15

Un salón en Guadalajara

Trasladémonos ahora, de noche, a una casa aristocrática… de Guadalajara, situada en la calle más lujosa y más céntrica de aquella ciudad, la calle de San Francisco. Allá, como en México, la iglesia del seráfico fraile presidía el barrio más encopetado y rico de la población. En esta calle viven las familias opulentas, las que reinan por su lujo y por su gusto.

Atravesaremos la gran puerta de una casa vasta y elegante, en cuyo patio, enlosado con grandes y bruñidas piedras, se ostentan en enormes cajas de madera pintada y en grandes jarrones de porcelana, gallardos bananos, frescos y coposos naranjos, y limoneros verdes y cargados de frutos, a pesar de la estación; porque en Guadalajara, inútil es decir que no se conoce el invierno, y que no se tiene idea de una de estas noches que pasamos en México en diciembre y en enero tiritando, y en las cuales, por más hermosas que sean, la luna, pálida de ira, humedece el aire y va derramando reumatismos por dondequiera, como dice Shakespeare.

No: en Guadalajara, en los meses de invierno, las plantas y los árboles no pierden su ropaje de verdura, ni las flores palidecen, ni las heladas brisas vienen a depositar sus lágrimas de nieve en los cristales de las ventanas.

Se siente menos calor, eso es todo, y los árboles se renuevan, según las leyes de la vegetación; pero la hoja seca cae impulsada por el renuevo que inmediatamente asoma su botón de esmeralda en el húmedo tronco. Así, pues, los naranjos, los limoneros y las magnolias del patio, que estaba perfectamente iluminado, se ostentan con toda la frescura y lozanía de la primavera.

Una fuente graciosa de mármol, decorada con una estatua, se levanta en medio, y alzándose apenas dos pies del suelo, salpica con sus húmedas lluvias una espesa guirnalda de violetas y de verbenas que se extiende en derredor de la blanca piedra, perfumando el ambiente. Aquello no es un jardín; pero es lo bastante para dar al patio un aspecto risueño, alegre y elegante.

Se sube al piso superior por una escalera ancha, con una balaustrada moderna, y cuyos remates y pasamanos de bronce son de un gusto irreprochable.

Cuatro corredores anchos, y también cubiertos con tersas losas de un color ligeramente rojo, se presentan a la vista al acabar de subir la escalera, y forman un cuadro perfecto en el piso principal. El techo de estos corredores, cuyo cielo raso está pintado con mucho arte, se halla sostenido por columnas de piedra, ligeras, aéreas y elegantes, que aparecen adornadas con hermosas enredaderas. Y en los barandales de hierro y al pie de ellos se encuentran dos hileras de macetas de porcelana, llenas de plantas exquisitas, camelias bellísimas, rosales, mosquetas, heliotropos, malva rosas, tulipanes y otras flores tan gratas a la vista como al olfato. Y jaulas con zenzontles, con jilgueros, con clarines, con canarios, entre las cortinas que forman la flor de la cera y la ipómea azul, y hermosos tibores del Japón conteniendo alguna planta más exquisita todavía, y peceras de cristal y surtidores de alabastro, y pequeñas estatuas de bronce representando personajes mitológicos, y grandes grupos en bajorrelieve en las paredes, todo esto aparece a la luz del gas encerrado en fuentes de cristal en aquella casa, revelando tanto la opulencia como el gusto.

Los corredores son jardines en miniatura. Uno de aquellos corredores conduce al salón, al que se entra después de atravesar una amplia y magnífica antesala amueblada lujosamente. El salón es una pieza en que se respira desde luego ese perfume que no da el dinero sino el buen gusto, es decir, el talento.

¿Conocen ustedes, en México, salones de familias opulentas? Pero no esos en que una fortuna insolente ha procurado aglomerar sin discernimiento, sin gracia, muebles sobre muebles, cuadros sobre cuadros, lámparas, columnas, consolas, jarrones, clavos dorados, tapetes, mesitas chinas, muñecos ridículos, formando todo aquello el aspecto de un bazar de muebles, el caos a que sólo da orden la inteligencia, y en cuyo centro se encuentra uno tan mal, tan a disgusto, tan deseoso de maldecir, como en la trastienda de una casa de abarrotes, como en la bodega de un judío usurero, esperando, en fin, por momentos ver aparecer a Mr. Jourdain, el burgués gentilhombre de Moliére, haciéndose el personaje de qualité y preguntándole a uno qué le parecen sus muebles. No: yo hablo de los salones elegantes por su buen gusto.

