4.3. La Guerra de la Oreja de Jenkins y la Guerra de sucesión de Austria (1739-1748)
L
os conflictos entre la Gran Bretaña y España siguieron siendo constantes después de la Guerra de la Cuádruple Alianza, y la situación en Europa tampoco ayudó a mantener la paz. El Reino Unido siempre en busca del equilibrio continental y enfrentado a las otras dos potencias navales —Francia y España— acabó siempre interviniendo en los conflictos del continente. Fue aliado de los austríacos en la Guerra de Sucesión de Austria y de los prusianos en la Guerra de los Siete Años, con las que terminó construyendo su primer imperio mundial. Estas contiendas tuvieron grandes y graves consecuencias para la América española, donde las pobladas y ricas colonias británicas eran un enemigo formidable.
El apresamiento en 1731 por un buque español de un navío contrabandista británico, capitaneado por el pirata inglés Robert Jenkins, provoco una de las guerras con nombre más curioso de la historia: la Guerra de la Oreja de Jenkins. Según el testimonio del capitán Jenkins, que compareció en la Cámara de los Comunes en 1738 como parte de una campaña belicista por parte de la oposición parlamentaria en contra del primer ministro Walpole, el capitán español Julio León Fandiño, que apresó la nave, cortó una oreja a Jenkins al tiempo que le decía: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». En su comparecencia Jenkins denunció el caso con la oreja en la mano —que había conservado guardada en sal— y Walpole se sintió obligado a declarar la guerra a España el 23 de octubre de 1739 [33].
Esta guerra se transformó a partir de 1742 en un episodio americano de la Guerra de Sucesión de Austria, que había comenzado en 1740 y a la que España se incorporó en alianza con Francia para combatir a piamonteses y austríacos, y que en América finalizaría con la derrota inglesa y el retorno a la situación que había antes de 1739. La acción más notable de la contienda iba a ser la inmortal defensa de Cartagena de Indias por Blas de Lezo en 1741, donde fue derrotada una flota británica de 186 naves y casi 27.000 hombres a manos de una guarnición española compuesta por unos 3.500 hombres y 6 navíos de línea, una de las victorias legendarias de España. La guerra, afectó a todo el Caribe, con importantes combates en Panamá y Cuba, además de en tierra firme. Uno de esos lugares fue Florida, en la que España se enfrentó a los agresivos colonos británicos, incómodos vecinos que cada vez se acercaban más a su principal bastión, la inconquistable fortaleza de San Marcos, en San Agustín.
El Ejército de la Florida y el Fuerte Mose
Hablar de ejército en el caso de Florida resulta un tanto exagerado. Al comenzar la cuarta década del siglo XVIII la presencia española en el territorio seguía siendo superficial y menor en intensidad a la de un siglo antes. Los continuos ataques indios y las depredaciones inglesas habían hecho imposible la colonización del interior, y la cadena de misiones construidas con el esfuerzo de generaciones de esforzados religiosos estaba destruida.
España había conseguido mantener un asentamiento en la costa de Caribe, fronterizo a los franceses —Pensacola— y otro en la costa atlántica, no muy lejos de las avanzadillas británicas —San Agustín—. Entre ellos se encontraba el fuerte de San Marcos de Apalache, siempre amenazado. La vía natural de comunicación por tierra entre ambas ciudades apenas era viable, pues los británicos y los indios habían destruido la misión de Apalache en las décadas anteriores, y la comunicación por mar, rodeando la península de Florida, era difícil en una zona donde son frecuentes los huracanes. Sólo existían unos pocos puestos fortificados en la costa y media docena de misiones que sobrevivían con grandes dificultades, protegidas por unas pocas decenas de soldados e indios amigos.
La costumbre de educar y enseñar a los indios no mejoró la situación, y algunos historiadores se sorprenden de qué, pese a la infatigable labor humanitaria que hacían los misioneros, la mayor parte de las tribus indias apoyasen a los británicos. La respuesta es muy simple. Más prácticos, los ingleses no tenían ninguna intención de convertir a los indios. Les bastaba con armarles y ofrecerles un buen lugar donde obtener botín, mujeres y esclavos, y ese lugar no era otro que las poco defendidas misiones. No es de extrañar por tanto que creeks, chicasaws y cherokees apoyasen en general a los británicos. Los colonos de Carolina habían aprendido mucho, a costa de terrible sufrimiento, durante los años de la guerra yamasi, por lo que cuando se recuperaron sabían que la mejor manera de poner a los indios de su lado era buscarles un enemigo al que saquear; y no había otro mejor que España.
