42
-¿Para qué coño me buscas?, rugió al otro lado de la línea una voz que me resultaba familiar. Era Fernando. El gemelo.
-¡Tu ridículo anuncio por palabras ha funcionado!
-Aunque no gracias a mí, sino al sentido común del primer tabernero a cuyo local de mala muerte acudí en busca de socorro. Al ver la escueta frase del mensaje, el tabernero comenzó a indagar. Y aunque dio muestras de tragarse mi rocambolesca historia, se le ocurrió que resultaba más bien improbable que pudiese localizar al ignoto Fernando si no figuraba en el anuncio por palabras algún tipo de contacto. Al final consideré un riesgo aceptable inscribir en las treinta y tres fotocopias mi número de teléfono. Un riesgo que hasta la fecha tan sólo se ha saldado con dos llamadas del típico guasón ocioso haciéndose pasar por el Fernando gemelo de marras. ¡Dios, me parecía que la saliva vulgar y airada de mi hermano gemelo me salpicaba, a pesar de la distancia telefónica!
***
-¿Para qué cojones quieres verme, cabronazo?
-Necesito conocerte, saber a qué atenerme respecto a ti, respecto a nosotros, para reconstruir el puzle y comprender dónde estoy yo, cuál es mi lugar en el mundo, por qué tengo un hermano gemelo que es como es…
-Para, para, para. ¡Eres un jodido mamón!
-Fernando, por favor…
-¡He dicho que te calles, capullo!
-De acuerdo. Punto en boca.
***
-Guardamos silencio. Transcurrieron los segundos. Me sentía incómodo. Luego me sentí violento. Y luego dudé que Fernando siguiese al otro lado de la línea. Intenté apartarme el aparato de la oreja para comprobar que el teléfono oculto seguía en la pantalla, pero no pude. El teléfono se me había pegado a la oreja. Seguí esperando. Empecé a contar. Cuando llegué a 70, Fernando carraspeó al otro lado de la línea. ¿Estás ahí, hijo de perra?, aulló, lobuno.
***
-Muy bien, tú ganas. Estoy en la tasca El cuervo victorioso, donde el dueño ha puesto tu maldito anuncio por palabras debajo de los décimos de lotería.
-Me planto allí en un santiamén.
***
-¡Cielos, tenía todo el cuerpo en tensión! Puse en marcha el Ford. Recordaba bien dónde se encontraba El cuervo victorioso, que me había llamado la atención, pues no es un garito desvencijado y decadente, sino una especie de siniestro panteón, quizá por estar a tiro de piedra de la cárcel. Aparqué sin dificultad junto a un parquecito donde unos manguis se dedicaban a fumar porros y beber litronas despatarrados en los bancos. El cuervo victorioso estaba vacío. Tiene algo sepulcral, de capilla ardiente. Olía a incienso y a cera derretida. La barra es un féretro colosal, quizá a la medida de un gigante de dos metros y medio. Me pregunté si dentro habría un cadáver con su mortaja y todo. Sobre el féretro hay un balancín colgado del techo en el que se apoya un cuervo disecado. El suave tufo a carne descompuesta que flota en el ambiente induce a pensar que así es. ¿Habría otros cadáveres ocultos en los nichos de las paredes? Son tan reales que difícilmente pueden consistir en un mero decorado. El local está sembrado de velas y palos de incienso. Al pie de cada mesa del amplio salón hay un cirio de metro y medio, coronado por una calavera humana en cuyo interior titila la llama. Las mesas están presididas por una lápida con inscripciones de los siglos XV y XVI. De fondo sonaba una música lúgubre, coral, monjil, con desagradables cacofonías. Hay una cruz de madera engastada en el respaldo de los asientos. En la pared del fondo, bajo pesados cortinajes de terciopelo rojo, dos esqueletos humanos se abrazan en la postura natural del coito. ¡Hola!, dije, sorprendido por la ausencia de parroquianos. En mi visita anterior El cuervo victorioso estaba atestado de individuos sospechosos, vestidos con ropajes negros y anticuados. De caras pálidas, macilentas y ojerosas. Que bebían un extraño licor idéntico a la sangre. Sólo les faltaba poseer afilados colmillos para pasar por personajes de Anne Rice. ¿Dónde se había metido el tabernero? Es un tipo menudo y timorato, de aire clerical. Una suerte de sacristán decimonónico. Que manifestó un interés quizá excesivo por el anuncio por palabras. Como si conociese bien la identidad de ese hermano gemelo llamado Fernando. Me encogí de hombros. Decidí sentarme a una de las mesas presididas por una lápida, en ese caso dedicada a un tal Ludovico Pasamonte. Cuya longevidad resulta inquietante, pues nació en 1422 y falleció en 1567. Para atenuar la penumbra reinante, me coloqué junto al cirio coronado por una calavera. Aunque la llama, cubierta por la bóveda craneal, apenas daba luz. Estaba acojonado. De todas las sillas en las que me he sentado, es sin duda la