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Dos citas de los cuentos de Hoffmann

Una noche de diciembre, mientras que el viento penetrante del invierno, acompañado de una lluvia menuda y glacial, ahuyentaba de las calles a los paseantes; varios amigos del doctor L. tomábamos el té, cómodamente abrigados en una pieza confortable de su linda aunque modesta casa. Cuando nos levantamos de la mesa, el doctor, después de ir a asomarse a una de las ventanas, que se apresuró a cerrar en seguida, vino a decirnos:

—Caballeros, sigue lloviendo, y creo que cae nieve; sería una atrocidad que ustedes salieran con este tiempo endiablado, si es que desean partir. Me parece que harían ustedes mejor en permanecer aquí un rato más; lo pasaremos entretenidos charlando, que para eso son las noches de invierno. Vendrán ustedes a mi gabinete, que es al mismo tiempo mi salón, y verán buenos libros y algunos objetos de arte.

Consentimos de buen grado y seguimos al doctor a su gabinete. Es éste una pieza amplia y elegante, en donde pensábamos encontrarnos uno o dos de esos espantosos esqueletos que forman el más rico adorno del estudio de un médico; pero con sumo placer notamos la ausencia de tan lúgubres huéspedes, no viendo allí más que preciosos estantes de madera de rosa, de una forma moderna y enteramente sencilla, que estaban llenos de libros ricamente encuadernados, y que tapizaban, por decirlo así, las paredes.

Arriba de los estantes, porque apenas tendrían dos varas y media de altura, y en los huecos que dejaban, había colgados grabados bellísimos y raros, así como retratos de familia. Sobre las mesas se veían algunos libros, más exquisitos todavía por su edición y su encuadernación.

El doctor L…, que es un guapo joven de treinta años y soltero, ha servido en el Cuerpo Médico-militar y ha adquirido algún crédito en su profesión; pero sus estudios especiales no le han quitado su apasionada propensión a la bella literatura. Es un literato instruido y amable, un hombre de mundo, algo desencantado de la vida, pero lleno de sentimiento y de nobles y elevadas ideas.

No gusta de escribir, pero estimula a sus amigos, les aconseja y, de ser rico, bien sabemos nosotros que la juventud contaría con un Mecenas, nosotros con un poderoso auxiliar y, sobre todo, los desgraciados con un padre, porque el doctor desempeña su santa misión como un filántropo, como un sacerdote. Eso más que todo nos ha hecho quererle y buscar su amistad como un tesoro inapreciable.

Pero, dejando aparte la enumeración de sus cualidades que, lo confesamos, no importa gran cosa para entender esta humilde leyenda, y que sólo hacemos aquí como un justo elogio a tan excelente sujeto, continuaremos la narración.

El doctor pidió a su criado una ponchera y lo necesario para prepararnos un ponche que, en noche semejante, necesitábamos grandemente, y mientras que él se ocupaba en hacer la mezcla del kirchwasser con el té y el jarabe, y en remover los pedazos de limón entre las llamas azuladas, nosotros examinábamos, ora un cuadro, ora un libro, o repasábamos los mil retratos que tenía coleccionados en media docena de álbumes de diferentes tamaños y formas.

Nosotros, con una lámpara en la mano, pasábamos revista a los grabados que había en las paredes, cuando de repente descubrimos en un cuadro pequeño, con marco negro y finamente tallado, que no contenía más que un papel a manera de carta. Era en efecto, un papel blanco con algunos renglones que procuramos descifrar. La letra era pequeña, elegante y parecía de mujer. Con auxilio de la luz vimos que estos renglones decían:

Ningún ser puede amarme, porque nada hay en mí de simpático ni de dulce.

HOFFMANN, El corazón de Ágata.

Ahora que es ya muy tarde para volver al pasado, pidamos a Dios para nosotros la paciencia y el reposo…

HOFFMANN, La cadena de los destinados.

—Doctor —le dijimos— ¿será indiscreto preguntar a usted qué significa este papel con las citas de los cuentos de Hoffmann?

—Ah, amigo mío ¿ya descubrió usted eso?

—Acabo de leerlo, y me llama la atención.

—Pues no hay indiscreción en la pregunta. Cuando más, es dolorosa para mí, pero no es ni imprudente ni imposible de contestar. Ese papel tiene una historia de amor y desgracia, y, si ustedes gustan, la referiré mientras que saborean mi famoso ponche. He aquí, caballeros, mi famoso ponche de girsch, que los pondrá a ustedes blindados, no sólo contra el miserable frío de México, sino contra el de Rusia.

—Sí, doctor, la historia; venga la historia con el ponche.

El doctor sirvió a cada uno su respetable dosis de la caliente y sabrosa mixtura, gustó con voluptuosidad los primeros tragos de su copa y, viéndonos atentos e impacientes, comenzó su narración.

Clemencia. Cuentos de invierno
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