4. 5. De lo malo, lo mejor
E
l 10 de febrero de 1763 el Tratado de París fue firmado por el duque Choiseul, el marqués de Grimaldi y el duque de Bedford, en nombre, respectivamente, de Francia, España y Gran Bretaña. Con él se ponía fin a la Primera Guerra del Tercer Pacto de Familia, nombre español de la Guerra de los Siete Años, en la que España había entrado tarde y mal y en la que los resultados parecían desastrosos, pues William Pitt, el primer ministro británico, quiso mantener la lucha hasta convencerse de que los franceses estaban acabados.
Lo más lamentable de la absurda participación española en la guerra es que se produjo en un momento en el que Francia e Inglaterra —mediados de 1762— estaban negociando claramente la paz. Las tropas españolas apenas habían iniciado las operaciones contra Almeida, en Portugal —que caería el 25 de agosto— y aunque se había rendido La Habana y pronto lo haría Manila, lo cierto es que los españoles querían vengar las derrotas sufridas y proseguir la lucha. Algo en lo que coincidían con los ingleses, que deseaban proseguir su racha de triunfos a costa de España. Pero lord Bute, primer ministro del rey Jorge, aspiraba a la paz y el rey Carlos III cedió ante las presiones de su primo Luis XV que se encontraba en una posición insostenible. Así pues, el 3 de noviembre de 1762 se firmaron los preliminares de la paz, que daría paso a las conversaciones que terminaron en París con la firma del Tratado.
Para Francia, la paz constituyó una grave derrota —aunque los nobles y la alta burguesía no sintieron que la habían sufrido, lo cual demuestra su inmensa ceguera. Para Voltaire, por ejemplo, Canadá no era más que «unas toesas de nieve». Lo cierto es Gran Bretaña era ahora, sin discusión, la nación que gobernaba las olas y acababa de alcanzar un imperio mundial.
Prusia, el otro gran enemigo de Francia, se había convertido un rival temible, y lo sería más en años venideros. En cuanto a España, recibió de París, como compensación por la ayuda prestada y por la pérdida de Florida y de Menorca, que su aliada francesa no había sido capaz de entregarle, el inmenso territorio de la Luisiana, que Francia ni podía ni quería defender.
Para España la paz supuso una grave derrota que demostró la incapacidad de su ejército y de su armada. Las humillantes condiciones fueron:
— Ceder a los tribunales del almirantazgo británico los litigios por las presas marítimas y permitir a los británicos seguir cortando palo de Campeche, aunque debían demoler todas las fortificaciones de sus factorías.
— Renunciar a los derechos de pesca en Terranova.
— Devolver la colonia del Sacramento —hoy situada en Uruguay— y la fortaleza de Almeida a Portugal.
— Ceder a Inglaterra la Florida, con el fuerte de San Agustín, la bahía y los fuertes de Pensacola y los territorios al este y sudeste del río Misisipi, a cambio de la devolución de La Habana y Manila.
Aun triunfadores en toda regla, los ingleses no se conformaron. Fieles de a su tradición querían más y siguieron presionando a España en la famosa crisis de las Malvinas (1764-1770). El punto final se puso en la Segunda Guerra del Tercer Pacto de Familia (1779-1783), enmarcada en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783).
En Florida las terribles noticias se recibieron con resignación. Eran casi 200 años de esfuerzos, luchas y sufrimiento que parecían perderse para siempre. En 1764, ocho transportes con 3.104 pasajeros, llevaron a la totalidad de la población española de San Agustín a Cuba. Había colonos de todas las regiones de España —principalmente canarios y catalanes—, indios de las misiones de Nuestra Señora de Guadalupe de Tolomato y de Nuestra Señora de la Leche, y los residentes negros libres de Gracia Real de Santa Teresa de Mose. Una gran parte de ellos poblarían su nuevo hogar, San Agustín de la Nueva Florida, colonia más conocida como Ceiba Mocha, en la provincia cubana de Matanzas. En total fueron 331 personas, incluyendo 13 familias españolas peninsulares, 43 de españoles canarios, 4 de alemanes, 4 de pardos o mulatos y 9 de morenos o negros, entre ellos los milicianos de Fuerte Mose, que recibieron lotes tierra.
