15
Temblaba. Temblaba como una hoja cuando preguntó en recepción si habían dejado algo para ella. Le temblaba hasta la voz.
—Sí —respondió la chica dándole un sobre.
—Gracias.
Nerviosa se apartó del mostrador y casi escondida detrás de una columna miró el contenido. Dentro había una tarjeta electrónica que abría una de las habitaciones del hotel. La habitación trescientos trece.
Respiró hondo y se dirigió hacia el ascensor. Varias personas esperaban a su lado. Si alguno se hubiera fijado en ella, habría observado que literalmente estaba temblando.
Cuando el ascensor paró en el piso tercero, fue la única en salir.
Estaba en el pasillo y fijó la vista en la puerta que tenía más cerca. Era la habitación trescientos uno. Tenía que caminar hacia la derecha. Eran diez, quince pasos, quizás menos.
Se quedó inmóvil, vacilando. Si lo pensaba fríamente daría la vuelta y se iría de allí, pero no deseaba pensar. Caminó despacio como contando los pasos, como si temiera perder el equilibrio y caerse.
Con el corazón acelerado introdujo la tarjeta en la cerradura. Puede que no abriera, que estuviera estropeada, que fallara. A veces sucedía… pero no, abrió a la primera. Respiró hondo y entró. La suerte estaba echada. No había vuelta atrás.
Contempló todo lo que le rodeaba. La preciosa habitación estaba perfectamente decorada siguiendo las líneas del buen gusto, la sobriedad y el minimalismo, lo mismo que el baño, al que entró para mirarse en el espejo.
¿Qué estoy haciendo?, se dijo.
Se había arreglado con esmero. El vestido rojo le favorecía. Lo mismo que el color del carmín de los labios, y los pendientes. No se había maquillado en exceso, solo un poco de colorete para resaltar sus pómulos, y la raya negra de los ojos. Ni siquiera se había puesto rímel.
Miró el reloj. Si ya estaba nerviosa, comprobar que los minutos avanzaban, la impacientaba. Y ¿si no aparecía? Tal vez estuviera arrepentido. Pero entonces habría llamado para avisarla.
Salió del baño y se sentó sobre la cama. Se acordó de una de sus películas favoritas, El paciente inglés cuando Katherine se presenta de pronto en la habitación de Almasy para entregarse a su amante.
Así se sentía. Solo que era ella la que esperaba a que Andrés apareciera en el cuarto. Dio un par de vueltas por la habitación. Y mientras miraba las vistas desde los cristales de la terraza escuchó cómo la puerta se abría.
Se volvió con rapidez mientras tragaba saliva. El corazón le dio un vuelco y su pulso se aceleró.
Andrés entró. Se miraron en silencio.
Él se acercó hasta ella y la abrazó. Notó que temblaba de pies a cabeza. La besó despacio en la mejilla, le rozó los labios.
—No puedo creer que estés aquí —susurró.
—Ni yo que me haya atrevido a venir.
La besó de nuevo pero esta vez no fue un roce de labios. Fue un beso apasionado. Introdujo la lengua en su boca con suavidad buscando la suya. Colocó las manos en su espalda y fue bajando la cremallera del vestido, descubriendo sus hombros. Inclinó la cabeza mientras la sujetaba por las caderas para besar su escote, sobre el sujetador de color negro.
Ella se estremeció al sentir su boca húmeda sobre la piel. Y ya no pensó en nada más que entregarse a él. No le inquietó si estaba bien o estaba mal. No quiso preocuparse por las consecuencias. Lo estaba haciendo porque tenía pasar. Y no le importaba el resto del mundo.
Él la ayudó a quitarse el vestido y ella misma se desabrochó el sujetador llevándose las manos a la espalda, dejando sus senos al descubierto y luego se acercó a él para ayudarlo a despojarse de la camisa.
Volvieron a besarse con avidez envueltos en un deseo que no eran capaces de controlar cayendo sobre la cama, sin apartar la colcha siquiera, ni introducirse entre las sábanas. Ella vibró cuando sintió cómo la boca de Andrés empezó a descender despacio por su cuello, para luego detenerse en sus senos, donde se eternizó, haciéndola suspirar de gusto. Aturdida por el inmenso placer que estaba sintiendo, levantó las caderas para que le quitara el tanga, que él deslizó con calma mientras acariciaba cada centímetro de sus largas piernas.
