4. 7. Yo solo
T
omada en España la decisión de intentar reconquistar la Florida, una gran flota de 140 buques de transporte y 16 navíos de escolta, partió de Cádiz el 28 de abril de 1780. En los barcos, al mando del jefe de escuadra José Solano, iban experimentadas tropas que debía de reforzar el dispositivo de defensa en Puerto Rico y Cuba. Eran en total 12.000 hombres dirigidos por el teniente general Victorio de Navia.
Enterado Bernardo de Gálvez en Nueva Orleans de la partida de la flota se dirigió a La Habana, donde llegó poco antes que los navíos procedentes de España, que arribaron el 4 de agosto.
El trabajo de la Junta de guerra que debía de planificar las operaciones, en la que estaban representados todos los altos jefes del ejército y la marina con responsabilidad en el desarrollo de las futuras campañas, dejó mucho que desear. Las constantes discusiones la convirtieron a menudo en un obstáculo, sobre todo para quienes como Bernardo de Gálvez buscaban hablar menos y combatir más.
Costó un esfuerzo enorme poder reunir el primer núcleo de tropas expedicionarias y se fijó el 16 de octubre como fecha de partida, a pesar de la oposición de Solano —Jefe del Ejército de Operaciones de América—, que al fin y al cabo era el responsable de la flota y no quería dirigirla a Pensacola en plena época de huracanes.
La insistencia del gobernador de Lusiana que alegaba que no había tiempo que perder, pues el retraso beneficiaba a los británicos, logró convencer a la Junta y la escuadra salió con rumbo a las costas de Florida con 50 buques de transporte y 4.000 hombres de infantería —regimientos Rey, Príncipe, Navarra, Fijo de La Habana, España, Segundo de Cataluña y milicias de La Habana—, llevando también artillería y dragones y equipo de sitio, incluyendo municiones y provisiones para un largo asedio.
Desgraciadamente los temores de Solano se cumplieron y una de las peores tormentas de la década se abatió sobre la desdichada escuadra española que fue literalmente barrida del mar. Sus barcos quedaron desperdigados por todo el Golfo de México, pero afortunadamente, para lo que podía haber sido, las bajas no fueron cuantiosas. Tras la tormenta los altos mandos navales pensaban que las condiciones eran tan malas que lo mejor era retornar a Cuba y eso fue lo que se hizo. Así pues, la dañada flota regreso a La Habana en espera de mejor ocasión. Allí, reunida de nuevo la Junta de guerra, se decidió aplazar la expedición hasta principios de 1781, cuando el tiempo fuera más propicio.
Pero los británicos no se limitaron a quedarse mirando mientras los españoles resolvían sus problemas. El primer año de guerra contra España en el teatro de operaciones del Caribe había sido desastroso y tenían que resarcirse de alguna forma de la pérdida de toda la cuenca baja del Misisipi, así que decidieron que el lugar idóneo donde descargar su revancha era Mobila, donde las tropas del coronel Ezpeleta estaban prácticamente aisladas. Los combates en las proximidades de la plaza en realidad nunca se habían detenido del todo, pues el gobernador español de la ciudad conquistada sabía que si se encerraba estaba perdido, por lo que estableció un puesto avanzado para prevenir ataques británicos procedentes de Pensacola. El lugar elegido fue la Aldea de Mobila o Village, punto comprometido en el dispositivo defensivo español que desde su nacimiento sufrió ataques de los ingleses y de sus aliados indios. Día tras día el cansancio y la falla de refuerzos y suministros iba minando la moral de los defensores españoles, y la situación se agravó con la incorporación masiva de guerreros choctawa las filas británicas.
Una vez que en Nueva Orleans se supo de la desesperada situación que se vivía en Mobila, prácticamente sitiada, Gálvez intentó que desde Cuba se enviasen urgentes refuerzos, y logró que partiese un convoy con 8 barcos que transportaban todo lo que se necesitaba en la plaza y un refuerzo de 500 soldados. Pero el comandante de la fuerza naval no se atrevió a entrar en la bahía. Consideró que un temporal había cambiado las condiciones de navegación en la zona, pues había alterado el fondo y podía embarrancar, por lo que se dirigido a Baliza, en la desembocadura del Misisipi, sin que los defensores de Mobila recibieran el socorro prometido.