Cuando España recuperó Florida en 1783, ningún colono de Ceiba Mocha volvió al continente, la historia de Fuerte Mose había acabado en las tierras cubanas, pero los negros de América y los amantes de la libertad nunca iban a olvidar su recuerdo, de la misma forma que en España y en Cuba no se olvidó la tierra que al otro lado del pequeño brazo de mar les separa de Cayo Hueso. Muchos marinos y militares prometieron volver, y bastantes de ellos lo lograrían.
La rebelión creole y la ocupación de Luisiana
Aunque pueda parecer curioso, debido a la complejidad de las relaciones diplomáticas en el juego de los estados europeos durante la Guerra de los Siete Años, al final España resultó bastante bien librada de lo que parecía ser una dura derrota.
Gran Bretaña y Prusia fueron los vencedores, pero a Francia se le permitió conservar cinco plazas en la India, la isla de Gorée y St. Pierre y Miquelon frente a Canadá, se le devolvían Guadalupe y Martinica en el Caribe, y se reconocieron sus derechos de pesca en Terranova. Vista la situación y sabiendo que a los franceses de Canadá se les trataría con respeto, no había motivos en Francia para estar excesivamente pesimista. Por otro lado en el Caribe las pérdidas podían ser compensadas, pues la colonia principal francesa en la zona, St. Domingue —hoy Haití—, producía la mitad del azúcar consumido en todo el mundo y el comercio con África y las Antillas estaba en pleno apogeo.
No es de extrañar por tanto que a España, aliada de Francia y la más perjudicada, pues incluso Menorca quedó en manos de los británicos, se la tratase de compensar de alguna forma por medio del Tratado de Fontainebleau. Firmado en 1762, ese tratado entregaba a España el territorio al oeste del Misisipi, incluyendo la gran ciudad de Nueva Orleans.
El territorio que España acababa de recibir no tenía las fronteras bien definidas, pues en la práctica nadie sabía a ciencia cierta cuál era su límite. Lo que estaba claro es que nadie era consciente en Nueva Orleans y en los territorios fronterizos de lo que estaba pasando. Durante un año la vida prosiguió en Luisiana con aparente normalidad, aunque era evidente que algo no iba bien. El gobernador francés. Jean Jacques Blaise d'Abbadie seguía en el cargo, y los británicos que debían de ocupar la margen izquierda del Misisipi tampoco aparecían. Todo comenzó a cambiar al alborear el año 1764.
En enero de ese año, el gobierno español, por medio del marqués de Grimaldi, secretario de Estado, convocó en Madrid a Jean Pierre Gerald de Vilemont, quien había vivido varios años en la colonia americana, y le comentó que deseaba conocer más cosas acerca de la colonia. El interés del marqués y la prudencia con la que estaba actuando España eran prueba de que el rey Carlos III no deseaba importunar en exceso a los que ya consideraba sus nuevos súbditos. La cautela española obedecía a que antes de actuar se quería estar al tanto de lo que ocurría en Nueva Orleans, de los intereses de los colonos, de sus problemas, de su economía, industria y las relaciones con las tribus indias.
A pesar de esta extremada discreción, en abril de 1764, coincidiendo con el anuncio del gobernador D'Abbadie de la llegada de nuevas familias de Acadia [38], comenzó a propagarse el rumor de que el rey Luis XV le había entregado la colonia a los españoles. Apenas un mes después, un comerciante de Nueva Orleans llamado Denis Braud, abrió una imprenta en su casa de Royal Street y anunció la firma del Tratado de Fontainebleau, firmado hacía ya 18 meses, por el que Luisiana era cedida a España.
La inquietud creciente de muchos de los habitantes aumentó cuando el teniente británico Philip Pittman llegó a Nueva Orleans en junio, camino de la cercana Baton Rouge, ahora parte de la nueva provincia británica de Florida Occidental, y confirmó la noticias. Finalmente, en octubre, el gobernador D'Abaddie comunicó que según instrucciones del rey llegadas de Francia, la colonia debía ser entregada a las autoridades españolas el 4 de febrero de 1765. Era la primera vez que de forma oficial, los habitantes de Nueva Orleans escuchaban que eran súbditos de Su Majestad Católica, Carlos III de España. En La Habana, entre tanto, un brillante científico, respetado en Europa entera, recibía la noticia de que iba a ser el primer gobernador de la Luisiana española. Se llamaba Antonio de Ulloa.