más incómoda. El crucifijo del respaldo tiene un relieve de quince centímetros, lo cual provocaba que mi costillar percibiese incluso los clavos de Cristo. Me incliné hacia delante para evitar cualquier contacto con aquel terrorífico respaldo y miré a mi alrededor, indeciso. ¿Dónde diablos estaban los parroquianos y el tabernero? ¿Les habría barrido de allí algún efluvio mortífero? ¿Y Fernando? ¿Se había cansado de esperarme, o en realidad me había tomado el pelo? ¡Aquel lugar es espeluznante! No sabía qué hacer para matar el tiempo. Dedicarme sencillamente a esperar atentaba contra mi capacidad de tolerancia ante ambientes infestados. Podía entonar una plegaria fúnebre. Parecía lo más apropiado, pero nunca se me han dado bien los rezos. Saqué las muñecas rusas y las desplegué en la mesa de mármol blanco. Entonces me percaté de que allí dentro hacía un frío atroz. De pronto se cerró la puerta por la que había accedido a ese estrafalario cementerio, inverosímilmente enclavado en Madrid, en el castizo barrio de Carabanchel, a tiro de piedra de la cárcel. Se cerró bruscamente, con un golpe seco, como si la hubiera empujado el viento, aunque no hacía la menor brizna de viento, que yo supiese, por lo menos hasta el momento en que entré en El cuervo victorioso. La penumbra era ahora casi oscuridad completa. Como boca de lobo. La música coral, monjil y cacofónica se interrumpió. El frío se había intensificado. Para no sucumbir a la oleada de angustia que me ascendía desde el estómago, busqué a tientas las muñecas rusas para irlas metiendo en la inmediatamente superior, hasta conseguir que la mayor de todas contuviese a las demás. Cuando iba por la mitad de mi tranquilizador entretenimiento, oí un ruido a mi espalda que me dejó helado. Me volví. En la pared del fondo, la de los dos esqueletos entrelazados en un coito póstumo, hay una puerta bajo los pesados cortinajes de terciopelo carmesí. Por la que estaban entrando en el local los parroquianos de aspecto sospechoso que había visto en mi visita anterior. Ataviados con levitas rojas y negras. En la mano derecha sostenían una copa de cristal con forma de corazón que contenía un líquido rojizo, parecido a la sangre, pero quizá más denso y oscuro. Y en la mano izquierda empuñaban una antorcha llameante. Les acompañaba el tipo menudo y timorato con aire de sacristán decimonónico, blandiendo una tea. Los parroquianos se desplegaron por el local silenciosamente. Algunos se acodaron en el féretro que hacía las veces de barra. Otros se quedaban de pie, mirando las musarañas. Y la mayoría de ellos se sentaron a las mesas. Ninguno de ellos me prestaba la menor atención. De pronto rompieron su silencio, todos al unísono. Comenzaron a entonar los lúgubres cantos que había escuchado anteriormente. Hasta que se cerró la puerta de un portazo. Los tipos sentados a las mesas se pusieron a hojear unos libros que tomaban de una balda situada al pie de la lápida que preside las mesas. No había reparado en esos libros hasta ese momento a causa de la penumbra. Todas las lápidas de las mesas tenían su correspondiente balda llena de libros. Comprobé que la lápida de la mesa en la que me encontraba yo también tenía una balda llena de libros. Ahora podía ver los libros gracias a la intensa luz que colmaba el local, procedente de las antorchas llameantes que portaban los individuos. Los miré con curiosidad. Eran las obras completas de la novelista Anne Rice. De modo que eso era lo que tenían a su disposición en cada mesa los parroquianos. Y por la forma en que las consultaban, con devoción, debían de considerarlas su Biblia. Estaba desconcertado. Me tentaba levantarme para ir a pedir explicaciones al sacristán decimonónico. Pero me sentía demasiado cohibido para hacerlo. Así que volví a concentrarme en las muñecas rusas. Las abrí para individualizarlas. Y las puse en fila sobre el mármol blanco. Entonces surgió ante mí la imponente figura de Drácula. Con la diferencia de que no era Drácula, sino Fernando, mi hermano, el gemelo. Fernando soltó una risita maliciosa al reparar en mi sorpresa. Y se sentó frente a mí, a la diestra de la lápida, de tal modo que había una extraña simetría entre nosotros. O asimetría, según se mire, ya que yo también estaba situado a la diestra del voluminoso cirio coronado por una calavera. Nos escrutamos. Fernando, sonriente. Yo, turbado. Fernando sacó las cajas chinas y las alineó en el mármol blanco, al igual que yo había hecho con las muñecas rusas. Volvimos a escrutarnos. Ahora ambos sonreíamos. Extrañamente satisfechos, como si nos procurase un contento infantil la compañía del otro.
