Capítulo XXXI
El chofer le entregó un pañuelo oscuro y le pidió que se cubriera los ojos. Micaela lo miró divertida, tomó la venda y, sin hacer comentarios, se la ató detrás de la cabeza cuidando de no aplastar el tocado del sombrero. Se relajó en la parte trasera del automóvil, complacida con la brisa que entraba por la ventanilla, pues el calor del verano y la intriga por la sorpresa la habían agitado, y gotas de sudor le corrían entre los senos. Tanteó la escarcela, sacó la pequeña botella Lalique que su maestro le había regalado y se perfumó generosamente.
Sabía que lucía bien, el vestido le sentaba magníficamente, en opinión de Regina, y el cabello suelto, con marcadas ondulaciones, complacería a Carlo tanto como cuando la obligaba a soltárselo y a pasearse desnuda delante de él, con el único afán de solazarse con su belleza y su garbo, hasta que, dominado por el deseo, le saltaba encima y la tumbaba en la cama.
El automóvil se detuvo. El chofer la ayudó a descender y la guió con cuidado hasta unos escalones. Escuchó que se abría una puerta, que el hombre la instó a trasponer, y debió caminar un poco más antes de que la dejase sola. No quiso sacarse la venda y esperó que Carlo lo hiciera, porque sabía que lo tenía enfrente, habría reconocido su loción de lavanda en cualquier sitio. Estiró la mano y le acarició la mejilla recién afeitada, suave y fragante. Carlo le quitó el pañuelo y aguardó a que se acostumbrara a la media luz.
—El Carmesí —murmuró ella, con una sonrisa y la mirada brillante.
Había cambiado. Las mesas, dispuestas en otro sector, descollaban sin manteles, pintadas de negro; las lámparas ya no estaban cubiertas por gasas rojas y habían quitado la alfombra carmesí que cubría los peldaños de la escalera. Y, por sobre todo, la ausencia de Tuli disfrazado de mujer, de las muchachas, con sus boas hasta el piso y los ojos pesados de maquillaje, de Mudo y Cabecita atentos en la puerta y de Cacciaguida al piano, la llenó de tristeza.
—Baila conmigo, Marlene —ordenó Varzi, y la tomó por la cintura con la ferocidad de la primera vez, a sabiendas de que le hacía doler, que su fuerza la debilitaba, pero tenía que demostrarle su virilidad, su supremacía de macho, y convencerla de que ella le pertenecía, de que no volvería a abandonarlo. Micaela lo amó por eso, por su inseguridad, por desearla tanto, por temer perderla, y lo dejó hacer, pues, en medio de tanta rudeza, interpretó la manera en que Varzi le decía «te amo».
La orquesta ejecutó La cumparsita, y luego El choclo y Venus. Micaela y Carlo se entregaron nuevamente a ese baile de negros, orilleros y putas, hijo bastardo de los lupanares de La Boca, que en su niñez había imitado la coreografía rápida de los duelos a cuchillo, para perder la inocencia años más tarde, volviéndose un lascivo e irrespetuoso que sabía comprender como nadie el deseo reprimido de tanto macho sin hembra, de tanto compadrito sin proezas, de tanta traición y desamor.
Esa danza que, como en sus albores, los había enfrentado en un duelo, ahora los unía en sus cadencias insinuantes y bamboleos concupiscentes, formas sensuales cargadas de erotismo que de manera increíble respetaban una secuencia armónica de figuras rápidas y complejas. Las piernas se dislocaban y entreveraban, buscaban la intimidad del tajo de la falda o de la bragueta del pantalón, trepaban por el muslo arrastrando el vestido o escapaban velozmente al asedio de los pies.
Siguió Don Juan, un tango que a Micaela le habría gustado bailar hasta el fin para rememorar las noches del Charonne. Con todo, deseó que no durara mucho; la virilidad de Carlo, comprimida dentro del pantalón, y el brillo lujurioso de su mirada resultaron suficiente preaviso antes de que la arrastrara a la planta alta.
Eloy echó un vistazo al reloj: la una de la tarde. Todavía le quedaban asuntos importantes en la Cancillería, pero no tenía cabeza para nada, sólo para Micaela. ¡Qué linda estaba esa mañana! La había espiado mientras tomaba un baño y cantaba a media voz un aria de Verdi, y también cuando, al salir de la tina, con el agua aún escurriéndole sobre la piel satinada, en medio de la inocencia de creerse sola, le exhibió la magnificencia de su cuerpo virginal, puro como una rosa blanca, exquisito como fruta madura.
