4. 4. En la guerra de los Siete Años (1761-1763)

 

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l 15 de agosto de 1761 se firmaba el Tercer Pacto de Familia entre las monarquías de Francia y España, representadas por los reyes Luis XV y Carlos III. Se trataba de un pacto defensivo en el que se estipulaba que el ataque a cualquiera de los dos países supondría la entrada en guerra del otro. Teniendo en cuenta que los franceses llevaban ya siete años de conflicto, primero en Canadá y luego en Europa, la declaración era un eufemismo, pues estaba claro que para España se trataba de la entrada en guerra del lado del bando francés.

En realidad, la denominada Guerra de los Siete Años es un nombre convencional para denominar una serie de conflictos locales que se vieron entrelazados por la entrada en la contienda de las potencias atlánticas, lo que convirtió a la guerra europea en mundial, ya que afectó a las colonias de Asia y América. En origen fue un conflicto sobre la soberanía de Silesia que enfrentó a Austria y Prusia, en el que los diferentes estados europeos fueron alineándose en uno u otro bando. Con Prusia se agruparon Hannover y Gran Bretaña y junto a Austria, Francia, Rusia y Suecia.

En América del Norte, Francia, que había cedido en 1748 la fortaleza de Luisburg, en la isla canadiense de Cabo Bretón, a cambio de Madras, en la India, no había sido capaz de detener la progresión de las poderosas colonias norteamericanas de Gran Bretaña, más pobladas y mucho más poderosas económicamente. Desde la década de 1680 la presión de los colonos angloamericanos había ido poniendo en situaciones cada vez más comprometidas a los franceses, cuya colonia de Canadá, con la pérdida primero de Acadia y luego de Luisburg, estaba cada día más aislada. A pesar de la insuperable capacidad de combate de sus «corredores de los bosques», a la larga los franceses no podían vencer. Esta guerra se denomina aún hoy en los Estados Unidos, Guerra contra Franceses e Indios, y en Europa fue una parte más de la Guerra de los Siete Años, como la Guerra de la Oreja de Jenkins fue un episodio más de la Guerra de Sucesión de Austria.

El conflicto que al final iba a suponer que España acabase controlando dos Tercios de los actuales Estados Unidos, comenzó en 1754 a causa de los continuos choques en las inmensas e indeterminadas fronteras cubiertas de bosques, por el comercio de pieles en las tierras situadas en torno a los Grandes Lagos y al oeste de los Apalaches. A la discusión sobre los derechos de pesca en Terranova, se unía y el deseo francés de enlazar Canadá con Nueva Orleans mediante la construcción de una cadena de fuertes que terminaran aislando a las colonias Británicas.

Tras el envío de una poderosa fuerza de más de 5.000 hombres por mar, al mando del competente marqués de Montcalm, los franceses lograron una serie de victorias que parecían imparables, hasta que en 1757 el primer ministro británico William Pitt puso al general James Wolfe al mando de las tropas en América. Bajo su mando, tras la batalla de los Llanos de Abraham, 1759, los británicos conquistaron Quebec y al año siguiente capituló Montreal que, aunque recuperada poco después por los franceses, fue tomada otra vez definitivamente por los británicos, que a finales de 1760 habían conquistado todo el Canadá francés.

Con respecto a España, Gran Bretaña había aumentado los agravios. Su armada confiscaba con frecuencia barcos de bandera española, y a esto se unían los conflictos en las costas de Honduras sobre el derecho al corte del palo de Campeche y un intenso contrabando con las colonias españolas que dañaba a la poco eficaz economía colonial. Esta agresividad fue inclinando al gobierno español hacia el bando francés, con el que ya simpatizaba.

Iniciadas las conversaciones entre ambas naciones para buscar una alianza permanente, el objetivo inicial era solo la búsqueda de la «seguridad en América». España quería que la paz reinase en Europa para no poner en marcha el tratado de alianza con Francia. Era evidente que la guerra estaba casi acabada, con los contendientes agotados y sin capacidad de reacción, y que, tras sus derrotas en la India y América, Francia había perdido la contienda. Sin embargo, una mezcla de torpeza, incapacidad diplomática y falsa apreciación de la propia capacidad militar, iba a llevar a España al desastre.

