III

Permanecimos en Puebla cuatro días, y en la noche del cuarto, víspera de nuestro regreso a Taxco, fuimos invitados a comer en casa de unos comerciantes franceses. Concurrimos, en efecto, y tomando sendas tazas de té y apurando buenos vinos, nos estuvimos hasta medianoche, hora en que mi inglés consideró conveniente que nos retirásemos al hotel de Diligencias, en que nos habíamos alojado. La noche había estado horriblemente lluviosa, y tal era el ruido que hacía el agua por fuera, que muchas veces apagó los rumores de nuestra alegre conversación.

Los franceses nos detenían en su casa; pero como era de suponerse, teníamos que arreglar nuestras maletas para partir al día siguiente. Así es que, contentándonos con aceptar unos paraguas y unos capotes que entonces se llamaban mackintosh, nos lanzamos a las calles inundadas a la sazón.

Caminábamos apresurados y taciturnos en medio del chubasco, cuando al desembocar a una calle vimos con no poca sorpresa que una mujer, que desembocaba también por otra calle, y que parecía venir corriendo, se detenía asustada de vernos y procuraba excusarse de nosotros. Creyéndola sospechosa, nos dirigimos a ella, y antes de que pudiera escapársenos, la detuvimos y le preguntamos afectuosamente quién era y por qué corría a esa hora por las calles.

Ella no pudo responder al principio, llena de terror. A pesar de las tinieblas, conocimos que era una joven. Tenía un traje oscuro, y desde luego comprendimos que no era una perdida; pero también sospechamos que podría ser una mujer casada o hija de familia que huía de su casa por algún motivo grave, porque en tal noche y tan a deshoras sólo así podría una mujer joven y decente aventurarse de aquel modo.

La pobre muchacha, reponiéndose prontamente luego que conoció por el acento del inglés que su interlocutor era extranjero, respondió, aunque todavía tartamudeando:

—Señores, piedad; tengan ustedes piedad de una infeliz a quien persigue el hombre más abominable que hay en el mundo. Soy joven, huérfana de padre, pertenezco a una familia decente, aunque desgraciada, y me ven ustedes huir así porque mi casa es una horrible prisión en que se me había encerrado como a una reclusa desde hace tres meses, para hundirme en un convento… Pero… alejémonos, señores; alejémonos de aquí —añadió arrastrándonos consigo—, porque tiemblo de que me busquen y tal vez ustedes no serían bastante poderosos para librarme de mi perseguidor. ¿Son ustedes de aquí?

—No, señorita; somos forasteros; el señor es un inglés rico que ha venido a Puebla a negocios; yo soy empleado en sus minas; mañana debemos salir de Puebla.

—¡Dios mío! —exclamó la joven con desesperación—. ¿De modo que ustedes no tienen aquí casa en qué darme asilo? ¿Qué haré, entonces, Virgen santa?

—Señorita —repliqué—; nos hemos alojado en el hotel de Diligencias; allí tenemos dos cuartos, y de todas maneras puede usted contar con un asilo que le ofrecen dos caballeros, al menos por algunas horas. Temprano podremos ver a la autoridad y…

—¡Ah! ¡Dios me libre! —repuso vivamente la joven—; la autoridad me haría volver a mi prisión.

—Pero ¿cómo es eso?, ¿cómo podría la autoridad dejar de amparar a usted?

—Es que ustedes no saben que quien me persigue tiene potestad sobre mí y yo no podría tampoco revelar su conducta…; es el marido de mi madre, ¿lo oyen ustedes?, de mi madre, que lo idolatra, a quien es difícil convencer de que él es un infame, y que moriría de pesadumbre si yo lo arrastrase ante los tribunales y revelase los planes que ha puesto en juego para arrebatarme del mundo y despojarme de mis bienes. Prefiero huir, no sé a dónde; pero me alejaré siempre de esa casa y de la ciudad; y ya que he encontrado a ustedes les pido que me protejan, en nombre de Dios. Yo contaré a ustedes toda mi historia luego que lleguemos; importa que yo pase como una persona de la familia de ustedes; de lo contrario, todos correríamos peligro.

—¡Extraña aventura! —murmuraba en su idioma el inglés, en cuyo brazo iba apoyada la joven.

Estábamos atónitos, efectivamente, y el lance no era para menos.

Por fin llegamos al hotel; todo el mundo dormía, como es de suponerse, y nadie reparó en nuestra compañera. Como tomamos dos cuartos, la introdujimos en uno de ellos. Yo encendí la luz con una impaciencia que no podía disimular.

Estaba ansioso de ver el semblante de la joven desconocida que se nos echaba en los brazos de una manera tan romancesca. Temía mucho encontrarme con una criatura fea, y por momentos hubiera preferido que la oscuridad no cesase para mantener mi ilusión oyendo la voz fresca, dulcísima y conmovida de la joven.

Hacía algunos instantes que al pasar junto a un farol que despedía un fulgor moribundo, había podido entrever un brazo desnudo de la desconocida, y ese brazo me había parecido de una blancura y belleza admirables; pero podía haberme engañado, y esto era de temerse.

Encendí, pues, una luz, y alcé los ojos tan pronto como pude. El inglés se quedó absorto y con la boca abierta. La desconocida era hermosa hasta deslumbrar. Figúrate una joven de dieciocho años, alta, perfectamente desarrollada, esbelta como una estatua antigua, blanca y pálida, porque entonces la emoción había hecho desaparecer el color de sus mejillas, con ojos rasgados, negros y velados por grandes pestañas; una boca divina, y un cuello de diosa griega.

No es exageración de mi fantasía enamorada; aquella mujer era ideal de un poeta o de un pintor. Pocas veces había yo visto reunidas en tan alto grado la belleza majestuosa con la gracia que subyuga.

Su cabellera negra y ensortijada caía en desorden por sus hombros y espalda, porque, naturalmente, con la carrera se había descompuesto su peinado. Su agitación la embellecía más en aquel momento y le daba un tinte poético y extraño. Para nosotros, aquello era un sueño delicioso.

Estuvimos contemplando a tan perfecta hermosura algunos minutos, probablemente en una actitud que no debió de parecerle ni muy galante ni muy propia de hombres civilizados; pero no pudimos remediarlo: nos fascinaba.

Clemencia. Cuentos de invierno
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