Cáceres se rebulló en la silla, cerró los ojos y las imágenes retornaron a la hora del desayuno, donde lo había embriagado su perfume, y el brillo de su cabello blondo lo había arrobado. Le preguntó nimiedades sólo para escucharle la voz, para verle el movimiento de los labios y el de la lengua cuando se los humedecía. Y la interrupción de la Pacini sirvió para que Micaela abandonara la mesa y él se regodeara con el meneo natural de sus caderas, exacerbado por el corte del vestido blanco. Se complació en la seguridad de que su esposa aún lo aguardaba, pura y sin mancha. «Es una santa atrapada en el cuerpo de una pecadora», repetía, y se vanagloriaba de su suerte, convencido de que le pertenecía por completo y de que sólo él la exploraría hasta caer ebrio de placer. Sí, Micaela aún lo aguardaba, pero no necesitaba seguir haciéndolo.
Salió del despacho y le ordenó a su asistente que cancelara los compromisos de la tarde.
—Hasta el lunes —saludó.
—Hasta el lunes, Canciller —atinó a contestar el atónito empleado.
En el trayecto a su casa, se preguntó si Micaela habría regresado de sus compras; ni siquiera había tenido tiempo de darle el dinero, cuando volvió a la sala, Micaela y la Pacini ya no estaban, en cambio, se topó con Harvey y su sonrisa insolente. Pero no recordaría asuntos penosos, esa tarde volvería a la vida a manos de su mujer, volvería a ser un hombre normal, sin tormentos ni traumas. Hacía varias noches que no tenía pesadillas ni despertaba sacudido por Ralikhanta, tampoco lo dominaban la ira y el desprecio, se sentía en paz, sin necesidad de represalias. Micaela le había devuelto la esperanza. Se maldijo por el tiempo perdido, por los momentos de confusión, por las mentiras, por el engaño.
Al llegar a su casa, despachó el auto oficial e indicó que no lo necesitaría hasta el lunes a las ocho de la mañana.
—Vaya nomás, Funes, descanse un poco que se lo ha ganado —agregó.
—Gracias, Canciller —acertó a decir el hombre, asombrado.
Encontró a Cheia que acomodaba flores en un jarrón de la sala y enseguida notó la turbación de la mujer al verlo.
—Canciller —dijo—, pensé que no venía a almorzar. Si quiere le mando a calentar el guiso y el pastel de papas.
—No, gracias. ¿Y la señora? ¿Está en su dormitorio?
—¿La señora? Eh… No, bueno, usted sabe, ¿no? La señora de Alvear vino a buscarla esta mañana y se fueron de compras. Todavía no volvió.
Apareció Ralikhanta que trató de escabullirse antes de que el patrón lo viera.
—¡Ralikhanta! —llamó Cáceres, de mal modo, como solía hacer—. ¿Sabes a dónde pensaba ir de compras la señora? —El indio negó con la cabeza—. ¿Y no te pidió que fueras a buscarla en algún momento? —Volvió a negar, y a Eloy comenzó a esfumársele la alegría con la que había llegado al hogar.
Cheia, que presenciaba la conversación sin entender palabra, pues Cáceres se dirigía a Ralikhanta en hindi, presagió una tormenta y, cuando el patrón le comunicó que iría a buscar a su esposa a lo de Alvear, cambió de parecer y presagió un terremoto, pues, sin que su niña le hubiese contado nada, ella intuía que esa salida con la señora Regina era puro invento, y que más bien olía a cafishio vicioso.
—Vamos, Ralikhanta, llévame tú que despedí al chofer de la Cancillería.
En la mansión Alvear, el ama de llaves le informó que la señora Regina dormía la siesta y que había pedido no ser molestada. Humillado, Cáceres le preguntó por su esposa.
—La señora Micaela se fue al mediodía, señor, y no sabría decirle adonde.
—¿La llevó el chofer de la señora de Alvear? Quizá podría hablar con él.
—No, Julio no salió para nada. Me pareció que la esperaba un coche en la puerta.
Eloy luchaba por mantener la compostura, no obstante y más allá de los esfuerzos, se le habían coloreado las mejillas y tenía la frente perlada de sudor.
—Llévame a lo de Urtiaga Four —ordenó al indio—, tal vez esté con su maestro.
Otilia se alegró de ver a su sobrino, a pesar de que, según aclaró, debería estar ofendida porque últimamente no la visitaba; de todos modos lo disculpó, segura de que su desaprensión no se debía a la falta de cariño sino a la falta de…
—¿Micaela está aquí? —la interrumpió Cáceres.
