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-Tengo el resultado de las pruebas periciales.
-Eres un hacha, Álex.
-Thanks.
-¿Qué tal van esas lecturas?
-He estado dándole vueltas a tu teoría de la hipocresía victoriana que reina en nuestros días. Me encanta la idea. Quizá estamos buscando al redivivo personaje de Stevenson.
-Ya te digo. Volverán las entregas mensuales y las reuniones de familiares o amigos para compartir el té y la lectura.
-Quizá deberías dedicarte a los folletines, Fredy.
-Claro, ya me veo como cabeza de familia de una prole numerosa, dando voz a una versión actualizada de Papeles póstumos del club Pickwick.
-¿Y eso qué es?
-Una obra de Charles Dickens, el escritor estelar por aquel entonces.
-La época victoriana tuvo que molar.
-¡Hasta los criados estaban presentes para escuchar las entretenidas historias de ese creador de bestsellers!
-¿Dickens inventó el fenómeno?
-Se puede decir. Era hijo de un funcionario encarcelado por deudas.
-Entonces sabía lo que vale un peine.
-El bueno de Dickens trabajó en sus años mozos envasando betún para zapatos en una fábrica.
-Ha llovido mucho desde entonces.
-No te creas. La modernidad tiene al corazón antiguo. Luego Dickens se dedicó a sus entregas mensuales, que mantenían en vilo al público hasta que se completaba la novela, tras varios años de ansiosa expectación.
-Supongo que eran historias para todos los públicos.
-Claro, ya se cuidaba Charles de no ofender a los más jóvenes, ni a los espíritus sensibles, pues todos ellos participaban en las lecturas comunales al amor del té. En el fondo era fácil cogerle el tranquillo a la hipócrita moral impuesta por el reinado de Victoria I de Inglaterra, que se desparramaba por ese siglo XIX, abarcando más de sesenta años. Doble moral a porrillo. ¿Qué mejor que entregar el anhelo de realización personal al mero ejercicio de la intriga literaria que luego de varios años de expectación desemboca en un final feliz y esperanzador? ¡Bendita amnesia!
-Tú deberías hacer lo mismo. Lavar el cerebro a la peña…
-El infatigable Charles supo comprender la necesidad social de paraísos artificiales chutados vía ficción literaria y además beneficiarse de ello. Aprendió la lección.
-No le molaría la idea de volver a las agotadoras jornadas en la fábrica de betún para zapatos.
-Ni a la humillación de ver entre rejas a su padre por ser incapaz de hacer frente a sus deudas.
-¡Aplícate el cuento, Fredy!
-También yo soy un Oliver Twist, el niño que arrastra su orfandad a través de aventuras y penurias sin límite.
-¿Con un final feliz?
-Claro. De lo contrario la férrea disciplina de la reina Victoria me fusilará antes de echar a andar. ¿Qué pasa con el bendito anónimo?
-Es tan diferente a los anteriores que parece obra de otra persona.
-Bueno, unos los escribe Mr. Hyde y otros el Dr. Jekyll. ¿Alguna conclusión?
-El anónimo, a la vista está, se ha hecho a mano, con trazos tan repasados que casi atraviesan el papel. Lo escribió con saña. Ha utilizado un sencillo bolígrafo Bic azul y una cuartilla blanca arrancada de un bloc de notas, Papyrus, probablemente, el más común. Se puede encontrar en cualquier papelería de barrio o en grandes almacenes. El hecho de haberlo redactado de su puño y letra indica que se trata de un individuo egocéntrico, que no teme el riesgo y disfruta poniéndose en peligro. Es una provocación. Nos desafía a dar con él a través de su caligrafía, que habrá modificado, pero es suya, una huella personal. Por su estilo, osado y arrogante, encaja en un perfil joven.
-¿Tú por quién apuestas?
-El sospechoso que más se aproxima es el hijo de Bonnín.
-Él no ha podido cometer todos los asesinatos. Cuando mataron a Sullivan estaba en una fiesta con su hermana. Y el modus operandi en el caso de Angelita es diferente.
-En teoría un criminal puede cambiar de modus operandi sobre la marcha, aunque normalmente no suceda así. El asesinato de Angelita se ajusta a su perfil psicológico. Fue visceral, impremeditado. Agarró lo primero que encontró a mano para descargar su rabia.