El problema estratégico principal para España era el constante crecimiento de las colonias inglesas tras la fundación de Charles Town en 1670 en la costa de Carolina de Sur, momento a partir del cual la amenaza a los pequeños pueblos y misiones españolas de Florida comenzó a crecer. En los años siguientes los plantadores anglosajones se fueron extendiendo hacia el sur. Su próspera comunidad atrajo a emigrantes y gentes de varios lugares de Europa perseguidas por su religión, y a finales del XVII, además de ingleses y galeses, llegaron hugonotes franceses y algunos austríacos. Finalmente, el establecimiento de los escoceses en Georgia, se convirtió ya en una amenaza directa.
Una de las medidas españolas para defenderse de los británicos consistió en ofrecer libertad y refugio a cuanto esclavo escapase del territorio de su amo a condición, simplemente, de que se convirtiera al catolicismo. El objetivo de la medida era dañar la economía de la parte británica y crearle un problema permanente. En unos años centenares de negros escaparon de las plantaciones para frustración de sus dueños, aunque por lo demás poco más se hizo.
En 1738, don Manuel Montiano, el duro y eficaz gobernador de San Agustín, decidió formar una pequeña comunidad con la población de negros libres que había en la ciudad. El objetivo era doble, por un lado premiar a quienes habían demostrado ser fieles al rey de España y capaces de vivir en una comunidad civilizada; y por otro establecer un puesto avanzado frente a los británicos, que ejercían una presión cada vez más fuerte.
Si Montiano no estaba equivocado, los negros libres acabarían siendo un factor importante en la defensa de la costa norte de Florida. No se dudaba de su disposición favorable a los españoles, ya que eran muchos los huidos de las colonias británicas que sabían bien como les trataban los colonos de las Carolinas.
El lugar elegido para la nueva población fue un área de marismas saladas a unas dos millas al norte de San Agustín, lugar conocido por los indios como Mose, nombre que se mantuvo al fundarse la nueva comunidad a la que se denominó Gracia Real de Santa Teresa de Mose, más conocida como Fuerte Mose.
Los antiguos esclavos trabajaron duro y levantaron casas, una iglesia y una empalizada con varias torres que defendían la posición de posibles ataques de los británicos o de indios hostiles. También se organizó una milicia uniformada que fue puesta al mando de Francisco Menéndez, un negro libre con experiencia militar.
En total, Fuerte Mose contaba al nacer con poco más de un centenar de vecinos, que agrupados en unas veinte casas, dieron nacimiento al primer asentamiento de negros libres de Norteamérica: mandingos, congos, carabalis, minas, gambias, lecumis, sambas, araras y guineanos, formaban la variopinta comunidad afroamericana que creó su propia cultura sincrética con tradiciones de África Occidental, España y Gran Bretaña.
La milicia, entrenada constantemente, pudo poner bien pronto en práctica lo aprendido. Ya había experiencia, pues desde 1683 San Agustín contaba con una milicia de negros y mulatos, y desde la llegada del primer esclavo de Carolina a Florida en 1687 eran decenas los que habían ido estableciéndose en la colonia española. Al principio fueron empleados como obreros en la mejora del castillo de San Marcos y también hay constancia de algunos trabajando en herrerías. Cuando en 1738 se fundó Fuerte Mose, las esperanzas de que fuera una comunidad viable eran muy altas y, realmente, se cumplieron.
