20
Andrés miraba perplejo a su hermano mayor mientras hablaba. Le estaba echando en cara sus encuentros con Lilian, diciendo que todo el personal del hotel lo sabía.
—¿Has terminado? —preguntó en un momento que Juan se dio un respiro.
—Todo el mundo lo sabe, Andrés. Hasta mamá…
Él se encogió de hombros.
—Soy un hombre libre. No tengo por qué dar explicaciones. Y no te preocupes por mamá. Seguro que está encantada. Adora a Lilian.
—Está casada. ¿No te importa lo que piensen de ella? Primero Lorena, ahora…
—No creo que sea de tu incumbencia. Y a nosotros, no nos preocupa lo que digan los demás.
—¿Sabes que su marido se está metiendo en política? No nos conviene tener problemas con él si llega al ayuntamiento como concejal de urbanismo.
Andrés sonrió.
—No te preocupes, no llegará a ningún sitio.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Nadie en su sano juicio le votará.
Su hermano lo miró con gesto enfurruñado.
—Siempre has hecho lo que te ha dado la gana, Andrés. Te ha importado un cuerno todo. Y la culpa es de mamá que siempre te ha consentido y malcriado, más que a ninguno. Si no fuera porque la mataría del disgusto…
—¿Prescindirías de mí? —preguntó con tranquilidad.
Su hermano lo miró pero no respondió.
—Tal vez sea yo el que me vaya antes… —afirmó Andrés.
Juan soltó un bufido y salió con paso apresurado.
A Juan le caía bien Lilian, no es que tuviera nada especial contra ella, pero no le agradaba que se comportara de ese modo. Casada y liada con su hermano. Y para colmo en su hotel. Menudo ejemplo. Eran el cotilleo de todo el personal. Le indignaba.
Andrés podría haberse quedado en Londres para el resto de su vida. Él no lo necesitaba. Estuvo dispuesto a darle su parte de la herencia, para que no se entrometiera en los negocios, pero el testamento de su padre dejaba bien claro que deseaba que los tres hijos se ocuparan de la empresa familiar, y no podía contradecir sus deseos. Y además su madre se había puesto como una loca cuando se atrevió a insinuárselo
—Lo que más anhelaba tu padre es que los tres permanecierais unidos. Y tienes que respetar su memoria.
Era la única forma de que Andrés volviera al redil. El patriarca de los Salgado, sabía bien lo que se hacía al redactar el testamento.
Juan y su otro hermano Luis, lo habían discutido la noche anterior. No es que Andrés no fuera eficiente en su trabajo, pero ninguno de los dos quería problemas en el hotel, ni que apareciera el marido de Lilian dispuesto a montar un «numerito». No les gustaba el asunto. Ambos conocían a Alfonso Torres. No les daba ninguna confianza. No se fiaban de él, y mucho menos ahora que pensaba meterse en política.
Andrés al volver de Londres se había instalado en la casa familiar, y vivía con su madre. Pero en realidad pocas eran las noches que había dormido allí. Prefería mucho más hotel, y la habitación trescientos trece en particular. A sus hermanos no les importó en un principio pero ahora ya no les hacía ninguna gracia que fuera el comentario de todo el mundo. Andrés y sus líos de faldas con una mujer casada…
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Ángela llamó por la mañana temprano a casa de Lilian para invitarla a comer. Le pareció una buena idea compartir una velada a solas con su hija mayor para poder conversar con tranquilidad, ya que Santiago tenía un almuerzo con antiguos compañeros de trabajo, y Alfonso, como era su costumbre, no iría por casa hasta el atardecer. Insistió tanto que Lilian no pudo negarse aunque sabía que le hablaría de lo mismo, de Andrés; así que fue preparada imaginándose que tarde o temprano sacaría a relucir el tema.
—Llegas tarde, Lilian. Llevo media hora esperándote —protestó su madre.
—He estado de compras. Perdona…
Lilian percibió que estaba muy seria. Mucho más que de lo habitual cuando estaba de mal humor o enfadada.