Aunque la tranquilidad era la nota dominante en la colonia, la espera se prolongaba demasiado. Cuando murió el gobernador D'Abaddie, los españoles no hicieron ningún intento de controlar Nueva Orleans, por lo que Charles Philippe Aubry, el oficial de más alto rango se hizo cargo del gobierno de la colonia que, al parecer, nadie quería gobernar, pues el gobernador Ulloa siguió en Cuba todo el año.
Lo cierto es que España seguía actuando con una prudencia exagerada, por lo que hasta principios de 1766 Ulloa no estuvo en condiciones de trasladarse a Nueva Orleans. Llegó al puerto de la capital de Luisiana el 17 de enero procedente de La Habana con dos pequeños buques, El Volante y El Rey de Prusia, una escolta y unas pocas tropas, y recibió una fría bienvenida por parte de los criollos franceses, sin que el nuevo gobernador tuviese mucha prisa, pues deseaba disponer de un completo informe del gobernador francés, Aubry, que se encontraba en el puesto de Balize.
El 5 de marzo, con solo 90 soldados españoles, Ulloa se dirigido a Balize e izó la bandera española, y luego marchó a los puestos del interior, a los que comunicó la noticia del cambio de soberanía.
Ulloa evitó mostrar la preocupación que tenía por la lentitud con la que en Cuba se estaba equipando y reclutando el regimiento que debía de enviarse a Nueva Orleans, y que recibiría el nombre de Fijo de Luisiana. En estos primeros meses, Ulloa recibió la primera información importante acerca del comercio de pieles, de las relaciones con los indios y del estado de los puestos y fuertes del interior. Sus informantes fueron los experimentados oficiales franceses de la frontera, exploradores, tratantes de pieles y comerciantes, en especial el responsable del puesto de yamasi, Gilberto St. Maxent. Ulloa le dio la responsabilidad del comercio con los indios de las praderas: los grandes y pequeños osages, kansas, otos, pawnees, sacs, fox, iowas, missouris y los remotos sioux y ottawas.
Sin embargo un importante grupo de descontentos se iba organizando contra el nuevo gobernador y el orden español en la colonia. La oposición la formaban el Consejo Superior de Gobierno y ciudadanos acomodados, y contaba con el apoyo de muchos oficiales franceses que se negaban a servir bajo mando español.
El 2 de abril, Ulloa recibió el inventario del estado económico de la colonia, que se encontraba en una profunda crisis. Por si fuera poco, el gobernador apenas contaba con dinero y le resultaba imposible tomar el control efectivo de la colonia si no le enviaban tropas desde España o Cuba. Así pues, a comienzos de septiembre de 1766, la situación parecía más inestable que nunca. Los conspiradores comenzaron a pensar que España no iba a apoyar en serio el control firme de Luisiana y podían dar un golpe que les diese el poder. Los principales conjurados eran Lafrenière, el fiscal general del gobierno francés; Foucault, el comisario, que actuaba junto a Louis Billouart de Kerlerec; los hermanos Milhet; los comerciantes Canesse, Petit y Poupet; Marquis, capitán de las tropas suizas al servicio de Francia; Noyen y Noyen-Bienville, oficiales descendientes del fundador de Nueva Orleans; Villere, plantador y comandante de las milicias de la Costa de los Alemanes; Doucet, un abogado; y Mazan y Boisblanc, plantadores.
Ante el cariz que iba tomando la situación, Ulloa recomendó a España la disolución del Consejo Superior francés de gobierno, y que a sus miembros se les impidiera ejercer acciones contrarias a la administración española.