***
-Me complace tu inesperada comparecencia en este lugar, mi dilecto hermano.
-El placer es mío.
-Te pido disculpas por el frío ambiental, pero es necesario para la correcta conservación de las presas.
-Hoy no sugieres en absoluto un tipo arrabalero, con trazas de delincuente.
-¿Quién ha dicho que lo sea?
-Es la impresión que me diste en nuestro encuentro anterior.
***
-Fernando había experimentado una transformación asombrosa. Me costaba reconocer en el caballero elegante y distinguido que tenía delante al otro Fernando, el del sótano de la pitonisa. Los rasgos faciales y la complexión física eran los mismos. Pero lo demás había cambiado. Y además se expresaba con mesura y educación. Empleando incluso un lenguaje engolado. Propio de otra época…
***
-He de reconocer que me siento confundido.
-Pourquoi?
-Éste es un sitio extraño. También tú y tus amigos lo sois.
-En efecto. No somos personas normales y corrientes. Somos personas extraordinarias.
-Antes no me lo parecías. Cuando te vi en el sótano y hace un momento, cuando hablábamos por teléfono y tú no parabas de escupir improperios.
-Lo siento, no puedo evitarlo. Cuando estoy sediento vuelvo a ser el de antes. Permíteme levantar esta gloriosa copa con forma de corazón, idéntica a la de mis camaradas, y darle un comedido sorbo. ¡Deliciosa! Me encanta.
-¿Qué contiene?
-Sangre.
-¿Sangre humana?
-No, por desgracia. Nos resulta harto difícil proveernos de ese preciado elixir y debemos conformarnos con este sucedáneo.
-¿Sangre animal?
-De perro, en este caso. Anoche salimos de caza por la ciudad y pillamos diez hermosos ejemplares para aplacar nuestra sed con su sangre. Tuvimos suerte. Otras veces nos tenemos que conformar con gatos famélicos que apenas contienen sangre. Cuando estamos desesperados organizamos excursiones al campo para cazar venados. Entonces sí que podemos celebrar un festín de sangre en condiciones.
-Los sonidos que escuché hace unos instantes, mezclados con la música coral y monjil, eran de la carnicería, ¿no?
-Acabamos de descuartizar a los perros.
-También yo he leído a Anne Rice.
-Me alegra saberlo.
-Están chulas sus novelas en esta balda situada al pie de la lápida.
-Son nuestra Biblia. Siempre que tenemos oportunidad las leemos para reavivar su magia en nuestro interior.
-Cuando te vi en el sótano pensé que eras de los que no han leído un libro en su vida.
-Lo era, tú lo has dicho. Antes de mi investidura era un analfaburro. Pero he encontrado la paz de espíritu para poder leer a Anne Rice. En realidad es el único escritor al que he leído, pero ella se basta y se sobra para colmar de magia mi mundo interior. Ahora estoy leyendo sus novelas por decimotercera vez. Claro que también me gusta El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
-Ah, eso tiene su lógica.
-Mira ésta, por ejemplo.
-¿Lestat el vampiro?
-¡Me chifla olfatear sus páginas, haciendo que asperjen el aire!
-Yo hago lo mismo, y entorno los ojos, soñador, como tú. Se ve que los vampiros están de moda. ¿Habéis leído Crepúsculo?