Dispuestos a terminar de una vez con los obstinados defensores, el 7 de enero de 1781 más de 1.300 hombres de los regimientos Waldeck, Maryland y Pennsylvania, indios choctaw, dragones de escolta y dos cañones, al mando del coronel alemán Von Hanxleden, apoyados por dos fragatas, atacaron el puesto de Aldea Mobila defendido por 190 soldados españoles.
Un asalto nocturno de los indios e ingleses a través de las trincheras defendidas por la milicia negra de Nueva Orleans sorprendió a los defensores, pero descubierto el intento, se libró violento combate cuerpo a cuerpo en el que los asaltantes fueron rechazados, al coste de 62 bajas españolas —de ellas 38 muertos—, por 18 británicas, entre ellas el coronel Von Hanxleden. Milagrosamente, Mobila siguió en manos españolas.
Pensacola: «Marcha de valientes, carga de vencedores»
El rey Carlos III recibió información acerca de la ineficacia de la Junta de guerra de La Habana, por lo que envió al plenipotenciario Jerónimo Saavedra para poner fin a cualquier problema que impidiese la consecución del objetivo buscado: la toma de Pensacola. En Madrid se sospechaba que el éxito de Gálvez y su juventud estaban levantando envidias, y era preciso cortar de raíz cualquier rencilla que pudiese alterar el buen curso que llevaba la guerra.
El 1 de febrero de 1781, en el mismo momento en que en San Luis se preparaba la expedición contra Saint Joseph, se celebró la primera de las reuniones de la Junta de La Habana que debía discutir la estrategia a seguir. La presidía Saavedra, que se había presentado de improviso con los documentos que demostraban su autoridad, a fin de que nadie mostrase dudas sobre su mando. Lo que quería hacer lo dejó bien claro con palabras sencillas: venía en persona para poner en marcha el plan de operaciones que había sido aprobado hacía un año y que, por diversas circunstancias, había fracasado.
El objetivo mayor en el Caribe seguía siendo Jamaica, la principal base inglesa y uno de los lugares más ricos del imperio británico, pero debido a las fechas y la necesidad de preparar la expedición con mucho cuidado, prefirió esperar un año más. Respecto a Pensacola, última plaza de Florida Occidental en manos británicas, debía de actuarse con diligencia y tomarla lo antes posible. Saavedra se comprometió ante los presentes a ir personalmente a México para obtener el dinero que fuese necesario. Por lo demás, tristemente, la mayor parte de sus esfuerzos tuvo que dedicarlos a limar las rencillas que habían surgido entre los jefes españoles en Cuba y animar a los más cautelosos a emprender acciones más audaces, que son las que permiten ganar las guerras.
En cuanto al ejército, Saavedra lo encontró en un estado deplorable. A las enfermedades provocadas por la mala alimentación, las pésimas condiciones de alojamiento y la falta de equipo, ropa y calzado se unía una elevada tasa de deserción. Por si fuera poco, había una deuda de casi 3 millones de pesos.
Con una energía notable y la fuerza que le daba la autoridad de la que estaba investido, el enviado del rey puso manos a la obra y trató con todos los responsables sobre cómo planificar la victoria final. En solo dos semanas de intenso trabajo la fuerza expedicionaria estaba de nuevo lista. Otra vez el mal tiempo impidió cumplir los planes en las fechas previstas, pero el retraso fue solo de una semana y en la madrugada del 28 de febrero de 1781, tras una reunión entre Gálvez y Saavedra en el San Román, el navío en el que iba el gobernador de Luisiana, se dio la orden de partida y lentamente la flota se dirigió a mar abierto.