A principios de 1769 España adaptó el sistema de gobierno de Luisiana al suyo y se creo un Cabildo compuesto de seis regidores perpetuos que elegían dos alcaldes ordinarios, un síndico y un superintendente de la propiedad pública denominado «mayordomo de propios» que se nombraba cada año. La autoridad civil y militar la dirigía el gobernador, que presidía las sesiones del Cabildo asistido por dos tenientes para cada uno de los nueve distritos o parishes. Las leyes venían directamente de España a través del capitán general de Cuba y la Audiencia de La Habana, y correspondía al gobernador su anuncio y puesta en práctica.
Mientras, a pesar de los problemas cada vez más graves, Ulloa logró fijar los límites de Luisiana con el territorio británico, y estableció un fuerte cerca de Burtville, en la frontera con la Florida Occidental británica. Sin embargo, las rígidas normas comerciales españolas iban a suponer un problema. Sus medidas bien intencionadas, como aceptar 7.600.000 libras de depreciado papel moneda en el mercado o su trato amistoso y benévolo con los criollos, no sirvieron de nada cuando, siguiendo las órdenes vigentes, limitó el comercio a seis puertos españoles: Sevilla, Alicante, Cartagena, Málaga, Barcelona y Coruña, lo que encendió los ánimos de la población.
Cuando llegó la autorización de España para disolver el Consejo Superior, Ulloa actuó con celeridad y estableció un tribunal de justicia con presencia de españoles y criollos, y el gobernador como máxima autoridad judicial. A instancia suya se creó una Asamblea formada por cuatro franceses y tres españoles, e incluso dejó intacto al Consejo Superior. Eso no impidió que la oposición a España se mantuviese, si bien prominentes ciudadanos de la colonia comenzaron a inclinarse del lado español, como Jean Treadeau, Lassel, Barthelmy, Daniel de McCarty, Hypolite Amelot, Gran-Pré, Philippe Rocheblave, Francois Fleurian, Vilard, Molino, Lassias, Gilberto St. Maxent, el caballero Bellevue, Pierre Francois Olivier de Vezin, Francisco Maria de Reggio, Honorato de la Chaisse y una gran parte de los oficiales del ejército regular francés. De ellos, muchos tendrían luego una destacada y brillante participación en la exitosa Luisiana española de las décadas siguientes.
El 23 de marzo, la Corona española canceló un decreto de 6 de mayo de 1766 que permitía el comercio de Luisiana con otras colonias francesas, lo que unido a la crisis económica y a las malas condiciones, fue empujando a los criollos al bando rebelde. La situación se agravaba porque el capitán general de Cuba, Antonio María de Bucareli, solo había enviado una parte del subsidio español prometido a Luisiana.
Durante el verano la situación fue empeorando y el 4 de agosto, en una carta al marqués de Grimaldi, Ulloa solicitó licencias comerciales para mantener la paz. A esta carta siguieron otras diez más, en las que claramente se decía que la situación de la colonia era desesperada.
En octubre de 1770 llegaron noticias de La Habana en la que se le comunicaba que las tropas estaban ya dispuestas, lo que Ulloa aprovechó para publicar normas con nuevas restricciones al comercio. El Consejo Superior, indignado, votó su expulsión de la Luisiana y los criollos le declararon usurpador y le ordenaron abandonar la colonia. Todo tipo de rumores disparatados comenzaron a circular por la provincia: desde que el gobierno español no tenía intención de enviar los suministros comprometidos hasta que los acadios del Bayou iban a ser vendidos como esclavos. Los colonos alemanes del Misisipi estaban igual de alarmados y el comandante D'Arensburg los llamó abiertamente a la insurrección.
En un intento desesperado de calmar la situación, Ulloa y Aubry enviaron a St. Maxent para intentar calmar los ánimos, pero Lafrenière y Marquis comisionaron a Villere y Verret con órdenes de arrestar a St. Maxent en la plantación de Cantrelle, comandante de las milicias de acadianos.
Cuatrocientos alemanes marcharon hacia Nueva Orleans y unidos a la milicia colonial exigieron a Lafrenière que obligase a Ulloa a marcharse. Aubry convenció al gobernador de que su vida corría peligro y el 29 de marzo de 1770, acompañado de su mujer, embarcó en El Volante.