Andrés observó cómo temblaban sus labios, y sus suspiros se hacían más profundos. Lilian se dejó hacer. No creía que fuera posible sentir tantas emociones a la vez. No había duda de que Andrés sabía lo que estaba haciendo con aquellas caricias tan íntimas. Con toda suavidad pasó los dedos entre sus muslos. La excitación de ella fue aumentando por momentos. Mucho más, cuando él cambió los dedos por la lengua. Saborearon cada instante hasta que tuvo que suplicarle que entrara en ella.
—Espera, tengo preservativos… —alegó haciendo ademán de levantarse de la cama.
Pero ella negó con la cabeza.
—No, no importa. Déjalo. No hace falta —susurró.
No quería por nada que su boca se alejara ni una décima de segundo. Temió que ese mínimo lapso de tiempo le hiciera tomar conciencia de lo que estaba haciendo. Mientras sintiera la delicia de los besos y caricias de Andrés, no podía pensar en otra cosa que dejarse llevar por el inmenso placer que le estaba provocando. Él dio por hecho que estaba tomando anticonceptivos.
Cuando lo sintió dentro de ella, gimió sin ningún tipo de pudor, pensando que no solo se fusionaban sus cuerpos en un deleite de placer. También sus almas se unían en un acto íntimo, lleno de amor. Un amor oculto, escondido, arraigado desde siempre, que deseaba liberarse y salir a la luz.
—Ohhhhhhhh, Andrés.
Él la miró y se fue moviendo con lentitud primero para luego intensificar el ritmo. Sus respiraciones se agitaron cada vez más. Le levantó las nalgas para ayudarla hasta que sintió que temblaba y su cuerpo se sacudía con un impetuoso orgasmo que parecía interminable arrastrándolo con ella en una vorágine de sensaciones, que los dejó gratamente embelesados contemplándose el uno al otro incapaces de creer lo que acaba de pasar.
Lo hemos hecho pensaron los dos a la vez. Nos hemos convertido en amantes.
Permanecieron en silencio durante unos segundos. Lilian no se había sentido nunca tan satisfecha sexualmente como en ese momento. Aturdida y excitada a la vez pensó que solo acababan de empezar. Le dio vergüenza reconocer en su interior que le había encantado hacer el amor con Andrés.
Lo miró. Él la contemplaba sonriente.
—¿En qué piensas? —preguntó Andrés.
Ella sonrió pero no respondió. ¡Dios mío! Pensó. No había sido una alucinación. Era real. Estaba desnuda sobre la cama al lado del hombre de sus sueños, con el amor de su vida, juntos, piel con piel, saboreando sus besos, respirando el mismo aire, encerrados en una habitación de un hotel, aislados del resto el mundo. Solos los dos. Estaba tan emocionada que no le salían las palabras.
Lilian pasó los dedos por el escaso vello del pecho de Andrés. No tenía los abdominales marcados ni músculos de gimnasio, ni era tan fuerte como Alfonso pero su maravillosa sonrisa y la dulzura que emanaba su mirada la habían fascinado desde el primer día en que lo conoció en la biblioteca de la facultad.
Él tomó su mano y se la llevó a los labios. Lilian llevaba el anillo de casada y eso le consternó. Por un momento había querido olvidarse de ese detalle. Se lo quitó y lo dejó sobre la mesita que tenía a su lado.
—Mejor lo ponemos ahí —dijo inclinándose sobre ella para volver a besarla.
—¿Es siempre así? —preguntó Lilian.
—¿Qué quieres decir?
—¡Ha sido increíble! —exclamó soltando una risita.
Él sonrió halagado y la besó de nuevo. Le dijo que solo era cuestión de repetir y de ese modo podría comprobarlo por sí misma. Por supuesto que deseaba repetir, y tanto.
—Hummm… muy tentador… —susurró ella.
—Puedo volver a hacerlo. ¿No me crees?