Pues bien; como el más elegante de esos, es el que vemos en Guadalajara. De seguro pertenece, dice uno al verle, a una familia muy rica, pero que tiene talento. A ese salón, que es el de la familia de Clemencia R…, se dirigieron los dos jóvenes oficiales, la noche siguiente al día en que habían estado en casa de Isabel.

—Me parece que vamos a pasar una tarde y una noche deliciosas —dijo Flores a su amigo—. Aquí hay aristocracia, chico; aquí no es la modestia graciosa de la casa de Isabel, sino la opulencia del dinero, juntamente con el buen tono. Ya lo ve usted, éste es el palacio de su reina. Forme usted idea de su carácter por todo esto.

—Casi me arrepiento de venir —respondió Valle— yo no estoy acostumbrado a estas reuniones ni a este lujo.

—¿Usted?… Pero hombre ¡usted, nacido en una casa tan opulenta como esta!

—Y ¿qué importa? ¿Acaso la conozco? ¿Acaso me he criado en ella? Entonces ¿usted no sabe que desde mi infancia soy hijo de la miseria? Yo creo que me ruborizaría aun delante de mi madre, si la viera en su salón de México.

Enrique y Valle penetraron en el salón, en donde su llegada acusó un silencio de algunos segundos. Se les esperaba, y hallábase reunida allí una sociedad selecta y distinguida. Había una docena de bellísimas jóvenes, otros tantos caballeros, y la familia toda de Clemencia esperaba a los oficiales con cierta ansiedad. Por supuesto Mariana e Isabel eran de la compañía.

La encantadora morena presentó los dos amigos a su papá, anciano respetable y vigoroso todavía, un personaje notable, no sólo por su fortuna y talento, sino todavía más por la cualidad rara de ser un buen patricio y de odiar por consiguiente la dominación francesa, que pronto iba a extenderse hasta aquellas regiones.

La madre de Clemencia era una matrona, bella todavía como Mariana, y amable hasta el extremo. Clemencia era la hija única de aquella familia afortunada.

Después los oficiales fueron presentados a todas las bellas señoritas de la reunión, y que pertenecían a las más distinguidas familias de Guadalajara.

Enrique fue acogido con las marcadas pruebas de simpatía que su gallarda presencia y la finura de sus modales le procuraban siempre; pero Fernando fue recibido como es recibido el ayudante después de su general, como es recibido el pobre después del rico, o como era recibido antiguamente el paje después del príncipe, con urbanidad pero fríamente. Al verle, las hermosas que aun sonreían siguiendo con la mirada al apuesto comandante, se ponían serias y apenas se dignaban otorgarle una inclinación de cabeza protectora. Isabel misma le saludó con cierta frialdad, acabando de dirigir a Enrique algunas palabras de tierna confianza.

El joven se habría desmoralizado, si Clemencia con su franqueza característica, no se hubiera dirigido a él y, poniendo una mano entre las del pobre oficial, no le hubiese dicho:

—Esperaba a usted con impaciencia, Fernando; desde las dos de la tarde los minutos me parecían siglos; en cambio, de hoy en adelante las horas me van a parecer segundos. Vamos a platicar mucho ¿no es verdad? Dejaremos a los artistas luciendo sus habilidades en el piano, y nosotros hablaremos de los asuntos del corazón. Vamos a ser amigos, no lo dude usted.

La conversación se animó luego. Enrique llegó a ser el centro de ella, y las bellas estaban pendientes de sus labios, como le sucedía siempre.

Pero el piano, un soberbio piano de Pleyel aguardaba y, después de un rato de amena conversación en que Enrique supo ganarse la confianza, la simpatía de sus oyentes hermosas y de sus oyentes graves, a instancia de Clemencia fue a tocar.

Para él era indiferente cualquier música, la ejecutaba por difícil que fuese; pero él preguntó a sus amigas Clemencia e Isabel, y ambas le señalaron una magnífica pieza alemana sobre temas de Sonámbula.

Enrique alcanzó un triunfo completo. Era artista en toda la extensión de la palabra, y el piano obedecía a sus dedos como un ser inteligente.

Aquí, aun se recuerda a este hermoso joven, como a uno de los mejores ejecutantes mexicanos, y en París obtuvo no pocos triunfos en los salones. Pudo haber llegado a ser un gran artista; pero, demasiado rico para contentarse con estos laureles que sólo halagan la ambición del pobre, pronto abandonó el arte para dedicarse a los placeres del amor y a los trabajos de la política.