—No, querido, no vino en toda la mañana.
—¿Y Moreschi?
—Según me comentó Rafael, lo invitaron a pasar el día a una quinta en Belgrano; va a volver a la hora de la cena. ¿Qué pasa, querido? ¿No encontrás a tu esposa? Debe de estar con Ralikhanta en algún almuerzo de beneficencia o en una tertulia lírica de las que es habitué.
—Ralikhanta no está con ella, tía, está conmigo, esperándome en el coche.
—Ah —esbozó Otilia—. Veo que el asunto es más grave de lo que pensé. No descuides a tu mujercita, Eloy. Cuando la encuentres, dale un buen sermón; una señora bien, una señora de su casa —agregó, vehemente—, no puede desaparecer sola, sin su chofer y sin que nadie sepa dónde está. Te repito, querido, vigilala de cerca, es una joven acostumbrada a hacer de su vida lo que quiere y eso no es lo que la gente espera de la esposa del Canciller de la República.
Eloy dejó lo de Urtiaga Four maldiciendo en voz baja y no simuló la furia que lo embargaba cuando le ordenó a su sirviente que lo condujera a todos los lugares que acostumbraba a ir Micaela.
—Y más vale que no te olvides de ninguno —espetó.
Ralikhanta, sumiso y silencioso, lo llevó al conservatorio, al teatro y a la sede de las Damas de la Caridad. En cada sitio, Eloy se tragó el orgullo y preguntó por Micaela, soportó los gestos de asombro y atendió pacientemente los comentarios malintencionados. Al terminar el periplo, su estado de ansiedad y rabia era tal que habría estrangulado a su esposa de tenerla enfrente.
—Volvamos a la casa, señor —sugirió el indio—. Quizá la señora Micaela ya llegó.
Eloy aceptó la idea con un gruñido y, en lo que duró el viaje, se dedicó a elucubrar ideas negras acerca del paradero de su esposa, ideas que se oscurecieron aun más cuando Cheia, con la voz temblorosa y estrujándose las manos, le dijo que la señora no había llegado.
—Está bien, Cheia, puede retirarse. —Esperó a que la mujer hubiese desaparecido para dirigirse a Ralikhanta—: No salgas a ningún lado, quizá te necesite más tarde. —Dio media vuelta y se internó en la casa.
Entró sin hesitar en el cuarto de Micaela. En el aire aún flotaba su perfume. Fue hasta el tocador, donde esa mañana la había espiado; acarició la esponja marina con la que la vio refregarse y olió las sales con las que había aromatizado el agua tibia. Salió del baño loco de desesperación. Miró en derredor, buscándola, y se detuvo en el secrétaire, un regalo que su abuelo le había hecho a tía Otilia y que él en su adolescencia se había hartado de hurgar. ¿Estaría la copia de la llave donde siempre la escondía? Retiró el mueble de la pared y la encontró sobre el zócalo de madera, llena de polvo y pelusas. Abrió el mueble y escrutó con atención las cosas que saltaban a la vista: una pluma, papel, sobres, un abrecartas de oro, un secante y un tintero, todo ordenado y limpio. Curioseó los pequeños cajones uno a uno sin hallar nada interesante: un cofre con alhajas, botellas de perfume vacías, cepillos y peines de marfil, un espejo y sujetadores para el cabello. El último cajoncito no cedió, y Eloy recordó que, años atrás, le había llevado un tiempo descubrir la traba secreta. ¿Dónde estaba? Quitó el cajón de la derecha y tanteó el fondo hasta dar con el engranaje y accionarlo.
—¡Eso es! —exclamó, al escuchar el chasquido.
Micaela lo usaba para guardar correspondencia. ¿Quién le habría enseñado el lugar secreto del mecanismo? Caviló unos segundos, mientras husmeaba los papeles, y coligió que no resultaba extraño que lo hubiese descubierto ella misma, después de todo, ¿qué mujer no tenía un secrétaire con trabas ocultas?
Se concentró en las epístolas, casi todas en francés, unas pocas en italiano, en general de tenores y sopranos famosos y de empresarios líricos, algunas firmadas por una tal madre superiora que escribía desde Vevey, y por último, una de Gastón María, que se refería a él como «el estirado y pulcro Canciller». Tuvo un mal presentimiento al ver un atado de esquelas medio escondido en el fondo.
«Amor mío, nada me molesta tanto como escribirte estas líneas para decirte que mi regreso a Buenos Aires no es posible todavía… Te extraño tanto que casi no duermo de noche, y de día me cuesta pensar en los negocios; siempre estás ahí, en mi cabeza, volviéndome loco… Sueño con nuestro reencuentro. C.V.»
Se mordió los labios para no gritar, hizo un bollo la carta y la arrojó contra el mueble; la recogió casi de inmediato y volvió a detenerse en algunas frases. Amor mío… Te extraño tanto… Amor mío… Sueño con nuestro reencuentro… Rosario, 9 de diciembre de 1915. Tan sólo unos días atrás. Se le descompuso el semblante y empezó a llorar impulsado por la rabia y el odio. «¡Tan sólo unos pocos días atrás!», repitió, chirriando los dientes. «Hoy, a las 15 hs… En medio de tanta gente, yo era el único que podía gritar esa mujer es mía. C.V.»
Cáceres se arrastró hasta el sillón ahogado en llanto, envenenado por su resentimiento, y descargó la mezcla de dolor y odio que le asolaba el alma. Lloró sin control hasta que el tormento cedió y respiró normalmente. La calma imperó en él y, con la parsimonia y flema de costumbre, acomodó las cartas y cerró el secrétaire. Abandonó la habitación a paso tranquilo, sin mirar atrás al cerrar la puerta.
Carlo despertó con dificultad y se restregó los ojos para alejar la pesadez que lo instaba a seguir durmiendo. Estaba agotado, le había hecho el amor a Micaela hasta la extenuación, hasta caer rendido sobre su pecho agitado. La buscó con la mirada y la encontró de pie frente a la ventana, espiando tras un resquicio de la cortina de terciopelo rojo. Completamente desnuda, se le antojó la criatura más perfecta y acabada. La sorprendió por detrás con un beso sobre el hombro.
—Pensé que dormías —comentó ella.
—¿Qué mirabas?
—La gente en la calle, el puerto, las casas de todos colores. Me da tristeza este barrio, la gente camina con la cabeza baja y los niños corren sin zapatos por la calle. Me entristece pensar que vos también eras así, flacucho y sin ropa.
—Yo no era así, nunca me faltó el calzado y no tenía nada de flacucho, al contrario, siempre fui alto para mi edad y bien formado. Cuando empecé a usar pantalones largos, mi mamá tenía que bajarles el ruedo porque cada dos por tres me quedaban cortos. «¡Bájalos a tomar agua!», me gritaban en la calle, y yo me moría de vergüenza.
Micaela rió con ganas al imaginar a ese Carlo Varzi adolescente, con pantalones que no le cubrían los tobillos y cara arrebolada por la timidez.
—Solamente te vas a poder reír cuando estés conmigo —le ordenó—. Sos más hermosa cuando te reís. Ningún hombre resistiría la tentación.
—Sos demasiado posesivo —se quejó ella—. ¿Por eso tengo a Cabecita y a Mudo siguiéndome como sabuesos todo el día? —La cara de desconcierto de Varzi volvió a causarle gracia—. Empecé a darme cuenta de que me seguían cuando vine a buscarte al Carmesí, la mañana que me enteré que lo habías vendido. Cuando salí, me topé con Cabecita en la vereda, y cuando le pregunté qué hacía ahí, me dijo que te preguntara a vos. De ahí en más, siempre me los cruzo.
—Quiero protegerte —adujo Carlo—. Me muero si te pasa algo.
—No va a pasarme nada, mi amor. ¿Qué podría pasarme?
—No me gusta tu chofer, el indio ese. Me da mala espina.
—No juzgues a la gente por su apariencia. Sé que Ralikhanta no inspira confianza al primer vistazo, con todos esos anillos y cadenas, los trajes raros que usa y, sobre todo, ese par de ojos enormes y oscuros, pero es un buen hombre, sé que jamás me traicionaría.
—No me importa que te enojes, Cabecita y Mudo van a seguir protegiéndote, ¿está claro?
Micaela asintió y Carlo la besó en los labios.
—La mañana que vine a buscarte aquí, una mujer me dijo que querías volver a Napóles. ¿Es cierto que tenías intenciones de volver a Napóles?
—Y todavía las tengo —aseguró—. ¡No pongas esa cara, Marlene!
—¿Qué cara querés que ponga cuando te escucho decir semejante estupidez? ¿Cómo se te ocurre que vas a ir a Italia en medio de la guerra? ¿Estás loco?
