Capítulo 1
Mientras una sofocante manta de oscuridad descendía sobre la ciudad de Refugio Libre, los robustos colonos se batían por evitar la tormenta. La noche cubrió con rapidez el planeta colonia de Bhekar Ro, con excesivo viento pero sin rastro de estrellas.
Las encapotadas nubes se arremolinaron sobre el horizonte y alcanzaron la escarpada cordillera montañosa, circundando el amplio valle que formaba el corazón de la pugnante colonia agrícola. Explosivos retumbos atronaron sobre la cordillera como una andanada de artillería pobremente situada. Cada detonación era lo bastante poderosa para ser detectada por varios sismógrafos aún activos plantados en torno a las zonas prospectadas.
Las condiciones atmosféricas creaban truenos con una intensidad sónica comparable a la de una explosión. El rugido en sí era a veces suficiente para causar destrucción. Y lo que el trueno sónico dejaba indemne, los relámpagos desgarraban a trozos.
Cuarenta años atrás, cuando los primeros colonos huyeron del opresivo gobierno de la Confederación Terráquea, se habían engañado al creer que este lugar podría convertirse en un nuevo Edén. Tras tres generaciones, los obstinados colonos rehusaban darse por vencidos.
Situada junto a su hermano Lars, Octavia Bren contempló el paisaje a través de los veteados parabrisas de la gigantesca robo-cosechadora mientras rodaban apresurados de regreso a la ciudad. El fragor de las cadenas mecánicas y el rugido del motor casi ahogaban el retumbo de los truenos. Casi.
Los abrasadores relámpagos descendían de las nubes como lanzas luminosas, astas de descarga estática que depositaban cicatrices cristalinas sobre el terreno. Los enormes relámpagos le recordaron a Octavia las imágenes de biblioteca que había visto de un cañón Yamato disparado desde un crucero de batalla en órbita.
—¿Por qué de entre toda la galaxia nuestros abuelos tuvieron que elegir mudarse aquí? —preguntó retóricamente. Más relámpagos produjeron cráteres en la campiña.
—Por el paisaje, por supuesto —bromeó Lars.
Aunque el bombardeo limpió el aire del siempre presente polvo, también dañó las cosechas de trigo tritical y musgo salado que apenas lograban aferrarse al rocoso terreno. Los colonos de Refugio Libre disponían de pocas provisiones de emergencia para ayudarles a soportar cualquier fracaso grave de las cosechas, y había pasado mucho tiempo desde que pidieron ayudar por última vez al exterior.
Pero sobrevivirían de algún modo. Siempre lo hacían.
Lars contempló la llegada de la tormenta, con una chispa de excitación en sus avellanados ojos. Aunque era un año mayor que su hermana, cuando esgrimía ese rictus arrogante en su rostro parecía un adolescente atolondrado.
—Creo que podemos dejarla atrás.
—Siempre sobrestimas lo que podemos hacer, Lars. —Incluso a la edad de diecisiete años, Octavia era conocida por su estabilidad y sentido común—. Y siempre termino salvándote el culo.
Lars parecía tener una reserva inagotable de energía y entusiasmo. Se aferró a su asiento mientras el inmenso vehículo todoterreno machacaba una zanja y continuaba por un amplio sendero entre la siembra, hacia las distantes luces de la ciudad.
Poco después de la muerte de sus padres, había sido sugerencia de Lars que los dos expandieran sus tierras de cultivo y añadieran estaciones automatizadas de extracción minera a sus posesiones. Ella había intentando, sin éxito, convencerle de lo contrario.
—Sé práctico, Lars. Ya tenemos bastante con la granja. Expandiéndonos no tendríamos tiempo para nada más… ni siquiera para nuestras familias.
La mitad de las hijas elegibles de los colonos ya le había propuesto matrimonio «¡Cyn McCarthy lo había hecho tres veces!» pero hasta ahora Lars sólo había dado excusas. Los colonos eran considerados adultos a la edad de quince años en este áspero mundo, y muchos ya se habían casado y habían tenido hijos antes de alcanzar su decimoctavo cumpleaños. El año que viene, Octavia tendría que enfrentarse a la misma decisión, y las opciones no eran muy amplias en Refugio Libre.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —le preguntó por última vez.