-Lo cierto es que nos ha dado un ultimátum, quien quiera que sea.
-Moncada está que se sube por las paredes. La Delegada del Gobierno y el Director General no paran de apretarle las clavijas. Hará todo lo posible para que este anónimo no trascienda. Dice que si los medios se enteran se nos lanzarán al cuello.
-Tenemos setenta y dos horas para impedir que se cometa un nuevo asesinato. Ya no se trata de investigar crímenes pasados, sino de evitar el que podría producirse. Un psicópata nos ha planteado un desafío: ¿seremos capaces de impedirle que mate?
***
-Me pregunto cómo Bea ha podido caer en las garras de Podemos, esos retrógradas chavistas que participan en manifestaciones a favor de los terroristas.
-Y yo me pregunto por qué todos los del PP repetís como loros el mismo manido argumentario. ¡Tenéis tan poca imaginación!
-¿Tú qué opinas de nuestros políticos?
-Cada uno tiene su propio uniforme de trabajo, pero sus diferencias atañen sólo a los modales. En el fondo no pueden dejar de ser lo que son, el mayordomo de Luciferius Mastermoney, dueño absoluto de la pasta gansa. No se libran de ese servilismo porque Luciferius les tiene cogidos por las pelotas. Flipe Doncellez, Maznar, Zaragutero y ahora Rajo-yo. ¿Quién es el guapo que puede permitirse el lujo de perder su trabajo?
-¿Para ti Felipe González y Aznar hicieron lo mismo?
-No, evidentemente, pero no porque ellos fuesen sustancialmente diferentes, sino porque el país que gobernaron era radicalmente distinto. La España de Flipe Doncellez se benefició de la primera fase del ciclo capitalista, la mejor, la de la expansión. La España de Maznar entró en la segunda fase, la media, la de la especulación y la burbuja. Y a la España de Zaragutero le tocó la jodida tercera fase, la de la recesión. La economía capitalista es una rueda que se apoya alternativamente en esos tres radios.
-¿Y qué pasa con Rajoy?
-La España de Rajo-yo está entre Pinto y Valdemoro. Entre el ciclo recesivo y el de crecimiento.
-¡La leche, podrías forrarte como analista político, Fredy!
-El problema es que los políticos actuales no pueden permitirse el lujo de ser soberanos. La cosa es sencilla, Jesusito. El capitalismo premia la producción ascendente. Por eso los ricos cada vez son más ricos y a los pobres les toca ajustarse el cinturón y pagar los platos rotos. Yo soy partidario de las comunidades autosuficientes. Claro que no molan. El vulgo prefiere ir a los centros comerciales. Por eso está entrampado en su propia estupidez y en vano le pide luego peras al olmo… Por cierto, deberías pedir refuerzos.
-No lo considero necesario, por el momento. Es fácil recurrir a la disculpa de la falta de medios. Ahí fuera hay siete agentes removiendo cielo y tierra para localizar pruebas y testigos, y estamos nosotros cuatro. No vamos detrás de un ejército, sino de una sola persona, una mente que piensa de una manera determinada.
-La cuestión es que no pillamos el mecanismo de esa mente para anticiparnos a sus movimientos. Me pregunto quién diablos será ese hijo de puta que tantos quebraderos de cabeza nos está dando. Deberíamos vigilar a Jonathan las veinticuatro horas.
-Ya había pensado en ello.
-Y no estaría de más hacer lo mismo con Berger y Dieter.
-No me jodas. Una vigilancia de veinticuatro horas para ambos implica a cuatro agentes, por lo menos. Si nos pegamos a la sombra de los tres sospechosos necesitaremos esos refuerzos que dices. Ahora mi primera prioridad es evitar que el anónimo se divulgue. Voy a recabar algún apoyo haciendo uso de los favores que me deben colegas de otros departamentos. Me preocupa la intromisión de los medios. Los periodistas no han consignado las muertes de Angelita y Sullivan, pero esa ausencia de información no durará más de uno o dos días, ahora que la Delegada del Gobierno y el Director General andan con la mosca detrás de la oreja.
