28

Prisión y regalos

Entretanto ocurrían en Zapotlán, donde Uraga había situado su cuartel general, los siguientes cambios.

El coronel del cuerpo de caballería a que pertenecían Flores y Valle había sido ascendido a general y recibido el mando de una brigada. Enrique, como lo dije hace poco, había recibido su despacho de teniente coronel desde antes de salir de Guadalajara, y en calidad de tal se quedó con el mando de su cuerpo. El general en jefe tenía afecto a este oficial por las recomendaciones que hacían de él frecuentemente, tanto el antiguo coronel como otros muchos amigos que el joven tenía en el cuartel general.

Convenía para los nuevos planes que el jefe del ejército del Centro acababa de formar, que algunas fuerzas de caballería avanzaran hasta las cercanías de Guadalajara, con el objeto de observar los movimientos del enemigo. En caso de avanzar éste hacia la nueva línea de defensa, tales fuerzas debían replegarse y unirse al grueso del ejército liberal.

Flores había pedido al general que su cuerpo fuese uno de los avanzados. Se le concedió y se le ordenó asimismo que marchara a situarse con él en puntos cercanos a la expresada ciudad. Enrique con tal objeto marchó llevando el resto del cuerpo, pues ya sabemos que uno de los escuadrones había avanzado hasta Santa Ana con Fernando Valle a su cabeza. Este joven ignoraba hasta el día seis las novedades ocurridas en su cuerpo; pero las supo el día ocho algunas horas antes de que llegara a la hacienda de Santa Ana el teniente coronel Flores con el otro escuadrón.

Fernando, al tener conocimiento de que su mortal enemigo venía a ser ahora su jefe, tuvo un momento de desesperación, y le ocurrió pedir desde luego su pase a otro cuerpo; pero la circunstancia de hallarse frente al enemigo le detuvo, y no halló más remedio que el de resignarse por lo pronto a su suerte.

Enrique llegó, y Fernando con la mayor amargura se vio obligado a presentarse a su jefe y a ponerse a sus órdenes, dándole parte de las novedades ocurridas.

En el momento se le mandó permanecer en la hacienda con cincuenta caballos, mientras que Flores marchó al pueblo de Santa Anita con el resto del cuerpo.

Una vez allí, Enrique, que tenía cerca de Valle oficiales que espiaban todos los movimientos de éste y que le dieron cuenta de ellos, supo que Valle había encontrado en la noche del cinco a dos leguas de Zacoalco, a un correo de Guadalajara, que había hablado con él en secreto, y que había abandonado un rato la columna para irse con él hasta el pueblo, volviendo después con un carruaje.

Todo esto era para Enrique un misterio, pero aunque estaba íntimamente convencido de que Fernando no abrigaba intención ninguna de traicionar, no quiso perder la ocasión de sacar ventaja de tamaña ocurrencia.

Fernando estorbaba para la realización de los planes que Enrique estaba concibiendo desde hacía algunos días, y en los que trabajaba con actividad, como lo sabremos después. La presencia de Fernando en el cuerpo era un obstáculo insuperable, presentábase la ocasión de hacerle desaparecer, y Enrique dio gracias a su fortuna por haberle puesto a punto de concluir su obra.

El extraordinario que llevaba a Zapotlán la comunicación de Flores, partió, y dos días después llegaba a Santa Anita la orden del cuartel general para prender al comandante Valle y remitirle con una buena escolta a Zapotlán.

Eran las seis de la mañana, y el oficial encargado por Flores de ejecutar la orden superior llegó a la hacienda de Santa Ana y no encontró a Valle ni a sus cincuenta jinetes, pero supo que el joven comandante había salido al oscurecer el día anterior de la hacienda, con destino a Guadalajara.

El oficial se quedó contrariado, e iba a avisar a su jefe de lo que ocurría, cuando divisó a lo lejos una polvareda, y un momento después vio aparecer a los cincuenta caballos, que con su jefe a la cabeza regresaban a Santa Ana.

Adelantóse el oficial al encuentro de Valle y le dijo:

—Comandante, buscaba a usted, y me sorprendo de no hallarle en la hacienda.

—¡Oh, capitán! —respondió Valle con aire sombrío—. Avancé un poco esta noche, y me alegro mucho de ello. ¿Qué se ofrece?

—Este pliego de parte del coronel —dijo alargándole una comunicación cerrada y sellada.

Fernando abrió el pliego, y apenas comenzaba su lectura se puso pálido, frunció las cejas y no pudo contener un movimiento de indignación, al que sucedió una sonrisa de desprecio.

—Comprendo —dijo con altivez— a tiempo viene esta orden. En fin, obedezco. ¡Capitán! —dijo a uno de los oficiales— queda usted a las órdenes del señor, y yo marcho en este momento.

Diez minutos después, y habiendo arreglado su pequeño equipaje, Valle salió en dirección a Zapotlán, conducido por una escolta de veinte hombres al mando de un teniente. Valle caminaba taciturno; pero de cuando en cuando se dibujaba en su semblante una sonrisa de triunfo.

