17

La flor

Salieron a uno de los corredores. Las lámparas de cristal apagado derramaban una luz suave sobre aquel encantado lugar. El perfume de las magnolias, de las violetas y del azahar del patio, y el de los heliotropos y de las madreselvas del corredor, embalsamaban la atmósfera completamente. Aquello era un jardín encantado, un paraíso.

Clemencia condujo a Fernando hasta donde estaba un soberbio tibor japonés, sobre un pedestal de mármol rojizo, frente a una puerta abierta y que dejaba ver al través de sus ricas cortinas una pieza elegantísima, e iluminada también suavemente por una lámpara azul.

—Aquí está mi planta querida, es una tuberosa de la más rara especie… Vea usted qué hermosa es y qué rico aroma tiene. Aunque el invierno aquí no es nada riguroso como usted lo conoce, cuesta siempre trabajo conservar esta planta, que vive mejor en la primavera: por eso la estimo más hoy. No encontraría usted en todo Guadalajara un ejemplar igual. Y vea usted, esta flor se abre en la mañana, pero todavía más en la noche, y está más perfumada.

—En efecto, es divina esta flor.

—Pues bien; va usted a guardarla.

—¿Qué va usted a hacer, Clemencia?

—A cortarla ¿no he dicho a usted que iba a ofrecérsela?

—Pero vea usted que es una lástima, niña.

—¿La rechaza usted de nuevo? ¡Arranco la planta!

—¡Oh, no!… Pero ¿cómo agradecer?…

—¿Cómo? Guardando esta flor junto a su corazón, como una reliquia y como un talismán; le da el cariño y la honrará el valor. Guárdela usted, Fernando…

Y Clemencia la ofreció con las mejillas llenas de rubor a Valle que la tomó temblando, la llevó a sus labios y la colocó en un ojal de su levita.

Clemencia se quitó un pequeño alfiler de oro y clavó con él la tuberosa, que no podía afirmarse en el ojal. Sus bellas manos temblaban también, y como la levita estaba naturalmente abrochada al estilo militar, sintieron perfectamente los fuertes latidos del corazón de Fernando, que parecía próximo a estallar.

El joven perdía la cabeza. Sentía junto a su rostro los cabellos sedosos y perfumados de Clemencia: devoraba con sus ojos aquel cuello blanco y hermoso que no distaba de sus labios sino algunas pulgadas; oía también los latidos apresurados de aquel corazón virginal y ardiente, que se confundían con los del suyo. Las manos de aquella mujer encantadora oprimían su seno, su aliento le abrasaba…

Esto le parecía un sueño, y estaba próximo a desfallecer. Los labios se abrieron para pronunciar yo no sé qué palabras atrevidas y locas… pero apenas pudieron murmurar agitados y trémulos:

—¡Clemencia, piedad!

Clemencia fijó en él sus ojos negros y abrasadores, y ocultando en seguida el semblante volvió a tomar el brazo del joven y le obligó a dar algunos pasos.

—Tal vez sin pensar en ello —le dijo— he hecho romper a usted un voto o he profanado un recuerdo querido. Tal vez el pecho de usted es un altar sagrado en el que sólo alguna ausente tiene el derecho de poner flores… ¡soy una loca!

E inclinó la frente con tristeza.

—No; Clemencia, no… Yo juro…

—Pero he preguntado a usted en vano su secreto, usted no me ha creído quizá bastante digna de saberlo.

—Mi secreto es, Clemencia, que he sido siempre infeliz; que jamás un ser piadoso se ha dignado bajar hasta mí los ojos; que he cruzado la vida siempre triste, solitario y desdeñado; que sintiendo una alma fogosa y tierna, jamás he creído que nadie pudiese aceptar mi amor, y que usted es el primer ángel que aparece en mi camino tenebroso y maldito; que las palabras de usted han penetrado en mi corazón y han hecho nacer en él un sentimiento desconocido, dulce, poderoso, que ha crecido en minutos y que me abrasa. Que, desconfiado como todo infeliz, he creído que me hacía usted el juguete de un extraño capricho; que al ver a Enrique frente a nosotros esta noche; a Enrique, con quien no puedo compararme, que es tan hermoso, tan seductor, tan espiritual, he sentido… celos ¿para qué lo he de ocultar? Y que he querido huir de esta casa donde sufría yo tanto. Ahora mismo esto me parece un sueño. He ahí mi secreto.

Clemencia se estremeció al oír nombrar a Enrique; pero disimulando su emoción, replicó:

—¡Qué niño es usted, Fernando! ¿Y pudo usted creer que yo fuese una coqueta sin corazón que quisiera hacer del alma noble, desgraciada y generosa de usted el juguete de un capricho indigno? ¿Qué me importan la hermosura, la gallardía y la seducción del amigo de usted? ¿Cree usted que yo soy de las que prefieren eso a las dotes del alma? Desde la primera vez que le vi en casa de Isabel, establecí perfectamente la diferencia que hay entre usted, hombre de corazón y de talento, y Flores, que me parece un galán de oficio, sin alma, y cuyo espíritu, ligero y alegre, va revelando una vida gastada en los galanteos y los placeres. No me juzgue usted mal, Fernando, ni crea usted que soy la coqueta casquivana a quien calumnian en Guadalajara. Soy franca, desdeño las reservas de mi sexo, tengo una educación especial, una independencia de carácter que me permite reírme del qué dirán y hacer siempre lo que me inspira el corazón. Hace tres días que le conozco a usted, y esto me basta… Pero ahí viene Flores, Fernando, mañana estará marchita esta flor, pero yo la haré revivir con la savia de mi cariño…

Enrique se acercó entre envidioso y alegre.

—Clemencia ¿nos quiere usted privar de su presencia en el salón? Se va a bailar ¿podré contar con alguna pieza?

Clemencia afectó mirar a Fernando, como interrogándole.

—Comprendo —dijo Enrique— quería usted preferir a mi pobre Fernando; pero debo anticipar que éste no baila nunca.

—¿Es posible, Valle? ¿Usted no baila?

—En efecto, Clemencia, no sé bailar… y anuncio a usted que Enrique es un valsador terrible.

—¿Pero Isabel?

—Me ha dado ya la primera contradanza, después se tocará un valse… Ella misma le tocará, me lo ha prometido, es un valse de Strauss ¡un delicioso valse de Strauss!

—Bien, cuente usted con él.

—Gracias, hermosa niña. Pero, chico —dijo volviéndose a Fernando— ¿qué flor es esa tan linda que tienes en el ojal?

—Es la que le ofrecí… la más querida de mis flores, la que yo cuido como a una favorita…

—¡Dichoso Fernando! ¿Y para mí, Clemencia; no ha quedado otra por ahí?

—Era la única, Flores, la única que se había entreabierto esta mañana y que acabó de abrirse esta noche.

—¡Qué desgraciado soy siempre!… Yo no sé cómo Fernando me echa en cara mi felicidad.

—Pero esa no es la felicidad —dijo Clemencia— la felicidad consiste para usted en otra cosa…

—Es verdad, la felicidad consiste en verla a usted. ¿Qué flor es más roja, ni más perfumada que esos labios que envidiaría una virgen del Ticiano? …

Y Enrique hablando así se fue llevando a la joven y a Valle al salón, donde ya resonaban las armonías poderosas del piano y se empezaba el baile.

Clemencia. Cuentos de invierno
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