La expedición no era en realidad muy grande. Tenía unos 1.400 hombres de varios regimientos de infantería regular y milicias, 50 artilleros y 100 gastadores, más 1.400 tripulantes de los buques de la armada y 400 de los transportes. El punto de destino era Mobila, cuya guarnición debía ser recogida antes de ir a Pensacola, pero hubo cambio de planes. Los buques navegaron directamente a Pensacola, y lo que hizo Gálvez fue enviar a la acosada Mobila un mensaje en el que comunicaba a Ezpeleta, quien acababa de rechazar el asalto de los británicos y esperaba un masivo ataque indio en cualquier momento, que pasase a la ofensiva y marchara por tierra para apoyar el asalto a Pensacola.
Para los defensores británicos no había sorpresa alguna en el ataque español, que entraba dentro de los planes previsibles. Por si faltara algo, la fragata Hound avistó la flota española y dio aviso a Pensacola antes de ir rumbo a Jamaica para informar al alto mando inglés. Las fuerzas con las que contaban los británicos estaban formadas por el regimiento alemán de Waldeck, los regimientos realistas americanos de Pennsylvania y Maryland, los regimientos regulares 16 y 60 y los West Florida Royal Forresters, así como artilleros, muchos de ellos de la marina, y centenares de indios choctaws, cichasaws y creeks.
Por fortuna el tiempo fue bueno y respetó a la formación española, que no tuvo esta vez problemas. La idea del mariscal Gálvez era desembarcar en la isla de Santa Rosa para tomar la batería de cañones de Punta Sigüenza y evitar el fuego cruzado sobre la bahía, y de paso atacar a los barcos británicos que se encontraban en el puerto y podían colaborar con sus cañones en la defensa. También dispondría de una buena posición frente al fuerte denominado Red Cliffs o Barrancas Coloradas.
Para llevar adelante sus planes Gálvez contaba con 1.315 hombres en los barcos y se enfrentaba a los defensores del Fort St. George, unos 1.800 más un número desconocido de voluntarios, negros armados e indios. Había que contar también con la fuerza naval —al menos dos fragatas— que se encontraban en el puerto.
El mismo día de la llegada a Pensacola, el 9 de marzo de 1781, las tropas españolas comenzaron a desembarcar en Santa Rosa. El fuego de las fragatas inglesas resultó totalmente inofensivo y el día siguiente se tomó Punta Sigüenza, aunque la pequeña guarnición clavó los cañones antes de rendirse. Gálvez ordenó la instalación de una pequeña batería en el lugar, para obligar con sus disparos a retirarse al fondo de la bahía a las dos fragatas. No obstante, durante la noche, un barco inglés logró pasar entre la flota española y llevó a Jamaica una carta del coronel Campbell en la que explicaba su situación y pedía refuerzos.
El 11 de marzo Gálvez intentó entrar en la bahía con el barco insignia, pero un banco de arena lo impidió, y eso alarmó a los mandos de la Armada, que pusieron objeciones a la entrada. El cambio en el tiempo alarmó a Gálvez, quien temía que si no entraban en la bahía podía sorprenderles la tempestad en mar abierto y obligarles de nuevo a retirarse.
Como la autoridad del mando no había quedado bien resuelta por Saavedra —que no podía en esta materia revocar las órdenes de Navarro—, la fuerza quedó dividida entre un mando naval y uno de tierra. El mando de la flota lo tenía José de Calvo Irazábal, que se oponía enérgicamente a entrar en la bahía, y el de las fuerzas de tierra al general Navarro.