-Yo todavía no, pero a Úrsula le han causado muy buena impresión y está valorando la posibilidad de incluir las cuatro obras de Stephenie Meyer en nuestra biblioteca particular, para que estén codo a codo con las novelas de Anne Rice.
-Estupendo. Veo que sois vampiros en toda regla.
-Intentamos serlo. Y hemos formado aquí una Corte, semejante a la Corte del Grial de Rubí de Anne Rice.
-Muy interesante. ¿Cómo te dio por ahí?
-¡Me sentía tan hastiado! Mi vida seguía en el pasado un camino de perdición, ¿entiendes? Todos los que estamos aquí seguíamos en el pasado un camino de perdición. Y Anne Rice, a través de sus novelas, nos ofreció la posibilidad de aspirar a algo mejor, de redimiros de nuestros pecados. De ser más poderosos y sobrevolar la mezquina realidad con alas mágicas.
-Supongo que no es casual que El cuervo victorioso esté a tiro de piedra de la cárcel.
-No es casual, efectivamente. Todos los miembros de esta Corte han pasado una temporada en la cárcel de Carabanchel.
-¿Sería indiscreto preguntar por qué razón fuiste a parar tú allí?
-En absoluto. No me avergüenza decirlo, puesto que en verdad ese camino errado forma parte de mi victoriosa conversión en vampiro. Cumplí una condena de siete años por violación. En el pasado tenía la costumbre de amancebarme con cuantas féminas deseables se cruzaban en mi camino. Y no me tomaba la molestia de pedirles permiso. Al final esa costumbre mía me llevó a la cárcel de Carabanchel, donde conocí a mis queridos compañeros, éstos que ves por aquí, formando nuestra Corte. La bella Úrsula era una de las principales traficantes de cocaína de Madrid. Godric, que hace las veces de tabernero, era un estafador de tomo y lomo. Florian era un psicópata despiadado. Lestat se dedicaba a atracar bancos por el sistema del butrón. En fin, entre nosotros hay ex criminales y ex delincuentes de todos los colores.
-Impresionante. De la cárcel de Carabanchel a El cuervo victorioso. Un gran paso, imagino.
-Ciertamente. Hemos encontrado la fe, como quien dice. Y Anne Rice es nuestro Mesías.
-Meyer sería, pues, otro profeta en vuestra Corte.
-Eso es, si al final Úrsula nos convence para incluir sus cuatro obras en nuestra biblioteca particular. Úrsula no para de hablar de Edward, el protagonista de Crepúsculo. Dice que es un vampiro perfecto. Creo que se está enamorando de él y eso me da celos, aunque no debería sentirlos. Un vampiro ha de estar por encima de esas nimiedades.
-¿Qué hacías con Castro el otro día en el sótano de Lola?
-Castro me llamó para que le protegiese. A veces lo hace, porque sabe que los vampiros somos poderosos.
-¿De qué te conoce?
-Él me crió. Es mi padrastro.
-¿Por qué te crió a ti y no a mí, si se supone que somos hermanos gemelos?
-Lo ignoro. Sólo puedo decirte que viví con Castro y su familia hasta los quince años. Luego me eché a la calle, porque era muy inquieto, y me dediqué a buscarme la vida como podía.
-¿Te habló alguna vez Castro de mí?
-Claro, me dijo que has estudiado en el Colegio San Ildefonso y que eres detective. Una vez Castro me llevó a la plaza Mayor, donde tienes la buhardilla, para que yo te viese. Luego nos encontramos varias veces por el centro, pero tú estabas metido en tu mundo y no te fijabas en mí. El día del sótano te vimos desde mi coche y esperamos a que te confiases antes de colarnos detrás de ti y darte un susto de muerte. Fue divertido, ¿verdad? Entré sin hacerme notar para que tú pensases que Castro estaba solo. ¿Más preguntas, señor detective?
-¿Quiénes son nuestros padres?
-No tengo la menor idea.
-¿Nunca se lo preguntaste a Castro?
-Se negaba a darme explicaciones. Era un tema tabú.
-Ahora no puede servirnos de mucha ayuda. Le han asesinado.
-Estoy al corriente. Aquí nos enteramos de todo.
-Imagino que tendréis bolas de cristal y esas cosas. ¿Quién ha matado a Castro?
-Mr. Hyde.
-¿Bromeas?
