III

Venecia, mayo 17.

Heme aquí desfallecido y casi espantado. La obsesión de la imagen de anoche se ha hecho cada vez más obstinada e intensa.

Dormí mal; me despertaba a ratos, como presa de una inquietud febril. Atribuía esto a mi irritabilidad nerviosa. Acaso también sea cierto que Venecia, a pesar de su ponderada salubridad en la que creen algunos viajeros, sea realmente tan malsana, como lo son todas las marismas. ¿Por qué las lagunas del Adriático habían de ser la excepción? Hay viajeros que han sido atacados aquí de fiebres palúdicas, y la verdad es que la humedad nocturna aquí ocasiona frecuentes enfermedades, especialmente a los que no están aclimatados. Tal vez mi inquietud, mi insomnio, no serían más que los síntomas de esas fiebres paroxismales que suelen anunciarse así en las costas de mi América.

Pero, entonces, ¿por qué al despertar, en vez de pensar en este peligro, he pensado en la joven alta y enlutada del palacio Capello?

Luego volví a dormirme con un sueño pesado y bochornoso, y aún soñaba; ¿qué?, la misma imagen inclinándose en su balcón y contemplándome con sus ojos que brillaban en la sombra.

¡Por fin amaneció! Y en el primer rayo de sol que al través de los cristales y de las cortinas alcanzó a penetrar hasta los pies de mi cama, no vi más que la misma imagen pertinaz y hechicera.

Diríase que tenía yo la visión fija en los ojos, como en los lentes del pobre enamorado de Hoffmann.

Vestíme y salí. No puedo ocultar que me preocupaba esta idea fija, más bien dicho esta imaginación que me complacía en acariciar, y que me causaba por instantes el calosfrío del miedo.

Después de un desayuno fortificado pero tomado con mediano apetito, ocupé mi góndola.

Giorgio, así se llamaba el joven gondolero, me esperaba desde temprano, pues lo había prevenido el día anterior. Debíamos hacer nuestra visita a la Plaza de San Marcos y examinar la hermosísima y famosa basílica bizantina enriquecida con los despojos y riquezas del mundo oriental.

¡Ah!, no vaya llenar cien páginas con la descripción de las maravillas que contemplé. ¿Qué podría yo decir de nuevo ni de bello después de tantos? Yo me sentí deslumbrado, admiré y me extasié en presencia de cada una de aquellas maravillas de arte, pero ¡ay!, también delante de cada una de aquellas maravillas, delante de cada columna, de cada altar, de cada bóveda, de cada primor escultural, de cada cuadro de los más famosos maestros, la imagen de mi bella desconocida se interponía arrancándome un suspiro.

¡Por donde quiera ella y siempre ella! Pero ¡cosa rara! Aún no había podido ver claramente su rostro y éste tomaba una forma vaga e indeterminada que mi imaginación no lograba precisar, no contentándome con darle la hermosura ni la expresión de las madonas del Tiziano y de Pablo, el Veronés.

Era otra cosa, y esa otra cosa yo la sentía así, lejanamente, confusamente, como algo que se quiere distinguir en medio del delirio o entre los vagos recuerdos de la niñez.

Salí luego y recorrí la Plaza de San Marcos, iluminada por un bello sol de primavera; me mezclé entre la muchedumbre y traté de aturdirme y de libertarme de una especie de opresión que iba apoderándose de mí.

Presa de esta sensación extraña visité el Palacio Ducal, contemplé la Escalera de los Gigantes, la Escalera de Oro y la Sala del Gran Consejo, llena de cuadros maravillosos de Tintoretto, del Veronés, de Palma, de Zaccari, de Contarini y del Tiziano, cuadros que he visto de prisa, reservándome para otra ocasión admirarlos por largo tiempo.

Estaba yo como impulsado por un deseo de locomoción irresistible, y a causa de él, salí del Palacio Ducal y fui al famoso café Florián a tomar un refresco. Allí encontré una multitud de venecianos, de extranjeros y de hermosas damas, tomando ya una limonada, ya la bebida de anís tan predilecta de las venecianas. Si ella hubiera estado allí, de seguro que no la habría reconocido. ¡Imposible! Lo que yo tenía fija en mi imaginación era la imagen de una mujer joven, envuelta en la sombra crepuscular, y reclinada en los marmóreos balcones de un antiguo palacio. Todo lo demás no era nada para mí.

Por fin me separé de allí al mediodía, y regresé a mi alojamiento; demasiado cercano, en la riva Schiavoni, a pocos pasos de la Plaza de San Marcos.

Y me eché en un sillón, triste, pensativo, cada vez más inquieto. Por fin, ¿qué era aquello que yo sentía? ¿Amor o locura? Para el amor era demasiado pronto y demasiado raro. El amor es hijo del hábito, decía yo; es preciso haber sido envuelto por la nube magnética que se desprende de la persona amada, para sentirse preso y encadenado. Pero esto ¿es una verdad constante? ¿No se puede amar de súbito y como víctima de un deslumbramiento? ¿El dardo de la fábula no puede clavarse en un instante, también en la vida real? ¿Acaso el amor no es una enfermedad que se contrae en una sola mirada, al escuchar un acento, al estrechar una mano? Todas estas ideas desfilaban ante mí como extrañas paradojas en que nunca había parado la atención. Yo no había amado así nunca, pero ¿es que se ama siempre del mismo modo? ¿En el amor, el procedimiento es siempre igual?

En resumen, si esto no era amor, seguramente era locura. Mi pobre cerebro, ocupado constantemente con un pensamiento solo; nublado siempre por las sombras de un pesar intenso, irritado por la desesperación, habría acabado por desorganizarse. Esta sola idea hacía circular por todo mi cuerpo un calosfrío que me helaba y que me hacía sentir, como un puñal clavado en el corazón. Pero si era locura, ¿no era lo natural, puesto que también en la locura hay lógica, que se tradujese en el sentido de mi preocupación y de mi enfermedad moral? ¿Por qué, pues, la imagen antes adorada se había sumergido en el océano oscuro de mi memoria, y sólo surgía en él luminosa, tenaz y querida, la imagen entrevista ayer?

De todos modos, hay algo de consolador en medio de este extravío que sufro. Yo he venido aquí para buscar refugio a mis dolores, para morir lentamente, para extinguirme como una lámpara, poco a poco, lanzando los últimos y pálidos fulgores de la razón.

Y si encontrase algo que me hiciese vivir, que reanimase mis esperanzas, que me hiciese sufrir, que con nuevos tormentos sobrexcitase mi sangre debilitada y mi fuerza moral decaída, ¿no sería un remedio? Remedio ¿para aliviarme?, ¿para apresurar el fin?

Acabé por tener fiebre y me adormecí, desfallecido.

Clemencia. Cuentos de invierno
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