22
-Gabi ha vuelto a las andadas. Percibí el estruendo nada más entrar. Parecía sacudir el edificio desde los cimientos. ¡Cielos, era el machacón ritmo hip-hop de la albanesa! Subí por los escalones de madera carcomida a toda prisa, con la cara roja de vergüenza, procurando no mirar a las puertas que se iban abriendo para dar paso a los rostros cargados de indignación de los vecinos. ¡Te lo aseguro, Bea! ¡Se abrían todas las puertas a mi paso! La mano me temblaba tanto de los nervios que el llavero se me cayó tres veces al suelo y cuando conseguí abrir la puerta de la buhardilla se me pusieron los vellos como escarpias, como dice Reverte en las novelas de El capitán Alatriste.
-Transformas la realidad en un esperpento.
-La onda expansiva de la improvisada discoteca me hizo aferrarme un instante a las jambas para no verme arrastrado por su huracán devastador. Gabriela, completamente desnuda, danzaba con el frenesí propio de una posesa, como si fuese una bruja de Zugarramurdi en el paroxismo del aquelarre. Me encogí para vencer la resistencia de la sonora onda expansiva y atravesar la tormenta, llegué hasta el equipo Philips de alta fidelidad y pulsé, trémulo, el botón de off. Al hacerse el silencio, varias voces airadas resonaron en la escalera, entre palabrotas, amenazas y tímidas palmas que atribuí a mi providencial intervención. La albanesa me miraba de hito en hito, ebria.
-¡No me digas que estaba borracha!
-Como una cuba. ¿Qué diablos haces, Fredy?, me dijo. ¿Has vuelto a las andadas, princesa?, le dije yo.
-Pero si me contaste que llevaba tiempo sin recaer.
-Dos años. Desde que estuvo en las terapias de Alcohólicos Anónimos. Las melopeas de Gabriela son de aúpa. Tiene la costumbre de esconder en el ropero una botella de vodka, aunque ya te digo que la botella se ha tirado allí dos años intacta.
***
-No me gusta que me acaricies como si fuese una niña. ¡Déjame en paz!
-Venga, gatita. ¿A qué ha venido ese manotazo? ¡Gabi! ¡Me has escupido! ¿Se puede saber qué te pasa?
-¡Eres un pobre idiota!
-Eso ya lo sé.
-¡Mírate, yendo a todas partes con esos libros que tú eres incapaz de escribir aunque te chutes heroína! ¿Tu Biblia, dices? ¿Qué mierda de Biblia es ésa? ¿Y yo qué soy entonces para ti? ¿Una puta de saldo, que te follas por cuatro perras y además te limpia y te cocina? ¿Crees que me gusta vivir aquí contigo, entre estas paredes miserables, viendo cómo pierdes el tiempo con fantasías ridículas? ¡Algunos días apenas te veo veinte minutos! ¡Y ahora te crees tan inteligente como ésos que llevas pegados al culo! ¡Me has quitado hasta esos veinte minutos para encerrarte en tu despacho y poder hacerte pajas mentales con los auriculares puestos sin que nadie te moleste! ¡Eso es lo que pasa, Fredy! ¿Me entiendes? También yo soy una pobre idiota como tú y por eso estoy aquí, perdiendo el tiempo contigo en lugar de ir a buscarme un fulano forrado que me haga vivir como una reina. Pero me doy cuenta de las cosas, ¿sabes? Me doy cuenta de que pierdes el tiempo con tus sueños de adolescente y que la hostia que vas a darte será tan fuerte que ni siquiera yo podré levantarte, porque entonces ya no te quedará nada, ni siquiera ese amor inmaduro que ahora sientes por mí.
***
-Luego Gabriela se sentó en el suelo, flexionó las piernas y se las abrazó, enterrando en ellas el rostro. Es la primera vez que me habla así, con esa crudeza. Ni siquiera en sus borracheras anteriores mostró ese resentimiento que le desgarraba. La verdad es que no andaba muy descarriada… Eso era lo peor, saber que tenía razón de principio a fin. Gabriela no se merece esta vida mezquina, a salto de mata.
-Has descubierto la penicilina, Fredy.
