III

Pasé aquel día soñando y rumiando las sensaciones que había tenido en la mañana. Como mi familia estaba acostumbrada a las excentricidades de mi carácter, no paró la atención en aquella agitación extraña de que me sentía sobrecogido, ni en aquel aparente mal humor que me hacía permanecer obstinadamente callado. Por otra parte, yo procuré estar el menor tiempo posible en mi casa, y según mis inclinaciones, volví a salir al campo, sólo que esta vez tomé un rumbo opuesto a aquél en que se hallaba el lugar querido en que había pasado mi primera escena de amor.

Me dirigí por las escarpadas orillas de otro riachuelo a una montaña vecina. Tenía deseos de estar absolutamente solo, y de entregarme a mis pensamientos en el silencio de los bosques. En pocos momentos comencé a trepar por las rocas, y fui a escoger una punta desde donde podía dominar el pueblo, y el hermoso y pequeño valle en que está situado, y que verdegueaba entonces con los sembrados, divididos simétricamente. A mi lado y a mi espalda se extendían grandes y espesos bosques de encinas y de pinos, en los que reinaba un silencio solemne, apenas turbado de cuando en cuando por el blando rumor de las hojas agitadas por el viento suave del mediodía.

A mi frente y abajo de mí, tenía el pueblo y el valle. Muchas veces había contemplado este mismo panorama, pero jamás me había parecido tan bello. Era que faltaba algo que lo animara a mis ojos.

Entonces me pareció encantador. Y realmente mi pueblo era bonito. El caserío era humilde, pero gracioso; la pequeña iglesia, que a mí se me figuraba el edificio más gigantesco del mundo, tenía dos torrecillas pardas, que juntamente con la fachada, en que había dos ventanas laterales y una puerta aplastada y deforme, daban al conjunto un cierto parecido a la cabeza de un burro en estado de meditación. A orillas del pueblo y por todos lados, había huertos, y allá al Oriente se extendía, coqueto y azul, un lago formado por las vertientes de las sierras que se levantaban en círculo en derredor del pueblo.

Aquel día, el pueblo, el lago, las llanuras, los trabajadores que en grupos veía entre las sementeras, los ganados que pastaban en los ejidos y que estaban divididos de aquéllos por una gran cerca de piedra, que se extendía serpenteando entre los arroyos, todo me parecía iluminado con una nueva luz. Había alma en ese cuadro antes mudo. Si alzaba la cabeza para contemplar el cielo, lo veía azul, radiante y risueño, con sus nubecillas blancas y transparentes que se tendían en el espacio formando figuras caprichosas.

Yo sentía que se elevaba por todas partes un himno melodioso y solemne, que despertaba en mí sensaciones desconocidas.

¡Ay! El himno se elevaba dentro de mi propio corazón. El amor es un sol que anima con sus rayos todo lo que se halla en derredor nuestro, y a cuyo contacto todos los objetos, semejantes a la antigua estatua de Memnon, producen un sonido armonioso.

Yo amaba, y eso era todo.

Después de mi primer arrobamiento en aquella soledad, mis ojos se dirigieron, como es de suponerse, hacia el lugar en que aún estaba Antonia, hacia aquellas dos pequeñas colinas que apenas se distinguían entre el mar de esmeralda del llano.

Apenas las había distinguido, cuando me acometió el irresistible deseo de volar a aquella parte, y sentí no tener alas para hacerlo con la rapidez del pensamiento, y aun envidié a las águilas, que levantándose en enormes espirales, dominaban majestuosamente el espacio que cubría aquel lado del valle.

Sin embargo, y a pesar de la distancia y de la hora, bajé de prisa de mi peñasco, y con la ligereza de mi edad y de mi organización de montañés, me puse en el instante en la llanura y tomé una vereda que debía conducirme en la dirección de las deseadas colinas.

El sol declinaba ya, cuando llegué al gran camino que conducía de aquellos lugares al pueblo, y fui encontrando a numerosos trabajadores, que con sus instrumentos de labranza se dirigían a sus hogares, aunque no era muy tarde.

