VI

Era el mes de octubre del año venturoso de 1847, y algunas tropas del ejército se retiraban a los Estados, orgullosas y satisfechas de dejar la capital en poder de los yankees, que no debían desocuparla, sino en virtud del Tratado de Guadalupe que les dio media República.

Acertó entonces a pesar por mi pueblo una cursi brigada mandada por un generalote de aquel tiempo, de los más allegados a Santa Anna, y que en unión de tan famoso capitán había hecho prodigios de valor en la campaña contra los americanos. Era el tal, a lo que pude juzgar en aquella época, uno de esos espantajos del antiguo ejército, que fueron por mucho tiempo el coco del pueblo bobalicón, y que debía sus ascensos, a lo que he averiguado después, a los gloriosos títulos de haber dado el ser a una hermosa joven que el dictador encontró digna de su gracia. Ya se sabe que en las administraciones de Santa Anna esto no era un caso raro, y que numerosas bandas rojas y verdes fueron ceñidas a los talles de hermanos y papás por las manecitas blancas de varias niñas, cuyos nombres asentó en sus registros el implacable lápiz de la maledicencia pública.

Pues bien, mi general, el que pasó con gran pompa a la cabeza de su brigada victoriosa, por mi pueblo, era uno de esos papás. Y no solo, sino que tenía un hijo a quien probablemente las mismas manos condecoraron con una banda de coronel. Era un joven de treinta años, gallardísimo, y mandaba un croquis de batallón compuesto de doscientos soldados macilentos y haraposos, que ellos sí llevaban retratada en el semblante la historia íntegra de las desdichas de la patria. Y digo ellos sí, porque el coronelito parecía muy orondo, muy fanfarrón, muy pagado de sus hazañas; y quien hubiera creído ver un boletín en su cara de mata-moros, habría leído en él el orgullo de cincuenta victorias obtenidas a lo hombre, como dicen los malditos.

La verdad es que semejante fisonomía y aspecto tan belicoso, fue común entonces a todos los generales, jefes y oficiales que corrieron; y lo que más me asombra es que hasta hoy, los que aún quedan para dar fe de la grande utilidad de aquel ejército llamado permanente, todavía se enorgullecen de haber pertenecido a él, y se ponen muy ufanos cuando recuerdan aquella época de gloria y de honor.

Ni entonces, siendo yo chico, ni ahora que tengo el chirumen ya maduro, he podido comprender nunca el verdadero motivo de tan descompasada soberbia. La historia me dice que hubo héroes en esa campaña que sellaron con su sangre bendita la honra de México; pero la historia me dice también que esos héroes no se cuentan por centenares, al menos entre los caudillos del ejército, que eran los responsables directos del éxito de la guerra.

Pero repito, esto no impedía que el señor general y el señor coronel, su hijo, se diesen al entrar en mi pueblo toda la importancia de los antiguos vencedores romanos, a quienes el Senado concedía los honores del triunfo.

Así es que cuando se anunció su llegada, todo fue alboroto en el vecindario. El desventurado alcalde, con sus regidores y ministriles, corría por todas partes preparando alojamientos y señalando a los vecinos la cuota con que habían de contribuir para el préstamo, las raciones para los soldados y el forraje para la caballada. Además, obligaba a todo el mundo a adornar el frente de sus casas con ramas verdes, guirnaldas y cortinas; y cuando todo esto se halló listo, la tambora sonando en la plaza convocó a los individuos que componían nuestra mala murga, llamada música de viento, la cual música, por más señas, tocaba sólo cinco sonatas que estaba yo oyendo desde que tuve orejas.

Como es natural, aquella novedad me causó un alborozo indecible, lo mismo que a todos los muchachos de mi edad; y como mi casa estaba en un barrio lejano, corrí luego a la de mi amiga la solterona, que estaba situada en la calle Real, por la que debía pasar la tropa.

Cuando llegué a ella, encontré a Doloritas afanada en preparar los adornos con que debían engalanarse las ventanas, y Antonia le estaba prestando un auxilio eficaz. Habían hecho guirnaldas con las flores del huerto, y arcos con ramas de fresno y con manojos de trébol. La solterona había sacado de su ropero dos colchas y una sobrecama lindísima, con largos flecos. Todo ese adorno rústico y urbano iba a colocarse en puertas y ventanas con el mejor gusto posible, y yo fui el artífice a cuyo ingenio se confió semejante tarea.

Lo hice muy bien; encaramándome en una escalera me estuve una hora larga amarrando y clavando aquellas colas, dirigido por la solterona, y cuando bajé, tanto ella como Antonia parecieron satisfechas de mí.