-En la tesitura presente, ¿cómo voy a comprar un hogar donde criar a nuestros hijos, si es que algún día los tenemos? Además está el otro tema… Si ambos estamos sanos, según los médicos, ¿por qué el destino se empeña en negarnos la paternidad?
-Quizá porque aún no estáis preparados.
-Paseé la mirada por la buhardilla, apenas amueblada, cuyo techo de dos aguas impide ponerse de pie a un crío de seis años a la altura de las paredes. Ni siquiera Gabi ha logrado expulsar el poso lúgubre que allí se respira. ¿Qué niño puede ser feliz en esa especie de nicho?
-Por eso no viene…
-Dejé caer al suelo los ejemplares de El juego del ángel y La catedral del mar, como si de pronto me hubiese olvidado de ellos, y me agaché junto a Gabriela. Gabi, yo te quiero, le dije, con la voz rota. Al principio no reaccionaba. Pero se dejó acariciar el cabello y al cabo de un rato su pecho se sacudió y Gabriela rompió a llorar, bruscamente, entre jadeos ahogados. Todo saldrá bien, ¡te lo prometo, princesa!, le dije.
-Qué cuadro.
-Me encontraba en un momento Schubert, propicio para el primer movimiento de La muerte y la doncella, un andante de dieciséis minutos y medio. Melancolía arrebatadora. Cuatro instrumentos de cuerda contando cómo seduce la muerte a la doncella y se la lleva consigo, aún inocente. Hay un pasaje en el que siempre se me empañan los ojos, tras los compases iniciales, cuando los acordes suben de tono y se vuelven más emotivos. La muerte está seduciendo a su víctima. Qué tristeza anticipada y qué alegría del encuentro, plasmado todo tan vívidamente que la piel se te eriza. Hay una pugna entre el seductor y la seducida antes de la retirada final al Hades. Ella se resiste, anhela permanecer en la tierra, aunque sea a costa de renunciar a su inocencia. Pero la muerte tiene otros planes y la ha raptado ya en su abrazo de viento.
-Quizá deberías pensar en escribir un poemario, aunque no corren tiempos para la lírica.
-Lástima que se prendara de ti, pequeña. ¿No es acaso la más terrible amante? ¿Qué viste en ella que no tuvieran los hombres? ¿Puede amar la muerte? Demasiadas preguntas sin respuesta. Pero Schubert desentrañó el misterio y lo legó a la posteridad en el desgarro de sus cuerdas.
-¿Qué hacías escuchando esa música?
-Estaba tumbado en las frías baldosas, flanqueado por una botella vacía de Johnnie Walker y el cenicero de concha lleno de colillas. Un estado extraño el de la ebriedad. En Baco hay luces y sombras, aunque sus consejas de marino viejo acaban sosegando. Es un digno camarada de fatigas. Puede escucharte durante horas con oído cómplice o gritar atronadoramente. Lo importante es el reencuentro, recuperar las viejas pautas, citarse en los lugares comunes, proyectarse en el futuro, olvidar, soñar. Te recomiendo que alguna vez empines el codo, Bea.
-Ni loca.
-Lo sé, eres abstemia en el sentido más amplio del término… Ahora entendía por qué Gabriela se entregaba a mis brazos de paja. Schubert había interrumpido los latigazos de sus cuerdas hacía rato. El silencio lo envolvía todo. Bajo un manto de oscuridad aceitosa, la turbia voz del dios del vino parecía entonar una tonada. ¿Dónde estaba Gabi? ¿Se habría marchado con su primo Gerardo? En medio del crepúsculo etílico, el albanés me fusilaba con la mirada.
-¿Quién rayos es Gerardo?
-Una mole de músculos y pelo. Veinte años lozanos. El nuevo emigrante del clan.
-¿Ha venido de visita?
-Pues sí. Supuestamente ella ejerce de cicerone, pero sospecho que sus funciones sobrepasan ese cometido. Les he visto reír, parlotear en su indescifrable idioma, abrazarse, tararear canciones de su tierra, comer sus chuminadas culinarias, brindar con sus brebajes. Son tal para cual, Bea. La princesa se hace arena de playa al ser abrazada por el Goliat. Gerardo significa un retorno a los orígenes, una reconciliación.
-Y en cambio tú resultas asfixiante para ella…
-Piensa que el mundo de Gabriela gira en torno a mi deplorable vida en la buhardilla.