A pesar de estos pequeños refuerzos, la falta de población, que iba a ser la pesadilla de las colonias españolas en la frontera norte de Nueva España, se notó más que en ningún otro sitio en la Florida, pues allí, a diferencia de lo que ocurría en los despoblados de Texas o Nuevo México había un enemigo europeo en el horizonte, un enemigo organizado y agresivo que se expandía con enorme velocidad y además contaba con la mejor flota del mundo: Gran Bretaña. En cuanto a la acosada San Agustín, sufrió constantes ataques ingleses después del sitio de 1704, y es casi un milagro que la Florida española lograse resistir e incluso mantener, gracias al apoyo de la renacida flota española, una renovada capacidad de contraofensiva contra las colonias inglesas. Sin embargo, un nuevo problema estaba apareciendo al norte de San Agustín. Los británicos se seguían acercando, pero ya no eran solo los carolinos el enemigo, sino que había otro nuevo: los habitantes del actual estado norteamericano conocido con el nombre del monarca que reinaba en el Reino Unido, Georgia.
Enemigo a las puertas: los Highlanders de Darien y el nacimiento de Georgia
Las continuas luchas entre los clanes desde finales del siglo XVII habían ensangrentado a una Escocia que, profundamente dividida por las luchas religiosas entre católicos y protestantes y entre partidarios de los Hannover o los Estuardo, se encontraba sumida en una perpetua crisis sin aparente solución. La pobreza y los conflictos movieron a muchos escoceses a marchar a las colonias, donde había tierras libres y todo un mundo de nuevas esperanzas.
La fama de los habitantes de las «Tierras Altas» (highlanders) como excelentes luchadores animó al general James Oglethorpe a contratarlos para la colonia que acababa de establecer al sur de las Carolinas, a la que había llamado Georgia, y que se formó al fundar Savannah en febrero de 1733 en territorio disputado por el Reino Unido y España. La dura realidad le hizo ver que necesitaría pronto crear puestos militares en torno a Savannah para protegerla de incursiones españolas o francesas. En octubre de 1735, un nutrido grupo de escoceses fueron reclutados en Inverness por Hugh Mackay y George Dumbar y a primeros de enero de 1736 llegaron a Savannah en el buque Prince of Wales.
Tras dejar a sus mujeres e hijos, se dirigieron hacia el sur, cumpliendo órdenes de Oglethorpe de establecerse en la boca del río Altamaha. Viajando hacia el interior en bote, desembarcaron en Barnwell's Bluff, en el emplazamiento antiguo de Fort King George. Organizados como scouts, Oglethorpe aprovechó la experiencia de los montañeses en lo que ellos denominaban ranged-batida y los empleó como exploradores. Bajo el mando de Hugh Mackay y del capitán MacPherson, los highlanders demostraron su valía y extendieron el control de la corona británica por el nuevo territorio.
En los tres años siguientes la colonia británica se consolidó. Aunque originariamente llamada New Inverness, tomó el nombre de Darién en recuerdo de la fracasada colonia escocesa de Panamá de 1697 y bajo el liderazgo de Hug Mackay y John Macintosh Mohr, el grupo escocés se asentó firmemente en el lugar. El ganado comenzó a pastar en los campos y se abrieron caminos y roturaron tierras, la tenacidad y esfuerzo de los colonos se vieron recompensados. En 1739 Georgia era ya una realidad y Oglethorpe podía ufanarse de su éxito. Las relaciones con los indios de la zona no eran malas y la nueva colonia prosperó.
En ese mismo año, 1739, Oglethorpe organizó varias compañías de highlanders a las que agrupó en el denominado Higlander Regiment Foot, también llamado la Guardia Negra —Black Watch—.Los mejores combatientes fueron seleccionados y separados para fortificar y artillar Fort King George, y construir empalizadas y muros de tierra. Esta unidad era una parte esencial de los planes que Oglethorpe tenía en mente. Si los escoceses eran tan buenos luchadores como se decía, bien pronto tendrían ocasión de demostrarlo.
Florida contra Georgia
Los británicos habían lanzado incursiones contra la Florida española desde hacía décadas y los colonos de la nueva Georgia lo sabían. Asentados firmemente en Carolina, los británicos se habían aprovechado de las facilidades que ofrecía el territorio español. Las misiones españolas estaban aisladas y los indios vinculados a ellas estaban desarmados, por lo que eran una presa fácil. La guerra con España, declarada en octubre de 1739, le dio a los «halcones» de Londres el pretexto que buscaban.