Ella se echó a reír en voz baja contra su pecho. Los dedos de Andrés recorrieron su cuerpo una vez más, haciendo que se excitara y lo anhelara como jamás había deseado a nadie.
Medio incorporados, él detrás de ella le apartó el cabello, besó su nuca y deslizó su lengua por la parte posterior del cuello. Ella se giró hacia él y sonrió. Deseaba disfrutar de él, de su cuerpo, y sin decoro alguno, lo acarició a su vez. Lo besó con ansia, pasándole el brazo por encima de sus hombros. Sobre él, mientras tensaba y destensaba los músculos, moviéndose en vaivén, no pudo reprimir un suave gritito que Andrés silenció con su boca, a la vez que ella se dejó caer de espaldas para que él continuara, tumbándose encima de su cuerpo, hasta que ambos de deshicieron de puro éxtasis.
Permanecieron abrazados hasta que sus respiraciones y sus cuerpos relajados retornaron a la normalidad.
Lilian, aturdida por todas las emociones que había sentido, comprendió que hacer el amor con Andrés había superado todas sus expectativas hasta el punto que se preguntó qué había estado haciendo todos ese tiempo con Alfonso y tuvo la ligera impresión de que hasta este momento, no había hecho el amor de verdad.
Y no es que no hubiera gozado con su marido, pero era consciente de que no tenía nada que ver con lo que acababa de experimentar. Ni se aproximaba.
Puede que los sentimientos formaran parte del juego del amor y del sexo. Lo que sentía por Andrés jamás lo había sentido por Alfonso. Era la pura y cruda realidad. Estaba sumida en esos pensamientos cuando Andrés le preguntó cómo se sentía. Lo miró sonriendo. Se sentía feliz.
—¿Estás bien? —preguntó él besándola suavemente en los labios.
Ella asintió con la cabeza.
—La próxima vez reservaré la suite. Nos bañaremos en el jacuzzi.
Ella sonrió ante la propuesta.
—Hummm… —murmuró respondiendo a sus besos.
Se pasaron el resto de la tarde en la cama. Se besaron, se acariciaron, se tocaron, hicieron el amor hasta quedar sin aliento y hasta se adormilaron en brazos uno de otro.
Andrés se incorporó y miró el reloj.
—Tengo una reunión dentro de una hora. Y debería de arreglarme un poco —añadió sonriendo.
—Yo también. Quiero decir que yo también debería de arreglarme.
—Me encantaría pasar la noche contigo —dijo volviendo a besarla.
La besó de nuevo tantas veces más que fue ella quien le recordó que llegaría tarde a la cita de hoteleros. Aunque la reunión era en el mismo hotel, llegó con retraso porque cuando ella empezó a vestirse, volvió a abrazarla y besarla haciéndola retroceder hasta llegar a la pared.
—No puedo parar —susurró él entre beso y beso—. No puedo dejar de besarte. No sé qué me has hecho, pero no puedo despegarme de ti.
Ella soltó una risita de agradecimiento.
—Yo tampoco puedo separarme de ti —susurró mimosa—, pero vas a llegar tarde.
—Humm… ¡Y qué importa!
Ella le rodeó con los brazos colgándose de su cuello. Cayeron de nuevo sobre la cama sin dejar sus ávidos besos. Rodaron sobre sus cuerpos buscándose para volver a encontrarse.
Finalmente, a él no le quedó más remedio que irse para asistir a la reunión.
—No te preocupes por la habitación. Ya se encargará el servicio de limpieza —dijo mientras se vestía.
—¿Y lo de la nevera…? —preguntó señalando la botella de cava medio vacía que estaba sobre la mesa.
—Déjalo. Ya pediré la cuenta. Y ahora me voy, que no llego.
La besó por última vez y salió a toda prisa. No se verían en una semana, ya que Andrés se iría de viaje por la mañana.
Lilian por su parte se lo tomó con calma y veinte minutos después salió de la habitación trescientos trece. Estaba exhausta, satisfecha, feliz, en una nube...
No miró el móvil. Lo había desconectado al llegar al hotel. Ya no lo miraría hasta que estuviera en casa.