Los victoriosos británicos, que habían derrotado a los franceses en la India, Canadá y Alemania, estaban a la expectativa para ver como actuaba el gobierno de Carlos III. El ministro francés Choiseul presionó a Madrid todo lo que pudo para que entrara en guerra y jugó muy bien sus bazas, ya que al final logró uncir al rey de España a los intereses de Versalles.

Carlos III, tras su llegada a Barcelona procedente de Nápoles el 17 de octubre de 1759, inició su reinado con una serie de reformas encaminadas a engrandecer la monarquía y procurar el bienestar del pueblo de su nueva nación. Para el nuevo monarca era esencial reorganizar el ejército. Lo consideraba un elemento principal de la política exterior y sabía de la frágil situación creada en el largo período de paz de su antecesor Fernando VI. Es cierto que no parecía dispuesto a involucrarse en la terrible guerra que sacudía Europa, pero el rey sabía que el reino Unido sacaría provecho de cualquier debilidad que pudiera observar de España, ya que los británicos presionaban constantemente al comercio y a los buques mercantes españoles, a los que hostigaban en todos los mares del mundo.

Había, además, una razón importante por la que a los británicos no pareciera importarles ir a una guerra con los españoles. Durante el reinado de Fernando VI la Armada y la flota comercial española habían tenido un desarrollo extraordinario. España, con ayuda de la larga paz disfrutada, había fortalecido su comercio y era una nación más sólida y poderosa que diez años atrás, lo que podía convertirla en el futuro en una rival peligrosa.

A pesar de sus intenciones, Carlos III no pudo mantener su política de neutralidad por mucho tiempo. A instancias de Francia y Austria, el rey Carlos III —cuya mujer, la reina, era sajona, nación en guerra con Prusia y aliada de Francia y Austria— trató de mediar ante Inglaterra y desempeñar un papel arbitral entre los contendientes, pero tuvo que renunciar ante la forma brutal en que los británicos respondieron a sus intentos de interposición. Y no era la primera vez. Siendo monarca de Nápoles, el rey ya había tenido una dura experiencia con los ingleses, cuya flota le había impuesto una neutralidad forzada por la fuerza de los cañones.

Carlos III no estaba dispuesto a sufrir otra humillación más ni a permitir que su nación sufriese la vergüenza de someterse a los dictados de los arrogantes británicos. Además, la crisis por la que pasaban los franceses, que habían perdido Canadá y veían amenazadas sus posesiones en la India y el Caribe, hicieron pensar al monarca español y a sus ministros que tarde o temprano el enfrentamiento era inevitable.

Discretamente el Ejército español comenzó a prepararse. En los puertos comenzó una actividad frenética encaminada a dejar los buques listos para una larga estancia en el mar y para el previsible conflicto que se avecinaba, al tiempo que se comunicaba a los jefes de las fuerzas en América que reforzasen los puertos y plazas fortificadas. Los resultados del último enfrentamiento con los británicos habían sido brillantes en los teatros de operaciones de América del Norte y el Caribe, y en principio no cabía pensar que las cosas habían de ir peor esta vez. Sin embargo, cualquier observador objetivo hubiera podido predecir que España, movidos su gobernantes por el orgullo y una errónea valoración de sus posibilidades, estaba a punto de cometer una insensatez.

La iniciativa de establecer la alianza con Francia la comenzó París a comienzos de 1761. El negociador español fue Jerónimo de Grimaldi, un genovés al servicio de España nombrado embajador ante la corte de Versalles; y el negociador francés fue el ministro duque de Choiseul. Como queda dicho, la idea original de Carlos III era mantener la neutralidad armada y, cuando la guerra acabase obtener ventajas de la situación tras haber sostenido una posición de fuerza que obligase a los británicos a ceder ante las legítimas reclamaciones del gobierno español. Quedó claro, no obstante, que España podría entrar en guerra con el Reino Unido si los ingleses seguían sin atender sus peticiones.

Francia, ya en conversaciones de paz con Londres, solicitó a los ingleses que cedieran ante las justas quejas de España, pero estos se negaron. Victoriosos en los campos de batalla de Europa, América o Asia, no vieron motivos para aceptar lo que pedían los franceses, una situación que lentamente empujaría a España a la guerra.

