I

—Decididamente voy a emplear el día escribiendo… ¿Y para qué? Nadie me ha de leer. Mi vecinita… Pero mi vecinita no hace más que dormir todo el día, y cuando suele despertar, tiene siempre los párpados cargados de sueño. Es seguro que al comenzar a recorrer estas páginas del corazón, abriría su linda boca en un bostezo preliminar del cabeceo más ignominioso para mí. ¿Quién piensa en la vecina?

No importa, debo escribir, aunque no sea más que para consignar en este papel los recuerdos que dentro de poco va a cubrir la negra cortina del idiotismo en el teatro de títeres de mi memoria. ¡Estoy aterrado! Anoche he soñado una cosa horrible… ¡horrible! Mi memoria, bajo la forma de una matroncita llorosa y agonizante de fatiga, se me presentó abrazada de la última joven bacante, a cuyo lado pasé horas deliciosas en México.

Todavía se hallaba ésta acicalada como en aquella famosa cena. Crujía su hermoso vestido de seda azul de larga cola, al recorrer ella mi cuarto solitario. Sentía quemar mis ojos con la mirada de aquellos ojos azules y cargados de un fluido embriagador. Aún escuché una voz suave, pero cuyo acento extranjero conocía… que murmuró en mi oído: ¡Despierta!

Y entonces mi memoria, inclinándose sobre el cuello blanco de la bacante, como una ebria, me decía…

—¡Te abandono, me voy… abur!

Y desaparecieron.

Yo me senté en mi lecho y me puse a decir varias veces: ¿Es posible? con el mismo aire de asombro con que un chico se hace alguna pregunta en las Lecciones de Historia de Payno.

Después volví a dormirme; pero son las siete de la mañana y heme aquí despierto y pensando todavía si será posible que mi memoria se vaya, a pesar de que todavía recuerdo el sueño en que ella vino a decirme adiós.

¡Oh! ¡Simplezas…!

Sin embargo, es posible que yo pierda la memoria; tan posible como que don Anastasio Bustamante fuera presidente de la República por la segunda vez.

Entonces preparémonos: aún quedarán, lo supongo, algunos días, y pienso aprovecharlos, comenzando por el de hoy.

Un rayo de sol naciente penetra alegrísimo por la ventana abierta. Una oleada de aire fresco me trae el aroma de los árboles del parque vecino y el gorjeo de los pájaros que me importunaba otras veces. Todo me invita a levantarme y a trabajar. La campana de la aldea llama a los fieles a misa. Iré a misa, después hundiré mi cuerpo miserable en las quietas y cristalinas aguas del estanque. Dicen que el agua fría es un buen lazo para retener a la fugitiva memoria: luego, después de un desayuno frugal pero sano, me marcharé a recorrer los campos vecinos, y si es posible me entretendré en oír piar a los guinderos, rebuznar a los asnos del pueblo y mugir a las vacas que se dirigen a San Ángel. Recogeré también las flores del espino blanco y de la pervinca que se extiende humilde a orilla de los arroyos. Con esas florecillas haré un ramillete para colocarlo al pie del retrato de uno de los veinte verdugos que han torturado mi corazón y que conservo como una acusación palpitante de mi estupidez. Al volver del campo, almorzaré como un espartano y me pondré a trabajar, si trabajo puede llamarse a reproducir en algunas cuartillas de papel todos los disparates que me han amargado la vida. El trabajo sería olvidarlos completamente. Pero mi sueño, mi sueño me causa terror, y debiendo alegrarme por lo que él me prometía, he sentido al contrario un cierto dolor al considerar que pronto van a alejarse de mí aquellos recuerdos que me han hecho fastidiarme de la vida muchas veces. ¡Qué absurdo! ¿Es ésta acaso un capricho del carácter humano? ¿Hay cierta complacencia en recordar los sufrimientos? Ya había yo observado que los que han tenido una larga y penosa enfermedad se entretienen en referir a todo el mundo las terribles peripecias de ella; que los que han pasado largos años de prisión o han experimentado las negras angustias del destierro, se deleitan en referir a otros, o a sí mismos en sus horas de soledad, toda la historia de sus infortunios, de sus dolores físicos.

De seguro hay algo de amarga complacencia en recordar los tiempos desgraciados, cuando uno está ya libre de ellos.

Francesca, abrazando a su amante en las profundidades del infierno, deteniéndose delante del poeta para narrarle entre suspiros la historia de sus goces delincuentes, decía lo mismo, diciendo lo contrario.

* * *

He vuelto del campo, y la vista del cielo, y la soledad han avivado mi memoria.

Clemencia. Cuentos de invierno
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