XX
Ahora, para concluir: hace cuatro años que Julia se casó, dicen que todavía apesadumbrada y llevando al lado de su marido su virtud intachable, pero su corazón despedazado.
Dicen que él la adora; que ella es buena mujer y que cumple con sus deberes noblemente. Yo no entiendo así las cosas. No me alegraría de estrechar contra mi pecho un corazón que latiese al recuerdo de otro hombre.
Y agregan que la pobre Julia ha sabido perfectamente que yo no era casado. La cosa pasó de esta manera:
Díjose hace tres años que iba a casarme con una señorita que había yo dado en visitar (solamente para practicar el inglés que ella hablaba como su lengua). Pues bien: un día se platicaba acerca de esto en casa de Julia.
—¿Saben ustedes —dijo uno— que se casa el general R… con la señorita S…?
—¡Cómo —exclamó Julia, asombrada—, si ese caballero es casado!
—No, señora, no es casado; ¿quién le ha dicho a usted semejante cosa?
—No sé quién; pero me lo han asegurado.
—Pues no hay tal; yo soy su amigo íntimo y puedo asegurar a usted que no se ha casado nunca y que ni siquiera le hemos conocido un amor formal. Parece que tuvo una pasión de joven y que fue desgraciado; desde entonces no tiene corazón.
Me han contado que Julia se puso pensativa, que estuvo sombría durante la tertulia y que se retiró pronto, pretextando un fuerte dolor de cabeza.
Yo estoy seguro de que a esta hora me odia mortalmente.
En cuanto a mí, ni la amo ya ni la aborrezco; pero le estoy agradecido porque me curó en mis primeros años de esa horrible enfermedad del amor que acosa mucho en la edad madura. El amor es como el vómito: se cura la primera vez y no vuelve a atacar nunca.