V

Si es verdad que el amor florece muchas veces mejor a la sombra protectora de un confidente, también es cierto, por desgracia, que otras, y son las más, se marchita y muere pronto. Es difícil hallar un amigo desinteresado que no venga con su influencia a envenenar el sentimiento que se nutre con la savia de dos corazones puros.

Antonia y yo pensábamos encontrar en la casa de la solterona, mi amiga, un santuario para nuestro amor naciente. Yo creí encontrar en ella una protectora, puesto que había yo sido el depositario de algunos de sus más caros secretos.

Pues bien, Antonia y yo nos engañábamos.

Al día siguiente de nuestra sabrosa entrevista nocturna, la muchacha fue a visitar a su madrina, y pasó en su compañía la tarde. Yo me hice el aparecido también, con cualquier pretexto, y fingí no conocer a mi amada, a quien contemplé, sin embargo, con mucha atención, entablando con ella una de esas conversaciones de muchachos, que establecen desde luego una gran intimidad.

Antonia estaba más bonita que nunca aquella tarde, pues se había puesto muy maja, y aún su madrina le elogió su belleza creciente y su lindo traje aldeano. Antonia estaba ligeramente pálida, y bien se conocía que había dormido mal. Era claro; debió haber sentido las mismas novedades que yo, después de nuestro coloquio sobre la cerca de su casa.

Ese día, sin embargo, ni la solterona tuvo nada que observar de extraordinario en nosotros, ni le dimos tampoco motivo para alimentar una sospecha, pero Antonia siguió visitándola asiduamente, y daba la casualidad de que yo concurría a la casa a la misma hora, y que me retiraba pocos momentos después de que Antonia había partido.

La joven alegaba como pretexto para sus frecuentes visitas, el cariño que tenía a su madrina; pero ésta era demasiado perspicaz para no ver en aquella ternura inesperada un motivo diverso. Además, estudiaba nuestros ojos, que se buscaban a cada instante; que se inflamaban con la llama del amor, que entablaban entre sí esos diálogos que los amantes inexpertos creen indescifrables, pero que son claros, clarísimos, para quien ha usado de ellos durante veinte años.

Dolores adivinó fácilmente lo que había entre nosotros, y dejándonos solos varias veces a fin de tendernos un lazo, en el que caímos por supuesto, pudo cerciorarse de nuestra intimidad. Nunca quiso sorprendemos, porque eso no le convenía; de modo que nosotros nos avanzamos hasta a creer que nos protegía decididamente, y le tributamos por ello una candorosa y sincera gratitud.

Sin embargo, ella parecía preocupada frecuentemente, y algunos días su mal humor inmotivado me causó una viva impresión. Antonia me confió por su parte, que varias veces la había recibido con extraña frialdad, a la que había seguido luego un arranque de afecto entusiasta. Atribuimos, como era natural, esta variedad de humor, a los cuidados y pesares que debía tener una señora como ella, que se permitía conservar relaciones amistosas con un amante que venía a verla cada mes como un fantasma, y que partía a la media noche galopando en un caballo negro, como lo había yo visto muchas veces.

Siempre al otro día de cada una de estas entrevistas tenebrosas, la solterona padecía jaquecas y nos hablaba poco; y aunque es verdad que esto no solía prolongarse por mucho más tiempo del acostumbrado, nosotros queríamos creer que no había otras causas que las ya mencionadas.

Y seguíamos confiados cada vez más en nuestra intimidad, a la que debía yo diariamente nuevas concesiones que no traspasaban, sin embargo, los límites de la inocencia infantil.

Antonia era menos candorosa que yo, pero era candorosa; y a los quince años, aunque presentía todas las exigencias que puede tener el amor, no las conocía, ni yo que era menos instruido que ella podía hacérselas comprender. A los trece años se hace más comúnmente el papel de Pablo que el de don Juan, y he ahí precisamente en lo que consiste la desgracia de los amantes muy jóvenes, y lo que hace insípido, soso y deleznable el primer amor.

La niña busca un preceptor en su amante. Sólo cuando ha llegado al otoño de su vida amorosa, gusta algunas veces, como Calipso, de encontrar un educando; pero esta afición extraña acusa infaliblemente un estado de decadencia en la mujer. La vieja, desdeñada ya por los Ulises, se refugia en los Telémacos. Es la peor desgracia que puede acontecer a una mujer galante. Pero, lo repito, la jovencita busca el atractivo punzante de lo desconocido; y como el inocente que ha prendado su corazón por la primera vez no puede ofrecérselo, ella espera siempre con inquietud al que vendrá en seguida; es decir, al perito en las cosas de amor. De manera que un primer amante joven es siempre un interino.

Entonces lo supe, bien a costa mía.

Tenía yo en contra esta circunstancia, y además otra no menos poderosa y que descubrí con terror, cuando no podía evitarla ya. La solterona, nuestra mentida protectora, me quería. Había entrado ya al maldito período en que las mujeres sienten con la llegada de su invierno un deseo insensato de rejuvenecerse. En tal momento, ¡ay del polluelo que se halle al alcance de una cotorra!

La mía tenía un amante, es verdad, pero éste no la encontraba ya ni bella, ni amable seguramente. Dolores lloraba, pasaba días enteros hundida en el tedio y en el desaliento; había agotado inútilmente todos los recursos con que una mujer experimentada y sagaz cuenta siempre para retener a un hombre. Pero el espectro aquel que apenas habíamos entrevisto algunas noches, se le iba de los brazos, y las últimas entrevistas eran los adioses de un amor fatigado.

La cotorra se resignaba a pesar suyo, y pensó en mí.

¡Pensó en mí! Y todas sus cavilaciones tuvieron desde entonces por objeto desbaratar el frágil castillo de mis amores inocentes con Antonia. No era muy difícil la empresa, y la casualidad ayudó maravillosamente a la solterona.

Clemencia. Cuentos de invierno
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