En el trayecto se paró en un centro comercial. Compró un poco de paté, fiambre, salmón ahumado y pan para la cena. Ni siquiera sabía qué tendría en la despensa, ni qué prepararía. Después de todo, Alfonso últimamente llegaba tan tarde que la mayoría de las veces, ni lo esperaba. Ya improvisaría algo. En ese sentido, su marido no era exigente. Le gustaba cenar con moderación. A lo que nunca renunciaba era a una taza de café y a una copa de brandy.
Por eso no tendría mucho problema en preparar algo rápido y ligero. Tampoco le importaba que fuera una cena fría a base de canapés. Colocó las bolsas en el asiento de al lado y se dispuso a ir a casa.
Ya no tenía futuro con Alfonso. Ya no tenía la menor duda de que lo mejor era pedirle el divorcio. Tenía que hablar con él. Sí, eso haría. Tendría que hacerlo esa misma noche. Así se libraría de compartir su cama. Después de estar en brazos de Andrés, no iba a soportar ni que la rozara. Pero no podía negar que le asustaba la idea de decírselo. Se pondría hecho una furia y ella no estaba segura de poder resistirlo. Tal vez debiera de pensarlo un poco, tomarse un poco de tiempo. Pero le horrorizaba la idea de tener un amante y estar casada. Eso solo ocurría en el cine y en las novelas, no en la vida real, al menos en la suya. ¡Pero qué idioteces estás diciendo, Lilian! Se dijo, claro que había miles de mujeres que engañaban a sus maridos. Lo mismo que ellos hacían, lo mismo que Alfonso hacía con ella.
Al llegar a casa y ver el coche de Alfonso en el garaje, todo su entusiasmo se vino abajo. Sin saber por qué se sintió mal. Ahora tendría que mentir, fingir, inventar una excusa para justificar su tardanza. Pero si aún eran las ocho y media. ¿Por qué precisamente había vuelto tan pronto del trabajo? Suspiró.
Decidida salió del coche y caminó hacia la casa. Se extrañó que Andy no saliera a recibirla.
Abrió la puerta con la llave, y se dirigió al salón.
—¿Se puede saber dónde estabas? Te he llamado doscientas veces —refunfuñó Alfonso—. ¿Tienes el móvil apagado o es que estás sorda? —preguntó acercándose.
Solo verlo la alteró. Lo esquivó como pudo para que no la besara caminando con paso apresurado hacia la cocina, donde dejó las bolsas del supermercado.
—¿Pasa algo? —preguntó inquieta—. ¿Cómo has vuelto tan temprano?
—Estaba cansado, y… tengo que decirte algo. Lo siento, Lilian. No me di cuenta. Dejé la puerta abierta y no vi cuándo salió corriendo. Lo he buscado por todas partes pero no aparece.
Ella lo miró nerviosa sin entender nada.
—El perro se ha escapado.
—¿Quéeeee?
Alfonso aseguró que el setter se habría ido detrás de alguna perra en celo. Que sin duda no tardaría en volver.
—Pero ¿qué dices? Nunca se escaparía. Hay que ir a buscarlo —añadió inquieta.
Él insistió en que ya lo había hecho, también preguntado a los vecinos, pero nadie lo había visto.
—Y ¿si le ha pasado algo? ¿Si le ha atropellado un coche?
—Lo siento, te compraré otro.
—No, no quiero otro. Quiero a Andy… a Andyyyyyy…. —le gritó a punto de llorar.
—Aparecerá, no te preocupes.
Poco después Lilian salió a dar vueltas por los alrededores con el coche. Caminó por los sitios habituales. No había ni rastro.
Se encerró en la habitación y no hizo más que llorar. Si ella hubiera estado en casa, tal vez no hubiera pasado. Puede que estuviera dando un paseo los dos juntos, como tantas veces. Andy no solía escaparse por mucho que la puerta estuviera abierta. No era capaz de comprenderlo. Era un perro dócil, obediente, mimado. Nunca se alejaba demasiado pero Alfonso la convenció de que volvería.
Estaba tan abatida que él la dejó tranquila. No la tocó. Ella apenas durmió y él la sintió llorar entre sueños.