Inicialmente parecía que Oglethorpe se saldría con la suya. Destruidas la mayor parte de las misiones de la región de Apalache y todos los puestos militares españoles avanzados durante la Guerra de la Reina Ana —la Guerra de Sucesión Española—, los hombres de Georgia y Carolina no parecían tener ningún problema para tomar San Agustín y acabar con la última amenaza que quedaba contra su colonia. Los españoles solo tenían unos centenares de hombres y, aunque el castillo de San Marcos era una fortaleza de consideración, lo cierto era que con el refuerzo de los soldados regulares británicos la ciudad debía caer.
Sin embargo, y para sorpresa británica, el primer golpe lo lanzaron los españoles. Tradicionalmente, las misiones disponían de pequeñas guarniciones armadas que durante las incursiones enemigas en la Guerra de Sucesión Española se habían mostrado incapaces de detener los ataques de los creeks y los ingleses, pero esta vez las cosas eran distintas. El gobernador de Florida, Manuel Montiano, sabía que la única posibilidad sería responder a los agresores con sus mismas tácticas.
La inferioridad numérica de los españoles era dramática pero, poco a poco, los milicianos de San Agustín aprendieron a moverse por los pantanos y bosques como los indios, y formaron una pequeña fuerza semejante a los «corredores» de los bosques canadienses. Indios yamasi, armados y dirigidos por los españoles [34], lanzaron un ataque por sorpresa contra el fuerte británico de Isla Amelia y provocaron varias bajas. A los pocos días dos compañías de Oglethorpe cruzaron el río San Juan como respuesta, internándose profundamente en territorio español.
Los combates en los bosques y las marismas costeras se intensificaron y, finalmente, en enero de 1740 los británicos lograron tomar Fuerte Pupo, una posición avanzada española situada unos veinte kilómetros al noroeste de San Agustín, cuando empezaron a hacer valer su enorme superioridad numérica. En mayo, Oglethorpe consideró que estaba preparado para una ofensiva general. Había logrado convencer a la tormentosa Asamblea de Carolina para que apoyara su idea de atacar San Agustín y logró que los carolinos formasen un regimiento para operar en campaña al menos cuatro meses. También disponía de quinientos indios amigos —creeks, chickasaws y cherokees— y del Regimiento 42 de regulares británicos, así como de los escoceses de Darién y las milicias de Georgia. En total más de 1.000 hombres, más el apoyo de la Royal Navy y de milicias privadas.
Las fuerzas británicas desembarcaron junto a la ciudad y comenzaron a establecer las posiciones artilleras y a cavar trincheras. Entre tanto una fuerza móvil de highlanders, indios y regulares del 42 de infantería, dio un rodeo por el norte para atacar Fuerte Mose, la colonia de negros libres odiada por los británicos. Los highlanders lo tomaron con facilidad, pues la milicia negra que defendía la posición se había refugiado con sus mujeres y niños en la vecina San Agustín, para contribuir mejor a la defensa de la plaza. Pero el sitio de la fortaleza de San Marcos, al igual que iba a ocurrir en Cartagena de Indias, no fue bien para los británicos. A pesar de la ayuda de la Royal Navy y del diluvio de proyectiles lanzados contra el Castillo de San Marcos, la fortaleza no se rendía. El terreno húmedo, la lluvia y el viento y las malas condiciones higiénicas dificultaban las operaciones. Atrincherados en sus posiciones, excelentemente dirigidos por su gobernador, Manuel Montiano, que disponía solo de 600 hombres y contando con tropas españolas llegadas de Cuba como refuerzo, la minúscula guarnición de San Agustín y las milicias criollas y negras resistieron semana tras semana, lanzando además sorpresivos ataques contra las posiciones avanzadas británicas. El coronel John Palmer, de Carolina, que ya había liderado una incursión contra San Agustín en 1728, estaba al mando de los puestos avanzados, pero el caos entre los sitiadores era total.