-Supongo que las filtraciones están incluidas en las previsiones de daños con las que al comienzo de cada ejercicio debe contar cualquier cargo directivo.
-Estimaciones de riesgos internos, las llaman los asesores que diseñan estrategias políticas y de mercado.
***
-Hay una cuestión que hemos pasado por alto, Bea. ¿Por qué recibe Fredy los anónimos? Parece como si el asesino tuviera algo personal con él.
-Desde luego. Tiene toda la pinta. Creo que al asesino le mola Fredy.
***
-¡Es un sitio horrible!
-Ya te lo dije, Gabi.
-¡Qué peste, Dios! No quiero tocar nada. Me da repelús. Este sótano huele a muerto, Fredy. ¿Qué pasa si aparece esa Lola?
-No creo. No suele venir a su santuario hasta el medio día, por lo menos. Es una noctámbula y se acuesta muy tarde. Sólo quiero echar un vistazo.
-¿Qué buscas?
-Cualquier cosa. Lola sabe más de lo que está dispuesta a admitir. Quizá oculte algún dato clarificador.
-Cuántas cosas raras.
-Mira la cascabel, en el cesto. Y los alacranes y escorpiones, en el Dédalo de Mefistófeles. Y la calavera de la abuela, en el pedestal. Lo que más me gusta es ese Buda de tamaño natural, orondo y meditabundo.
-¡Cuántos cojines!
-¿Qué me dices de los arácnidos de las paredes? No grites, Gabi.
-¡Qué bicho más asqueroso!
-Esa tarántula colgada del techo es un tótem sagrado.
-Cuántos colores chillones. Esa Lola tiene mal gusto, está claro. Mierda y este olor…
-Huele a cerrado, a humedad, a falta de higiene. ¿Por qué te apoyas en ese baúl? Gabi, no te pongas a vomitar aquí, cariño. Toma, límpiate con esto. Estás blanca como la harina. ¿Te sientes bien? Déjame limpiar esto.
-¿Puedo irme?
-Sí, cariño. Yo me quedaré un rato. Espérame en el bar que hay en la acera de enfrente. ¿Puedes mantener la verticalidad? No paras de tambalearte. Venga, me quedaré aquí vigilando mientras cruzas la calle.
***
-Una vez de regreso en el tabernáculo de los espíritus, repasé de nuevo los objetos que Lola emplea en sus rituales. Tomé asiento en un escabel de mimbre para revolver el contenido de un pequeño cofre que había encontrado debajo de los cojines donde suele recostarse Lola, en el que no había reparado anteriormente. Contenía algunas joyas, siete cartas amarilleadas por el tiempo y nueve fotografías viejas, en blanco y negro, que mostraban a una Lola joven, en traje de baño, sonriente, bajo un sol pletórico, en una playa que no pude reconocer. Las cartas fueron enviadas a la dirección del sótano desde Mallorca. No tienen remitente. En ellas no figura el nombre completo de la pitonisa. Sólo pone Lola. Y el firmante no desvela su identidad. Su rúbrica consiste en una simple M. Cartas de amor. De un amor que al parecer murió hace muchos años, a juzgar por las inciertas referencias temporales que pueden entresacarse del texto. Las cartas no están fechadas. Me pregunto a qué viene ese afán de ocultación. Y quién se esconde detrás de la M. De pronto advertí un ruido en la puerta, como si estuviesen intentando abrirla. La Lola de los puertos… Coloqué a toda prisa el cofre en su lugar y me puse a cubierto tras el biombo chino. Sonaron pasos. Alguien acababa de entrar en el sótano. Si no se trataba de la pitonisa, el intruso tenía llave. A menos que supiera abrir con ganzúa. Lo cual es sencillo, la verdad, porque es una puerta del año catapún. Yo mismo acababa de hacerlo. Me felicité de haber cerrado la puerta cuando Gabi se marchó. El intruso aún no entraba en mi campo visual. Creo que intuía mi presencia. A lo mejor me había visto. ¿Avanzaba de puntillas? Juraría que sí. Empecé a contar. Al llegar a siete, oí un paso y luego otro. La suela de sus zapatos era rígida y dura. Taconeaba en la tarima con nitidez. Calculé que estaba a punto de entrar en mi campo visual si me asomaba por el lateral del biombo. Un paso más, pajarito, me dije. Hubo más pasos, esta vez resueltos. El intruso comenzó a trastear con los objetos que se iba encontrando. Entonces