Alfonso no sentía ninguna pena por el animal. Le era totalmente indiferente. No le gustaban los animales, y si había cedido a tenerlo en casa había sido por Lilian. Mejor que hubiera desaparecido. Menos problemas. Ojalá no regrese nunca, pensó.
Se preguntó dónde habría estado su mujer toda la tarde. Aunque le había contestado que ultimando los preparativos para la exposición que sería en tres semanas, no acaba de creérselo. Había llamado dos veces al hotel y la misma Lorena le dijo que no la había visto desde la mañana. Cuando al día siguiente despertó a las siete, ella dormitaba profundamente. Él se arregló y se vistió para ir al trabajo.
Antes de salir se acercó a la cama y observó a Lilian mientras dormía, e incluso le apartó la sábana para contemplar su cuerpo protegido por una camiseta de tirantes y el tanga.
A veces sentía el impulso irrefrenable de poseerla y hacerla suya. Otras veces le era totalmente indiferente. Por momentos, pensaba que la amaba, sobre todo cuando era complaciente, y en cierto modo conseguía manipularla. Pero últimamente se lo estaba poniendo difícil y eso no le gustaba tanto. Lo hacía enfadar demasiado a menudo. Además lo había rechazado en continuas ocasiones a la hora de requerirla sexualmente. Eso no podía permitirlo. Era su marido. Tenía todo el derecho del mundo a tenerla.
Le apartó el cabello de la cara y le miró el cuello, el escote sin perder detalle, hasta que ella se movió y entre sueños e intentó taparse porque sentía frío.
Buscó la sabana a tientas y abrió los ojos. Se encontró con los de Alfonso. Los ojos de color marrón, la miraban con frialdad. Parecían acusarla de algo.
Ella le sostuvo la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Dónde estuviste ayer? —inquirió.
—Ya te lo dije. En el hotel —respondió incorporándose.
—¿Con quién?
Ella bostezó, y se pasó la mano por el pelo para apartarlo de la cara.
—Alfonso, por favor. Estoy muy cansada. Déjame.
Él miró el reloj. Tenía que irse.
—Quiero que me digas la verdad.
—¿La verdad? Estuve en el hotel. Esa es la verdad. Si no me crees, es problema tuyo —respondió tapándose con la sábana y la colcha.
—No me gusta que me mientan, Lilian. Y me estás mintiendo.
—¿Estás loco? Estuve en el hotel. Es la verdad. Te lo prometo, Alfonso.
Pareció convincente. Después de todo era cierto. No había salido del hotel en toda la tarde. Por eso Lilian se sintió segura al responder. No mentía.
—Está bien. Ahora tengo que irme. Te veré por la noche.
Después de que él se fuera se acurrucó entre las sabanas, pensó en Andy, su precioso perro y las lágrimas brotaron de nuevo de sus ojos.
Puso un anuncio en el periódico por si alguien lo hubiera encontrado y lo tuviera recogido. En Internet también lo colocó, pero los días pasaron sin que nadie diera señales del perro.
Se cansó de buscarlo, de andar de un lado para otro. Andy no aparecía.
Para colmo, Andrés no había vuelto de su viaje, y se moría por verlo, por sentirlo. No sabía qué iba a pasar ahora. Tal vez para él solo fuera una aventura nada más. Y ella añoraba tanto tener una familia. Decidió que esperaría. No podía apresurarse. Puede que entre Andrés y ella no volviera a ocurrir nada. Todo era una locura.
¿Cómo iba a reaccionar Alfonso si le hablaba de la posibilidad de un divorcio? ¿Cómo se lo tomaría? ¿Realmente la amaba? Cada vez se lo demostraba menos, aunque eso no significaba que hubiera dejado de desearla.
Sabía que no tardaría en reclamarle atención sexual. Y ella, después de estar con Andrés se sentía incapaz de responder, no sentía deseo hacia él. No lo deseaba ni podía permitir que la tocara. Mucho menos que la besara.
—No lo beses, Lilian, por favor. No lo beses —había dicho Andrés antes de despedirse, después de besarla una y otra vez—, por lo menos, de este modo, no.