Gálvez dedicó una parte de su tiempo a convencer a Calvo Irazábal, pero mandó a su amigo Miró a Mobila para que el traslado de los hombres de Ezpeleta se acelerase, ya que todas las tropas en Luisiana y en las zonas ocupadas de Florida estaban bajo el mando suyo y allí Navarro no tenía nada que hacer y menos Calvo Irazábal. A pesar de que había mar brava comenzó a desembarcar todo el material que pudo y poco después recibió la noticia del teniente de navío Juan Antonio de Riaño de que en cinco días 900 hombres —procedentes de Mobila y Nueva Orleans— llegarían al río Perdido, a menos de 20 kilómetros de Pensacola, por lo que ordenó, sin que nadie lo supiese, que su bergantín, el Galveztown [44], entrase en la bahía y realizase varios sondeos. Todos dieron resultado positivo, a pesar de lo cual los jefes de la flota siguieron negándose a entrar.

Gálvez no podía ni quería esperar más y decidió adentrarse en la bahía con la armada o sin ella. El reto de Gálvez es desafiante y estremecedor, «una bala de a 32 recogida en el campamento, que conduzco y presento, es de las que reparte el fuerte de la entrada. El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante con el Galveztown para quitarle el miedo».
A bordo del Galveztown, patroneado por Pedro Rosseau, y acompañado de dos cañoneros y la balandra Valenzuela, que era la nave de Riaño, Gálvez envió una salva de saludo a los buques de la armada y tras pasar junto a ellos se dirigió a la bahía, velas al viento y con la bandera desplegada, lanzando quince cañonazos de desafío al fuerte inglés. Los cuatro barcos fueron atacados desde el fuerte de Barrancas Coloradas sin éxito y cuando el humo se fue y se pudo ver el resultado del ataque se vio que los buques españoles estaban en la bahía y no habían tenido ni una baja. Los gritos de triunfo de los hombres de Gálvez se unieron en un coro victorioso. Había nacido el lema que acompañaría la leyenda de Gálvez, «Yo solo».
Al día siguiente toda la flota le siguió al interior de la bahía, exceptuando el buque de Calvo Irazábal, que regresó a la Habana.
Ya en el puerto, Gálvez escribió al coronel John Campbell y al gobernador de Florida Occidental, Peter Chester, para, al mejor estilo de la guerra de caballeros, fijar las reglas del encuentro armado que se avecinaba [45]. Se acordó que los combates se reducirían a Barrancas Coloradas y a Fort St. George, quedando al margen la población civil, que podría quedarse sin riesgo alguno en la villa. Campbell advirtió que no habría capitulación, por lo que ambos bandos se prepararon para un largo asedio.
La artillería de ambos bandos comenzó a disparar y los ingenieros españoles iniciaron el lento proceso de apertura de trincheras y paralelas para ir acercándose a los muros enemigos. Los británicos y sus aliados indios lanzaron constantes contraataques para intentar detener el progreso de las líneas españolas y sus reductos, y se libraron brutales combates que frecuentemente acababan en luchas a la bayoneta.
Los prisioneros capturados por los indios en estas escaramuzas eran terriblemente torturados a pesar de que los mandos de ambos bandos intentaron limitar esta costumbre, sin mucho éxito. La llegada de los 1.400 hombres desde Nueva Orleans que formaban la mayor parte del regimiento de Navarra elevó el número de tropas sitiadoras a 3.600 hombres, con los que Gálvez confiaba en tomar la plaza.
El mariscal y gobernador de Luisiana intervino varias veces en los combates de forma directa y fue herido dos veces. Una bala le acertó en el abdomen y otra le alcanzó un dedo de la mano izquierda, pero prefería estar cerca de sus hombres. Cuando la herida fue grave le sustituyó Ezpeleta.
Las tropas de Gálvez eran una mezcla de soldados regulares españoles, milicianos blancos, negros y mulatos, cubanos, criollos franceses e irlandeses. La lucha en Pensacola fue dura y difícil, y la negativa del coronel británico de excluir de la misma a los indios confirió a los combates una dureza aún mayor. El clima de la región, las lluvias que anegaban las trincheras, el barro, los mosquitos, el calor y la humedad, hacían la vida insoportable, pero los soldados aguantaron estoicamente las privaciones.