no pude seguir aguantando la curiosidad y me asomé con cuidado por un lateral del biombo, aun a riesgo de ser descubierto en el caso de que el otro estuviese mirando directamente hacia allí. Al echar un vistazo, dudé unos instantes. Luego, cuando la identidad del intruso cobró forma en mi mente, me quedé de piedra. ¿Qué demonios hacía Castro en el sótano de la pitonisa? Era él, aunque la vida de prófugo le ha dejado irreconocible si uno es poco observador. Debía salir pistola en mano para inmovilizarle y llamar a Moncada. Pero no se me ocurrió detenerle. Decidí esperar, igual que me ocurrió cuando le tuve a tiro durante la fuga a campo traviesa. Tal vez Castro pudiese explicar el eslabón que conecta a Emma con la pitonisa… Palpé la Beretta. Estaba encajada en la funda de tela que he mandado hacer porque la sobaquera de cuero me incomoda y además marca un bulto sospechoso debajo de la ropa. No paraban de caer objetos por el suelo. Castro parecía poseído por una furia destructiva. La serpiente de cascabel comenzó a bisbisar, alterada, sacando su lengua bífida. El exhaustivo registro de Castro se iba aproximando al biombo. Si Castro tenía intención de echar una ojeada a la cesta de mimbre lo más probable era que me viese. Y yo prefería evitar el encuentro hasta que el ex coronel encontrase lo que había ido a buscar. Si un prófugo como él se plantaba allí, en el centro de la ciudad, arriesgándose a ser reconocido por cualquier viandante, significaba que la recompensa era importante. ¿Por qué acudía a plena luz del día en lugar de ampararse en la noche? El trasiego de gente en la calle Amparo es incesante debido a los comercios de venta al por mayor que hay allí. ¿Temía que se le adelantasen? Los ruidos habían cesado. Castro examinaba un objeto. Sonaba el rozamiento de las yemas al frotar una superficie lisa. ¡Hay que joderse, aquí está!, masculló. Así que era verdad. ¡Existe!, añadió. Estaba de espaldas, concentrado en el objeto, que debía de ser pequeño, a juzgar por su postura encogida. Había llegado el momento. ¿Por qué me sentía nervioso? La marrada persecución pesaba en mi ánimo. Castro me había ganado la partida. Y encima tuvo la deferencia de perdonarme la vida. Al salir del parapeto y encañonarle, sentí un contacto frío y metálico en la nuca. Tira el arma, hermano, dijo una voz grave y ronca. Al darme la vuelta me quedé de piedra. El asombro se me agarró al estómago como un retortijón. ¿Cómo podía estar delante de una réplica de mí mismo? Evidentemente aquello no era la imagen de un espejo, puesto que el otro vestía de forma diferente y mostraba disimilitudes respecto a mí. Su pelo era más largo y de un tono más oscuro. Y tenía una cicatriz desagradable en la mejilla izquierda, que iba desde la sien hasta la mandíbula. Pero lo demás era prácticamente igual: la forma de la cara, los ojos y sobre todo esa nariz prominente, ganchuda, tan peculiar, que se afina en la punta como el pico de un ave. El desconocido sonrió, complacido por la sorpresa que me había provocado. Por fin nos conocemos, masculló entre dientes, esbozando un gesto vulgar, incluso brutal, que me puso en guardia. Luego profirió una carcajada siniestra que se propagó por el sótano, haciendo que se estremeciese la serpiente de cascabel. Deja eso para otro momento, Fernando, dijo Castro, con un deje autoritario, como si tuviese alguna clase de ascendente sobre mi doble. Y se interpuso entre nosotros. Castro había vuelto a engañarme. ¿En qué momento se percató de mi presencia? Probablemente ambos estaban al acecho cuando Gabriela y yo llegamos. Por eso el tal Fernando, que llevaba zapatos de suela blanda, se había adentrado en el sótano a hurtadillas para localizarme mientras Castro fingía ignorar mi presencia. Hicieron ese paripé para pillarme desprevenido en el momento más oportuno. Fernando se demoró adrede, como si le gustase jugar con fuego. Parece esa clase de