Ante el agravamiento de la situación, el ministro Choiseul exigió a España la promesa de una ayuda inmediata y se comprometió a apoyarla para separar a Portugal de la órbita inglesa, pretensiones a las que Grimaldi no tuvo más remedio que acceder. Finalmente no se firmó un tratado, sino dos, enmarcados en el denominado Tercer Pacto de Familia.

El primero fue un «tratado de amistad y de unión», basado en el principio de que quien atacase a una corona atacaba a la otra. Se extendía a los estados de los reyes Borbones de Francia, España, Nápoles y Parma, y declaraba enemigo común a la potencia que estuviese en guerra con Francia o con España. Se establecían las fuerzas de mar y tierra que cada uno de los dos signatarios había de proporcionar al otro cuando lo reclamase, y se daba consideración de súbditos de ambas coronas a los españoles y franceses, de manera que no hubiese ley de extranjería entre ellos. Este pacto se firmó el 15 de agosto de 1761.

El segundo tratado, considerado de «alianza ofensiva y defensiva», era una convención secreta que estipulaba la unión de todas las fuerzas de ambas coronas y el acuerdo conjunto para las operaciones militares y para firmar la paz. También estipulaba que Francia entregaría Menorca a España —conquistada por los franceses a los británicos al comenzar la guerra—, y a cambio se cedían a París los derechos de soberanía sobre las islas Dominica, San Vicente, Santa Lucía y Tobago. También acordaba que debía obligarse al rey de Portugal a cerrar sus puertos al comercio inglés.

Ante la situación dada, los británicos no dudaron. Llevaban tiempo preparando una ofensiva contra los franceses en el Caribe que decidieron extender a las posesiones españolas en América del Norte y Filipinas, y el 2 de enero de 1762 declararon la guerra a España y se iniciaron las hostilidades. La guerra iba a mostrar la absoluta superioridad de los británicos en mar y tierra, y España iba a seguir la suerte adversa de Francia.

El desastre de La Habana y la pérdida de La Florida

Las condiciones en las que España entró en la guerra no eran buenas, aunque sobre el papel parecía otra cosa. Contaba con un numeroso y poderoso ejército y la tercera flota del mundo, y entraba en la contienda contra unos enemigos en apariencia agotados tras más de seis años de intensa lucha. Podría decirse que se trató de un error en el tiempo.

Una España en guerra al comienzo de la contienda en América (1754) hubiese pesado mucho, pues su ejército había obtenido grandes triunfos en sus tres campañas italianas anteriores —Guerra de la Cuádruple Alianza, Sucesión de Polonia y

Sucesión de Austria— y contaba con una probada experiencia y una marina eficaz. Pero para la mentalidad pacifista de Fernando VI la guerra no aportaba nada y cuando España se vio en la necesidad de actuar militarmente no tenía apenas capacidad de reacción. Sus regimientos se encontraban muy por debajo de sus plantillas, y a esto había que añadir la falta de instrucción de sus oficiales y soldados y la escasa capacidad de las tropas que defendían América, con solo 5 regimientos veteranos para el Continente entero [36].

Tal y como establecía la alianza con Francia, el 16 de marzo de 1762 los reyes Carlos III y Luis XV solicitaron al rey de Portugal que se uniese a ellos en su lucha contra Inglaterra. Como era previsible, el monarca luso se negó y se declaró neutral. Tras la retirada de embajadores, Francia y España le declararon la guerra, por lo que España sumó a su guerra naval con los británicos una guerra terrestre en la frontera portuguesa.

A diferencia de lo sucedió en la guerra de 1779, esta vez la única frontera terrestre entre británicos y españoles era de la América del Norte, que separaba los asentamientos escoceses del río Altamaha en Georgia y los puntos avanzados españoles junto a isla Amelia en Florida, región en la que en la guerra anterior los combates habían sido muy intensos.

En esta ocasión, sin embargo, no hubo apenas incidentes. España, tras el fin de la Guerra de Sucesión de Austria, había restaurado el fuerte Mose y reconstruido la milicia de negros libres que lo defendía. Se repararon las fortificaciones de San Agustín y se mejoró el entramado de defensas que rodeaba a principal fortaleza española en la costa atlántica de Norteamérica.

