ausencia de su familia.

Beatriz, que se levantaba, dijo esto con acento conmovido y mirándome dulcemente; me alargó una de sus manos hechiceras que yo me apresuré a tomar entre las mías trémulas, y aun la habría besado mil veces si la presencia de aquellos dos viejos no me hubiera quitado en el acto la tentación fuerte que me vino. Luego me preguntó:

—¿Usted tiene aquí alguna familia conocida en cuya casa pase los domingos y días de fiesta?

—No señora —respondí—; la única persona respetable a quien estoy recomendado en México es el señor canónigo, a quien visito todos los domingos un momento, y me vuelvo al colegio.

—Usted sabe, Beatriz —interrumpió el canónigo—, la casa de una persona como yo, que vive sola… no puede ofrecer atractivos a un joven deseoso de distraerse, de pasear… por eso no detengo jamás a Jorge, que preferirá pasear un poco.

—Pues bien, Jorge —dijo la dama—, desde hoy sabe usted que tiene una casa en la calle de* * * número* * * y espero a usted en ella todos los domingos. Vendrá el coche por usted y Luis, y por nada deje usted de acompañarle. Señor rector, yo espero que usted no tendrá inconveniente en permitir a Jorge que vaya con mi hijo a casa, ¿no es verdad?

—Ciertamente, señora —contestó el rector— y yo me alegro de que este muchacho tenga la oportunidad de frecuentar una casa tan respetable como la de usted, en la que se encontrará siempre un círculo de personas distinguidas, con cuyo trato irá familiarizándose con la sociedad, puliendo sus maneras y dejando ese encogimiento que es propio de un joven campesino. ¡Oh! es una fortuna para usted, Jorge, esta que se le ofrece, y yo espero que sabrá usted agradecerla y aprovecharla.

—Sin duda, señor rector, yo agradezco con todo mi corazón tamaño bien, y procuraré hacerme digno de él —contesté yo inclinándome ante la señora.

Entonces ésta, con los ojos inundados de lágrimas, abrazó a Luis y le besó en las mejillas, diciéndole:

—Tú te quedas, mi Luis; dentro de una hora te enviaré tus cosas.

El rector indicó que podíamos Luis y yo acompañar a la señora hasta la puerta referida. Allí Beatriz volvió a abrazar y a besar a su hijo, procurando ocultar el llanto, y luego volviéndose a mí con una amable sonrisa, aunque con las lágrimas temblando en sus largas pestañas, me dijo apretándome la mano:

—Hasta el domingo, Jorge; mire usted que le espero. ¡Le dejo a usted a mi hijo!

Una de aquellas lágrimas había caído en mi mano; yo la llevé a mis labios, y apenas pude responder:

—No tenga usted cuidado, señora, no tenga usted cuidado.

El canónigo se despidió también de nosotros, abrazó a Luis y me dio la mano; pero yo apenas le hice caso, absorto como me hallaba, siguiendo con una mirada de profundo cariño a la hermosa Beatriz que entró en su coche apoyada por el rector.

Despidióse éste del canónigo; aún se asomó la dama para darnos el último adiós, y el carruaje partió dejándome como petrificado.

La voz del rector me sacó de mi éxtasis amoroso, mandándome que llevase a Luis al estudio y que le indicara cuáles eran los deberes que tenía que cumplir.

Luisito era un muchacho de doce a catorce años, de modo que era poco menor que yo, raquítico y revelando en todo su carácter al niño mimado y orgulloso, pagado de su aristocracia y de su dinero. Conmigo se mostraba amable, confiado y expansivo, y aun comprendió desde luego que él iba a ser la yedra y yo el olmo, que su debilidad tenía que buscar apoyo en mi fuerza, y que era perfectamente inútil que allí mantuviera los humos de niño rico, que son tan ridículos y que de nada sirven en un lugar en que el primer rango está reservado a la inteligencia. Así, pues, desde el primer instante se plegó ante mi energía y mi superioridad.

En cuanto a mí, a las dos horas de hablar con él, había yo reconocido que Luisito era un solemne bestia.

Clemencia. Cuentos de invierno
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