IV

En efecto, sonó el toque de oración en el campanario del pueblo, en una de aquellas torres que parecían orejas de asno. Yo acompañé a rezar hipócritamente a las personas de mi casa; después comí de mala gana la colación de la noche, y al oír la queda fingí recogerme, pero me salí calladito de mi casa y me dirigí por el camino más corto, a la de Antonia, a tiempo en que el pueblo entero dormía y el silencio no era turbado más que por el ladrido de los perros. Ya se sabe que en los pueblos del campo, la gente se acuesta a la misma hora que las gallinas.

De puntillas, y conteniendo la respiración por miedo de los perros y del viejo de la mula, que se me figuró formidable para dar una paliza, me arrimé junto a la cerca de la casa patriarcal donde vivía Antonia, allí esperé acurrucado que ella saliera a buscarme.

Tenía yo un miedo atroz; ese miedo hace siempre muy voluptuosas las entrevistas; es la mostaza del manjar que se devora ansiosamente después. En tales momentos, el hombre es el débil, la mujer es la que tiene la fuerza protectora de su parte. No se tranquiliza uno hasta que no la ve.

Yo esperé una hora, lo menos. La noche estaba oscura; en la casa no se veía ya una sola luz. Aquella gran cabaña, con sus anchos camarines, sus trancas y sus árboles y flores, me causaba terror. Dentro de ella dormía el viejo de la mula que me causaba el efecto de un ogro.

Cuatro perros, que me parecían una legión entera de diablos, dormían acurrucados por allí cerca, y cada gruñido que se les escapaba en su sueño o al menor ruido de las bestias que había en la cuadra, me hacía saltar el corazón.

¡Qué difícil se me figuró aquella entrevista! ¡Cómo me pareció blando y tranquilo el lecho que había abandonado en mi casa por andarme arriesgando en aquellas aventuras peligrosísimas! Sentí que el amor era una cosa muy mala, puesto que tenía uno que esconderse así de las gentes.

Pero un rumorcillo, que apenas distinguió mi oído alerta, hizo circular mi sangre apresuradamente; el corazón me ahogaba.

Me pareció escuchar que se abría quedito una puerta y que se volvía a cerrar lo mismo. Luego distinguí entre las sombras un bulto que andaba cautelosamente, después los perros gruñeron, pero volvieron a callarse, el bulto se dirigió por el lado en que yo estaba, y se detuvo y percibí que me hacían con los labios:

—¡Pst! ¡Pst!

Yo respondí de la misma manera y entonces el bultito corrió apresuradamente hacia mí.

—¿Jorge?

—¿Antonia?

—No hagas ruido; mi padre ha estado malo de la cabeza y no ha podido dormir bien. Creí que no vendrías.

—¡Cómo no! —contesté—; y mira, pensaba yo no venir porque estaba yo sentido. Ni siquiera me viste hoy en la tarde.

—¡Ah! ¿Cómo querías que te viese? ¿No iban allí mi padre y mi madre? ¡Dios me libre de verte y de hablarte delante de ellos! ¿Y por eso te enojaste?

—Por eso.

—¡Tonto!

Y diciendo esto, la muchacha me abrazó con ternura. Yo me desenojé, la enlacé al cuello los brazos y le di muchos besos. Volví a insistir en mi deseo de besarle la boca. Pero ella se apartó bruscamente y me dijo:

—No; todavía no, todavía no.

—¿Pues hasta cuándo?

—Hasta que seas mi marido. Mi madre dice que no se debe uno besar la boca hasta que sea casada, porque si no, peca uno.

—¿Y por qué?

—Yo no sé, pero peca uno.

—Pues mira, será pecado, pero yo tengo muchas ganas de hacerlo.

—¡Jesús! ¿Quieres condenarte? ¿No ves que es el diablo el que te da esas ganas?

Antonia se puso seria. Yo callé: a esa edad, en ese pueblo, con aquella educación y a semejante hora, tal argumento me parecía poderoso. Pero debo decir en descargo de mi conciencia, que se me figuraban más terribles los perros, y sobre todo, el viejo de la mula, que el diablo. Así es que aguardé un poco. Mientras, abrazaba a la joven que se había sentado sobre la cerca y junto a mí. Tal aproximación me incendiaba, y no sabía yo, lo digo candorosamente, lo que deseaba y lo que quería hablar.

—Oyes —me preguntó Antonia—, y qué ¿quieres mucho a doña Dolores? —Así se llamaba mi amiga la solterona.

—Sí la quiero —respondí—, platica conmigo mucho y me hace regalos.

—Es mi madrina de confirmación —me replicó— y no la voy a ver porque mi padre está enojado con ella; pero si tú quieres iré allá seguido, para que nos veamos con más segundad, y así será mejor.

—¡De veras! —contesté alborozado—, como ella vive sola, podemos vernos en el patio, en la huerta, en la sala, cuando ella vaya a visita o esté rezando, y así estaremos mejor.

—Pues hasta mañana —me dijo, y abrazándome, buscó mis labios con los suyos carnosos y ardientes, y los oprimió de tal modo, que temí desmayarme. ¡Tal fue la sensación que experimenté y que jamás había adivinado! Ella también se puso como temblorosa y se quedó callada y respirando con dificultad. Yo me repuse primero, y le dije:

—¡Qué te pasa!

—Quién sabe —respondió—; déjame.

—Y ¿el diablo?

—¡Ah! —dijo bajándose de la cerca—. ¡El diablo! ¡De veras! ¡Jesús! Hasta mañana, hasta mañana.

El acento burlón con que Antonia hizo estas exclamaciones, me hizo comprender desde entonces que las mujeres no convierten sus escrúpulos en fantasmas sino para darse el gusto de reírse de ellos en la primera ocasión.

La muchacha corrió a meterse en su casa: los perros la conocieron y no hicieron ruido; pero yo, todavía agitado por aquel beso terrible, no puse mucho cuidado al bajarme de la cerca de piedras; rodaron algunas, y los perros que no necesitaban tanto para confirmar sus atroces sospechas, se dirigieron hacia mí como demonios, ladrando furiosamente. El terror me volvió con toda su fuerza; fié a mis piernas mi salvación, y corrí como un desesperado; pero los perros me alcanzaron y tuve que arrojarles mi sombrero para satisfacer su rabia. Llegué a mi casa jadeando y medio loco; pero una vez acostado y después de saborear todavía el dejo punzante y desconocido de aquel beso, me dormí, no sin dar terribles saltos a cada momento soñando que los perros afianzaban mis pantorrillas.

Clemencia. Cuentos de invierno
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