Todo el mundo convino, sin embargo, esa noche, en que era apenas superior a Isabel; y el mismo Flores volvió a confesarse inferior a la blonda hija de Guadalajara, quien, decía él, le aventajaba en expresión, en sentimiento y, sobre todo, en edad; pues era seguro que cuando llegara a la que él tenía, Isabel no tendría rival.

Fue ella, acompañada de Enrique, a mostrar los prodigios de su habilidad; después ocuparon aquel asiento otras señoritas; de nuevo Flores arrebató con su asombrosa ejecución; varias amigas de Clemencia cantaron en seguida, mientras que ésta, enseñando sus álbumes a Fernando para tener pretexto de hablar con él, procuraba en vano arrancarle los secretos de su vida. Valle se encerraba en una reserva que no era posible romper; pero desfallecía al sentir aquella mirada magnética que tanta influencia tenía en su ánimo, y sentía palpitar su corazón a cada palabra que le dirigía, con su acento de sirena, aquella mujer encantadora.

Clemencia empleaba todo género de seducciones para fascinar y vencer aquella naturaleza demasiado débil para luchar con ella. Fernando se sentía subyugado.

Clemencia conocía a fondo el arte de mirar y de sonreír, sus ojos sabían languidecer como fatigados por la pasión, y mirando así, trastornaban el alma del pobre joven; su boca, sobre todo, tenía ese no sé qué irresistible que sólo las coquetas de buen tono saben usar, la sonrisa de Eva, infantil y cariñosa, el temblor de labios, como si la emoción los agitara, y luego, aquellos labios rojos y sensuales, aquellos dientes de una blancura deslumbrante, aquellos suspiros que parecían arrancados a un pecho próximo a estallar, aquel acento turbado y a veces cortado y brusco… Todo aquello era nuevo, era sorprendente para Fernando, que no conocía a la mujer sino de lejos, que no estaba en guardia contra las armas mortales de una sirena del gran mundo.

—Se conoce que usted ha sufrido mucho, Fernando —decía Clemencia al oficial, inclinándose para enseñarle los versos de un álbum junto a una mesa apartada del centro de la reunión— yo también he sufrido, y se lo digo a usted para darle una lección de franqueza.

—¿Usted, sufrir, señorita?… Usted tan bella, tan rica, tan joven…

—¡La belleza… el dinero… la juventud! ¿Cree usted que todo eso dé la felicidad? ¿Y el corazón?

—¿Ha tenido usted desengaños, han sido ingratos con usted?

—¡Ah no!… Yo no he amado nunca, me han cortejado mucho; pero han sido tan frívolos, tan necios todos mis adoradores… que viviendo en medio de ellos, he vivido en el desierto… Se me acusa de coqueta, aquí en Guadalajara, donde la maledicencia es el pan cotidiano; pero no encontrará usted a nadie que pueda asegurar que ha obtenido de mí ninguna prueba de afecto… mi corazón ha permanecido siendo de nieve.

—¡Qué feliz es usted, señorita!

—Fernando, no me diga usted señorita, dígame usted Clemencia. ¿Qué en México tardan tanto los amigos en llamar a una por su nombre? Esto de señorita me parece que está bueno para tratar a una compañera de viaje… ¿Me volverá usted a decir señorita?

—¡Oh, no!… es demasiada dicha la de tener el permiso de dar a usted su hermoso nombre, para que yo no me apresure a disfrutarla.

—No; dicha no es precisamente; pero me será grato oírme llamar así por usted… Hay tantos estúpidos que me tratan con familiaridad, que me parece una compensación, que usted use de un privilegio que yo le otorgo con gusto; y es la primera vez que yo lo otorgo… sí señor, los demás se lo han tomado ellos mismos.

—¡Clemencia, me enloquece usted!

—¿Por qué? —dijo la joven, levantando dulcemente sus ojos negros y ardientes, hasta fijarlos en los de Fernando, que temblaba de emoción—. ¿Le hago a usted mal?

Fernando iba a responder tal vez una necedad, cuando el padre de Clemencia invitó a todos a tomar el té, que se hallaba servido en una pieza inmediata.

—Se sienta usted junto a mí, Fernando, si es usted tan amable.

—Tan feliz, puede usted decir, Clemencia.

Y Valle ofreció a la hermosa sultana su brazo, en que ella se apoyó con dejadez y confianza.

Clemencia. Cuentos de invierno
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