XVIII

Desde luego, quiso llevarme a su casa; pero aquellos artesanos se resistieron tanto, y yo, por mi parte, les estaba tan agradecido, que por fin se decidió que me quedaría y que sólo se me enviarían medicinas, hilas y todo, de la casa de Julia.

Así se hizo, y ella venía a sentarse junto a mi cama largas horas en compañía de sus hermanos y de sus criadas. Pasaron dos meses. Mi convalecencia, gracias a los cuidados que se me prodigaron, fue rápida y buena. El cirujano que me asistía declaró que ya podía yo caminar, y que con ciertas precauciones podía ir a San Luis Potosí, donde se hallaba a la sazón el gobierno de la República, o a Querétaro y Guanajuato, donde estaban nuestras tropas todavía.

Comuniqué mi resolución a Julia. Ella la escuchó con profunda tristeza.

—Julián —me dijo—: nada me ha dicho usted en nuestras horas de conversación de cierta carta que debe usted haber recibido en México, si es que no la recibió en el Estado de Veracruz en 1855; ¿la vio usted?

—Sí la vi, Julia.

—Y bien: ¿por qué no procuró usted verme?

—No pude, Julia; el gobierno me envió a varias comisiones; después vino la guerra; mi suerte estaba enteramente identificada con la política; me envolví en ese torbellino, y, sobre todo… ¿qué quiere usted? deseaba aturdirme y olvidar mis pesares de Taxco.

—¡Olvidar! Pero ¿tenía usted, acaso, necesidad de olvidarlos en la guerra? ¿No creía usted que podía haberlos olvidado más pronto cerca de mí…? —concluyó Julia, ruborizada.

—¡Ah!, no —repuse yo—; cerca de usted hubiera vuelto a nacer mi pasión con mayor intensidad; y ¿qué habría yo logrado con eso? Una nueva humillación me hubiera matado.

—¡Nueva humillación! ¿Qué quiere usted decir? Si en Taxco no había comprendido a usted, y un sentimiento que me duele mucho haber abrigado en el alma por algún tiempo, me ponía una venda en los ojos, ¿no creía usted posible que eso se terminara? ¿No era bastante decir a usted que estaba arrepentida? ¿No adivina usted en las palabras de mi carta el cambio que se había operado en mis pensamientos…?

—¡Oh!; eso no es posible; ¿qué clase de corazón tiene usted si no comprende esas cosas? ¿Qué más quería usted que le dijera?

Yo sentía que me iba conmoviendo de una manera alarmante.

—Julia —le dije—: ahora comprendo que fui desconfiado en demasía. ¡Había sufrido tanto!

—No recuerde usted aquello, Julián; me hace usted mal y es usted injusto. Pero en fin, amigo mío; sólo hay la circunstancia de que soy menos joven; pero soy libre, soy rica y no he amado a nadie después de usted… Los sentimientos que abrigaba usted hacia mí hace nueve años, ¿habrán cambiado, por ventura?

Yo quedé en silencio unos instantes; pero al oír aquella palabra amigo mío, que me recordaba la odiosa amistad que se me ofreció en Taxco; al oír esa otra: no he amado a nadie después de usted, que me traía a la memoria el le amo más que a mi vida, hablando de mi rival; al pensar que Julia pudo, en efecto, no haber amado a ninguno después de mí, pero que sí amó con pasión antes, y sólo se curó por un desprecio que le hizo el inglés; sobre todo, el sentir esa palabra, al sentir esa frase que Julia pronunció indiscretamente: soy rica, se despertó mi orgullo, mi indomable orgullo, que no se sacrifica ante nada. Tomé, pues, una resolución:

—Julia —le dije estrechándole las manos—: vea usted cuán desgraciado soy en no poder tocar la felicidad que el amor de usted me ofrece.

—¿Por qué? —preguntó ella asustada y palideciendo.

—Porque es tarde, Julia; es tarde ya; ¡estoy casado!

—¡Casado! —pudo apenas balbucir Julia—. ¡Dios mío…!

Y contuvo los sollozos que la ahogaban, haciendo un supremo esfuerzo. Entonces se levantó pálida y procurando sonreír tristemente, añadió:

—La fatalidad se atravesó entre nosotros desde un principio; ¡no hay más que resignarse! ¡Ay, qué triste es la vida así! ¡Cómo decide una palabra de la felicidad o de la desdicha! Es por palabras, Julián, por simples palabras, que nos ha separado la suerte.

Y tenía razón: palabras que hieren el amor propio; he aquí la clave misteriosa de muchas desgracias.

—En fin, Julián; adiós; que el cielo le ampare a usted y que sea feliz en su viaje…; no nos veremos más…; adiós —concluyó la joven ya sin poder contener el llanto. Y salió, echándose el manto sobre la cabeza y cubriéndose los ojos con el pañuelo.

—¡Pobre señorita! —dijeron el carpintero y su mujer—. Y vea usted, jefe; tiene fama de muy orgullosa.

Yo me entristecí también. Los sacrificios que impone el orgullo cuestan a veces la vida.

Al día siguiente salí de Puebla, y ocho días después me hallaba en San Luis Potosí.

Clemencia. Cuentos de invierno
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