Por primera vez había tenido éxito una revolución popular en América del Norte, pero los insurgentes no actuaron con habilidad. En vez de intentar comunicarse rápidamente con París para defender su causa, demostraron no ser capaces de controlar la situación financiera de la colonia, una de las causas por las que a Luis XV no le interesaba Luisiana.
El gobierno francés no tenía el más mínimo interés en enemistarse con España y los revolucionarios fracasaron también en sus intentos de atraer a los británicos a la causa de una hipotética república. La revuelta naufragaba y España había perdido la paciencia. Tanto esfuerzo para hacer las cosas por las buenas para, al final, tener que hacerlas por las malas.
El teniente general Alejandro O’Reilly recibió la orden de tomar el control de la antigua colonia francesa por la fuerza. Zarpó de Cádiz y llegó a La Habana el 24 de abril de 1769, y desde allí alcanzó Nueva Orleans el 6 de julio con 2.600 hombres. Los exploradores rebeldes vieron a los buques españoles aproximarse a la costa. Llevaban 50 piezas de artillería, infantería bien pertrechada y dragones, por lo que la mayoría pensó que no era cuestión de suicidarse, así que cuando las fuerzas españolas llegaron al puesto de Balize fueron recibidas por tres hombres. Lafrenière, Marquis y Milhet.
O’Reilly, consciente de que no tenía que enfrentarse a una amenaza militar, dejó para más adelante las medidas de castigo a los rebeldes y marchó hacía Nueva Orleans, que se rindió el 16 de agosto de ese año sin disparar un tiro, tras una ceremonia formal en la Plaza de Armas en la que actuó Aubry en representación de los ciudadanos. Tras suprimir el Consejo Superior, O’Reilly asumió todo el mando como gobernador y capitán general de Luisiana. Poco después se reunió con Aubry para discutir la suerte de los líderes de la rebelión, que fueron arrestados —eran diez—. El resto fue perdonado e invitado a acatar la autoridad del rey de España. Los cargos contra los sediciosos fueron traición, incitación a la rebelión y llamadas a la expulsión de la autoridad española.
El 25 de octubre de 1769 se ejecutó la sentencia contra los colonos franceses que se habían opuesto a la soberanía española; Nicholas Chauvin Lafrenière, Marquis, Jean Baptiste de Noyen, Pierre Caresse y Milhet. Joseph Villere había muerto en prisión. Otros muchos acusados de colaboración con los rebeldes sufrieron penas diversas, desde prisión a destierro o incautación de sus propiedades.
El general O’Reilly cambió a los regidores perpetuos, cinco de los cuales eran plantadores que habían apoyado la revuelta, y la ciudad quedó guarnecida por tropas del Regimiento de Infantería Fijo de Luisiana.
Poco a poco la normalidad volvió a la colonia y la economía empezó a mejorar. Las normas dictadas autorizando la venta de alcohol en ciertos locales, la apertura de la primera farmacia de Nueva Orleans o las ordenanzas para el gobierno y aplicación de la justicia, fueron imponiendo la autoridad española lentamente. El 25 de noviembre de 1769 se aprobaron las instrucciones conocidas como Código O’Reilly, que consistían en la instauración de nuevas normas de conducta civil, procedimientos judiciales en vía civil y penal y adaptación de estos preceptos a la Nueva Recopilación de Castilla ya las Leyes de Indias.
Lograda la estabilidad de la colonia, el 1 de diciembre de 1769 fue nombrado gobernador Luis de Unzaga y Amezaga, permaneciendo O’Reilly como capitán general hasta su marcha el 1 de marzo de 1770. Antes de partir el 7 de diciembre, aún tuvo tiempo para recordar que esclavizar a los indios iba en contra de las leyes de España, y de autorizar la construcción de la Casa Capitular, en el lugar donde hoy se levanta el Cabildo.
En un tiempo récord, con una aplicación mesurada de la violencia y actuando siempre en el cumplimiento estricto de la ley, O’Reilly había asegurado para la Corona de España la soberanía sobre un territorio en el que años más tarde se crearían once estados norteamericanos. No se podía pedir más en menos tiempo. Ahora había que lograr que el dominio nominal se hiciese efectivo en todo el territorio.
La extensión hacia el Norte y el aseguramiento de las fronteras
Una vez controlado el gobierno de Nueva Orleans y las principales ciudades, era preciso controlar las fronteras, reforzar los puestos del interior y establecer con firmeza la soberanía española. Las medidas adoptadas fueron muy inteligentes y demuestran que el imperio español se mantuvo y creció a pesar de sus propias normas comerciales, y cuando España liberalizó algo sus rígidas reglas el éxito fue absoluto.
Es notable que la aplicación menos estricta de las leyes convirtiera en unos años a Luisiana en una de las colonias con más porvenir de América. Así, por ejemplo, se mantuvo en sus puestos a los oficiales franceses, a los que se reconoció el grado que tenían, y se les incorporó a las unidades que se iban creando para proteger la colonia. Un caso interesante es el de Athanase de Mezières, nombrado comandante del importante fuerte de Natchitoches, en la frontera con Texas, porque los indios se negaban a comerciar con españoles, o el de Post du Rapide, una posición fortificada de origen privado en el río Rojo para prevenir ataques indios, cuyo mantenimiento fue apoyado por las autoridades españolas.
Por supuesto se apoyó también a los comerciantes, militares y plantadores que habían sostenido la causa española en los años de la revuelta creole, por lo que muchos de ellos se vieron beneficiados con prebendas y concesiones, favores que devolvieron con creces a la Corona. Tal fue el caso de MacKay o Truddeau, que extendieron la soberanía española hasta límites insospechados y ayudaron a la creación y mantenimiento de milicias regladas y uniformadas que defendieron el territorio para España.
El primer paso, por lo tanto, fue continuar con la creación de nuevos puestos comerciales y garantizar ingresos que hiciesen atractiva la vida en la colonia. Por ello los gobernadores fueron tolerantes con muchas de las restricciones al comercio y nunca dejaron de quejarse a Madrid cuando esas medidas limitadoras perjudicaban la prosperidad. Poco a poco, la colonia, que contaba con franceses criollos, acadianos, alemanes y austríacos y algunos suizos, recibió emigrantes canarios —isleños— y desde finales de siglo una lenta entrada de angloamericanos de las Carolinas, Georgia, Maryland y Virginia, a los que había que sumar los indios, negros libres, esclavos y mulatos —pardos y morenos—, lo que conferiría al territorio una imagen distintiva y una personalidad propia.
Los isleños: Canarios en Luisiana
Una de las características más originales de los intentos españoles de colonización y poblamiento de Luisiana fue la implantación en la región de una colonia de emigrantes canarios, llamados habitualmente isleños, que arraigó con fuerza y ha permanecido hasta hoy. En realidad constituyen el único núcleo de población puramente española que ha seguido manteniendo su lengua y cultura en los actuales Estados Unidos, ya que los núcleos hispanohablantes en otros estados norteamericanos son culturalmente más mejicanos que españoles, si lo entendemos en sentido moderno.
Los canarios no solo participaron en la colonización de Luisiana, algo que ya sabemos por lo visto sobre Texas, sino que adquirieron una importancia especial. El origen de esta emigración era antigua, ya que la Corona de Castilla favoreció y subvencionó la emigración de Canarias para poblar las Indias, en especial lugares estratégicos o cuya despoblación se percibía como peligrosa. Hay ejemplo muy variados de esta política por la que decenas de familias de canarios fueron enviadas al Caribe, hasta el extremo de que Felipe II tuvo que limitar las salidas, pues veía en peligro la defensa de las propias islas Canarias.
En el siglo XVII la situación española había empeorado, pues ingleses, franceses holandeses e incluso daneses y suecos, habían ocupado islas caribeñas, y la única solución para evitarlo era aumentar la población. Por esta razón, tras la pérdida de Jamaica (1655), la emigración de canarios con destino a Costa Firme —Venezuela—, Florida y el Caribe fue en aumento, lo que se regularizó con la Real Cédula de 25 de mayo de 1678, que estuvo vigente más de cien años y supuso la marcha de unos 150.000 canarios. A cambio del permiso para comerciar con América, se exigía a las Canarias un tributo que obligaba a enviar a las Indias cinco familias de colonos por cada 100 toneladas de productos exportados a ese continente. Lo que algunos llamaron el «Tributo de Sangre».