-Yo mismo podría haberlo hecho, o tú, cualquiera de los que estamos aquí. A Castro no le ha matado nadie en concreto, sino una abstracción. La maldad que anida en nosotros.
-Ése es un concepto filosófico demasiado manido, ¿no crees?
-Pero real.
-Siempre hay una mano ejecutora.
-Eso es lo de menos, ya te lo he dicho. Cometes un error si pretendes cargar las culpas en la mano ejecutora.
-Todos somos culpables, ¿no?
-Eso es.
-Según esa teoría al final se queda la casa sin barrer.
-Porque no hay que barrer la casa, sino demolerla y construir otra.
-Entiendo. Una revolución.
-Sería deseable.
-¿Conoces a la mano ejecutora?
-No y no me interesa conocerla.
-¿Te mostrarías indiferente ante ella aunque la tuvieses delante y pudieras castigarla?
-Desde luego que sí. ¿Cómo voy a castigarla? Cometería una injusticia irreparable.
-¿Y no cometes una justicia irreparable chupando la sangre a perros, gatos y venados?
-¿Comete una injusticia el león por devorar a un antílope?
-Creo que tienes un concepto poco civilizado de la justicia.
-Quizá eres tú quien ha pervertido el concepto de justicia.
-Empiezo a comprender por qué has decidido abandonar la civilización y ser un vampiro como los que se inventa Anne Rice.
-Me alegra que lo comprendas. He de reunirme con Úrsula. ¿Damos por terminada la entrevista?
-Una última curiosidad. ¿Por qué se llama este sitio El cuervo victorioso?
-Ah, muy sencillo, porque gracias a René los miembros de la Corte hemos podido iniciarnos en esta nueva vida. ¿Quieres que te presente a René?
***
-Fernando chasqueó los dedos. Y dijo: ¡Eh, René, ven aquí! ¡Acércate, por favor! Voy a presentarte a mi hermano. Contuve el aliento cuando vi… Al cuervo que se sostenía en el balancín situado sobre el féretro, completamente inmóvil… Cobrar vida súbitamente, alzar el vuelo y aproximarse agitando las alas con poderosos aleteos. Fernando levantó el brazo para que el cuervo pudiese apoyarse en él, como hacía en el balancín. Y dijo: Hola, René. Éste es mi hermano Fredy. El cuervo me miró fijamente, con unos ojos vivaces, inyectados en sangre. Su pico era terriblemente grande. Tanto que si lo abriese en su interior cabría una cabeza humana, pensé, paralizado por el terror. René es un ave pavorosa, negra como el carbón. Su altura alcanza los ciento veinte centímetros. Y las plumas, tan lustrosas que despiden destellos al reflejar la luz de las antorchas, se antojan extremadamente suaves al tacto. Más aún que la seda. Fernando dijo: René es un vampiro medieval que sufrió un maleficio en 1547, en Florencia, y desde entonces tiene esta apariencia de cuervo. Los miembros de la Corte recibimos su picotazo como bautismo. Yo quise que me picase aquí, para que me arrebatara la mala simiente. Fernando apartó la levita con la mano que le quedaba libre para mostrarme la impresionante cicatriz que le recorre el abdomen, desde el bajo vientre hasta la boca del estómago, y dijo: Perdí tanta sangre que estuve entre la vida y la muerte durante tres días, pero me salvó el amor de Úrsula, porque ella ya era un vampiro experimentado. ¿Quieres que te presente a Úrsula? Asentí con la cabeza, pues me sentía incapaz de hablar en presencia de aquel formidable cuervo que no paraba de escrutarme fijamente, dando ligeras sacudidas a su descomunal pico, como si estuviese sopesando la posibilidad de incluirme en la nómina de su Corte. Tras prodigarme el preceptivo picotazo de investidura que me dejaría durante tres días entre la vida y la muerte. Para que luego, con un poco de suerte, pudiese matar el tiempo cazando gatos famélicos, perros callejeros y venados cuya sangre libaría en originales copas de cristal con forma de corazón. ¡Úrsula, amor mío, ven aquí, te lo ruego!, exclamó Fernando, chasqueando los dedos, como si llamase a un camarero, aunque su gesto no estaba exento de elegancia. ¡Volando, Vittorio!, replicó uno de los parroquianos que estaba sentado a una de las mesas, leyendo Amanecer, la cuarta entrega de Stephenie Meyer. Dejó el libro