El 19 de abril se divisaron unas velas en el horizonte que correspondían a una flota de apoyo al mando de Cagigal que transportaba 1.600 soldados españoles de refuerzo y 800 franceses, con los cuales los sitiadores superaron por fin en número a los defensores. Ahora Gálvez tenía 15 navíos de línea, 4 fragatas y 30 transportes, y en tierra más de 7.000 hombres, a los que además se unieron dos compañías francesas de infantería ligera y artillería.
Al llegar mayo, todos los buques británicos del puerto habían sido destruidos o capturados por los españoles, o hundidos por sus propias tripulaciones. En los tres primeros días de ese mes se produjo el más intenso de los intercambios de disparos de artillería. Los cañonazos duraron todo el cuarto día del mes, hasta que los sitiados realizaron una salida que acabó con dieciocho granaderos españoles muertos. Esta acción fue la última de importancia de los defensores británicos, que a partir de ese momento comenzaron a combatir a la desesperada.
Gálvez decidió el 7 de marzo acabar de una vez por todas asaltando Fort Crescent —Media Luna—, dado que andaba escaso de municiones. El ataque lo llevarían a cabo los granaderos de marina y de los regimientos Soria, Príncipe, Navarra, Guadalajara, España y La Habana, y las compañías de cazadores de Príncipe, Navarra, La Habana, Soria, Aragón e Hibernia; más dos compañías ligeras francesas. Iba a ser nocturno, pero al llegar el amanecer aún no habían alcanzado las tropas sus posiciones, por lo que, valorando la vida de sus hombres, Gálvez ordenó la suspensión del asalto.
Finalmente, el asalto no hizo falta, pues un disparo de la artillería española alcanzó el polvorín, que hizo explosión y quedó destruido en su totalidad con sus 105 defensores dentro; —murieron, según el general Campbell, «cuarenta y ocho militares, nueve marineros y un negro»—.
La gigantesca brecha que se abrió fue aprovechada por la infantería española, que se lanzó al ataque y tomó los escombros que quedaban. Algunos defensores aún resistieron entre las ruinas a las tropas de Ezpeleta, que acabaron con ellos e instalaron en la posición una batería con la que atacar Fort St George, que machacaron a cañonazos hasta que los españoles vieron izarse una bandera blanca.
El coronel Campbell solicitó una tregua que fue aceptada por Gálvez. Las tropas británicas se rindieron el 10 mayo de 1781, entregando los fuertes a las tropas españolas y francesas. Pensacola y Florida Occidental volvían de nuevo a España, y Gálvez lograba una gran victoria que se sumaba a la conquista del bajo Misisipi y a los triunfos de las armas españolas en América Central.
El último acto de la guerra en la región fue una revuelta de la población de Natchez, cuando animados por el coronel Campbell desde Pensacola, doscientos milicianos que habían prometido no volver a tomar las armas al ocupar España el territorio, se alzaron al mando de John Blommart y atacaron el fuerte de Panmure, donde tras resistir trece días los defensores se rindieron.
Blommart esperaba reunir las fuerzas suficientes para incluso amenazar Nuevo Orleans, pero Esteban Miró, gobernador interino de Luisiana, marchó contra ellos con 80 hombres y los derrotó en dos combates. Blommart se rindió el 23 de abril de 1781 antes de tener que enfrentarse con el propio Gálvez, que con 700 hombres iba a por él. Fue condenado a muerte, pero más tarde perdonado.
Tanto por este triunfo como por el magnífico trato dado a los civiles capturados en Pensacola, el general español obtuvo gran fama, que aumentó cuando ofreció a los prisioneros ser enviados a Nueva York con la promesa de no volver a combatir a España o a sus aliados. Al gobernador Chester lo devolvió a Londres. No es de extrañar que tanta generosidad llegase a enfadar a los norteamericanos, que protestaron formalmente.
Con la victoria en Pensacola, en el escenario de guerra del Caribe y el Golfo de México, Gran Bretaña conservaba aún Florida Oriental, las Bahamas y Jamaica, además de islas menores, pero las armas españolas eran ahora una amenaza tan importante que podían incluso expulsar del Caribe a Gran Bretaña si la guerra se prolongaba, algo inimaginable tan solo unos años antes.