Durante el período que transcurrió desde 1748 hasta la entrega final de La Florida a Inglaterra, la provincia había sufrido un lento pero esperanzador cambio demográfico que había permitido recuperar a San Agustín y su entorno de la crisis provocada por los ataques ingleses, y a Pensacola convertirse en un importante puerto en el Golfo de México.

A partir de 1738-39 y, sobre todo, desde 1757, la política colonizadora de la Corona cambió. Se intentó consolidar una población estable con el envío de grandes contingentes militares y de colonos. Cuando la Compañía de La Habana se hace cargo del monopolio comercial, entre sus cláusulas se especificaba la obligación de transportar cien familias canarias a Florida cada año.

En líneas generales, las causas que motivaron la emigración a Florida fueron las económicas, las político-poblacionales, las religiosas, las militares y las sociales, que actuaron tanto de forma aislada como interrelacionadas unas con otras. Así, por ejemplo, en 1748 se enviaron 221 soldados para relevar a las ocho compañías que habían llegado para hacer frente a la amenaza británica, de los cuales se quedaron 179 por haberse casado y creado familia en el sitio.

El refuerzo de la población en la Florida era esencial si se quería avanzar en la defensa de la provincia ante los ingleses, por lo que el período de entreguerras de 1749 a 1761 se hicieron notables esfuerzos en este sentido.

Se pensó que debido al clima los canarios serían ideales como colonos, y se ordenó el envío de 50 familias canarias durante diez años con destino al puerto de San Agustín, con el ofrecimiento de tierras, ganado y semillas para la primera y segunda cosecha. Este desplazamiento se realizó con ayuda de la recién creada —en 1740— Compañía de La Habana. La compañía se comprometía a entregar el suministro de alimentos necesarios para la travesía, además de 150 pesos, dos campanas, dos misales y ornamentos para el culto. En 1757 salieron 42 familias y dos meses después embarcaron 43 más; y un año más tarde, 36. No obstante, en 47 años de continuas salidas solo embarcaron rumbo a la Florida 984 familias de las 2.350 que pretendía la Corona, porque la gente isleña prefería dirigirse a Caracas o a La Habana. Sabían que Florida era tierra conflictiva y de guerra. A finales de 1763, los canarios habitaban un pequeño distrito al oeste de San Agustín y totalizaban 246 personas.

A pesar de este refuerzo humano, al que se sumaron unas pocas familias alemanas, la colonización de Florida siguió siendo un fiasco. Como siempre, desde un punto de vista estratégico, para España eran importantes las plazas de san Agustín y Pensacola, pues cubrían la ruta junto a Cuba del Canal de Bahamas y protegían las comunicaciones. Sin embargo, esta vez la embestida inglesa no iba a tener como objetivo Florida, sino que iba a ir directamente contra el centro del poder español en el Caribe: contra Cuba.

El 12 de julio de 1762 la escuadra británica del almirante Pocock se presentó ante el puerto de La Habana. Transportaba un ejército al mando del general Albemarle, quien desembarcó sus tropas e inició el ataque a la ciudad. El capitán de navío Luís de Velasco opuso una feroz resistencia en el castillo de El Morro, pero el 12 de agosto se vio obligado a capitular y rendir la ciudad a los británicos, que la retuvieron en su poder hasta la firma del tratado de paz.

El ataque británico a La Habana fue una señal de alerta en México, donde el virrey Joaquín de Montserrat, marqués de Cruillas, tomó unas medidas defensivas que llevaron a organizar lo que muchos consideran el primer ejército mejicano. Ante la amenaza británica a Veracuz, ordenó que se pertrechasen las fortalezas y se reforzasen sus defensas. Al mismo tiempo ordenó un reclutamiento masivo orientado a formar nuevas tropas de milicias, que si al principio no resultaron muy efectivas, fueron luego el embrión de un ejército colonial en el que militaban blanco, pardos y negros con auxiliares indios, de tamaño y calidad suficientes para proteger la Nueva España de cualquier agresión enemiga [37].