al pie de la lápida, junto a Crepúsculo, Luna nueva y Eclipse. Y con un revuelo mágico de su capa, como si la hinchase una ráfaga de viento huracanado, se presentó ante nosotros a una velocidad pasmosa, casi inverosímil en un ser humano. ¡Aguardaba con expectación nuestro reencuentro, mi querido Vittorio!, dijo, estampando un sonoro beso en los labios de Fernando. Entonces se despojó de una malla que cubría su pelo y lo pegaba a la cabeza, confiriéndole un aire andrógino, y se desparramó por sus hombros y su espalda una espléndida melena rubia, leonada, brillante, que supera incluso a la de Gabriela. Quiero presentarte a mi hermano Fredy, que ha venido a conocernos, dijo Fernando. Me olvidé por completo del cuervo negro al recibir la mirada cautivadora de aquella mujer extraordinaria. Sus ojos azules, cristalinos, transmiten una intensidad eléctrica, que me hizo sentirme succionado. Como si fuera un vulgar detrito en el fondo del océano. Como si los ojos de Úrsula fuesen las ventosas de una potente draga prospectora que me aspiraba sin contemplaciones. Por lo que se adivinaba debajo de aquella grotesca levita, Úrsula, que no tendrá más de veinticinco años, es una mujer alta y bien formada, atlética y al tiempo voluptuosa, de formas rotundas. La impactante belleza de su rostro es regia, con los rasgos grandes, marcados, duros, aunque conservan en conjunto una armonía perfecta. Se antoja la belleza de una deidad griega que ha descendido directamente desde el Olimpo. Amedrenta por su distinción y severidad. Es un rostro de mujer diferente a cualquiera de los que he tenido la oportunidad de contemplar. Está en las antípodas de las caras simplemente monas que tanto abundan en una gran urbe como Madrid. Gabriela a su lado es hermosa, sí, pero mortal, humana. En cambio Úrsula es de otro planeta, como si la hubiesen desgajado de una constelación y transpirase esa naturaleza estelar por cada poro de su piel. No encontraba el epíteto para describir la textura de esa mujer. ¿Opalina, coriácea, ambarina, marmórea? Aunque se le podían aplicar todos esos adjetivos, se quedaban cortos, no podían abarcar su conformación preternatural. Úrsula se llevó la mano a la boca, disimulando una sonrisa, en un gesto divertido y coqueto. Dijo: Oh, es tan parecido a ti, Vittorio. Fernando asintió, solemne. Úrsula sonrió con malicia y sus ojos emitieron un destello de aprobación y complicidad cuando volvieron a posarse en mí. ¡Me sentía aturdido por el hechizo que aquella mujer había desplegado en torno a mí! Aunque sois muy parecidos, tu hermano tiene algo que me recuerda a Edward, dijo ella, y Fernando soltó una risotada burlona. ¿Edward? ¿El protagonista de Crepúsculo?, replicó. Úrsula asintió con la cabeza, avergonzada. Entonces Fernando volvió a la carga: ¡Anda, ven aquí, princesa! Creo que esa Meyer te ha llenado de pájaros la cabeza. Mi hermano es lo más alejado a un vampiro que te puedas encontrar. Me temo que es demasiado humano y vulnerable. Sólo con echarle un vistazo se le ve el aire de perro apaleado. ¡Me dieron ganas de retorcerle el pescuezo! Pero la comparecencia de Úrsula me había practicado un nudo marinero en la garganta. Otro en el estómago y otro en el corazón. Sin olvidar el de los genitales. Con una maroma que me abarcaba el pecho, dificultándome la respiración. Y me constreñía mayormente los bemoles. Incapaz de proferir palabra, contemplé una imagen que no olvidaré nunca. El gemelo, fuerte, lozano, juvenil, la versión mejorada de mí mismo merced a las artes vampíricas, me observaba sonriente, satisfecho, con una suficiencia ofensiva. A su diestra reposaba el poderoso cuervo negro con su pico descomunal, que representa una amenaza latente. Y a su izquierda, amorosamente recostada contra su vampírico torso, estaba Úrsula, esa mujer extraterrestre a la que ningún hombre mortal puede aspirar. ¡Dios, mi maldito hermano gemelo lo tiene todo a sus pies! Poder, inmortalidad, belleza. Constatar ese hecho me hundió en la miseria…