—¿Te encuentras mejor? Porque estás muy pálida. No tienes muy buen aspecto.
Lilian sonrió.
—Estoy bien, mamá. Y sí, ya se me ha pasado lo del estómago. No he tenido náuseas ni he vuelto a vomitar. ¿Estás más tranquila ya?
Durante la comida hablaron de cosas de la familia, de Claudia, de Nicolás, al que esperaban ver en Navidad, de la abuela.
Cuando estaban recogiendo mientras Ángela fregaba la vajilla y Lilian secaba los platos, su madre le preguntó:
—¿Te he contado cómo conocí a tu padre?
—Miles de veces. Lo conociste y te enamoraste a primera vista.
—No a primera vista, Lilian. Me fui enamorando poco a poco. Lo mismo que te pasó a ti con Alfonso.
—Sí… —respondió en un susurro.
—Yo deseaba hacer mi vida, pero no a cualquier precio. Deseaba un hombre que no me hiciera sufrir, y que aunque no tuviera mucho dinero, fuera un hombre trabajador y honrado. Y entonces apareció tu padre. No me enamoré locamente como de mi anterior novio, no. Pero me fue conquistando poco a poco. Y más no podía pedir…
—¿Quién era? Nunca me has dicho como se llamaba tu primer novio.
—Ya no importa. Forma parte del pasado.
—Sí, pero ¿qué pasó?
—Otra mujer se interpuso entre los dos. Supongo que no era para mí. Me enamoré como una colegiala, eso sí es cierto. Pero yo era demasiado joven. Él habló con tus abuelos, y prometió esperar a que cumpliera los dieciocho. Era casi diez años mayor que yo.
—Sí, eso ya lo sabía. Pero ¿no puedes decirme ni cómo se llama?
—Se llamaba…, falleció de un infarto hace tiempo. Bueno, es me ha dicho tu tía Amparo a la que le llegó la noticia. Sé que fundó una familia y rara vez coincidí con él en estos años…
—Y ¿lo sentiste? Quiero decir, si te afectó enterarte de su muerte.
—Pues no, en absoluto. Pero no era de eso de lo que quería hablar.
—¿Quieres hablar de papá? —preguntó Lilian extrañada.
—Quiero hablar de tu matrimonio —afirmó su madre mirándola muy seria.
Ella torció el gesto enfurruñada.
—Es mi vida, mamá.
—Muy bien, es tu vida. Pero quiero que me escuches.
—Bien, te escucho —respondió no muy convencida.
—Lo que quiero decir es que un matrimonio se consolida con el tiempo, cuando se lucha por las cosas que realmente merecen la pena. Lo demás pasa, no perdura, son cosas pasajeras, que se van evaporando con los años…
—¿Qué cosas?
—Cosas que no se mantienen, Lilian. Cosas que a la larga son detalles sin importancia.
—Sexo ¿quieres decir?
Lilian se imaginó a dónde quería llegar su madre. A hablar de Andrés.
—Sexo, pasión, ¿qué más da? Eso no es eterno. Se acaba. Lo importante son los hijos, el cariño, la estabilidad, la familia. El tuyo es un buen matrimonio, y como ya te dije una vez, no lo estropees. No cometas esa locura.
Lilian no respondió.
—Alfonso es muy inteligente, responsable, ambicioso. Será un buen padre para tus hijos.
—Un hombre con traje y corbata, con buena posición, como a ti te gustan.
—Un hombre responsable, con criterios y ambición, no un libertino soñador con la cabeza llena de pájaros…
Lilian sonrió sarcástica.
—¡Ah! Ahora te entiendo, se trata de Andrés. ¿Para eso das tantas vueltas? —preguntó irritada.
—Sí, sí, es Andrés. Tienes que alejarte de él, Lilian.
—Si tú lo dices… —respondió con rabia.
—Ni siquiera lo conoces de verdad.
—Ah… será que tú si lo conoces. No tienes ni idea. Y nunca lo soportaste. El día que lo viste en la tienda, casi te da un ataque.