El amanecer del 15 de junio, en un brillante ataque nocturno, 300 soldados de la infantería española, la milicia de San Agustín e indios amigos, sorprendieron a los highlanders ya los regulares ingleses y tras una feroz lucha cuerpo a cuerpo los derrotaron completamente. Enfermos de disentería y mal equipados, los británicos habían sufrido centenares de bajas en lo que era una evidente y dura derrota, pero para los escoceses fue peor: prácticamente todos murieron o fueron capturados, incluyendo al capitán Macintosh que fue enviado a España encadenado.
Las tropas españolas recuperaron las ruinas de Fuerte Mose y liberaron las poblaciones vecinas, todas destruidas. El desastre para la colonia escocesa de Darién fue absoluto, y en febrero de 1741 solo quedaban 80 vecinos, 30 de ellos huérfanos, y varias desoladas mujeres. Ante la amenaza de la llegada de refuerzos españoles y de un huracán, los británicos levantaron el sitio. Habían sufrido una derrota estrepitosa y el propio Oglethorpe llegó a Georgia enfermo y con fiebre. Entre tanto, en San Agustín y sus aledaños, aunque las pérdidas materiales eran cuantiosas, las bajas eran pocas y había que aprovechar la oportunidad. La Florida española había ganado el primer asalto.
El contraataque español
El gobernador Montiano era consciente de que la amenaza británica no podía olvidarse. A pesar de la victoria, los británicos contaban con más recursos y tarde o temprano volverían. Aunque las noticias de los lugares en los que se combatía parecían indicar que la guerra marchaba bien, era evidente que el Ejército español estaba a punto de comprometerse en una campaña de envergadura en Europa contra Inglaterra y no enviaría refuerzos a su remoto frente norteamericano [35]. Sabía también de su enorme inferioridad numérica, y aunque no contaba con tropas suficientes, o devolvía de inmediato el golpe o se encontraría con que la victoria obtenida no serviría para nada.
La operación que se diseñó estaba bien planeada. La Armada española embarcaría en San Agustín al propio Gobernador, que tomaría el mando de una fuerza recién llegada de Cuba que, junto con la milicia y la infantería de marina, debía dirigirse al norte. El objetivo era la isla de San Simón, y en concreto Fort Frederica, fortaleza construida por el general James Oglethorpe en 1736 para proteger Savannah. Tras tomar la isla, la fuerza combinada apoyada por la flota debería desembarcar en el continente, y siguiendo el curso del Atalamaha destruir uno por uno todos los asentamientos británicos. Montiano sabía que los creeks habían sido armados por los ingleses, por lo que podría aprovechar para derrotarles también y detener así sus incursiones en la colonia española.
En Georgia la alarma era total. Derrotado y humillado, Oglethorpe sabía que los españoles intentarían acabar el trabajo y destruir su naciente colonia. La defensa de la Isla de San Simón, en la que se concentró el Regimiento 42 de infantería, se organizó en torno a Fort Frederica. Las otras dos fortalezas de la isla, Delegal’s Fort y Fort St. Simona, recibieron cuatro compañías como guarnición.
Los fuertes estaban conectados entre sí y con Fort Frederica por medio de una carretera —la military road— protegida por empalizadas. Además había trincheras y una docena de cañones. Se edificaron casas para las mujeres e hijos de los soldados, pero la deserción y la enfermedad habían minado las fuerzas del 42 de infantería, aunque, por suerte para los defensores, el teniente William Horton, que había sido enviado a Inglaterra para conseguir reclutas, regresó con el grado de capitán y una compañía adicional de granaderos.
Otro oficial, Mark Carr, fue enviado por Oglethorpe al norte para formar una compañía de remeros y llegó hasta Virginia y Maryland para lograr voluntarios. Igualmente se creó la Nobel Jones Company of Marine Boatmen, para prevenir las incursiones anfibias de los corsarios españoles de Florida. Finalmente, en enero de 1742 un fuerte contingente escocés llegó a Darién y salvó a la población. Oglethorpe dividió en varias unidades de highlanders listas para combatir. Contaba por lo tanto con los 650 hombres del 42 regimiento regular de infantería británica —el 42ndFoot—, sus propios Oglethorpe's Georgia Mounted Rangers-más tarde Georgia Hussars— y varias unidades de lucha no convencionales pero formadas por hombres duros y acostumbrados a combatir y cazar en los pantanos y los bosques, como los Georgia Coastal Rangers y los Highland Mounted Rangers. Recurrió también a los guerreros creeks, chicasaws y cherokees, tribus aliadas y valerosas.