La conquista de las Bahamas
La toma de Pensacola y la conquista de Florida Occidental supusieron en la práctica el final de la campaña, pues las fuerzas británicas no eran ya capaces de reconquistar el territorio perdido, y enredadas en una guerra desfavorable contra las tropas norteamericanas y sus aliados franceses no tenían capacidad para impedir que los colonos insurrectos se saliesen con la suya.
No obstante, el Reino Unido seguía invicto en el mar, y a pesar de los éxitos de los corsarios y de la amenaza de las flotas combinadas de España, Francia y los Países Bajos, todavía confiaban en poder llegar a una paz ventajosa, por lo que los aliados sabían que debían continuar presionando si querían que los británicos se diesen por vencidos.
En el caso español había además poderosas razones para proseguir la guerra. Por una parte estaba el hecho de que los ingleses aún ocupaban Menorca y Gibraltar, objetivos esenciales para el rey Carlos III, y además el conflicto proseguía con intensidad en Centroamérica y el Caribe. A pesar de todo, el Reino Unido mantenía aún sólidas posiciones en América del Norte, ya que controlaba Florida Oriental, importantes posiciones en el territorio de las Trece Colonias y Canadá, Nueva Escocia y Terranova.
Desde los fuertes avanzados en territorio indio, las tropas británicas constituían una amenaza seria, pues seguían manteniendo buenas relaciones con las tribus. La guerra, por lo tanto, continuó sin pausa porque a todos les interesaba mejorar sus posiciones de cara a la negociación.
En cualquier caso, los aliados debían decidir qué hacer para forzar a los británicos a pedir la paz y concluir la guerra con éxito. Saavedra fue enviado a ver al almirante francés Grasse a Cap François para elaborar el plan de campaña del año 1782.
El mando de las tropas del Ejército de las dos Coronas borbónicas en el Caribe correspondía a Bernardo de Gálvez, y en principio se pensó que el ataque principal debía de ir dirigido contra la principal isla inglesa, Jamaica, perdida por España en 1655, o contra las islas de Barlovento —Barbados y Antigua—, pues franceses y españoles sabían que su flota combinada de 66 navíos de línea podía obligar a la flota británica a defender su propio territorio metropolitano, lo que le haría desatender la defensa de las islas caribeñas. Pero a pesar del interés por Jamaica, la llegada del general Cornwallis a Yorktown, dió a los aliados una nueva oportunidad, al situar al grueso del ejército enemigo en una situación comprometida que debía ser aprovechada.
Gálvez aceptó liberar a la flota francesa de sus obligaciones en las Antillas y permitió que se dirigiese hasta Yorktown para bloquear a las tropas británicas desde el mar. Cuando surgió el problema del dinero, España fue la que finalmente aportó los fondos que permitieron el éxito de la operación; y el propio Grasse escribió más tarde que el dinero español fue el cimiento del triunfo americano.
Finalmente, el 18 de octubre de 1781, lord Cornwallis, se rindió con sus 8.000 hombres en Yorktown, tras el éxito del almirante Grasse, quien impidió que la Royal Navy rompiese el bloqueo después de nueve días de bombardeo llevado a cabo por las tropas americanas de George Washington y las francesas del conde de Rochambeau.
La victoria consolidó la independencia de los Estados Unidos y las tropas británicas tuvieron en adelante que limitarse a proteger las fronteras de Canadá y de Florida Oriental, que aún seguía en sus manos.
Yorktown, la victoria decisiva de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, fue por lo tanto parte de la estrategia española en América del Norte, algo completamente ignorado por la historia. Pero la guerra no había terminado y España decidió mantener la presión.