—Porque sabía que te traería problemas, por eso.
—A ti nunca te gustó. Te molestó siempre. No querías que estuviera con él. Decías que era un rebelde, un bohemio sin futuro alguno. Te alegraste cuando nos alejamos.
Su madre la miraba crispada.
—Sí, me alegré. Pero yo no hice que te alejaras de él. Lo hiciste tú sola. Y yo no te obligué a casarte con Alfonso. Tú lo elegiste… ¿o no?
—Sí, pero cometí un error.
—No, no has cometido ningún error. Solo que siempre has idealizado a Andrés y eso es lo que sientes por él. Seguro que si lo conocieras de verdad, sería diferente.
—Pues no, no lo creo, mamá. Estás equivocada. Muy equivocada.
Las dos se quedaron calladas. Ángela siguió lavando los cacharros y Lilian continuó secándolos en silencio.
Recordó la primera vez que había llevado Andrés a casa. Desde el principio, su madre no lo vio con buenos ojos. Incluso le llegó a decir que no le gustaba nada para ella. Sintió rabia al recordarlo. Tanta, que deseó irse lejos, lo más lejos de su madre como le fuera posible.
—¿Tienes algo con él? Sé sincera.
—¿Para qué? Tú nunca lo entenderías.
—O sea que sí… —afirmó Ángela atónita.
Lilian se quedó callada y esquivó su mirada.
—¿Y lo dices tan tranquila?
—Sucedió. No pude evitarlo.
—¿Qué no pudiste evitarlo? ¡Tienes un marido, Lilian! —chilló.
—¡Un marido que está liado con mi prima, que nunca está en casa y al que le importo bien poco! —exclamó alzando la voz.
—No, no vuelvas con esas tonterías sobre tu prima para justificarte, Lilian. Y no me digas que no le importas a Alfonso. ¡Te adora!
—Mira, mamá. No voy a seguir discutiendo contigo. Nunca lo entenderás. En realidad no conoces a Alfonso. No es lo que aparenta…
—Sigues buscando excusas para justificarte ¿Ahora es culpa de Alfonso que te hayas liado con tu amigo? —replicó furiosa.
—Déjalo, mamá.
—¿Qué va a pasar si Alfonso se entera? ¿Lo has pensado? ¿Eh?...
Lilian no contestó.
—Tienes que dejar de verlo. Te lo suplico, hija. No cometas más locuras.
Lilian soltó el trapo sobre la encimera y miró a su madre muy seria.
—Es mi vida, mamá. Sé lo que hago.
—¿Ah, sí? ¿Estás segura? Yo creo que no, que no tienes ni idea de lo que estás haciendo. Pero ni idea… —dijo entregándole otra vez el trapo para que siguiera secando—. No sabes lo que haces. Eres una insensata. No puedo creer que te estés comportando así. ¿Es que no lo ves? Para Andrés solo eres una aventura con la que se divierte, nada más…
El vaso que Lilian tenía en la mano cayó al suelo haciéndose añicos. Lo había dejado caer llena de furia.
Su madre la miró irritada.
—¿Se puede saber qué haces? —le chilló.
—Lo sabes todo, ¿verdad mamá? ¿También estás en la mente de Andrés? Por favor. Lo que me faltaba por oír. ¿Sabes? Mejor me voy… —exclamó soltando el trapo una vez más.
—Lilian… espera… ¡Lilian!
Pero no quiso escucharla. Cogió el bolso y la cazadora y salió a toda prisa dando un sonoro portazo que se sintió en medio edificio mientras su madre rompía a llorar desconsolada.
Al llegar al parking y meterse en el coche, no pudo soportar la tensión y empezó también a llorar. ¿Por qué su vida se había vuelto del revés?
Llamó al móvil de Alfonso, pero no respondió. Luego a la oficina pero le dijeron que no estaba, qué aún no había vuelto de comer. Y entonces llamó a Andrés.
Él sí respondió.