Las fuerzas de Montiano estaban esta vez bien reforzadas por hombres de eficacia probada. Además de sus victoriosas y escasas milicias de Florida, contaba con el refuerzo de tropas llegadas de La Habana, que incluía excelente infantería de marina. Llevaba también 52 barcos de guerra y de transporte, buena artillería, material de asedio y provisiones, armas y municiones de sobra. En total tenía 2.000 hombres, formados por un regimiento de dragones, dos batallones de infantería, incluyendo la selecta compañía de granaderos del Batallón de Infantería de Marina de la Armada de Barlovento, artillería de Cuba, y tropas de Florida compuestas por seis compañías provisionales de San Agustín, dos batallones de la milicia, y seis compañías independientes, dos de las cuales estaban formadas por negros de Carolina liberados, indios yamasi y aguerridos y experimentados exploradores de la frontera.
La batalla del Pantano Sangriento (Bloody Marsh)
El 22 de junio de 1742 las naves de vanguardia españolas llegaron a la isla de San Simón y el 4 de julio el grueso de la flota ancló justo en la boca del estrecho. Oglethorpe reunió a sus tropas y armó a sirvientes, indios y a todo el que pudiese ayudar de alguna manera. Al día siguiente Montiano ordenó el ataque contra Fort St. Simon y abrió fuego contra los botes artillados británicos que trataban de impedir el desembarco.
Tras unas horas de lucha las tropas españolas se hicieron con el control de la posición. Los británicos incendiaron casas, cabañas, barcas, todo lo que pudiera ser útil a los invasores y abandonaron el sur de la isla. Una masa de civiles confusa y asustada se dirigió por la military road hacia Fort Frederica. Poco después Montiano envió dos compañías en misión de exploración para rastrear el terreno en busca de avanzadas británicas y para tantear las defensas de Fort Frederica.
A unas dos millas de este fuerte la columna española de vanguardia se encontró con los Georgia Rangers y tras una breve pero dura escaramuza los georgianos se retiraron para informar a su comandante, dejando un muerto en el campo. Alarmado, Oglethorpe reunió en una asamblea a sus highlanders, rangers y aliados indios. La decisión tomada fue intentar combatir fuera de los muros, en campo abierto, donde creía que la táctica de lucha en los pantanos y bosques que practicaban los creeks y los chicksaw, bien aprendida por sus rangers, sería mejor que afrontar un asedio clásico frente a los experimentados soldados españoles, acostumbrados al sistema de combate europeo. Una fuerza mixta británico-india debería por lo tanto atacar a las dos columnas enemigas avanzadas para impedir que alcanzaran el fuerte.
El ataque se produjo al día siguiente, cuando los indios y los rangers se lanzaron por sorpresa desde el bosque contra las tropas de Montiano. Los españoles sufrieron 36 muertos y heridos en el primer choque, en lo que se conoce como batalla de Guly Hole Creek, pero sus tropas pudieron retirarse en relativo orden hasta el cruce del camino con la orilla del pantano.
Allí, atrincherados entre los árboles, en un terreno que les favorecía los hombres de Montiano se reagruparon. Las pérdidas no habían sido graves, pero los caídos eran principalmente oficiales, a los que se distinguía con facilidad por sus vistosos y galoneados uniformes.
Oglethorpe, por otra parte, se dio cuenta de que podía caer en una trampa y ordenó a sus tropas tomar posiciones entre los arbustos y los árboles a ambos lados de la carretera hacia Fort Frederica, con órdenes de detener cualquier intento español de avanzar hacia el fuerte por el camino principal.
Temeroso de que Montiano pudiese atacar desde el río con apoyo de la flota, se dirigió hacia el fuerte. Irónicamente, la persona que más se había preparado para este combate decisivo no estuvo presente cuando se produjo, ya que finalmente Montiano no atacó por el río. En la escaramuza de Guly Hole Creek se había convencido de que, a pesar de sus pérdidas, contaba con superioridad numérica y creía que sus hombres podían superar a los regulares británicos, a los escoceses y a los indios en un asalto campal al estilo europeo.