El 30 de marzo de 1781, un oficial de la Armada, Luis Huet, presentó un plan de operaciones contra las Bahamas, basado en informes recibidos de españoles que conocían las islas y habían estado prisioneros en ellas. El proyecto era interesante y se le adjudicó una fuerza expedicionaria de 1.000 hombres y 20 barcos entre transportes y escoltas, sin olvidar que el objetivo final seguía siendo Jamaica. Tras resolver los problemas que había de financiación todo parecía ir bien, hasta que la derrota de la flota del almirante Grasse ante la de lord Rodney en las Saintes, el 12 de abril de 1782, obligó a Gálvez a cambiar sus planes. Jamaica tendría que esperar.
El 18 de abril de 1782 a menos de una semana de la derrota francesa, Cagigal escribió a Gálvez desde Cuba, indicándole que había partido hacia las Bahamas dispuesto a conquistarlas a pesar de las advertencias para que detuviese los planes de invasión. La Habana se quedó apenas sin guarnición, pues la mayor parte de las tropas disponibles embarcaron rumbo al este. En total llevaba 2.500 hombres y 66 barcos de pequeño porte.
La flota conjunta española y norteamericana se presentó sin incidentes — salvo la captura de tres barcos ingleses— ante la capital, Nassau, el 6 de mayo.
Miranda [46], que actuó como negociador en nombre de Cagigal, convenció al vicealmirante británico John Maxell, para que se rindiese sin combatir y no obligase a los españoles a sitiar la plaza, con lo que ello supondría de pérdida de vidas y propiedades. Maxell preparó un borrador de documento de capitulación que Cagigal aceptó.
Sin disparar un tiro España había tomado las Bahamas y capturado 12 barcos. 612 soldados e inmensas cantidades de armas, municiones y suministros. Como detallaba Cagigal en su informe, las Bahamas tenían en total cinco fuertes, 566 casas y 2.376 esclavos negros.
Desgraciadamente la victoria de Cagigal en esas islas mostró el peor rostro del héroe, pues Bernardo de Gálvez, bien por la amargura de la derrota de la flota francesa, bien porque esta no había obedecido sus órdenes, se enfureció al conocer las noticias, y su furia fue mayor cuando en Francia se acogió con alegría la victoria española en las Bahamas y no se dijo absolutamente nada del triunfo de su padre en Centroamérica —donde acababa de conquistar la isla de Roatán, en Honduras—. Cagigal y Miranda fueron acusados de tratar con excesiva benevolencia al gobernador de las Bahamas en La Habana y acabaron arrestados por órdenes de Gálvez.
A Cagigal, un hombre valiente y honesto, el arbitrario comportamiento de Bernardo de Gálvez le costó una década en prisión y jamás pudo rehabilitar su carrera militar. Fue un buen ejemplo de la tradicional envidia española que destruye incluso a sus más grandes hombres, como el héroe de Pensacola. Respecto a Miranda, que no pudo contar con los contactos de Cagigal en la Corte para rehabilitar su nombre, la amargura de su injusto destino le hizo desarrollar un intenso rencor a su propio país que lo llevaría a combatir con todas su fuerzas por la independencia de la América hispana.
La Paz de París: Florida española
La rendición de Cornwallis en Yorktown en octubre de 1781 supuso en la práctica el final de la guerra en las Trece Colonias. El ejército británico controlaba aún decenas de fuertes y puestos en el interior, el general Clinton seguía sólidamente establecido en Nueva York, pero en Londres hasta los más reacios a la paz sabían que las colonias estaban perdidas. Otra cosa era la guerra, básicamente naval, que se libraba en medio mundo entre Francia, España, los Países Bajos y Gran Bretaña.
El 4 de abril de 1782, Clinton fue relevado del mando del Ejército británico y sustituido por Carleton, que lentamente concentró todas sus tropas en Nueva York y abandonó antes de acabar el año los últimos puertos en manos inglesas, como Wilmington, Savannah y Charleston. No obstante en el valle del Ohio, en la frontera de Canadá, aún se libraron combates y las tropas inglesas, sus aliados indios y los americanos leales a la Corona británica siguieron la lucha mediante incursiones similares a la toma de Sain Joseph por los milicianos de Porrué.