—Te necesito —dijo entre lágrimas.
Él notó que estaba llorando.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa?
—No te preocupes, estoy bien. Solo que necesito hablar con alguien…
—Estoy en el hotel. Ven. Te espero.
—Sí. Ya voy.
Se limpió las lágrimas y arrancó el motor.
Para bien o para mal, Andrés siempre estaba, siempre respondía, y ella no tenía la culpa de que fuera así.
Cuando bajó del coche poco después, él la estaba esperando en la puerta del hotel. Fue hacia ella y la abrazó.
—Ven —dijo Andrés.
Le pasó el brazo por encima de los hombros y entraron. Se dirigieron al ascensor.
—Solo quiero hablar —le dijo ella en un susurro.
—No te preocupes, solo hablaremos —contestó él.
La puerta de la habitación trescientos trece se cerró una vez más.
Se desahogó. Le habló de Alfonso, de su madre, de sus miedos, de sus temores, mientras él la escuchaba conmovido por tanta sinceridad. Se mostró a sí misma tal como era: sin tapujos, sin artificios, sin excusas, sin rodeos… y Andrés la abrazó, la besó, la consoló, le devolvió la sonrisa y le hizo el amor, mientras el móvil de Lilian repiqueteaba sin cesar dentro del bolso y el de Andrés, olvidado en el despacho, sonaba en silencio sobre la mesa.
A ella la llamaba Ángela, angustiada, disgustada por lo sucedido, y a él, uno de sus hermanos. Ninguno de los dos respondió. Más tarde, Lilian no tenía ganas de escuchar a su madre, y no le devolvió la llamada. Andrés hizo lo mismo con su hermano Juan.
Fue mucho más tarde cuando se enteró de que Luis había sufrido un accidente y aunque no era nada grave, estaría de baja por un tiempo.
Al ser encargado del hotel que poseían en la montaña, necesitaban con urgencia un sustituto, ya que pronto empezaría la temporada de nieve. Juan no lo dudó. Enviaría a Andrés. Era un buen modo de alejarlo de Lilian y de posibles problemas.
—Te vendrá bien —le dijo—. Tómatelo como unas vacaciones. No tendrás demasiado trabajo hasta que empiecen a llegar los esquiadores.
—Y si me niego…
—Tienes que hacerlo, Andrés.
—Pero ¿te das cuenta de lo que me estás pidiendo? ¿Quieres que me pase meses en un pueblo perdido en la montaña? Me moriré de aburrimiento.
—Puedes ligar con las del pueblo. Seguro que no tendrás problema para hacerlo, eso se te da muy bien. También con alguna de las camareras, pero asegúrate de que no tenga compromiso, ni marido.
—Muy gracioso. No me seduce la idea, ¿sabes?
—No puedes negarte. Esto es un negocio familiar del que estás viviendo, Andrés. No lo olvides. Te quiero allí, mañana. Vete haciendo la maleta… Te vendrá bien un poco de aire fresco y estar en contacto con la naturaleza. Supervisarás todo, que el personal haga su trabajo bien hecho, y no falte de nada. No quiero que me falles. Hemos invertido mucho en ese negocio. No podemos correr riesgos de dejarlo en manos de cualquiera. Así que tú te encargarás hasta que Luis se pueda volver a incorporar. ¿Está claro?
Andrés no respondió.
Nada le apetecía más que alejarse de su despacho, pero no recluirse en un hotel en la montaña. Y mucho menos no ver a Lilian.
—¿Me has oído, Andrés? —preguntó su hermano.
—Sí, te he oído.
—Pues ya sabes. No me defraudes.
Juan salió del despacho dejándolo solo.
Andrés cogió el teléfono y marcó el número de Lilian pero le salió el buzón de voz. No dejó ningún mensaje. La llamaría en otro momento. Tenía muchas cosas que hacer antes de emprender su viaje.
A veces se preguntaba por qué había regresado de Londres. Allí por lo menos, era dueño de su negocio y nadie le daba órdenes.