—Claro. Vale la pena el esfuerzo extra. Y una vez que nos hallamos establecido tendremos mucho tiempo libre para casarnos —había insistido Lars, peinándose hacia atrás su larga cabellera arenosa. Nunca había sido capaz de discutir con esa sonrisa—. Antes de que nos enteremos, Octavia, todo habrá cambiado, y entonces me lo agradecerás.
Había estado seguro de que podrían cultivar altas cosechas en las laderas de los Cuarenta Lomos, la cordillera que separaba sus tierras de otra amplia cuenca y de más montañas a veinte kilómetros de distancia. De modo que los hermanos habían empleado su robo-cosechadora para raspar una nueva ringlera de tierra de cultivo arable y sembrar nuevas cosechas. También establecieron estaciones automatizadas de extracción minera en las laderas rocosas de la falda de la montaña. Eso había sido hace dos años.
Un soplo de viento zarandeó el costado de la cosechadora, haciendo rechinar los pórticos sellados. Lars compensó la columna de dirección y aceleró. Ni siquiera parecía cansado por su largo día de trabajo.
Los relámpagos abrasaron el cielo, dejando rastros de colores a través de sus retinas. Aunque no podía ver mejor que su hermana, no disminuyó la marcha. Ambos estaban deseando volver a casa.
—¡Cuidado con esa roca! —exclamó Octavia, sus penetrantes ojos verdes fijos en el peligro mientras la lluvia azotaba las ventanas del impresionante vehículo tractor.
Lars no le prestó importancia a las rocas, conduciendo sobre ellas, y aplastándolas con las cadenas del vehículo.
—Ah, no subestimes las capacidades de la maquina.
Resopló groseramente.
—Pero si desprendes la chapa o quemas una leva hidráulica, soy la «única» que tienes para arreglarlo.
La robo-cosechadora multiusos, la pieza de equipo más importante que poseía cualquier colono, era capaz de nivelar, labrar, destruir cantos rodados, sembrar y segar las cosechas. Algunas de las grandes máquinas tenían incorporados trituradores de rocas, otras lanzallamas. Los vehículos también eran prácticos para recorrer de diez a veinte clicks de distancia sobre terreno escabroso.
El casco de la robo-cosechadora, una vez resplandeciente como una cereza roja, ahora se mostraba descolorido, arañado, y abollado. Sin embargo, el motor ronroneaba tan suavemente como una canción de cuna, y eso era todo lo que le importaba a Octavia.
Inspeccionó el medidor de temperatura y el rastreador de presión atmosférica de la cabina de la robo-cosechadora, pero las lecturas estaban descontroladas.
—Parece una mala noche.
—Todas son malas. Al fin y al cabo, es Bhekar Ro… ¿Qué esperabas?
Octavia se encogió de hombros.
—Me imagino que eran lo bastante buenas para papá y mamá.
«Cuando seguían vivos».
Lars y ella eran los únicos supervivientes de su familia. Todos los colonos habían perdido a algún amigo o pariente. Domesticar un nuevo mundo poco cooperativo era peligroso, raras veces recompensaba el esfuerzo; siempre a punto para la tragedia.
Pero la gente de aquí aún perseguía sus sueños. Estos agotados colonos habían abandonado el ceñido cerco de la Confederación por la tierra prometida de Bhekar Ro cuarenta años atrás. Buscaron independencia y un nuevo comienzo, alejados de la confusión y las constantes guerras civiles entre los mundos interiores de la Confederación.
Los colonos originales no quisieron nada más excepto paz y libertad. Habían comenzado de forma algo idealista, estableciendo una ciudad central con recursos para que todos los habitantes los compartieran, denominándola Refugio Libre y dividiendo las tierras de cultivo equitativamente entre los trabajadores más corpulentos. Pero el idealismo se desvaneció a medida que los colonos sobrellevaban nuevas adversidades sobre un planeta que no llegó a cumplir sus expectativas.
Sin embargo, nadie de entre los colonos sugirió regresar… especialmente ni Octavia ni Lars Bren.