Avancé, no sé si con temor de encontrar a la familia de Antonia, pero sí arrastrado de un frenético deseo de volver a verla, como si aún dudara de que existía, y necesitara contemplarla de nuevo para convencerme de que la entrevista de la mañana no había sido un sueño de mi fantasía juvenil y ansiosa.

De repente, y al dar vuelta a un recodo, oí voces y me detuve, porque el corazón me palpitó de una manera terrible. Tuve necesidad de apoyarme en el débil tronco de un arbusto para no caer desplomado.

No tardó en aparecer un grupo. Por delante, y montado en una gran mula venía el viejo padre de Antonia, labrador robusto y frescote que a pesar de sus sesenta años presentaba un aspecto bastante vigoroso. Estaba vestido como los labradores y rancheros riquillos; con su zamarra de cuero rojo adornada con agujetas de plata, calzón corto de panilla azul, botas de campana, también de cuero rojo, y mangas de paño azul cruzadas en la silla y forradas de indiana de grandes flores. Detrás de él venía la madre de Antonia, gruesa matrona de cincuenta años, pero que montaba muy lista una yegua de pasito. Y al último apareció Antonia, que montaba una jaquita muy ligera, trayendo en las ancas a un hermano pequeño. A pie y a los lados caminaban dos mancebos, trabajadores en el maizal.

Antonia estaba vestida como en la mañana, sólo que venía calzada con zapatos bajos de mahon verde, lo que hacía encantador el piececito que pude ver posado en el estribo. Traía la cabeza descubierta y flotando sobre sus hombros sus cabellos ensortijados y negros. Platicaba con sus padres y reía alegremente.

Al distinguirme medio cubierto por el arbusto, la mula del viejo, pajarera como lo son la mayor parte, se detuvo, y aun se hizo atrás con cierta brusquedad; el viejo arrugó las cejas, clavó sus grandes espuelas de rodaja con campanillas en el vientre del estúpido animal, y siguió adelante, no sin echarme una mirada de curiosidad.

—Parece loco ese muchacho —dijo a su mujer que me contempló a su vez.

Yo no veía sino a Antonia. Ésta, sin embargo, pasó delante de mí en su jaquita ruborizándose imperceptiblemente, pero sin dirigirme siquiera una mirada. El muchacho, su hermanito, me arrojó una fruta silvestre, y se cogió riendo de la cintura de Antonia.

Yo no pude caminar más; y ¿para qué? Quedéme triste otra vez y más aún que en la mañana, porque ni había tenido el consuelo de ser gratificado con una sonrisa por mi amada. Ella se había visto obligada a disimular, evidentemente, pero a mí me pareció desprecio el disimulo. ¡Necio de mí! Desde entonces, y a pesar de mi conocimiento del mundo y de las mujeres, y de la necesidad en que se ven las pobrecillas de cubrir sus sentimientos bajo la impasible máscara de la serenidad, yo no he podido acostumbrarme a su disimulo, y siempre me hace mal. Figúraseme que tienen el deber de publicar por todas partes su amor, y que deben anteponer mi satisfacción a todas las consideraciones sociales. ¡Impertinencia del orgullo! El caso es que a todos los hombres nos sucede lo mismo, y que amamos siempre más a la mujer que, atropellando todo, nos hace dondequiera que nos encuentra una distinción, aunque la comprometa. No es sino en circunstancias muy especiales cuando preferimos el más profundo misterio, y nosotros mismos, menos aptos para disimular, las ayudamos con todo nuestro esfuerzo a enmascarar su semblante.

Aquella mañana había tenido mi primer goce amoroso; aquella tarde también tuve mi primera contrariedad, y cuando el sol acabó de trasponer las montañas y me vi obligado a volver al pueblo, ya inclinaba yo con inquietud la frente y sentía en mi corazón la primera gota de amargura. Veía acercarse la noche con impaciencia, pero abrigaba ya el mal pensamiento de hacer sufrir un poco a Antonia por aquel disimulo que, a pesar mío, no podía perdonarle.

Clemencia. Cuentos de invierno
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