A las once pasó la comitiva del pueblo que iba a recibir al señor general. El digno alcalde, el señor cura, el vicario, el administrador de rentas, los regidores, dos o tres dueños de tienda y otros honrados vecinos que se habían puesto sus mejores ropas, precedidos por la música y por los alguaciles que llevaban sendas gruesas de cohetes, atravesaron la calle Real y se dirigieron a la orilla del pueblo por donde debía entrar la tropa.

Un momento después, estos cohetes, los tamborazos desaforados que se oyeron, y el sonar de las cometas, anunciaron que la columna llegaba; la gente se apiñó en las bocacalles y en puertas y ventanas, que como las de la casa de Doloritas, estaban hechas un altar de Viernes de Dolores. Las campanas de la parroquia repicaban a vuelo y todo era alboroto y expectativa en la calle.

La comitiva de las autoridades y de los particulares venía por delante, trayendo en medio al señor general, viejo sargentón bigotudo y terrible, vestido con un dorman azul, en el que se ostentaban las enormes divisas, y montado en un caballo magnífico y que parecía buen corredor. La música venía dando unos pitazos descomunales; y como los ciudadanos que lo componían andaban a pie y al paso de la cabalgata, aquellos sonecitos salían de los demonios.

La comitiva se dirigió a la plaza, y el general fue alojado en la casa de un rico tendero, que era la mejor.

Pero la brigada venía atrás, y era a ella a la que esperaban con mayor ansiedad las gentes. Se me olvidaba decir que Doloritas se había puesto de veinticinco alfileres, y aun creo que se había encajado en los cabellos algunas viejas flores de trapo que eran el tesoro de su tocador. Esperaba seguramente llamar la atención de los oficiales, y atrapar a alguno de esos galanes de uniforme grasiento, que son el encanto y la delicia de las románticas de los poblados y aun, de las ciudades.

En cuanto a Antonia, estaba como siempre, linda, con su fisonomía virginal, sonrosada y fresca, y con su traje sencillo y gracioso. Ella no necesitaba flores de trapo para sus cabellos negros y brillantes. Sus quince años eran una corona de rosas que poetizaba su frente juvenil. Sus ojos grandes y curiosos animaban su semblante, y su boquita sensual y encarnada lo hacía irresistible.

Decididamente, la solterona había escogido una mala compañera para mostrarse.

La primera banda de tambores y de cometas pasó frente a nosotros, y detrás de ella ¡oh! detrás de ella venía el citado coronel, hijo del general, mandando la columna y acompañado de su ayudante y de su cometa de órdenes.

Ya se supondrá que el bravo militar venía mirando a todos lados con extremada insolencia, guiñando el ojo a las muchachas buenas mozas, con aire conquistador, y haciendo caracolear su caballo tordillo como un centurión en Jueves Santo. También se supondrá que las mujeres se fijaban en él de preferencia. Traía su cachucha, una levita militar, pantalón con franja y botas fuertes. Todo estaba lleno de bordados, y empuñaba con suma bizarría la valerosa espada que él se imaginaba teñida en sangre de invasores.

El carmín de la navidad tiñó las mejillas de la solterona luego que distinguió al garboso coronel. Alisóse el cabello, arregló su pañoleta, y con un descaro singular dijo a Antonia, estirándole el vestido:

—¡Ay, Antonia, mira qué coronel tan buen mozo! ¡Y qué garbo! ¡Y qué ojos!

El coronel, que notó que se fijaba en él con admiración, lanzó a la solterona una mirada flechadora; le dirigió una sonrisa; pero reparando luego en la linda aldeana, se sorprendió visiblemente, la devoró con ojos de tigre y no pudo menos que señalarla a su ayudante con una sonrisa preñada de amenazas.

Antonia, al verse mirada así, se ruborizó y se cubrió el semblante con su chal, pero mi coronel, aún cuando se alejaba con su columna, volvía la cara frecuentemente para seguir mirando.

La solterona, irritada al ver esta preferencia, disimuló, sin embargo, y dijo a la joven:

—¡Ay! Antonia, ¡cómo me mira el coronel!

Antonia no dijo nada; pero yo, ardiendo ya de celos, había comprendido perfectamente que no era a la jamona a quien veía el pícaro militar, sino a la muchacha de quince años que me pertenecía.

¡Entonces conocí por primera vez el sabor delicioso de este rico manjar que el mundo llama celos, y que te deseo, ¡oh lector!, para que endulces con él tu querida existencia!

Desde ese momento me pareció que rugía sobre mi cabeza algo como una tempestad. Probablemente era el zumbido de los oídos que ocasiona la sangre alborotada de todos los celosos. Vi a Antonia, me estremecí, la odié, y tuve ganas de que se muriera. Es seguro que la solterona sintió lo mismo que yo, aunque no por la misma causa. En ella había la vanidad herida de la coqueta vieja; en mí había la horrorosa inquietud del amor alarmado.

¡Ay!, ¡pobre del que tiene corazón!

Clemencia. Cuentos de invierno
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