Las luces de Refugio Libre centellearon como un cálido paraíso acogedor mientras la robo-cosechadora se aproximaba. En la distancia Octavia ya podía oír la sirena de advertencia próxima a la vieja torreta de misiles en la plaza de la ciudad, avisando a los colonos de que debían encontrar cobijo. Todos ellos, al menos los que aún mantenían el sentido común, ya se habrían refugiado en sus hogares prefabricados para resguardarse de la tormenta.
Dejaron atrás las residencias más periféricas y los campos, cruzaron canales de irrigación y alcanzaron el perímetro de la ciudad, que estaba trazada en forma de octágono. Un perímetro de alambradas rodeaba el asentamiento, pero las puertas hacia las calles principales nunca se habían cerrado.
Una explosión de trueno rugió tan cerca que la robo-cosechadora traqueteó. Lars apretó los dientes y siguió adelante. Octavia recordó cómo se sentaba en las rodillas de su padre durante su niñez en noches como ésta, lo segura que la hacía sentirse…
Sus abuelos habían envejecido con rapidez debido a los rigores de la vida en este lugar y gozaban de la dudosa distinción de ser los primeros en ser enterrados en el siempre creciente cementerio a las afueras del perímetro octogonal de Refugio Libre. Para entonces, no mucho después de que Octavia cumpliera los quince, la plaga de esporas ya había actuado.
Las escasas cosechas de trigo tritical mutado habían sido afligidas por un tizne oscuro en algunos de sus granos. Ya que la comida no abundaba, la madre de Octavia dejó el trigo mohoso para ella y su marido, alimentando a sus hijos con el pan no contaminado. Los exiguos alimentos habían parecido como cualquier otro: duros e insípidos, pero lo bastante nutritivos para mantenerles vivos.
Octavia rememoró esa última noche con claridad. Había estado sufriendo de una de sus ocasionales migrañas y de un disparatado presentimiento. Su madre le había obligado a irse a la cama más temprano, donde había tenido terribles pesadillas.
A la mañana siguiente había despertado en una casa demasiado tranquila para descubrir a sus padres muertos en su cama. Bajo las húmedas sábanas retorcidas por su agonía final, los cuerpos eran una estremecedora y rezumante masa de erupciones fungosas, rodeados de estallidos de esporas que desintegraban la carne con rapidez…
Lars y Octavia nunca habían regresado a esa casa, quemándola hasta los cimientos junto con los impurificados campos y los hogares de otras diecisiete familias que habían sido infectadas por la horrible enfermedad parasitaria.
Aunque representó un terrible golpe para la colonia, la espora consiguió unir a los supervivientes mucho más. El nuevo alcalde, Jacob «Nik» Nikolai, dedicó un apasionado elogio para todas las víctimas de la plaga de esporas, reavivando de algún modo el fuego de la independencia en el proceso y proporcionándole a los colonos la energía para seguir viviendo allí. Habían pasado por tanto, habían sobrevivido a tantas adversidades, que no podían tirar la toalla por esto.
Mudándose juntos a una casa prefabricada vacía en los límites de Refugio Libre, Octavia y Lars habían reconstruido sus vidas. Hicieron planes. Se expandieron. Vigilaron sus estaciones automatizadas y observaron los monitores sísmicos en busca de signos de alteraciones tectónicas que pudieran afectar a su trabajo en la ciudad. Los dos se desplazaban a los campos cada día y se esforzaban codo con codo hasta bien entrada la noche. Trabajaban muy duro, se arriesgaban aún más… y sobrevivían.
Mientras Octavia y Lars atravesaban la puerta abierta y rodeaban la plaza principal hacia su residencia, la tormenta finalmente golpeó con todas sus fuerzas. Se convirtió en una sesgada barrera de lluvia y granizo al tiempo que la robo-cosechadora dejaba atrás las luces y las puertas de metal de las chozas amuralladas. Su propio hogar era similar al de los otros, pero Lars lo encontró por instinto, incluso entre el aguacero.
Giró el enorme vehículo hasta detenerlo sobre el estacionamiento de grava frente a su casa. Apagó el motor mientras Octavia se afianzaba una gorra sobre la cabeza y se preparaba para salir corriendo. Incluso cubrir tres metros en esa tormenta sería una experiencia agotadora.
Antes de que los sistemas de la robo-cosechadora se desactivaran completamente, Octavia comprobó las reservas de combustible, ya que su hermano nunca se acordaba de hacerlo.
—Tendremos que conseguir más gas vespeno de la refinería.
Lars asió el manillar de la puerta y agachó la cabeza.
—Mañana, mañana. Probablemente Rastin esté metido en su barraca maldiciendo al viento reinante. A ese viejo excéntrico le gustan las tormentas tanto como a mí.
Abrió la escotilla y saltó fuera segundos antes de que una fuerte ventolera devolviera de golpe la puerta a su quicio. Octavia salió por el otro lado, brincando desde el escalón hasta las amplias cadenas del tractor y luego hasta el suelo.
El granizo la golpeó como los proyectiles de una ametralladora mientras corría tras su hermano en una loca arremetida hasta su morada. Lars consiguió abrir la puerta delantera, y los hermanos se lanzaron al interior, empapados y azotados por el viento. Pero al menos estaban a salvo de la tormenta.
Otro trueno volvió a rugir en el cielo. Lars se desabrochó la chaqueta. Octavia se quitó su chorreante gorro y lo arrojó a una esquina, para a continuación encender las luces de modo que pudiera revisar uno de los viejos sismógrafos que habían instalado en su cabaña.
Pocos colonos se molestaban en monitorear las condiciones planetarias o en rastrear actividades subterráneas de algún tipo, pero Lars había pensado en la importancia de situar sismógrafos en sus estaciones automatizadas de extracción minera de las laderas de Cuarenta Lomos. Por supuesto, Octavia había sido la única en reparar e instalar el anticuado equipo de vigilancia.
No obstante, Lars había dado en el clavo. Los temblores se habían incrementado últimamente, registrando lecturas de sacudidas secundarias que se originaban en la cadena montañosa de la ladera más lejana del próximo valle.
«Justo lo que necesitábamos… otra cosa de la que preocuparnos» —pensó Octavia, contemplando la gráfica con preocupación.
Lars se unió a ella en la lectura de la cinta del sismógrafo. La larga y temblorosa línea parecía haber sido dibujada por un anciano adicto a la cafeína. Vio algunos picos, probablemente ecos de los truenos, pero no acontecimientos sísmicos mayores.
—Esto resulta interesante. ¿No estás contenta de que no tengamos un terremoto esta noche?
Ella supo que pasaría incluso antes de que finalizara la frase. Quizá fuera otra de las poderosas premoniciones de Octavia, o sólo una desalentadora confirmación de que las cosas iban a peor cada vez que tenían oportunidad.
Justo cuando Lars moldeaba otra de sus arrogantes sonrisas, un temblor sacudió el terreno, como si la perturbada corteza de Bhekar Ro hubiese tenido una pesadilla. Al principio Octavia esperó que fuese simplemente una detonación muy cercana de algún trueno, pero los temblores continuaron para erigir y bambolear el suelo bajo sus pies y convulsionar toda la casa prefabricada.
Lars tensó sus poderosos músculos para resistir el temblor. Ambos observaron cómo el sismógrafo se volvía loco.
—¡Las lecturas se salen de la escala!
Sorprendida, Octavia lo señaló.
—El epicentro no está aquí. Sino a quince clicks de distancia, sobre la cordillera.
—Genial. No muy lejos de donde situamos todos nuestros equipos automatizados de extracción minera. —El sismógrafo se detuvo, con sus sensores sobrecargados, mientras el seísmo martilleaba el terreno durante lo que pareció una eternidad antes de que comenzara a desvanecerse gradualmente—. Parece que ya tienes trabajo mañana, Octavia.
—Siempre tengo que reparar algo —dijo.
Fuera, la tormenta alcanzó un crescendo. Lars y Octavia se sentaron juntos en actitud silenciosa, esperando que acabara el desastre.
—¿Quieres jugar a las cartas? —le preguntó.
En ese momento todas las luces de la cabaña se apagaron, dejándolos sumergidos en una oscuridad sólo iluminada por los destellos de los relámpagos.
—No esta noche —respondió.