En Florida Occidental, las tropas españolas, tras aplastar la revuelta de Natchez, no se vieron ya envueltas en operaciones de envergadura. Se limitaron a proteger lo conquistado, aunque se realizaron algunos tanteos para la reconquista de Florida Oriental.
Respecto a las negociaciones de paz que comenzaron en París, Francia disponía de un acuerdo con los norteamericanos por el cual ninguna de las dos naciones podría firmar la paz con Gran Bretaña por separado, pero bien pronto los americanos pensaron que era mejor hacer lo que les interesase, y empezaron a negociar con el representante británico, Richard Oswald, sin contar con los franceses.
Los negociadores norteamericanos acordaron con los británicos el tratado de paz el 3 de septiembre de 1783. Fue firmado por David Hartley, miembro del Parlamento del Reino Unido que representaba al rey Jorge III, y por John Adams, Benjamín Franklin y John Jay en representación de los Estados Unidos. El tratado fue ratificado por el Congreso de la Confederación el 14 de enero de 1784, y por los británicos el 9 de abril de 1784.
Los elementos básicos del Tratado, que luego tendrían en parte una gran importancia para el desarrollo de los futuros problemas fronterizos entre España y los Estados Unidos, eran el reconocimiento de la independencia de las Trece Colonias con el nombre de «Estados Unidos de América», a los que se otorgó todo el territorio al norte de Florida, al sur del Canadá y al este del río Misisipi, y que por lo tanto heredaba la frontera de Luisiana de 1763.
Gran Bretaña renunció al valle del río Ohio y dio a Estados Unidos plenos poderes sobre la explotación pesquera de Terranova. Los británicos firmaron también acuerdos por separado con España, Francia y los Países Bajos, que ya habían sido negociados con anterioridad. España mantenía los territorios recuperados de Menorca y Florida Occidental, y recibía la Florida Oriental a cambio de las Bahamas. Por otro lado, recuperaba las costas de Nicaragua, Honduras —Costa de los Mosquitos— y Campeche, pero Gran Bretaña conservaba Gibraltar, que no había podido ser tomada.
En general, lo conseguido era muy favorable para España, y en menor medida para Francia, aunque para ambas naciones la guerra fue ruinosa desde el punto de vista económico. Además, España disponía ahora de una enorme frontera con la nueva nación norteamericana, lo que ocasionaría grandes problemas en los años que siguieron.
Para el mundo entero el esfuerzo y sufrimiento de los soldados y marinos de España, que ayudaron a que los Estados Unidos nacieran como país independiente, esta prácticamente olvidado. Pertenece solo al conocimiento de los eruditos y de unos pocos aficionados a la historia, pues a pesar de las meritorias y excelentes obras publicadas, las que han llegado al gran público no supera la media docena. El mérito de autores como Carmen de Reparaz, Pablo Victoria, Thomas E. Chavez o Manuel Petinal es enorme, pero sus obras siguen siendo casi desconocidas. Es cierto que Francia realizó una aportación esencial a la causa americana, pero a la postre, digan lo que digan los historiadores franceses o norteamericanos, su ayuda no fue superior a la española. Hombres como La Fayette o Rochambeau se quedaron con la gloria y otros como Gálvez, Ezpeleta o Cagigal en el olvido.
Al acabar la guerra, la brillante actuación de Bernardo de Gálvez le valió los títulos de vizconde de Gálvezton y conde de Gálvez, con derecho a lucir en su escudo un bergantín con las palabras «Yo solo», como recuerdo eterno de su hazaña en Pensacola. Nombrado gobernador y capitán general de Cuba alcanzó el rango de virrey de Nueva España el 17 de junio de 1785, y falleció el 30 de noviembre de 1786 tras un breve gobierno. Sus restos reposan en la iglesia de San Fernando en la Ciudad de México. Hoy es uno de los grandes héroes olvidados de la historia de España, de México y de los Estados Unidos.