5

Llegada a Guadalajara

Por lo demás, excusado es decir que el pobre comandante ni tenía aventuras de amor, ni aunque las tuviera serían del carácter de las de Flores. Era profundamente antipático para las mujeres, y él, que lo conocía, no las frecuentaba.

Siempre vestido con su uniforme cuidadosamente aseado, pero sin lujo, cuando asistía a algún baile, que era pocas veces y obligado por el coronel, se mantenía en un rincón y se retiraba a poco tiempo.

Así pues, ni una triste cualidad tenía mi comandante. Era un pobre diablo, bien seco, bien fastidioso, bien repulsivo.

Pero al día siguiente de aquel en que llegamos a Guadalajara, le vimos transformarse; lo que nos hizo pensar mucho. En la mañana se peinó, se vistió esmeradamente y salió del cuartel, dirigiéndose a una de las calles centrales. En la tarde volvió muy contento, trayendo en la mano un pequeño ramillete de heliotropos.

Alguno le dijo chanceándose:

—Parece que viene usted contento, comandante: ¡cosa rara! Trae usted flores: cosa más rara todavía. ¿Qué milagro es éste?

—¡Oh! es una cosa muy sencilla —respondió— hace tanto tiempo que no veo a ninguno de mis deudos, que me alegro de encontrar uno aquí.

—Hola ¿tiene usted aquí un deudo?

—Sí.

—¿Es uno, o una?

—Una… es una prima mía —contestó sonriendo y haciéndose comunicativo por la primera vez.

—Linda ¿eh, comandante?

—Sí, es guapa, muy guapa.

A estas palabras Enrique Flores se acercó al grupo que se había formado en torno a Valle.

—Y bien, compañero, ¿conque tiene usted primas guapas? Pues vea usted, yo creía que no tenía usted parientes en este mundo.

—Sí los tengo —respondió Valle— tengo muchos, más de los que usted cree, y en posición que usted no sospecha; sólo que yo los detesto a casi todos.

—Es claro, usted detesta a todo el mundo. Pero vamos a ver ¿aborrece también a la primita?

—No; a esa no, ni tengo motivo; ahora la conozco y, a primera vista, creo que es una buena criatura.

—A primera vista ¡pícaro! Eso quiere decir que es bella. Caballeros, he aquí el prodigio, Valle enamorado, Valle el taciturno, Valle el huraño, Valle el enemigo de las pasiones, Valle el que se reía con desdén de nuestras debilidades, hele aquí que se humaniza, que se hace accesible, que se apasiona… ¡Mal negocio, compañero, mal negocio! Va usted a hacer más locuras que nosotros, porque los empedernidos como usted, cuando resbalan, no paran hasta el abismo.

Valle recibió esta andanada que el burlón comandante le dirigió con su volubilidad y buen humor de costumbre, y se encogió de hombros.

—Conoceremos a la primita, por supuesto —añadió Flores— esto es si usted no lo lleva a mal, si no se vuelve usted un Otelo, porque también es otra gracia de los taciturnos y de los castos; cuando se enamoran se hacen celosos como unos árabes.

—No hay inconveniente —replicó Valle—. Usted la conocerá si ella lo permite, que sí lo permitirá. Es una joven amable y admirablemente educada, que tendrá mucho placer en conocer a mis camaradas.

—Muy bien —concluyó Flores— usted señalará el día de nuestra presentación, y que sea pronto, porque es preciso comenzar a hacer conocimientos en esta ciudad, que es un búcaro de rosas, que es un nido de ángeles.

Y dando un golpecito con familiaridad en el hombro de Valle, se retiró, haciendo nosotros lo mismo, no sin decir cada uno con malignidad:

—¡Pobre primita, con Enrique!

Ahora bien: faltábame decir a ustedes que el comandante no parecía querer a nadie en el cuerpo, más que a Enrique. Sea que el carácter simpático de Flores hubiera ejercido su influencia de siempre en el ánimo de Valle, sea que éste por miras secundarias tuviese necesidad de aparentarla, el hecho es que manifestaba frecuentemente una sincera atención hacia el comandante.

Le hablaba algunas veces sobre asuntos menos serios que los del servicio militar, le ayudaba en los trabajos de su escuadrón, particularmente en llevar su papelera, lo que hacía con facilidad y acierto; y algunas veces se propasó hasta regalarle alguna botella de exquisito vino, o un ramillete para que obsequiase a sus queridas.

Flores, en cambio, le reñía por su carácter reservado, le encargaba comisiones enfadosas, manifestándole de este modo su predilección, y aun solía pedirle consejo en asuntos de servicio.

Así, pues, se había entablado entre ambos jóvenes, si no una amistad, al menos una relación que no era la del odio. Esto explica la amabilidad con que Valle prometió a Enrique llevarle a casa de su prima.

Clemencia. Cuentos de invierno
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