Capítulo XXXII

Regina, mal dormida y preocupada por la suerte de su amiga, se apersonó a primera hora de la mañana siguiente en lo de Cáceres, donde encontró a Micaela ojerosa y pálida que sorbía sin ganas una taza de café.

—Veo que tampoco pudiste descansar —comentó.

—Eloy todavía no volvió. No sé dónde pasó la noche ni qué está pensando de mí. Yo no quería que las cosas se dieran así.

—Quizá se quedó trabajando toda la noche —sugirió Regina.

—No creo. Ralikhanta me dijo que ayer por la tarde, después de buscarme inútilmente, le pidió que lo llevara a casa de Harvey.

—¡Oh, qué manía tiene con el inglesito! —se quejó Regina—. Deberías contarle lo sinvergüenza que es con vos, a ver si se da cuenta, de una vez y por todas, quiénes son sus verdaderos enemigos.

—Me resulta extraño que le haya pedido a Ralikhanta que lo lleve a lo de Harvey. Ayer por la mañana me pareció que peleaban.

—No me digas. ¿Y por qué peleaban?

Regina se desilusionó ante la ignorancia de su amiga, que sólo pudo figurarse una discusión de negocios.

—Estaré lista en unos minutos —indicó Micaela, al ver a Ralikhanta.

—¿Pensás salir?

—Tengo que devolver algunas visitas y comprar regalos para Navidad. Nada importante. No aguanto quedarme aquí a esperar que Eloy se digne a aparecer. Mejor salgo un poco y me distraigo. ¿Querés venir?

—Me encantaría —aseguró la Pacini—. Pero Marcelo me pidió que lo acompañe a un almuerzo y me mata si lo dejo plantado.

Micaela se adentró en la casa para terminar de arreglarse, y Regina prometió esperarla. Cheia le ofreció una taza de café y la dejó sola en el comedor, entretenida con el diario Crítica que nadie había tocado.

—¡Hombre del demonio! —vociferó, con la vista en el periódico.

—¿Qué pasa? —quiso saber Micaela, que justo entraba.

—De nuevo ese asesino, el «mocha lenguas» —explicó Regina—. «Ayer por la tarde fue hallado en las inmediaciones del barrio de Avellaneda, en el hotel familiar Esmeralda, el cadáver de una mujer de aproximadamente treinta años. Según informó el comisario Camargo, el modus operandi del asesino corresponde al del ya conocido mocha lenguas… bla, bla, bla… Se trataría de otra mujer de la mala vida, que llevaba larga y rizada peluca negra y un lunar dibujado sobre el labio… bla, bla… La lengua no pudo ser encontrada.»

—Pensé que no volvería a ocurrir —farfulló Micaela—. Pensé que esa pesadilla se había acabado.

Regina dejó el periódico y terminó su café.

—Me voy, querida —anunció—. Tengo muchas cosas que hacer antes de ese almuerzo. ¡Sé que me aburriré soberanamente!

Micaela apenas balbuceó unas palabras de despedida y permaneció de pie en medio del comedor con Polaquita y Sonia en la cabeza, estremecida al imaginar el tormento que habrían vivido a manos de ese hombre. El ruido del automóvil la volvió a la realidad.

—Tu padre y yo iremos al cementerio a visitar a tu madre —comentó Cheia, que la esperaba en el recibo—. Quizá almuerce con él y regrese por la tarde.

—Está bien.

—Hoy al mediodía comienza el franco de Marita, y Tomasa prometió regresar temprano para que la casa no esté sola, pero es tan incumplidora que seguro aparece a última hora. Ya te dije que esa mujer no me gusta. Si al menos cocinara bien, pero ni eso. Además…

—Hablamos a mi regreso, mamá. Tengo prisa.

—Sí, sí, querida. Anda nomás. Que Dios te bendiga. —Y la besó en la frente—. ¡Ah, me olvidaba! Ayer Marita separó tu correspondencia, pero se olvidó de dártela. —Cheia sacó del bolsillo del delantal varias cartas—. ¿Querés que te las deje en tu dormitorio?

—No, las llevo conmigo y las leo en el coche.

Ralikhanta la esperaba en la calle, con el automóvil en marcha. Cruzaron una mirada, y Micaela sonrió. El indio bajó la vista y cerró la puerta. Micaela se extrañó, pero pronto se ensimismó en la correspondencia. Una carta de la superiora de Vevey, otra de Lily Pons, ex compañera del Conservatorio de París, una del director del Teatro La Fenice de Venecia y otra del doctor Charcot, que abrió con premura.

Buenos Aires, 22 de diciembre de 1915

Estimadísima señora Cáceres:

Según me informaron, su misiva llegó el mismo día 15, pero yo me encontraba fuera de la ciudad. He regresado esta mañana, y, sin más dilación, me siento a escribirle.

Le agradezco sus cálidas palabras que me reconfortan por venir de usted, a la que siento como a una francesa más. Tenga fe, pronto regresaremos a nuestra querida París.

Con respecto al otro tema, tengo que reconocer que me deja muy sorprendido, y, estoy seguro, debe de existir un error, pues, no sólo jamás atendí a su esposo, el señor Cáceres, sino que no lo conozco personalmente. Tal vez, el señor Canciller esté consultando a otro médico y usted esté mal informada.

Quizá, en un primer momento haya tenido intención de consultarme y así se lo haya hecho saber a usted, pero, luego, al conocer mis métodos, haya preferido no concurrir a mi consultorio. Como usted sabe, señora mía, mis prácticas no son bien vistas por la medicina tradicional.

Lamento mucho el malentendido y espero que pueda usted aclararlo debidamente. Sigo a sus órdenes,

Doctor Gérard Charcot

Releyó la carta y no logró aplacar la confusión, y, por más que buscó una explicación lógica a semejante enredo, las palabras de Eloy, claras y contundentes, volvieron a su memoria sin dejar lugar a dudas. «El doctor Charcot piensa que tengo posibilidad de reponerme, mi amor.» El coche frenó bruscamente en la esquina, y la correspondencia cayó de su regazo.

—Disculpe, señora —murmuró Ralikhanta.