-Quizá ves lobos donde no los hay.
-Hay algo más que recuerdos, familiaridad y ligazón de patria. Le brillan los ojos cuando se posan en el hombre de las montañas, el leñador de cuento que no se despoja de su camisa de franela a cuadros aunque sude a mares. Gerardo y Gabriela. Sus dos G entrelazadas quedarían bien en un anillo de compromiso. G&G. Me arrebujé en el suelo, adoptando la posición fetal, e intenté dormir, pero el sueño de nuevo se resistió y las voces prosiguieron.
-Qué excesivo aire de trascendencia, Fredy.
-Hasta que al alba por fin me precipité en un estertor de los sentidos.
-¿Dónde andaba Gabi?
-Entró unas horas después en el despacho y depositó sobre la mesa El juego del ángel y La catedral del mar, recogió el cenicero y la botella y se quedó mirando, extrañada, los trozos de metal y plástico esparcidos por el suelo.
-¿Qué trozos?
-Yo había pisoteado con saña el Mp3 y los auriculares.
-Vaya por Dios.
-Luego Gabi fue a por la escoba y el recogedor y los barrió. Entonces se percató de que yo estaba temblando, traspasado por el frío de las baldosas. No sabes lo mal que se está en esa buhardilla en invierno. Es imposible caldearla, por más radiadores que enchufemos a la corriente eléctrica, para que luego la factura de Unión Fenosa haga tambalearse nuestra maltrecha economía doméstica.
-¿Te despertó de una patada?
-No, se sentía demasiado avergonzada para hacerlo.
-Y tratar de llevarte a la cama era imposible... Ese cuerpo recio de un metro ochenta largos y noventa kilos es pura roca.
-Gabriela reparó en mi cabello lacio y negro.
-¡Anda, hortera!
-En mi cara de posguerra.
-Mira, eso sí me cuadra más.
-En mi nariz aguileña, demasiado grande, quizá.
-¡Ahí lo has clavado!
-Y en mis ojos pequeños y oscuros como granos de pimienta que unas veces la miran con ternura y otras recorren su cuerpo cegados por un deseo salvaje que ella nunca ha visto en otro hombre. Tenían un aspecto extraño ahora esos ojos, sellados por la losa del sueño.
-Tu secreto está allí, Fredy, en tus ojos ratoniles. A mí me enamoraste con la mirada.
-Eso no me lo habías dicho.
-Hay en ti, por debajo de la inmadurez y el miedo, una fuerza animal que es contagiosa.
-¿Crees que a Gabi también se le contagia?
-Seguro. Es una fuerza que te hace sentirte indefensa.
-Bueno es saberlo. Trataré de explotarla.
-Es el único de tus talentos que explotas, Fredy.
-¿En serio? Desde luego la felicidad viene de visita cuando hacemos el amor. Entonces el mundo queda reducido a una vela que podemos apagar con un simple soplido para entregarnos en la oscuridad a ese placer que no atiende a razones y se basta con la verdad de su propia existencia.
-¿A qué viene esa ñoñería?
-Una parte de ella desea bienestar, comodidades, un futuro asegurado. Pero esas exigencias quedan reducidas a ceniza cuando la vela se apaga y le hago comprender la oscura fuerza oculta en ese rincón al que ninguna otra persona salvo yo tiene acceso. Por ese motivo sigue a mi lado, aceptando nuestra vida de adolescentes, la única que yo puedo ofrecerle.
-¡Bravo! Y ella quiere creer que eso es lo más parecido al amor que puede encontrar, aunque no sea el idílico amor con el que soñaba cuando empezó a ser mujer…
-¡Bea, estás inspirada!
-Sólo te sigo el juego.
-Sin embargo siente que estamos atrapados en una telaraña de perdición y se pregunta si es posible despegarse de ella. Quizá ese hijo que tanto desea podría librarnos de la maldición, pero el hijo no llega y mientras tanto las penurias socavan nuestra relación.
-Eso se llama auto-psicoanalizarse como un campeón.
