Capítulo 17

A Octavia no le gustaba viajar a pie de noche, pero con la robo-cosechadora incapaz de funcionar, no tuvo otra elección excepto caminar. Atravesó los muchos kilómetros del valle, trepando por las crestas, brincando por encima de las grietas, y dando traspiés en su camino de regreso a la ciudad colonia.

Odió cada segundo de la travesía.

El terreno era inseguro, repleto de sombras y baches ocultos, hendeduras entre las rocas que parecían alargarse y trabar sus pies. Si se torcía un tobillo, tendría que cojear todo el camino de regreso a Refugio Libre.

La noche era oscura, el cielo lóbrego y encapotado. Las nubes ahogaban las estrellas, pero al menos no traían tormentas consigo. Extraños destellos de luz ondeaban por el cielo como aureolas o distantes relámpagos, excepto que los colores y los esquemas de energía eran diferentes de los frentes climáticos que normalmente presenciaba en Bhekar Ro.

Demasiadas cosas extrañas estaban pasando últimamente.

Aumentó el paso a través de la ladera, feliz de poder divisar las pálidas luces de la refinería de vespeno del viejo Rastin. El solitario prospector no recibiría con agrado su compañía, especialmente tan tarde, pero Octavia no tenía otra elección. Disponía de un vehículo, una oruga impulsado por vespeno que había resistido durante décadas. Quizá pudiera llevarla a la ciudad.

Y si no era así, al menos Viejo Azul se alegraría de verla, y después de todo lo que le había pasado, sería un desahogo acariciar su pelaje y contemplar su espesa cola menearse con deleite.

Se desplazó torpemente por un sendero que el ermitaño debía usar con frecuencia. Con alivio recorrió el camino restante hacia la hacienda, sintiendo un vigor revitalizante a cada paso que daba ante la perspectiva de que su dura experiencia estuviese a punto de terminar.

Mientras se aproximaba, Octavia sólo diviso unas cuantas luces automáticas encendidas en torno a las superestructuras de la refinería, prestando un extraño resplandor plateado a los geiseres de gas vespeno que se encrespaban en el aire. El lugar parecía abandonado… tal vez el viejo Rastin se hubiese ido ya a la cama. No tenía ni idea de qué hora era.

—¿Hola, Rastin? —exclamó—. Soy Octavia Bren. —Se detuvo, pero sólo el silencio le respondió. Incluso los escarabajos y los activos lagartos estaban en silencio… lo que era muy extraño. De improviso, la oscuridad pareció mostrarse más opresiva.

—¿Hola, Rastin? Necesito tu ayuda.

Aunque normalmente se habría acercado hasta la puerta y habría llamado, aquel inusual silencio la hacía sentirse incómoda. A veces el solitario Rastin era impredecible, y no era descabellado imaginar que podría aparecer con su arma para «defender» su hogar contra los intrusos nocturnos. No quería verse agujereada por una andanada de perdigones.

Se acercó aún más, con su entusiasmo decreciendo por momentos.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Al menos esperaba que Viejo Azul comenzara a ladrar. Fuera como fuese, el silencio se tornaba más opresivo.

Se preguntó si quizá el Alcalde Nik habría convocado otra junta de la colonia. En ese caso, Rastin podría haber ido a la ciudad, llevándose a Viejo Azul con él. Sí, esa era la respuesta con toda probabilidad.

Cuando distinguió su vehículo en un claro no muy lejos de su cabaña, supo que su explicación era errónea. El anciano nunca iba a ninguna parte sin su vehículo, de modo que debía estar en casa. Aquello no tenía ningún sentido. Su estomago se inundó con la escarcha del miedo creciente.

Dentro de su cabeza sintió un clamor reverberante de incontables voces alienígenas, entidades distintas pero de algún modo iguales. Su piel se erizó. ¿Qué significaba? Había sentido algo similar, el extraño vocerío de fondo de una presencia alienígena, cuando volvió al artefacto enterrado que había desintegrado a Lars y que destrozó su robo-cosechadora.

Pero éste era… diferente. Más malvado. Amenazante. Hambriento.

Aproximándose a la morada del prospector, observó que el rocoso terreno se encontraba cubierto de una gruesa capa legamosa como una alfombra de biomasa. La sustancia era una estera orgánica que se extendía desde los geiseres de vespeno, la refinería, y la propia cabaña.

Se agachó para tocarla y de inmediato se arrepintió. Sintió que sus dedos se enmugrecían, como si nunca fuera capaz de deshacerse de esa sensación. La estera orgánica olía a putrefacción y decadencia, a diferencia de cualquier otra vegetación que creciera en Bhekar Ro. La alfombra de biomasa se flexionaba, crecía, y se expandía mientras la observaba.

En la zona desnuda de barro por donde la estera aún no se había propagado, distinguió arañazos; huellas de zarpas afiladas de diversas variedades, como si una multitud de monstruos insectoides se hubiesen apiñado en este lugar.

Sobreponiéndose a su miedo, preocupada por Rastin, se acercó de puntillas a la casa del prospector. El silencio aún reinaba. Gritó una vez más, preparada para salir corriendo al tiempo que su intranquilidad se hinchaba hasta un tono terrorífico.

—¿Rastin? Por favor respóndeme.

Mientras caminaba sobre las chirriantes planchas de ondulado metal que formaban el porche, oyó algún tipo de agitación bajo ellas y distinguió una gran criatura moviéndose en las sombras.

—¡Viejo Azul! —profirió, manifestándose mentalmente de que se tranquilizara, aunque no sirviera para disminuir su tensión.

Retrocedió cuando vio un destello de desgreñado pelaje azul y enrizados músculos a medida que la bestia se arrastraba fuera de las sombras desde las que acechaba. Y aunque había sido una vez Viejo Azul, ahora era algo completamente distinto.

Estaba «infestado».

Varias púas brotaban de su espalda. Sobre cada pata, extraños miembros articulados sobresalían de sus hombros, terminando cada uno en garras articuladas. Los ojos originales de Viejo Azul se habían hundido, y un nuevo conjunto, cuatro de ellos, se proyectaban ondeando al acecho, barriendo los alrededores hasta enfocarse sobre Octavia. Encrespó sus labios hacia atrás, revelando unos colmillos que habían crecido desmesuradamente. La baba que bullía fuera de sus rabiosas fauces era espesa y gelatinosa, como algún tipo de limo ácido.

Oyó más cosas agitándose en torno a la casa, cuerpos que se movían. La criatura perruna soltó un profundo rugido líquido, y Octavia trastabilló hacia atrás. Las garras de Viejo Azul se fraccionaron para revelar un nuevo conjunto de garras tan grandes como cimitarras, y sus músculos, se arrollaron como poleas y cables bien engrasados.

Se giró para salir corriendo en la oscuridad. Viejo Azul se abalanzó tras ella.