XVI

Había encargado en México a un amigo que me transmitiera las noticias que juzgara importantes, que recibiera mi correspondencia y, sobre todo, que me hablara algo de Julia.

Era una debilidad bien perdonable en quien se alejaba para tomar parte en los peligros y para no volver, quizá.

Este amigo me escribió algunos meses después diciéndome: que tenía para mí una carta importantísima de Julia; pero que ignorando mi paradero no creía conveniente aventurarla; que se había visto obligado a hablar con ella y que tenía también cosas interesantes que comunicarme, y que si podía venir a México, lo hiciera.

Pero esto sí era difícil; estaba yo demasiado comprometido para que mi venida a México fuese segura para mí. Además, francamente, la guerra, mis nuevas esperanzas, mis nuevos pensamientos, habían amortiguado mucho mi amor y no me quedaban, por decirlo así, sino los dejos amarguísimos de aquella pasión que había comenzado a envenenarme.

Por fin, la guerra concluyó, el dictador se fue y ocupamos a México. Entonces vine a esta ciudad en diciembre de 1855, y tan pronto como pude fui a casa de mi amigo y le pedí la carta. Me la alargó, diciéndome:

—No es, con todo, lo más interesante; pero lee.

La carta decía esto:

Julián: Hace tiempo que no le veo a usted, y no comprendo por qué huye de mí. Estoy curada ya de aquella pasión que me arrepiento de haberle confesado. Conozco toda la nobleza de la conducta de usted para conmigo, que había ignorado hasta aquí. Venga usted a verme y hablaremos. No pronunciaré, lo prometo, la palabra amistad. JULIA.

Esta carta me hubiera enloquecido de gozo un año antes. Entonces no me produjo sino una alegría mediana; ¿qué me había sucedido?

Después, mi amigo me refirió lo siguiente: Julia, en aquellos tiempos en que vivió entre la mejor sociedad de México, tuvo oportunidad de conocer y aun de relacionarse con la novia del inglés, quien, por su parte, también procuraba conocer a la que por algunos días le causó celos. Ya entonces, y poco antes de que yo viniera a México, la madre de Julia había escrito al inglés manifestándole su profundo agradecimiento por los servicios que había prestado a su hija; pero el inglés, sincero antes que todo, había contestado a la señora que, en verdad, no era él quien había prestado los mejores servicios a Julia, sino yo, que desde Puebla me había resuelto a protegerla a toda costa; de modo que para no atribuirse un mérito que no tenía, declaraba que yo había obrado en eso con entera independencia de él, y que había llevado mi delicadeza hasta el punto de no haber acudido a su bolsillo para nada. Pero advertía que siendo yo demasiado susceptible en esta materia, no era conveniente hablarme nada de ello. Tal fue la razón que hubo para no escribirme entonces y Julia se limitó a procurar que yo la viese, para manifestarme que sabía cuanto yo había hecho por ella.

Después, como indiqué al principio, se hizo amiga de la novia del inglés, y ésta, en una de sus conversaciones, le refirió las explicaciones que aquél le había dado a propósito de sus celos, explicaciones que la dejaron satisfecha, porque su novio la convenció de que nada tenía que temer. Con este motivo, la amiga había enseñado a Julia una carta del inglés en que éste ponía en claro la conducta de la joven prófuga, y qué sé yo qué frases contendría la carta, que indignaron a Julia y le dieron a conocer cuáles eran las opiniones del inglés acerca de ella. Lo cierto es que la malignidad de la novia de mi rival, enseñando la carta a Julia, produjo su efecto. Julia, que aún conservaba en silencio y sin esperanza un amor leal y apasionado al inglés, quedó curada de él instantáneamente y no volvió a mencionar su nombre.

Entonces fue cuando me escribió.

—¡Ah!, ya comprendo —interrumpí yo, disgustado—. Quería vengarse; el despecho la hacía buscarme y quería dar celos al inglés haciéndome instrumento de su venganza.

—No —replicó mi amigo—; no seas injusto ni ligero. Julia no quería hacerte instrumento de venganza ninguna. Julia es demasiado noble y demasiado ingenua para engañarte. Y para que te convenzas, escúchame hasta el fin. Hace cinco meses, y cuando nadie sabía tu paradero ni se tenía por segura la conclusión de la guerra, hubo un gran suceso que vino a poner en claro los sentimientos de Julia.

»El socio del inglés y padre de su novia, quebró y quedó arruinado; de modo que la muchacha, cuya dote importaba antes unos dos millones, quedó reducida a una condición tan mediocre que apenas podía ofrecer con su blanca mano lo suficiente para no morir de miseria. El golpe fue terrible para el inglés, pues por la sociedad que tenía con su futuro suegro, sus intereses tenían que sufrir, y además perdía la esperanza de una pingüe dote, como la que esperaba con su novia. Por lo tanto, el matrimonio se desbarató. El inglés fue quien renunció a la mano de la pobre niña. Justamente en esos días, y por una singular coincidencia, el padrastro de Julia murió, dejándola por eso en plena posesión de sus cuantiosos bienes, sin que nadie le pusiera ya obstáculos. Debes suponer que al saberse esto en México, la linda joven se vio literalmente asediada por los pretendientes; ¡cómo la importunaron!

»Pero lo particular fue que el inglés, que antes la había desdeñado por la heredera de dos millones, ahora, viéndola como mejor partido que su antigua novia empobrecida, con la frente alta y la mirada de conquistador, se dirigió a ella, fiado en el conocimiento que tenía acerca del amor que la joven le había profesado.

»El fracaso del inglés no pudo ser más completo; Julia le contestó con mucha amabilidad, pero con una frialdad glacial, que no lo amaba y que no podía, por lo mismo, otorgarle su mano.

»—Pues ¿a quién ama usted, Julia, entonces? —le preguntó el inglés—; porque nuestro amigo Julián me ha asegurado que usted misma le reveló que yo no le era a usted indiferente y aun que era usted desgraciada a causa de mi reserva.

»—Es verdad —contestó Julia—; así era entonces; tal vez consistió en que no conocía a fondo el carácter de Julián y en que no veía claro el estado de mi propio corazón. Hoy sé a qué atenerme, y aseguro a usted que me pasa lo contrario.

»—¿Es posible? ¿De modo que hoy ama usted a Julián?

»—Tal vez —repuso Julia.

»Como era natural, el inglés no volvió; de modo que por esto comprenderás si Julia te ama».

Yo me quedé pensativo y callado, como si esperase oír la voz de esa sibila que se llama la conciencia.

—Veremos —contesté—. ¿Y dónde está ahora Julia?

—En Puebla; ¿irás a verla?

—Más tarde; por ahora voy a los Estados Unidos en comisión de gobierno, y luego vendré a sentarme en la Cámara de Diputados, según todo me lo hace esperar.

Partí, en efecto, a la vecina República; en seguida, a Europa, después vine al congreso de 1857, primero constitucional; y que apenas comenzó a celebrar sus sesiones cuando fue disuelto por el golpe de Estado del general Comonfort.

Clemencia. Cuentos de invierno
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