-Hoy más que nunca resultaba evidente ese estigma de orfandad que siempre me ha acompañado. Por eso Gabriela se tumbó junto a mí y me abrazó para abrigarme mientras yo dormía profundamente. El leve zumbido de mi respiración daba a entender que estaba a mucha distancia de allí. Hay algo en mí que se le escapa. Esa inexplicable fascinación mía por las novelas. Gabriela ignora si yo puedo ser escritor, si poseo la constancia y el espíritu de sacrificio necesarios, pero en el fondo siempre ha percibido mi ansia de crear, de dar forma a ese anhelo interior que se trasluce en mis pensamientos, en ese empeño por recrear el mundo en mi imaginación.
-¡Cielos, Fredy, sí que estás pastelón hoy! Cuando te deprimes no hay quien te aguante. Deberías venirte un día a las asambleas de Podemos para que aterrices en la mezquina realidad.
-Te quiero, Fredy, susurró, apretándose contra mi cuerpo trémulo, con los ojos velados por el llanto.
-The end, ¿no?
-Ni en mis sueños más osados podía imaginar un despertar más dulce. Gabriela, después de todo, seguía a mi lado. Más que eso, ¡parecía haberse fundido conmigo! ¡Qué felicidad! ¡Lo demás eran cuentos chinos!
***
-¿Me perdonas?
-¿Qué he de perdonarte yo a ti?
-No he podido dormir. No paraba de recordarlo. Cuando te escupí. No sé qué me pasó. ¿Cómo pude hacerlo? Me he pasado horas viendo una y otra vez tu expresión infantil cuando te escupí. Tendrías que haberte visto. Parecías un niño herido.
-¡Bobadas! Esa saliva tuya es para mí como agua bendita, Gabi. ¿Acaso el mundo puede brindarme algo mejor? Ese aparente desprecio es la sábana santa que envuelve tu amor.
***
-Reímos y luego guardamos silencio, acompasando la respiración a la del otro. Abrazados, nos confortábamos mutuamente para no sentir el frío de las baldosas. Y entre tanto nuestros corazones repicaban al unísono, como las campanas de una iglesia.
-¡Me niego a volver a verte si dices una sola palabra más, Fredy!
***
-¿Cómo conseguiste averiguar dónde estaba tu equipo de música?
-Por Herminia. No sé cómo lo hace, pero se entera de todo lo que pasa en el vecindario.
-¿Pero no es sorda?
-Tiene una cornetilla con la que se apaña estupendamente.
-¿Se lo tomó bien el hijo de Félix?
-Pues claro. Es un buen chico y su padre también. Trajeron el equipo aquí. Ni siquiera me dejaron cargar uno de los altavoces. ¡Y no paraban de disculparse!
-Me imagino el entusiasmo de Félix y su hijo larguirucho y pecoso. ¡Te adoran! Félix te trata con una deferencia que no le dedica a ningún otro vecino del edificio. Y su hijo está platónico por ti, ya te lo he dicho. Una vez me dijo que eres la mujer más guapa y elegante del mundo. Se ha casado usted con una princesa de verdad, señor Fredy, me dijo, con la cabeza gacha y las manos a la espalda. ¡No lo sabes tú bien, pillín!, repliqué yo, pellizcándole en la mejilla. Le inspiras turbulencias sentimentales, Gabi. Me pregunto cuántas pajas se habrá hecho a tu salud.
-¡Puf, qué desagradable eres!
-Ese chaval te ha consagrado en el altar de su pensamiento. ¿Me prometes que no volverás a montar tanto escándalo?
-Y tú, hombre egoísta, ¿serás capaz de dedicarme algo de tu precioso tiempo mientras aprendes a escribir?
-¡Eso está hecho! He pensado que podríamos trabajar juntos, para que las Musas no nos separen. Tú te dedicas a tus cuadros y yo me pongo con mi bestseller, ¿qué dices? Mira, si quito todos esos trastos cabremos los dos en la mesa. Además he decidido renunciar a los auriculares.
-Ya me he dado cuenta. Tienes una manera brutal de renunciar a las cosas.
-Y para que las Musas no nos absorban demasiado podríamos plantarnos en el museo del Prado en cuanto tenga un hueco. ¿Qué? ¿Por qué me miras así?
-¡Quiero ir al museo del Prado desde que vine a España!
-Pues ya va siendo hora, digo yo.
***
-Luego se puso a desnudarme con impaciencia para que hiciésemos el amor cuanto antes, allí, sobre las frías baldosas. Y así enterramos definitivamente la pesadilla.