Micaela recogió los sobres del piso y, como autómata, abrió el siguiente, con el pensamiento aún puesto en Charcot y su enigmática revelación. Se turbó, la misiva comenzaba «Estimado señor Canciller.» Consultó el sobre y, efectivamente, estaba dirigido a su esposo. Se preguntó qué haría una carta de él entre las de ella, y sólo pudo inferir que Marita, atolondrada como de costumbre, las había mezclado. Leyó el membrete: «Hospicio Inmaculada Concepción, Hermanas de la Misericordia.» Le extrañó que Eloy, un hombre impío, anticlerical incluso, que disimulaba sus verdaderas creencias para no chocar en una sociedad católica como la porteña, estuviera relacionado con una comunidad de religiosas. Quizá, apelando a su rol de funcionario de gobierno, le pedían ayuda económica o de otro tipo. Picada por la curiosidad, continuó leyendo, y se justificó en la certeza de que haría más por ese hospicio que su marido.

Buenos Aires, 20 de diciembre de 1915.

Estimado señor Canciller:

Me atrevo a importunarlo con la presente debido a que, hasta la fecha, no hemos recibido la cuota de manutención por los gastos de alojamiento y comida, los que ascienden a la misma suma del mes de noviembre. Los gastos de enfermería y medicamentos, su tía los abonó la semana pasada, y adelantó, incluso, los del mes de enero en vistas de que se ausentará por la época estival. Sin más, quedo a vuestra disposición.

Hermana Esperanza

Madre Superiora

¿Gastos de alojamiento y comida? ¿De enfermería y medicamentos? Volvió a mirar el membrete y descubrió que detallaba el domicilio.

—Ralikhanta, por favor, detené el coche, vamos a ir a otra parte. —Y le leyó una dirección en el barrio de Flores.

El indio enfiló hacia el lado oeste de la ciudad, una zona que Micaela nunca había visitado y que Ralikhanta parecía conocer de memoria, pues llegaron al hospicio sin dificultad. Traspusieron un portón de rejas, cruzaron un parque prolijo, lleno de flores y parterres, y se detuvieron frente a una construcción moderna y bien cuidada.

Micaela llamó a la puerta y le abrió una enfermera de impoluto uniforme, que la condujo donde la madre superiora. Mientras avanzaban, les salían al paso los internos del hospicio, que miraban a Micaela con ojos desorbitados, le dirigían palabras incoherentes e intentaban tocarla, pero a una orden de la enfermera, se alejaban lloriqueando.

—Aguarde aquí, señora Cáceres, la anunciaré a la madre superiora. —Segundos después, retornó a la antesala—. La hermana Esperanza la atenderá en un momento. Tome asiento, por favor.

La enfermera abandonó el recibo en el instante en que entraba una religiosa, joven y de sonrisa afable, que se presentó como la hermana Emilia.

—Mucho gusto, hermana. Yo soy la señora Cáceres.

—¿La señora Cáceres? ¿La esposa del señor Eloy Cáceres? —Micaela asintió—. El señor Cáceres es un hombre afortunado de tener una esposa tan bonita y simpática. Pero no sabíamos que el Canciller se hubiese casado. De todas formas, no tendríamos por qué saberlo, casi no tenemos contacto con él. Nos manda el dinero con su asistente. Viene muy poco a ver a su padre. Sería bueno que…

«¿Su padre?», repitió Micaela para sí.

—¿Le sucede algo, señora? —preguntó la religiosa.

—No, nada —balbuceó ella—. Debe de ser el calor.

La madre superiora abrió la puerta y la invitó a pasar.

—Tome asiento, señora Cáceres —indicó—. No tiene buen semblante. Pediré un jugo de naranjas, le sentará bien.

La religiosa salió del despacho, y Micaela dispuso de unos minutos para acomodar su mente alborotada. ¿El padre de Eloy vivo? No podía ser, tenía que haber un error, las religiosas debían estar equivocadas, el padre de Eloy había muerto en el incendio de la estancia años atrás. Quizá la habían confundido con otra señora Cáceres. «Pero no sabíamos que el Canciller se hubiese casado.» Las palabras de la hermana Emilia le destrozaron las esperanzas. ¿Qué otro canciller apellidado Cáceres tenía la República Argentina? El padre de Eloy se encontraba con vida y, por alguna razón, se lo había ocultado. La necesidad imperiosa de descubrir la verdad la llevó a fingir frente a la superiora.

—Debe de haber sufrido una baja de presión —dedujo la monja, mientras la observaba beber el jugo.

—Gracias, madre, ya me siento mejor. El calor no es el mejor aliado de los que sufrimos lipotimia. —Dejó el vaso y buscó el sobre en su escarcela—. Esta mañana recibimos su carta. Como imaginará, mi esposo está muy ocupado con los asuntos de la Cancillería y olvidó pagar los gastos de alojamiento y comida. Un olvido imperdonable, por cierto, pero le ruega que lo disculpe. Me pidió que me hiciera cargo y que saldara la deuda. ¿Cuánto es?

—Lo de siempre.

—Sí, claro, lo de siempre, pero mi esposo salió tan apurado esta mañana a una de sus reuniones que no mencionó el monto.

—No hay problema, por aquí tengo el recibo que le entrego al asistente del Canciller todos los meses con el detalle completo.

La religiosa sacó un papel con el membrete del hospicio. Micaela miró la cifra y agradeció haber llevado dinero suficiente para sus compras navideñas. Pagó sin más.

—¿Podría ver a mi suegro?

—No es un espectáculo agradable, señora Cáceres. Si ha sufrido una baja de presión, será mejor que vuelva a su hogar y descanse. Quizá, otro día, cuando se sienta con más fuerzas, pueda verlo.

—Me siento perfectamente bien. Quiero verlo.

—No sé si su esposo le comentó que el señor Carlos sufrió quemaduras muy severas que lo tuvieron entre la vida y la muerte por meses. Sobrevivió milagrosamente, aunque su rostro quedó deformado y su mente completamente perdida. Ha desvariado por años, y, con el paso del tiempo, su enfermedad recrudece. El doctor Gonzalves no tiene ninguna esperanza de recuperarlo. Es un hombre tranquilo, rara vez se violenta; de todas formas, lo vigilamos de cerca y lo mantenemos sedado el día entero.

—Por favor, madre, lléveme, quiero verlo.

—La señora Otilia dejó de visitarlo hace años y su hijo no viene desde su nombramiento. No está acostumbrado a las visitas. Debería consultar antes de…

—Por favor, madre, se lo ruego. No quiero irme de aquí sin saludar a mi suegro.

La religiosa la miró con dulzura y asintió.

—En este hospicio —comentó, mientras se dirigían a la planta alta—, las familias pudientes esconden a sus parientes con enfermedades mentales y casi nunca vuelven a visitarlos. Los dejan aquí como paquetes y simulan que nunca existieron. Me alegro de que usted quiera conocer al señor Carlos y espero que se acuerde de él más asiduamente que su hijo. Sé que es muy duro ver en ese estado a un ser querido, pero también es necesario pensar que ellos necesitan el cariño de una familia. Nosotras los tratamos muy bien y les prodigamos los mejores cuidados, pero no es suficiente.

A medida que recorrían las instalaciones, Micaela se asombraba de la pulcritud y la luminosidad reinantes y de lo bien mantenido que se encontraba el lugar, con paredes blancas, pisos damero muy lustrosos, muebles sobrios y muchas flores, de la cosecha del parque del hospicio, según le aclaró la superiora. «Por lo menos, pensó Micaela, está en un sitio decente, atendido como un rey.» Al final del corredor, la madre superiora abrió una puerta y le pidió que aguardara un momento.

—Puede entrar ahora —indicó, al cabo.

La habitación de su suegro daba al parque, y la belleza de los paraísos florecidos, de las glicinas y de las matas de hortensias que entraba a raudales por la ventana la convertía en una estancia muy placentera. Frente a ese paisaje, hundido en un sillón, de espaldas a la puerta y abstraído sobre un óleo, se hallaba el padre de Eloy, y, sentada próxima a él, una enfermera con un libro en la mano.

—Señor Carlos —llamó la superiora—. Tiene una visita, señor.

El hombre continuó empeñado en su pintura.

—¿Señor Cáceres? —intentó Micaela.

—Sí, soy yo. —Y volteó a mirarla.

A Micaela se le contrajo el estómago: la cara de su suegro, una masa informe de carne magenta, con ojos vivaces y pequeños que descollaban en medio de ese horror, le repugnó como nada, y, aunque por un instante la cabeza le dio vueltas, consiguió dominar la repulsión.

—Buenos días —acertó a decir—. Mi nombre es Micaela Urtiaga Four, soy la esposa de Eloy.

—¿Eloy? Mi hijo también se llama Eloy. Silvia quiso llamarlo así por su padre. ¡Pobre mi Eloy!

—Yo soy la esposa de su hijo Eloy.

—¿Mi hijo se casó? Si apenas es un muchacho de quince años. ¿Cómo pudo casarse tan joven? ¡Qué dislate!

La mirada se le perdió en el rostro de Micaela y, tras ese momento de silencio, volvió a la pintura.

—¿Y usted quién es? —preguntó de repente.

—Micaela Urtiaga Four, la esposa de su hijo.

—¡Qué jóvenes se casan ahora! Yo tenía veinticinco años cuando me casé con Silvia. ¿No es cierto, querida? —preguntó a un cuadro colocado sobre un caballete, cubierto por una tela—. Estabas hermosa el día de nuestra boda. —En un susurro, se dirigió a Micaela—: Todos mis amigos la deseaban ese día, lo sé muy bien, pero era mía, solamente mía.

Se concentró nuevamente en el óleo. Micaela quedó sorprendida, manejaba la técnica con destreza a pesar de tener ambas manos muy quemadas.

—Qué bien pinta, señor Cáceres. Es un paisaje hermoso.

—¿Cómo te llamas?

—Micaela.

—Y, ¿quién sos?

—Una amiga suya. Vine a hacerle compañía y a conversar con usted.

—No sé si a Silvia le guste que una mujer venga a conversar conmigo y a hacerme compañía —dudó, en tono de confidencia. Luego, le habló al cuadro cubierto—: Silvia, querida, esta señorita tan amable va a venir a visitarnos y a hacernos compañía.

—Si quiere —ofreció Micaela—, puedo traerle pinturas, lienzos y lo que le haga falta.

—¿En serio?

—Por supuesto —dijo, y miró a la madre superiora para pedirle el consentimiento.

El señor Cáceres había vuelto a concentrarse en la pintura, y Micaela se dedicaba a observarlo, fascinada por el hecho de que una mente tan trastornada manejase el pincel y mezclara los colores con maestría.

—¿Le gusta la música, señor Cáceres?

—¿Podrías traerme un óleo rojo bermellón y otro azul Francia? —preguntó, en cambio.

—Sí, claro. ¿Le gusta la música?

—¿La música? Sí, me gusta —aseguró, luego—. Hace mucho que no vamos al teatro, Silvia, deberíamos ir. Lo que sucede —explicó a Micaela—, es que vivimos en el campo y se hace muy difícil.

—No es necesario que vaya al teatro, señor Cáceres. Le puedo traer un fonógrafo y discos para que escuche mientras pinta. —El hombre la miró confundido—. No se preocupe —prosiguió Micaela—, yo le voy a traer música.

—¿Vas a traer una orquesta aquí? No creo que la dueña del hotel esté de acuerdo. —Bajó la voz para agregar—: Es muy estricta. Más que un hotel, esto parece un cuartel.

—Yo sabré convencer a la dueña —lo tranquilizó Micaela.

Cáceres le dio la espalda, fijó la vista en el parque y quedó absorto. Parecía que no volvería hablar. Micaela experimentó una imperiosa necesidad por saber y, a pesar de que le costó romper el silencio, preguntó:

—¿Cómo era Eloy de chico, señor Cáceres?

—Eloy es chico.

—Sí, claro —aceptó la joven—. Me refiero a cómo era de más chico.

—La verdad es que Silvia no le tiene paciencia. No me mires así, te saca de quicio por cualquier tontera. Tenés que entender que es un niño. No te enojes, querida —le suplicó al cuadro—. A Eloy y a mí nos gusta ir a cazar. Vizcachas y perdices, nada importante, pero la pasamos bien. Cada tanto, salimos al monte, juntos, los dos. Silvia se queda sola en la estancia. Ella no viene. —Tomó el pomo de óleo negro y descargó un poco sobre la paleta—. Silvia no quiere acompañarnos. Silvia se queda sola en la estancia. —Cargó el pincel con el negro y atravesó el paisaje con una raya gruesa—. Silvia no viene, se queda sola en la casa.

La superiora se inquietó; tomó a Micaela por el brazo y le dijo al oído que había sido suficiente, que debían dejarlo descansar. Pero la joven no opinaba lo mismo y volvió a indagar a su suegro.

—¿Por qué Silvia se queda sola? ¿Por qué no quiere acompañarlos?

Cáceres se mantuvo en su mundo quimérico y, con brutalidad, siguió untando el pincel y arruinando el paisaje.

—Esto es todo, señora —proclamó la superiora, de mal modo—. Voy a tener que pedirle que se retire. Úrsula —dijo a la enfermera joven—, prepare la dosis que el doctor recetó y désela ahora mismo.

—¡Silvia! —rugió Cáceres de repente, y se puso de pie—. ¡Por qué! ¡Quiero saber por qué!

Micaela se echó atrás, pues no lo había imaginado tan alto y corpulento. La madre superiora salió al corredor y llamó a gritos a los enfermeros, mientras Úrsula intentaba calmarlo inútilmente con palabras. Furibundo, sin control, Cáceres rasgó el lienzo con el pincel y pateó el cuadro al que había estado hablándole. Micaela lo tomó del suelo en un acto reflejo, le quitó la tela y alcanzó a echarle un vistazo antes de que Cáceres se lo arrebatara de las manos y lo arrojara por la ventana, haciendo añicos el vidrio. No atinó a escapar de su suegro, que la tomó por el cuello y la apoyó contra la pared con una fuerza que jamás habría imaginado. Le faltó el aire para pedir auxilio cuando Cáceres le acercó el rostro deforme y le clavó la mirada, una mirada horrible, de ojos sin párpados, sin cejas ni pestañas; y las piernas le fallaron cuando el hombre le susurró «puta» antes de que unos enfermeros lo sacaran a la rastra de la habitación.

Micaela se recuperó, en parte, gracias a un té de boldo y al aire fresco que le aventó la hermana Emilia y pese a los reproches de la superiora, que concluyó su arenga diciendo que no podría volver a visitar al señor Carlos porque resultaba evidente que su presencia lo trastornaba.

—Nunca se había comportado así —remató.

Dejó el hospicio y aún le temblaban las piernas. Contempló el parque desde el pórtico, tranquilo y verde, que contrastaba con la realidad que se desarrollaba puertas adentro. Caminó por un sendero de adoquines que circundaba la edificación y, al llegar a la parte lateral, encontró lo que buscaba: el cuadro que su suegro había arrojado por la ventana. Decidió llevarlo consigo.

Levantó la vista hacia la ventana del cuarto de Cáceres y las restantes de ese ala, y se extrañó de que no tuviesen rejas. El parque, circundado por una tapia no muy alta, ofrecía los mejores escondites, y el portón de rejas de la entrada permanecía abierto de par en par, sin vigilancia. Caminó de prisa hacia el automóvil y le pidió a Ralikhanta que la llevara a su casa, necesitaba hablar con Eloy, le debía muchas explicaciones, no sólo lo de su padre, sino también lo de Charcot. Después, armaría una maleta y se largaría de allí, directo a lo de Carlo, y ya no se compadecería de un hombre que, desde un principio, le había mentido descaradamente.

Durante el viaje, observó con detenimiento a la mujer del cuadro, Silvia, como la había llamado su suegro, hermosa, por cierto, con ojos profundos y rasgados, cabello negro, labios tentadores y un pequeño lunar cerca de la comisura derecha. «Se trataría de otra mujer de la mala vida, que llevaba larga y rizada peluca negra y un lunar dibujado sobre el labio.» Las señas de la prostituta asesinada la tarde anterior, la fuerza de su suegro al asirla, la forma en que le había dicho «puta» y la poca seguridad del hospicio la atormentaron el resto del viaje, y la indujeron a pensar que lo mejor sería ir directo a la policía.

«¡Micaela, por amor de Dios, qué estás pensando!», se dijo. No arribaría a semejante conclusión sólo porque un pobre loco le había hablado a una mujer retratada de cabello negro y con un lunar cerca del labio. ¿Cuántas mujeres existían con esas características? Miles, quizá. Era una locura imaginar que su suegro fuese el «mocha lenguas». ¿Y si de veras Carlos Cáceres, en medio de su locura y obsesión por la tal Silvia, asesinaba a las prostitutas? No, resultaba improbable. Más allá de la falta de seguridad del hospicio, tampoco debía de resultar fácil sortear el ejército de enfermeros y enfermeras. Además, ¿cómo haría un pobre desquiciado para llegar a la ciudad y contratar a una prostituta? ¿Con qué dinero? ¿Con qué ropa si tan sólo vestía unos pijamas? ¿Qué mujer desearía acostarse con él? Al verlo, se espantaría asqueada, si parecía un monstruo.

Borró la idea del «mocha lenguas». Sus días en el Carmesí y el recuerdo de Polaquita y Sonia la habían sensibilizado. No podía achacar los asesinatos a cualquiera que se le cruzara. Primero a Mudo, ahora a su suegro, incluso desconfió de Ralikhanta por el simple hecho de haberlo visto una noche en La Boca con una mujer.

No encontró a nadie en la casa. Marita había comenzado su franco, mamá Cheia seguía en lo de su padre y Tomasa no había llegado, pese a haberse cumplido la hora. Buscó a Eloy en la sala y en el comedor, llamó a la puerta de su estudio y de su dormitorio, pero nadie contestó y, en vano, intentó abrirlas, estaban con llave.

—Ralikhanta, vamos a salir de nuevo. Ayer por la tarde dejaste al señor en casa de Harvey, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Pues, bien. Llévame ahí que quiero hablar con él.

—¿Prefiere que vaya a buscarlo y…?

—No, Ralikhanta. Ya te dije que prepares el coche; saldremos de inmediato.

Camino a lo de Nathaniel Harvey, Micaela sentía crecer su ira. Eloy Cáceres la había engañado respecto a cosas de vital importancia; lo de su impotencia podía comprenderlo, lo de su padre, también, pero la mentira acerca del doctor Charcot no tenía sentido. ¿Por qué le había dicho que, según el médico francés, existían esperanzas si jamás había hablado con él? Muchas veces le mintió que lo había visitado. Recordó lo feliz que regresaba de los supuestos encuentros con el médico. ¿Qué buscaba Cáceres con esa farsa?

En lo de Harvey, le abrió la puerta un sirviente indio, oscuro y petizo como Ralikhanta, aunque más rollizo y con gesto de pocos amigos.

—¿El señor Cáceres se encuentra aquí? —preguntó en inglés.

—¿Quién lo busca?

—Su esposa —respondió Micaela, de mala manera—. ¿Puedo pasar, sí o no?

—Aguarde un instante, veré si puede atenderla.

Lo apartó de un empujón y se adentró en la casa, y el hombre la siguió chillando en hindi. Micaela cruzó la sala, caminó rápidamente por el corredor y se precipitó en el escritorio de Harvey, donde no halló a nadie. Unas voces y sonrisas la atrajeron, y abrió la puerta de la última habitación. El espectáculo la sobrecogió y se quedó contemplando impávidamente a Eloy y a Nathaniel que retozaban en la cama como amantes. Al advertir su presencia, Harvey se incorporó con indolencia y comenzó a reír. Cáceres, en cambio, abandonó el lecho de un brinco, y Micaela estudió por primera vez la anatomía de su esposo.

—No sos impotente —dijo, como tonta, sin quitar la vista del sexo de Eloy.

El comentario aumentó la hilaridad de Harvey y sacó del estupor a Cáceres, que arrebató una sábana y se cubrió. Caminó hacia ella e intentó tomarla por el brazo.

—No me toques —prorrumpió, y dio un paso atrás.

—Vamos, Micaela —le escuchó decir a Nathaniel—. ¿Por qué no te nos unes? Sería divertido los tres juntos en la cama. Sabes muy bien que te deseo desde hace tiempo.

—¡Callate! —ordenó Eloy, y dirigiéndose a ella, le suplicó que le permitiera explicarle.

Micaela salió corriendo hacia la calle. Humillada, con el estómago revuelto y la mente aturdida, se largó a llorar en medio de la vereda. Ralikhanta bajó del automóvil y le alcanzó un pañuelo; la tomó por los hombros y la ayudó a subir al coche.

El calor del mediodía no colaboraba; había sufrido demasiadas impresiones y no recordaba mañana más espantosa que ésa. Sacó el frasco de perfume, inspiró profundamente y se refrescó la cara con el abanico. No la vencerían las circunstancias: la idea de huir y refugiarse en los brazos de Carlo la mantuvo erguida y con la cabeza en funcionamiento. Ya no necesitaba respuestas, no le interesaba conocer el porqué de tanto engaño y enredo. ¡Que Eloy hiciera con su vida lo que quisiera! Ella sabría qué hacer con la suya.

Temía que Cáceres llegara a la casa antes de que pudiese escapar, no quería cruzárselo. Metió en un bolso las cosas esenciales, rápidamente, con nerviosismo, y le dijo a Ralikhanta que volvería por el resto.

—Lo último que te pido, Ralikhanta —dijo.

—Lo que quiera, señora.

—Llévame a casa de Carlo.

El indio tomó el bolso y juntos dejaron la recámara. Se toparon con Cáceres en el pasillo, que, con un movimiento de cabeza, le ordenó a Ralikhanta que desapareciera. El sirviente se marchó a paso rápido.

—¿Adonde te crees que vas? —se dirigió a Micaela.

—Eso no te importa.

—Claro que me importa, sos mi esposa.

—Error —aclaró—. Era tu esposa, o, mejor dicho, nunca lo fui. —E intentó avanzar, pero Cáceres se lo impidió—. ¡Déjame pasar! ¡No me toques! ¡Soltame!

La tomó por la cintura y le estampó un beso en los labios. La aprisionó contra la pared, le subió la falda, le arrancó la bombacha con brutalidad y le hundió la mano en la entrepierna. Micaela pegó un grito que se mezcló con la risotada de él.

—¿Así te acaricia Varzi? —Y le sobó los pechos, sin hacer caso de los alaridos de ella—. Te gusta, ¿eh? Como buena puta que sos, te encanta.

Ipso facto, le propinó un golpe y la sostuvo desvanecida en sus brazos.

—¡Ralikhanta! —vociferó.

El indio regresó corriendo y se detuvo en seco al ver a su señora inconsciente y con la nariz sangrando.

—¡Abrí mi despacho! ¡Rápido, no te quedes mirando como idiota!

Ralikhanta sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.

—Ahora el escotillón —ordenó Cáceres, una vez que estuvieron dentro.

—¿El escotillón? —repitió el indio, con voz temblorosa.

Cáceres lo fulminó de un vistazo. Ralikhanta enrolló la alfombra que cubría el centro de la habitación y reveló una puerta en el suelo. Le quitó el cerrojo y la levantó con esfuerzo. Eloy, con Micaela en brazos y el sirviente por detrás, descendió al sótano.

Carlo despertó súbitamente sobre el escritorio de su oficina. Medio dormido todavía, miró a su alrededor y trató de entender dónde se hallaba. No le tomó mucho tiempo recordar la desazón después de que Micaela dejara su casa. El resto de la tarde había deambulado por el puerto, con su pena a cuestas, sin conseguir sosiego; buscó una salida en el trabajo y se afanó en los documentos y expedientes de su compañía la noche entera, hasta que el cansancio lo venció y se quedó dormido sobre el escritorio. Nadie lo había despertado, pues era sábado, día de franco para sus empleados.

Le dolía cada hueso, y los cuestionamientos y las dudas continuaban atormentándole el corazón. Sucio y con hambre, decidió regresar a la casa para darse un baño y comer algo decente. Miró el reloj: las doce del mediodía. Frida estaría preocupada, ya se había desacostumbrado a su vida de calavera. En la sala de la casona de San Telmo lo esperaban Mudo y Cabecita. Frida le salió al encuentro con cara de desconsuelo y le recibió el saco.

—¿Qué pasa? —preguntó Carlo.

—¿Dónde te metiste, Napo? Ayer estuvimos buscándote todo la tarde y toda la noche.

—¿Qué pasa? —insistió, a punto de perder la paciencia.

—Se trata del chofer de Marlene —dijo Mudo—. Estamos seguros de que es el «mocha lenguas».

Carlo los apremió y, rápidamente, le expusieron los hechos del día anterior.

—No queda duda —concluyó Varzi—. Es él.

—Nosotros nos dedicamos a buscarte —explicó Cabecita—, y le dijimos a Jorge y a Ecuménico que vigilaran de cerca a Marlene. No debe de haber pasado nada, porque los muchachos no dieron señales todavía.

Carlo no quería perder tiempo, aunque fuera de los pelos, sacaría a Micaela de lo de Cáceres y se la llevaría con él, ya no tendría miramientos y le importaba un carajo la lástima que pudiera sentir por ese impotente de mierda, que la había puesto en manos de un asesino macabro.

—¡Puta, Marlene! —exclamó, y pateó un mueble—. Te dije que ese indio no me gustaba.

—Bueno, Carlo —intercedió Frida—. Ahora no es momento para reproches. Vayan a buscarla y tráiganla sana y salva.

Llamaron a la puerta, y Frida se apresuró a abrir. Jorge y Ecuménico entraron en la sala.

—¿Alguna novedad? —preguntó Carlo, con ansiedad.

—Algo pasa en lo de Marlene —dijo Ecuménico—. Hace un rato, llegó llorando. Después, apareció el marido, con cara de desesperado. Se metió en la casa, y ninguno volvió a salir. A Jorge y a mí este revuelo nos huele mal.

—¿Y el chofer? —se desesperó Varzi.

—Todo el tiempo con ella. Esta mañana la llevó y la trajo a todas partes. Siempre con ella.

—¿Y no trataron de entrar a la casa para ver qué pasaba? —preguntó Carlo, con la paciencia en un hilo.

—Sí, pero no había por dónde —explicó Ecuménico—. Todo estaba cerrado, y no nos animamos a forzar la cerradura.

—Es la casa del Canciller —apostilló Jorge.

—¡La puta que los parió, maricones de mierda! —vociferó Carlo, y los matones dieron un paso hacia atrás—. ¡Cagones, la dejaron sola en esa casa con el «mocha lenguas»!

Micaela volvió en sí, confundida y llena de dolores. Ralikhanta le ataba las manos, y se dio cuenta de que ya había hecho lo mismo con los pies. Miró a su alrededor, un lugar dantesco que le erizó la piel, oscuro y sucio, que hedía y la asfixiaba, y le recrudecía los deseos de vomitar. Tenía sed.

—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué me atas?

El indio miró hacia la escalera que comunicaba con el despacho de Eloy y le pidió silencio.

—Ralikhanta, ayúdame —farfulló—. Por amor de Dios, sácame de aquí.

—No puedo.

—¿Dónde está Eloy?

—No sé, en su dormitorio, creo.

—Y yo, ¿dónde estoy?

—En el sótano de la casa.

—¡Por favor, Ralikhanta, sácame de aquí!

—Ralikhanta sabe lo que le conviene —prorrumpió Cáceres, desde la escalera—. Traicionarme sería la decisión más estúpida de su vida. ¿No es así, Ralikhanta?

El sirviente lo miró con desprecio. Eloy terminó de bajar, encendió una luz y se acercó a Micaela; la tomó por la barbilla y le estudió el golpe.

—Fui una bestia —aceptó—. Una piel hermosa como la tuya, con semejante cardenal. —La soltó con torpeza—. Veo que estuviste de visita en el hospicio —comentó, mientras sostenía el cuadro que el viejo Cáceres había arrojado al vacío—. Me pregunto cómo hiciste para quitarle el retrato de mi madre.

—Eloy, por favor —suplicó Micaela—. ¿Qué te pasa? No te reconozco. Desátame, te lo ruego, las cuerdas están haciéndome daño. Nosotros siempre nos respetamos y nos tuvimos afecto, no terminemos así, podemos llegar a un acuerdo. Yo no tengo intenciones de perjudicarte ni de juzgarte, nadie se enterará de lo de Harvey…

Cáceres la interrumpió con una risotada. Volvió a acercársele y Micaela se contrajo, presa del pánico.

—Estaba dispuesto a cambiar —dijo, repentinamente serio—, por vos, estaba dispuesto a hacerlo. Ya había dejado a Harvey, pero tu traición me hizo volver a sus brazos. —Le propinó una bofetada de revés, que la dejó semiinconsciente—. Trae agua —ordenó a Ralikhanta.

Se quedó contemplándola mientras esperaba al indio y, por un instante, el gesto se le suavizó. De rodillas al lado de Micaela, le limpió la sangre con un pañuelo y le besó los labios. Escuchó los pasos de Ralikhanta y se puso de pie con presteza. Recibió la jarra con agua y se la arrojó brutalmente a la cara. Despertó medio ahogada y, al tomar contacto con la realidad y comprender que no se trataba de una pesadilla, se puso a llorar.

—No llores, querida —pidió Eloy, sarcásticamente—, pronto terminará todo.

—Señor, por favor —suplicó Ralikhanta, y se atrevió a aproximársele—. Déjela, señor.

—¡Callate! —rugió Cáceres—. Todavía no me cobré tu traición. Siempre supiste que me engañaba con Varzi y me lo ocultaste. Fuiste su cómplice. Más tarde arreglaremos cuentas. Ahora, anda arriba y no dejes que nadie entre en la casa. Si llega Tomasa, le das el día libre, y con Cheia, a ver qué se te ocurre para mantener lejos a esa negra.

Micaela se horrorizó al ver que Ralikhanta dejaba el sótano; con él, se desvanecía su última esperanza, pues había comprendido que su esposo iba a matarla. Cáceres colocó el cuadro sobre una silla y lo observó detenidamente. Micaela percibió con claridad que a Eloy se le aceleraba el ritmo respiratorio a medida que transcurría los segundos en estática contemplación, y cuando volteó a verla, pensó que le había llegado la hora.

—Te voy a contar un cuento —dijo, en cambio, y volvió al retrato—. Había una vez una hermosa princesa, así, hermosa como vos, aunque tenía el pelo negro como el carbón.

Se acercó a un mueble feo y estropeado, descorrió la tela que servía a modo de puerta y aparecieron estantes y cajones; había frascos de vidrio prolijamente dispuestos sobre un anaquel. De un cajón, Eloy extrajo una larga y espesa peluca negra. Micaela fijó su atención en los frascos y, pese a la lobreguez reinante, se horrorizó al descubrir que en cada uno flotaba una lengua humana. Pegó un alarido y, al ponerse de pie, se fue de bruces al suelo. Eloy la ayudó a incorporarse y a acomodarse en la silla nuevamente. Micaela, presa de un ataque de histeria, lloriqueando y musitando palabras incomprensibles, sacó de quicio a su esposo, que la tomó por la nuca y le acercó el rostro para susurrarle:

—Callate, todavía no terminó mi historia. —Le calzó la peluca—. Sí, ahora te pareces más a la princesa Silvia. ¿Te dije que se llamaba Silvia? —Eloy se llevó la mano al mentón e hizo un ceño—. Falta algo. —Volvió al mueble, extrajo un lápiz negro y le remarcó el lunar—. Así está mejor. Sigamos con el cuento. La princesa era codiciada por los reyes de otras comarcas, no sólo por su belleza e inteligencia, sino por su dinero. El padre había prometido una gran dote para el elegido. Cuando por fin se decidió quién sería el afortunado, resultó ser un joven rey llamado Carlos, apuesto, de mucha alcurnia y con tanto dinero que desechó la dote de la princesa Silvia, pues, según dijo, sólo la quería a ella. La boda se celebró meses después, y los festejos duraron cuatro días; la gente de ambos reinos estaba feliz y pensó que vendrían tiempos de abundancia y paz.

—Eloy, basta, te lo suplico, por amor de Dios.

—El rey Carlos llevó a su esposa a vivir al nuevo castillo que había hecho construir especialmente, lleno de lujos, con las comodidades que se merecía una reina como ella. —Elevó el retrato de su madre y se mantuvo caviloso. Cuando lo devolvió a la silla, prosiguió—: Como era de esperar, al poco tiempo, nació un vástago, tan amado por su padre que se podría afirmar que llegó a ser un niño feliz, aunque le faltara el cariño de su madre, que no le tenía paciencia, lo regañaba muy seguido y lo quería lo más lejos posible. Con el tiempo, el niño se convirtió en un joven muy apegado a su padre. Solían cazar juntos en el coto del reino, y ésos eran los momentos que más amaban. El rey Carlos sólo tenía a su hijo, porque pronto se había desilusionado de los encantos de la reina Silvia, que se había revelado como una mujer veleidosa y malhumorada. Una tarde, luego de una fuerte discusión con su esposa, el rey decidió salir de caza para sosegar su alma atormentada, pues, pese a todo, seguía amando a la reina Silvia como el primer día. Como de costumbre, invitó a su hijo. Regresaron antes de lo previsto porque no habían tenido suerte, sólo consiguieron unas pocas liebres y perdices. Entraron en el castillo y le dieron las presas a la cocinera. Luego, callados y entristecidos, subieron a sus aposentos.

Eloy se detuvo y volvió al cajón del mueble. Micaela comenzó a gritar como enloquecida al ver que su esposo tomaba un puñal. Cáceres se lo llevó a los labios para pedirle silencio y, a pesar de que le costaba dejar de llorar, Micaela intentó calmarse, pues temía enfurecerlo.

—El joven príncipe acompañó a su padre hasta la recámara, porque lo veía muy triste y quería hacerle compañía hasta que se durmiera. Abrieron la puerta del dormitorio real y la sorpresa los dejó sin aliento: la reina, de rodillas frente a un vasallo, le chupaba el miembro, enorme y endurecido; su lengua —dijo, con los dientes apretados, y tajó el lienzo del retrato una y otra vez—, su lengua lamía y relamía con deleite la pija de ese inmundo siervo. El joven príncipe levantó su escopeta de caza y le disparó a su madre directo a la cabeza, volándole también los testículos al vasallo, que gritó como desquiciado hasta que el príncipe se apiadó y le llenó el rostro de perdigones. Fuera de sí, el rey corrió donde su esposa muerta y se arrojó a su lado a llorarla, mientras su hijo prendía fuego a la recámara. Los sirvientes del castillo sacaron ileso de entre las llamas al joven príncipe, y muy quemado al pobre rey Carlos; nadie apostó a que sobreviviría. Fueron también los sirvientes los que le contaron a la hermana del rey los hechos como ellos se los figuraban. Hacía tiempo que sabían de los amoríos de la reina Silvia con ese vasallo, y no dudaron que el rey los había matado, así como también, prendido fuego a la habitación. La hermana del rey, muy orgullosa de su alcurnia, no dudó en ocultar la verdad e inventó una historia que se dio a conocer en el reino y en las comarcas vecinas: el vasallo había intentado matar al rey; en el forcejeo, una lámpara cayó al suelo y rápidamente se propagó el fuego. Así, el rey, la reina y el vasallo murieron carbonizados. Los sirvientes fueron generosamente compensados para ratificar esa verdad.

Se produjo un silencio que a Micaela la hizo temblar. Eloy, puñal en mano, mantuvo los ojos fijos en el retrato destrozado hasta que se volvió repentinamente y le causó un susto de muerte.

—Habría apostado mi vida a que vos no eras como mi madre.

Esas palabras la aterraron, pues Eloy ya no usaba el tono sardónico, y la contemplaba con el mismo odio que había encontrado en los ojos repugnantes de su padre esa mañana.

—Al menos —prosiguió Eloy—, Fanny Sharpe nunca me engañó con otro, me dejó cuando se enteró de que había quedado estéril después de la fiebre. Aunque, sí, de una forma u otra, también me traicionó. Todas son iguales.

—¡Ralikhanta! —gritó Micaela—. ¡Auxilio, Ralikhanta!

—Podes llamarlo hasta desgañitarte, nunca te va a ayudar, no es idiota y sabe lo que le conviene —aseguró Cáceres—. Señores policías —ironizó—, acabo de descubrir que mi sirviente, un pobre indio ignorante, es el temible «mocha lenguas». ¡Dios mío, en mi propia casa están las lenguas de esas mujeres! Fui muy hábil, querida, y jamás me dejé ver en los burdeles; era el pobre Ralikhanta el que recogía a la elegida, mientras yo lo aguardaba en algún hotelucho de mala muerte. ¿A quién pensás que le creerían, mi amor? ¿A Ralikhanta, un hombre de aspecto temible, un indio, un hereje musulmán, o a mí, el canciller de la República, un hombre brillante, de conducta intachable?

—¡Basta, Eloy! ¡Basta de hablar así! Te suplico, entra en razón. Entiendo el tormento que viviste, comprendo la traición de tu madre, pero…

—¡Callate! —Y volvió a golpearla—. No vuelvas a decir que comprendes el tormento por el que pasé. —Retomó el sarcasmo para proseguir—: En última instancia, me queda mi padre. Él sería el asesino perfecto, ¿no te parece? ¿No te parece? —repitió, enojado.

—Sí, sí —se apresuró Micaela.

—¿Querés saber qué les hago a las prostitutas antes de cortarles la lengua y degollarlas? Porque no les corto la lengua después de haberlas matado como dicen los diarios. No. Las putas se merecen una muerte lenta y dolorosa. Primero, les corto la lengua de cuajo, y después las ahorco. ¡Malditas putas del demonio! ¡Malditas sean las putas del mundo! ¡Las putas como vos y como mi madre!

Micaela se echó a llorar, desesperada por la crisis de Eloy, que, sin abandonar los insultos, había comenzado a patear los trastos viejos y a lanzarlos contra la pared. Comprendió que debía recuperar el dominio sobre sí, no podía descontrolarse, tenía que pensar, tenía que encontrar la manera de huir. Si tan sólo pudiera tomar el puñal de Eloy y cortar las cuerdas que le sujetaban los pies, podría correr escaleras arriba y llegar a la planta superior; el escotillón estaba abierto, lo sabía por la brisa tenue que entraba y por la mísera luz que se filtraba.

Eloy se calló y dejó de romper cosas, se apoyó contra la pared hasta dominar su agitación y volvió junto a Micaela, que había dejado de llorar y le hacía frente con la mirada.

—Por vos —dijo Eloy—, estaba dispuesto a ser otro. Tengo que admitir que en un principio sólo fuiste un buen negocio. Tu dinero y tu posición social no me importaban tanto como los contactos de tu padre. El viejo senador maneja los hilos en la Casa Rosada, y yo estaba dispuesto a casarme con su adorada hija con tal que tocara los puntos necesarios para que yo fuera el canciller. Así se lo hice entender a Nathaniel, que, por supuesto, no aprobaba mi boda. Me quería sólo para él, pero, finalmente, comprendió.

Se aterrorizó cuando Eloy le pasó el filo del puñal por el cuello, e intuyó que el desenlace se aproximaba y, aunque sentía deseos de gritar, consiguió refrenarse y mantener la calma.

—Debo confesarte, querida, que no podía siquiera tocarte. Nathaniel seguía en mi mente, le pertenecía. En la India, después de la fiebre que casi me mata y de que Fanny me abandonara, él se convirtió en mi mundo; me consolaba, me cuidaba, me protegía, y, poco a poco, fuimos enamorándonos. Pero un día te descubrí, Micaela. Tu hermosura es mágica y atrayente. Caminabas por la casa y la llenabas de luz; tu perfume se impregnaba en las paredes y estabas en todas partes. Tu modo sereno, tu mirada tranquila, tu voz suave —se aproximó y le acarició el rostro—, todo fue hechizándome. Nathaniel también cayó bajo tus encantos y trató de seducirte; además, él sabía que si te manchaba, yo jamás te querría. Pero no le hiciste caso. Eso me llevó a pensar que me amabas, que todavía me esperabas, virgen y pura. Y aunque noté que estabas fría y distante, quise reconquistarte. Te haría creer que me había curado y que podíamos ser felices.

Le desató las manos y los pies, y las esperanzas regresaron al corazón de Micaela, que, pese a la corpulencia de su esposo, estaba dispuesta a golpearlo y huir.

—Bájame los pantalones y chúpame como haces con Varzi —dijo, y la obligó a ponerse de rodillas.

Le dio asco, y se habría negado de no caer en la cuenta de que ésa era la oportunidad que estaba esperando: lo mordería y correría hasta la salida. Le desabrochó el cinto lentamente, con suavidad, calculando cada movimiento.

—¿No te interesa saber cómo descubrí tu relación con el inmigrante inmundo ese?

Micaela levantó la vista y estudió el aspecto de su esposo, mientras se debatía entre el sí y el no; un error, una falla y no tendría chance.

—No —dijo, y volvió a la bragueta.

—¡Puta de mierda! —vociferó Cáceres, y la asió del pelo para arrojarla al suelo.

Micaela comenzó a gritar y trató de incorporarse, pero las piernas entumecidas le fallaron y trastabilló. Eloy la levantó como a una muñeca de trapo y le tapó la boca.

—¡Callate! —susurró.

En la planta alta se escucharon unas corridas y alguien que vociferaba el nombre Marlene. Micaela sintió una alegría inefable al oír la voz de Varzi y aprovechó el desconcierto de Cáceres para morderle la mano y llamarlo. Eloy le cubrió la boca y le colocó el puñal sobre el cuello.

—Si volvés a gritar, te liquido.

A Carlo y a sus matones no les resultó difícil entrar en casa de Micaela, hallaron la puerta abierta de par en par y no se toparon con nadie en el vestíbulo ni en la sala. Penetraron en la vieja casona y, a poco, escucharon el grito de ella que los guió hasta el despacho, donde encontraron el escotillón elevado sobre el suelo. Varzi, seguido por Mudo y Cabecita, descendió rápidamente, aterrorizado por la idea de que fuera demasiado tarde.

—¡No avance un paso más o la mato! —ordenó Cáceres, y apretó el filo del puñal contra el cuello de Micaela.

Carlo se detuvo a mitad de la escalera y se mordió el puño al ver a su mujer tan golpeada y con un cuchillo sobre la garganta.

—Y dígale a sus matones que vuelvan arriba.

Carlo hizo una seña a sus hombres para que regresaran.

—Bienvenido, señor Varzi —dijo Eloy—. Ha llegado en un momento propicio. ¿Viene a socorrer a su amada? Lamento informarle que ya es tarde, pero me place saber que usted también va a presenciar la muerte de la divina Four.

—¡Suéltela, Cáceres! ¡No la toque! —prorrumpió Carlo, y terminó de descender los peldaños.

—¡No avance un paso más!

—Le juro que si llega a rozarla con ese cuchillo, lo van a tener que juntar en pedacitos.

Eloy soltó una risotada espeluznante. Micaela, con la boca tapada, inmóvil entre los brazos de su esposo, comenzó a lloriquear histéricamente, segura de que ni Carlo la salvaría de la ira de Eloy. Varzi, por su parte, pensó que no lograría nada a las malas e intentó la vía diplomática.

—Usted es un hombre inteligente, Cáceres. Sería una estupidez asesinar a su esposa, todo saldría a la luz, no tendría forma de taparlo. Eso arruinaría su carrera política y…

Eloy levantó el brazo y hundió el puñal en el vientre de Micaela, que, luego de unos segundos, se desplomó inerte en el piso. Varzi cayó de rodillas, sin aire en los pulmones, con un grito atravesado en la garganta y el gesto desencajado de dolor, espantado por la palidez que se apoderaba del rostro de su mujer, mientras el vestido se le cubría de sangre. Se arrastró hacia ella, estiró la mano y, al tocarle los dedos, soltó un gemido ronco y profundo que quitó el aliento al mismo Cáceres.

Mudo y Cabecita corrieron escaleras abajo, y detuvieron a Eloy cuando intentaba abalanzarse sobre Carlo, que, aún en el suelo y en completo estado de conmoción, repetía el nombre de Marlene y la sacudía. Se escucharon voces y silbatinas en la planta alta y no pasó mucho hasta que un grupo de policías guiado por Ralikhanta se hizo cargo de la situación. Varzi, abstraído del entorno, cargó en brazos a Micaela y la sacó del sótano. Se topó con Cheia en el corredor, que acababa de llegar del cementerio.

—¡Mi niña! ¡Por Dios, qué tiene! ¡Tanta sangre! ¿Qué pasó? ¿Quién es usted? ¿Qué le hizo?

—Rápido —la apremió Carlo, sin darle tiempo de entender—, llame a un médico, se muere.

—Venga, recuéstela aquí —dijo Cheia, con bastante dominio, y lo condujo a la habitación de Micaela. Salió nuevamente al pasillo, con el rostro bañado en lágrimas y el pensamiento embotado, y no atinó a nada hasta que, de pronto, recordó al doctor Valverde, el esposo de la prima Guillita.