Ella al escucharlo, se emocionó. Se prometió a sí misma que no lo besaría. Los besos de Andrés habían sido tan especiales. Únicos, se dijo. No iba a permitir que Alfonso destruyera ese sabor y ese recuerdo.
Cinco días después de la desaparición de Andy y de la marcha de Andrés, ya no pudo poner más excusas a Alfonso. Ya no podía recurrir a la tristeza que sentía por su perro, aunque era cierto que lloraba recordándolo. Él consideraba que debía asumirlo de una vez.
—Es un perro, después de todo. Ya te dije que te compraré otro.
—¿Cómo puedes ser tan insensible? Hace cuatro años que vive con nosotros.
—Sí, pero no es el fin del mundo, Lilian.
Le costó un triunfo dejarse tocar por él. La única ventaja que tenía es que Alfonso no se prodigaba mucho en preliminares, nunca la besaba ni la acariciaba de forma tan íntima como lo había hecho Andrés. Se dejó hacer sin ningún entusiasmo, ya que a él no parecía importarle mucho que no participara. No sintió nada porque hizo todo lo posible por no sentirlo, ni pensó en Andrés, ni pensó en nadie, se limitó a mirar al techo deseando que terminara de una vez.
No sabía por qué había vuelto a interesarse por ella. Casi prefería regresar a la etapa en que pasaba de demostrarle apetito sexual. ¿Sería que con su prima no tenía bastante o es que todo era imaginación suya, y no había nada entre ellos?
Por su lado, Andrés no quería ni imaginarse que ella estuviera en brazos de Alfonso. Ahora era peor que antes. Después de haber estado juntos, de lo mucho que habían disfrutado, pensar que él la tendría, lo atormentaba.
Ella le había confesado que el sexo con Alfonso se había vuelto monótono y aburrido. A él solo se preocupaba del acto en sí.
Andrés pensó que tal vez era muy egoísta por su parte desear que fuera de ese modo, porque él sí se moría por complacerla, por besarla, por saborear su piel, y estaba seguro de que no se cansaría nunca de hacerlo.
Empezó a recordar sin pretenderlo escenas del día que se habían entregado el uno al otro: su olor, el suave y dulce tacto de su piel. Sus senos firmes, redondos, perfectos.
La realidad le golpeó por un instante. Lilian estaba casada con alguien a quien detestaba, alguien que incluso podría suponer hasta un peligro para ella.
Se estaba metiendo en un complicado laberinto y si fuera un poco sensato, saldría de allí pitando. Daría media vuelta y regresaría a su vida. Pero a Andrés le gustaban los retos y no siempre era lo suficientemente juicioso para tomar decisiones. Además tenía a su favor la razón más poderosa del mundo: amaba a Lilian. Y por amor, se había desencadenado la guerra de Troya.
Él estaba dispuesto a ser Paris y quedarse con Helena, en este caso con Lilian. No pensaba dejarla escapar. De un modo u otro, la alejaría de Alfonso.
Durante todos los días de la semana que estuvo fuera, le envío mensajes al móvil que ella respondía enseguida. También llamaba cuando sabía con certeza que estaba sola en casa. Siempre solía ser a la hora que Lilian desayunaba cuando no había peligro de que Alfonso estuviera cerca. Le decía lo mucho que la deseaba y cómo le apetecía besarla. Se moría por estar ausente de ella, por los besos perdidos, los que durante tanto tiempo no había podido darle y que tendrían que recuperar.
Ella esperaba sus llamadas y mensajes con ilusión. Se sentía como si fuera una adolescente con su primer chico. El sábado y el domingo, él tuvo la prudencia de no llamar, y aunque Lilian lo sabía, no pudo evitar ponerse como un flan, cuando el domingo el móvil empezó a sonar mientras desayunaba junto a Alfonso.
Como él se había levantado a servirse más café, lo cogió y respondió por ella.
—Toma —dijo pasándole el teléfono con desgana—, la pesada de tu hermana.
—¡Ah! ¿ Claudia…? —exclamó aliviada.
Él la miró extrañado por su reacción.
—Que yo sepa, solo tienes una hermana.
Ella sonrió y se fue al salón para hablar a solas.