—Es la primera vez —llegó a decirse en voz baja— que la casualidad me favorece. Era justo; hasta ahora no había sido todo más que un continuo llover desgracias sobre mí.

Habían andado seis leguas cuando encontraron a dos criados conduciendo dos magníficos caballos cubiertos con dos vistosas camisas de lana, y una mula que traía una pequeña caja.

Uno de los mozos se detuvo y preguntó al teniente:

—Señor oficial ¿me hace usted favor de decirme si está en la hacienda de Santa Ana el señor coronel Flores?

—En el pueblo de Santa Anita, muchacho. ¿Son para él esos caballos?

—Sí, señor —replicó el mozo—; se los llevo de regalo de parte del señor R… lo mismo que esa petaquita.

—¿Dónde esta el señor R…? —preguntó Fernando.

—El me despachó de Zapotlán, pero siguió su camino hasta Colima con la familia; de modo que allá debe estar ahora.

Los dos grupos se alejaron uno de otro, y el de los mozos del señor R… llegó a la una a Santa Anita, donde estaba el teniente coronel Flores.

Éste recibió la carta que le mandaba el padre de Clemencia, y manifestó la más grande sorpresa al concluir su lectura.

La carta decía poco más o menos así:

Querido amigo mío: Estoy altamente reconocido a la generosidad de usted, y sólo me permitirá acusarle por no haber seguido por el mismo camino que nosotros traíamos, y en el que el encuentro con usted nos hubiera sido sumamente grato, y nos habría proporcionado la ocasión de darle las gracias personalmente por todo lo que hizo esa noche.

Fue usted una providencia para nosotros. Aún tengo que acusarle otra vez por haber permitido que mi criado cometiese una falta que nunca le perdonaré. El caballo de usted cayó muerto en Zacoalco, a consecuencia de haberle hecho correr por prestarnos un servicio. ¿Cómo pudo usted suponer que yo aprobaría la compra de mi caballo que el mozo imbécil no discurrió regalarle?

Yo no supe esta ocurrencia penosa para mí, sino hasta llegar a Zacoalco, pues mi preocupación me impidió observar que el criado llegaba en el carruaje, sin el caballo que antes montaba. Después quise cerciorarme de que era a usted a quien debíamos tantos favores, aunque lo presumíamos y Clemencia lo tenía por seguro; pero una vez sabido en este pueblo por el general que había despachado a usted, lo cierto, y además el punto en que podía encontrarse, me decidí a escribirle enviándole además de las diez onzas que mi criado recibió indebidamente, dos de mis mejores caballos, y una mula que lleva para usted un pequeño botiquín que Clemencia había preparado para nosotros, y un precioso escritorio de campaña que era del padre de Isabel, que esta niña manda a usted como una muestra de gratitud.

Nosotros vamos a Colima. De allá escribiremos a usted frecuentemente; usted haga lo mismo, etcétera.

Enrique comprendió desde luego toda la historia del correo misterioso que hizo volver a Fernando a Zacoalco, y temió, por lo mismo, que su acusación cayese en falso, lo que no podía menos de suceder si se aclaraban los hechos. Pero contentóse por lo pronto con responder al señor R… una carta lacónica, dándole las gracias, y diciéndole que más tarde le explicaría todo lo que había de oscuro en su conducta. Después de lo cual abrió la petaca en la cual encontró el botiquín y el lindo escritorio, que era un verdadero dije, con cuanto había menester un jefe en campaña para el despacho de su correspondencia. Al abrir el primero de estos muebles Enrique encontró un billete que se apresuró a abrir. Era de Clemencia, y en él había puesto la enamorada joven las siguientes palabras:

Enrique mío: ¿Por qué no has querido hablarnos en el camino? He salido de Guadalajara, a pesar de tus instancias para que me quedase. No comprendo todavía por qué te empeñabas en dejarme con tus enemigos. Yo no podía vivir sin ti, y he salido a donde siquiera pueda tener noticias tuyas más frecuentes. Te mando mi botiquín, y la pobre Isabel te envía el escritorio de su padre que ella guardaba como reliquia, pero que desea que uses para que te acuerdes de ella.

Yo pienso en ti continuamente y te amo más que nunca.

CLEMENCIA.

Todo esto fue un motivo de temor y de contrariedad para Enrique, que veía bien claro la equivocación, y que consideraba cuánto bajaría en el concepto de aquella familia, y especialmente de aquella mujer tan apasionada y tan original, en el momento en que se explicase el qui pro quo, momento que no veía muy lejano.

Desde luego no dudaba que Fernando fuese el autor de aquella acción, que estaba tan en conformidad con su carácter; y como a sus propios ojos Valle aparecía tanto más generoso esa vez cuanto más desprecios había recibido de Clemencia en Guadalajara, temía que esta joven concibiese por su desdeñado rival una especie de admiración que pudiera convertirse… en simpatía.

Sin embargo —dijo para sí— la fortuna es mi madre, y la desgracia sigue a ese muchacho como una sombra.

Clemencia. Cuentos de invierno
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