Al día siguiente las dos mejores compañías de Montiano, apoyadas por los granaderos, con sus impresionantes uniformes y gorros de pelo, formaron en línea y avanzaron dispuestas a atravesar directamente, al mejor estilo de batalla europea en campo abierto, el pantano que la historia conocería como Bloody Marsh —el Pantano Sangriento—.
Atrincherados entre los árboles, los creeks y chicasaws, se situaron entre los ranger y highlanders y unos pocos pelotones de regulares del 42 de infantería británica. Cuando la columna española se encontraba a tiro abrieron fuego sobre ella, creando una enorme confusión, ya que a los gritos, el sonido de los disparos y el humo, se unía que los granaderos españoles no podían ver a sus enemigos ocultos en el bosque y disparaban a ciegas entre los árboles intentando mantener la formación.
El capitán Antonio Barba logró que los granaderos formasen en línea en el borde del pantano y avanzaran con firmeza hacia los árboles, forzando a retirarse a los regulares británicos del capitán Demere, que dejaron solos a los escoceses. Pero los highlanders de Mackay y el pelotón del teniente Sutherland no cedían y seguían disparando contra los granaderos. El combate duró dos horas, tras las cuales, y después de disparar contra fantasmas entre los troncos de los árboles, las tropas de Montiano se quedaron sin municiones. Con las bayonetas caladas rechazaron los intentos de asaltar sus líneas y retrocedieron en buen orden.
Las pérdidas españolas eran pocas y no parecía que las tropas británicas y las milicias de Georgia, y mucho menos los indios, se atreviesen a cargar contra los granaderos, pero dos derrotas seguidas contra las milicias de Georgia era demasiado y los de Montiano, prudentemente, se retiraron.
Los choques al estilo de la guerra india en torno a Fort Frederica y la isla de Cumberland continuaron. El día 12 de julio Oglethorpe atacó con 500 hombres Fort St. Simón, pero un francés que estaba con los británicos y desertó, advirtió a los españoles, lo que hizo fracasar el ataque.
Oglethorpe envío a Montiano una carta en la que le advertía de la llegada de refuerzos. El español no lo creyó posible, pero al descubrir cinco buques en el horizonte creyó que podía ser la vanguardia de los refuerzos y ordenó la retirada. Tras incendiar la mayor plantación de Isla Jekill y bombardear Fort Prince William en la Isla de Cumberland, la flota española regresó a Florida y Cuba. La campaña había terminado.
Pantano Sangriento es un hito en la historia del Estado de Georgia y la victoria se ha venido celebrando hasta hoy. Los descendientes de las familias escocesas de Darién, siguen conmemorando el triunfo y asociaciones de recreación histórica reconstruyen la lucha en la isla de San Simón. En realidad fue poco más que un par de escaramuzas, pero es el ejemplo perfecto de cómo una batalla insignificante puede tener un valor inmenso según las circunstancias y el momento.
Aunque los combates en la frontera continuaron durante toda la guerra, España ya no pudo nunca más realizar un ataque contra ninguna de las Trece Colonias norteamericanas. Desde ese punto de vista, Pantano Sangriento fue una batalla decisiva. En cuanto al mito, fue creciendo por los testimonios de antiguos combatientes que al narrar su historia a hijos y nietos exageraron el combate, hablando de las «aguas teñidas de sangre del pantano» y fantasías similares.
La desgraciada intervención de España en la fase final de la Guerra de los Siete Años supuso el fin de la Florida española, que en 1763 pasó a poder de los británicos. Aunque España la recuperó en 1783, ya no consiguió hacer una colonización efectiva de la costa y muchos menos del interior, aunque es justo reconocer la constancia y valor de hombres como Montiano que, pese a tener que combatir en condiciones adversas y en inferioridad numérica abrumadora, nunca fueron derrotados por ninguna fuerza enemiga en batalla abierta, y mantuvieron inconquistable el castillo de San Marcos.