tipos. Frío, calculador, despiadado. Se percibe en su mirada inexpresiva y en la tensión que crispa sus rasgos faciales, confiriéndoles una extraña rigidez, que no se antoja humana. El conjunto resulta impresionante y desagradable. Fernando es de esas personas que no pueden despertar las simpatías de nadie. No me puedo creer que ese tipo turbio se parezca tanto a mí. Cualquiera diría que somos hermanos, incluso gemelos… Mientras me entregaba a tales divagaciones, me vi atado a una silla, con un pedazo de cinta en la boca. Castro me miraba fijamente. En buen lío te has metido, muchacho, dijo, esbozando un gesto ambiguo, que traslucía cierta compasión. Fernando estaba cruzado de brazos, con aire de suficiencia. No me quitaba la mirada de encima, al tiempo que se entretenía con unas pequeñas cajas chinas que había sacado de la americana. Eran cuatro cajas, de diferente tamaño, para que encajasen en la inmediatamente más grande y al final la mayor contuviese a las otras tres. Curiosa coincidencia. A mí siempre me han atraído esas muñequitas rusas que se abren por la mitad y guardan otra de igual forma pero con la suficiente diferencia de tamaño para que quepa en su interior. La Matrioska. Al igual que las cajas chinas, puede haber cinco, seis o hasta siete muñecas dentro de la mayor. Y para alcanzar a la más pequeña previamente deben abrirse todas. La muñeca Matrioska entraña un simbolismo fascinante. La verdad revelada esconde un secreto aún más profundo. Y cuando ese secreto sale a la superficie y se transforma en verdad revelada, a su vez entraña su propio secreto. Así sucesivamente hasta encontrar la esencia. La verdad última. La verdad primera… Castro se dirigió hacia la salida, encogiéndose de hombros. Le había visto guardarse en un bolsillo de la chaqueta el objeto que había encontrado entre las baratijas de Lola. Y daba la impresión de estar satisfecho. Al llegar a la puerta, se volvió. Su acompañante seguía clavado en el sitio, examinándome fijamente. ¡Vámonos, Fernando!, le ordenó Castro. Vi cómo mi réplica sacaba las balas de la Beretta y se las guardaba en un bolsillo del pantalón. Luego, mientras me sonreía con complicidad, guiñándote un ojo, dejó la pistola sobre mi regazo. Y exclamó, desdeñoso: ¡Salud, hermano! Cuando me quedé a solas, me sentí confundido. Comenzó a vibrarme el móvil contra el muslo, pero no tenía forma de contestar. La pobre Gabriela se había impacientado. ¿Habría visto salir a los dos hombres? Sólo me quedaba esperar y que mi princesa atinase con la ganzúa. En realidad no me importaba que la pitonisa me encontrase de aquella guisa. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan derrotado. Desde los tiempos en el San Ildefonso. Algo muy dentro de mí me decía que acababa de conocer a mi hermano. Era extraordinario. Por muchas razones. Primero porque nunca pensé que pudiese tener un hermano y además tan inquietantemente parecido a mí. Y en segundo lugar por la naturaleza de ese hermano. Saltaba a la vista que se trataba de una persona monstruosa. Somos igual de altos, pero Fernando, de constitución menos blanda y adiposa que yo, es recio y fuerte. Transmite intensidad, determinación. Una violencia contenida que puede estallar en cualquier momento. Rasgos poco en consonancia con mi naturaleza lenta y contemplativa. ¿Él es el envés de la moneda? ¿O el haz? ¿De dónde ha salido ese tipo? ¡Esto no estaba previsto en el guión! Me embargó un hondo desasosiego. Que a punto estaba de desembocar en miedo y angustia. ¡Había que racionalizar aquel suceso tremendo, ante el cual se tambaleaban los cimientos de mi vida! Indudablemente, a pesar de las graves divergencias, Fernando y yo compartimos el mismo linaje. ¡No he venido solo a este mundo! ¡Tengo un hermano! ¡Un hermano gemelo! Ambos, cada uno en su estilo, somos una llama. La luz y la oscuridad que encarna toda llama. El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson.