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-Venga, hombrecillo, no sigas haciéndote el interesante. Franz Kafka era tu antiguo patrón, ¿verdad?
***
-Moncada le ha roto la nariz a un cámara de Yago Beltrán.
-Vaya, desconocía esa vena pugilística del inspector.
-Está que trina.
-Eso sale en primera plana, garantizado.
-El cámara se le echó encima y Jesús perdió los estribos.
-Espero que al cámara no le dé por llevarle a juicio. Sé de periodistas que por menos han montado un circo.
-Le ha echado mucho teatro, pero la verdad es que tenía la cara ensangrentada.
-¿Dónde estáis?
-En la comisaría, esperando que Álex nos diga cuándo estarán los resultados del laboratorio.
-¿Vais a pedir autopsia?
-Moncada ya ha cursado la orden.
-Ha sido desagradable lo de Barroso, ¿verdad? Esa peste y verle colgado...
-No me lo recuerdes.
-¿Cuánto tiempo crees que llevaba así?
-Álex calcula que entre diez y catorce días.
-Tal vez sea un montaje.
-Lo aclararán el forense y Álex, pero yo creo que se suicidó.
-¿Por su implicación en el caso?
-No me sorprendería.
***
-Ante mí estaba Gabriela, sonriéndome, invitadora, con un salto de cama de infarto que descubría sus encantos hasta límites prohibitivos. Pero yo, por primera vez, agaché la cabeza y pasé de largo, sin dirigirle la palabra. Me encerré en el despacho y me senté delante de la hispano-olivetti, con los brazos cruzados, suspirando. Aguardé quince minutos a que surgiese alguna imagen en mi mente. En vano. Tampoco el hombrecillo se dignaba a aparecer. O sea, tú… No eres un duende superior, de creación, como aseguras con empalagosa presunción, sino el demonio de perversidad que según Poe roe las entrañas de las personas para que atenten contra sus propios intereses, encontrando en ello un oscuro placer. ¡Tu único propósito es zaherirme! Derrotado, entorné la puerta para averiguar qué hacía Gabriela. La vi observando su material de pintura, aquejada por la misma vacuidad que experimento yo al confrontar la máquina de escribir. Enternecido por aquella visión, decidí renunciar a mi orgullo y fui a sentarme junto a ella. ¡Estaba tan bella! Sus muslos torneados y su pecho firme asomaban por la faldita y el escote del salto de cama. Se me aceleraron las pulsaciones… Qué silencio premonitorio… Ella posaba sus ojos apáticos en el material de pintura. Yo me recreaba con la escultural anatomía de la albanesa, preguntándome, por enésima vez, por qué me entrega su tiempo, a mí, un tarado en toda regla. Ese pedazo de hembra, como dicen los chavales de discoteca.
***
-Supongo que tienes motivos para estar enfadado conmigo.
-Te aseguro que desde que te conozco temía que esto sucediese, pero nunca imaginé que fuera una mujer…
-Yo tampoco, Fredy. Te lo juro. Era como si me hubiese hipnotizado.
-Ya, te dejaste llevar.
-No, no se trata de eso. Quise hacerlo…
-Pero inducida por ella…
-No me sedujo, me hechizó, o algo así.
-Igual que a Valeria, con la diferencia de que tú doblas en edad a la Bonnín adolescente que sucumbió al embrujo de Emma. No te culpo, Gabi. Imagino que esa mujer podría hacer lo mismo con una Santa Catalina si se lo propusiese.
***
-Gabriela soltó una de sus risotadas frescas y juveniles. Al sentir que estrechaba su cuerpo contra mí, pasándome el brazo por los hombros, y me tributaba uno de sus besos largos, linguales, de los que me arrancan hasta el tuétano del deseo, me felicité por haber sabido mostrarme comprensivo en lugar de sucumbir al celo machista y despótico. ¿Qué tal tus últimas horas en Mallorca?, dije. ¡De ensueño, mi pequeño siurell! Sentí un escalofrío. Pequeño siurell. Aquel mote resucitaba a la chica de la portada. Y el sentimiento de indefensión que siento ante la imagen idealizada de su belleza virginal. Gabriela, tan perspicaz, se percató de mi reacción, pero no quiso darle importancia.
***
-Fui con Josep a comprar platos populares mallorquines. Mira, son esos que he puesto en la pared. También he traído cucharas y tenedores payeses.
-Cuánta magnificencia.
-Luego visitamos cuevas funerarias, ruinas milenarias, un teatro romano y vimos cuadros de Rusiñol. Para la cena de despedida su mujer me dio a probar una empanada de anguila muy picante que no recuerdo cómo se llama.
-¡Ah, cuántas veces la comí en mis imaginarias rutas turísticas! Durante años he exprimido incansablemente, junto a la chica de la portada, todas y cada una de las bondades mallorquinas que Guillermo Frontera ensalza en su Guía secreta de Baleares. Los rincones a los que tú no puedes poner nombre, yo me los conozco de memoria. Las ruinas están en Pollentia. Y el teatro en Alcúdia.
-Espinagada… ¡Sí, eso!
-Los pueblos de Mallorca no tienen desperdicio. Hay uno, de amplias llanuras, cuyos paisajes reflejó muy bien el pintor Gaspar Riera. Llubí. ¡La tierra de las alcaparras!
-Me gustó mucho un baile típico que hacen seis hombres.
-Para rendir honores a una mujer. Es cossiers, se llama. Yo fui cossier en un tiempo. Hacía del tragicómico dimoni, ese personaje atractivo y repulsivo a la vez, bello y grotesco, espanto de los niños mallorquines, que deben demostrar su madurez superando la prueba de mirarle a los ojos sin sentir temor. ¿Por qué me miras así?
-¡Haces que me sienta estúpida cuando te hablo de Mallorca! ¿Cómo puedes conocerla mejor que yo, si nunca has estado allí?
-He ahí la magia de los libros, Gabi. Nos permiten acercarnos a la realidad con la imaginación y de esa forma la penetramos mejor que si la viviésemos con los cinco sentidos. Porque la imaginamos intacta, en su esencia inmortal, despojada de la corrupción subjetiva del momento que nos condiciona como observadores al acercarnos físicamente a ella.
-¡Ay, mi pequeño siurell!
***
-Gabriela sacó el libro, que había guardado bajo el cojín del asiento, y lo abrió, para mostrar el haz y el envés. La sublime chica de la portada y el siurell payés con vetas de colores, en su bosque onírico y tenebroso, que se antoja un ridículo pelele contrapuesto a ella. Déjalo, Gabi, por favor, dije. La albanesa sonrió con complicidad y volvió a colocar el libro donde estaba. El pacto era evidente…. Yo enterraba su debilidad con Emma y ella hacía otro tanto con la absurda pasión que me inspira la chica de la portada. Guardamos un silencio tácito para sellar el armisticio.
***
-Hoy estuve con Herminia más tiempo de la cuenta. La pobre está cada día peor. ¡Tuve que bañarla porque ni ella misma se soportaba de lo mal que olía! Era horrible. Hay personas que se quedan atrapadas en la inmundicia.
-Y otras en los libros… Como el niño de Estambul en la caja fuerte con la que se puso a jugar al encontrarla tirada en la calle. O como Kafka, que siempre se sintió un escarabajo en pos de un castillo inalcanzable.
-Tengo un plan de salvamento, Fredy. No pongas esa cara.
***
-Contuve el aliento al ver dibujarse en el rostro de la albanesa aquella expresión de feroz determinación. Acto seguido me encontraba debajo de ella. Había algo de vejación en aquella visceral apropiación de mi sexo. Gabriela cabalgaba con frenesí desconocido sobre mi miembro viril. Sus violentas embestidas eran como latigazos que restallaban contra mi conciencia. En el rostro bellamente cincelado de la albanesa se perfilaba una sonrisa complaciente, malévola. De pronto mi princesa se había transformado en una bruja de aquelarre. En lugar de viajar a lomos de un simple pene galopaba en su escoba hechizada. Fueron unos instantes placenteros y a la vez dolorosos. Una especie de parto… Por primera vez me sentí objeto del acto sexual. En lugar de sujeto. Cuando Gabriela estalló en un orgasmo delirante, precedido por el mío propio, que había sido una eyaculación más bien aterrorizada, como la de un púber arrollado por una matahari, me pregunté si aquello era sueño o realidad. Se me antojaba inverosímil que Gabi me abofetease a renglón seguido con esa saña, como si pretendiera conjurar a manotazos al duende de creación, de perdición, o de lo que sea que me posee desde que tengo uso de razón. Luego la albanesa quedó tendida a mi lado, jadeando, exhausta, empapada de sudor. ¡Joder, Fredy, si después de esto no consigues hacerme un hijo significa que no vales una mierda!, rezongó, antes de estallar en carcajadas.