Los gobernadores españoles de Luisiana, llegaron a la conclusión de que los canarios eran perfectos para colonizar el valle del Misisipi y que visto el éxito que habían tenido sus colonias, de Puerto Rico a Campeche y de Texas a Cumaná, demostraban que podía ser una buena solución. Además se pensó que podían servir para defender puntos estratégicos, como ocurrió en las colonias de Valenzuela, Galveztown —abandonada en 1820— o Barataria. A los emigrantes de las islas se les entregaron tierras a unos 25 kilómetros de Nueva Orleans, húmedas, salvajes e inhóspitas, como dice Charles Gayarré en su Historia de Luisiana:
La provincia recibió entonces un aumento de su población con la llegada de gran número de familias llevadas a Luisiana desde las Islas Canarias a expensas del rey. Algunas de ellas se establecieron en Terre aux Boeufs, una parte del territorio que hoy queda comprendido dentro de la Parroquia de San Bernardo.
Los canarios, que arribaron en su mayor parte el año antes del comienzo de la guerra con los británicos, en 1778, siguieron llegando durante todo el conflicto y se asentaron en la isla Delacroix. En los pantanos se dedicaron a la caza y la pesca y a una rudimentaria agricultura, pero allí mantuvieron su cultura hasta hoy, en la parroquia de San Bernardo, ya que el aislamiento hasta los años cuarenta del siglo XX les permitió conservar sus tradiciones y costumbres [39]
Además de canarios, bastantes cubanos y algunos mejicanos se instalaron en la colonia junto a españoles peninsulares, en su mayoría militares con sus familias que siguieron en la región y llegaron a constituir un 25% de la población del entorno de Nueva Orleans cuando el territorio se entregó a Estados Unidos en 1803. Allí su cultura, mezclada con la de los colonos franceses y con importantes aportaciones del Caribe y de las culturas africanas de los esclavos, ha creado una curiosa mezcla étnica que ha hecho de Nueva Orleans uno de las ciudades más originales de Estados Unidos, no muy europea, pero tampoco muy norteamericana: extraña y exótica y muy atractiva.
Pero Nueva Orleans no fue la única zona de emigración de españoles, pues si bien las relaciones con los colonos franceses se normalizaron rápidamente y los creoles se convirtieron en magníficos aliados y fieles súbditos de la Corona española, a los gobernadores les interesó establecer población española en algunos puntos que se consideraron claves, como San Luis, el principal establecimiento francés en la Alta Luisiana —hoy estado de Missouri—, núcleo comercial frente al cual nació Nuevo Madrid, la primera colonia europea en el territorio al este del río.
Las compañías comerciales francesas, algunas con capital español, apoyadas por el gobierno colonial, ayudaron a armar y equipar las milicias necesarias para defender un territorio cada vez mayor y abrieron puestos comerciales (casi todos fortificados) que alcanzaron, siguiendo el curso de los ríos, lugares en lo más profundo de Norteamérica, penetrando en las Dakotas y extendiendo la influencia de España a las tribus de las Grandes Llanuras.
Para Luisiana, especialmente para Nueva Orleans, la época de dominio español dejó un magnífico recuerdo, que todavía hoy puede verse en calles y plazas, llenas de símbolos y elementos decorativos que rememoran el pasado. Se desarrolló la industria, el comercio y la cultura, y se convirtió la ciudad en una auténtica referencia comercial, con un desarrollo espectacular. También se respetó la cultura francesa al tiempo que se promovía la española —la primera escuela pública de la ciudad la abrió Andrés López de Armesto en 1772 y el idioma que se usaba era el español, pero una parte de las clases se daban en francés—. La agricultura se desarrolló de forma asombrosa y comenzaron a cultivarse productos nuevos desconocidos en Luisiana, desde naranjas a fresas. Las plantaciones, principalmente de algodón, se extendieron hacia el norte y el este. En la ciudad se abrieron comercios y cafés, y había espectáculos de música o teatro que convirtieron a Nueva Orleans en una ciudad tan atractiva como La Habana.