—Si viajo en un barco argentino, no va a pasar nada —aseguró Carlo.
—¡Eso es mentira! Pueden atacar tu barco sin importarles que sea de bandera neutral. ¡No, Carlo, por favor, júrame que no vas a ir a Napóles mientras dure la guerra! ¡Por favor, júramelo!
—Está bien, te lo juro. Además, desde que volviste a mí ya no tengo necesidad de buscar a la familia de mi madre. Con vos, tengo lo que necesito.
Micaela lanzó un resuello, se abrazó a él y le prometió que, cuando la guerra terminara, ella lo ayudaría a dar con los Portineri.
—Fuiste un suicida la noche de la fiesta en casa de mi padre —recordó la joven—. ¿Cómo se te ocurrió presentarte por tu verdadero nombre? ¿Y si Gioacchina te reconocía?
—Gioacchina no recuerda el apellido Varzi, aunque me dijo que le resultaba familiar. Marité, la amiga de mi madre que la visitó por años en el orfanato, nunca se lo mencionó, es más, le inventó que habíamos muerto en un accidente. De todas formas —agregó—, era inútil cambiarme el apellido, muchos de los invitados me conocían. No me mires así, ¿o acaso pensás que el único que frecuentaba mis garitos era tu tío Miguens? Al principio, cuando me vieron dando vueltas por los salones de tu padre, se asustaron; al tanto, se dieron cuenta de que ni a ellos les convenía que yo hablara ni a mí que ellos me delataran.
—¡Y yo, cantando aquí, en el Carmesí, mientras corría el riesgo de toparme con los amigos de mi padre!
—Por eso, desde un principio, le pedí a Tuli que te disfrazara.
—¡Mentira! —replicó Micaela—. Lo hiciste para humillarme. Todavía recuerdo esa tarde, cuando entraste en el camerino y, frente a todos, le dijiste a Tuli: «Maquíllala mucho, con pestañas postizas. Que parezca una puta.»
Carlo la tomó por asalto y le acercó el rostro.
—Sí —susurró—, una puta, mi puta.
La encaramó en sus brazos y la depositó en la cama.
Eloy, luego de dejar el dormitorio de Micaela, se encaminó a la cocina. Cheia, que rezaba el rosario, se puso de pie al verlo entrar y le preguntó si quería almorzar. Cáceres la miró con gesto impertérrito y le ordenó que buscase a Ralikhanta.
—Dígale que lo espero en mi escritorio —añadió.
El indio se apersonó en el despacho y debió esperar un rato hasta que su patrón se dignó a voltear y hablarle.
—Quiero que me lleves con Micaela —ordenó.
—Pero, señor, si ya…
—Quiero que me lleves al lugar donde se encuentra con su amante —aclaró.
—No sé de qué me habla.
Eloy estuvo sobre Ralikhanta en un segundo, lo tomó por las solapas, lo levantó en el aire y lo apoyó contra la pared. Los pies del indio bailoteaban y la presión de las manos de Cáceres sobre el cuello le dificultaban la respiración.
—El secreto que nos une —susurró Eloy—, no admite felonías. Sabes que puedo destruirte como a un escarabajo. —Lo volvió a tierra firme y le acomodó el saco—. Ahora, llévame con mi esposa.
—Tengo que irme —anunció Micaela.
Carlo lanzó un resoplido, dejó la cama y comenzó a vestirse.
—Carlo, por favor, no te pongas así. No quiero que nos despidamos enojados.
—¡Y cómo carajo querés que me ponga! —bramó, y asustó a Micaela, que dio un paso atrás—. Perdóname, mi amor —rogó, y la atrajo hacia él—. No aguanto cuando empezás con la cantinela de que tenés que irte, no aguanto que no seas mía todo el tiempo.
—Ya falta poco. Cuando regresemos de Chile, voy a dejar a Eloy aunque el doctor Charcot no lo haya curado. Yo tampoco soporto separarme de vos, pero entendeme, esto es muy difícil para mí.
—Sí, sí, te entiendo, pero si no querés que me quede enojado, antes de volver a tu casa, pasa por la mía, un rato nomás.
—Carlo, por favor, ya son las cuatro y media, es muy tarde.
—Solamente un rato. Frida te hizo un vestido y quiere dártelo como regalo de Navidad. Se volvió loca buscando unas telas finas y caras, encaje de no sé dónde y seda de Francia. Tengo que admitir que quedó muy lindo.
Micaela accedió. Terminaron de vestirse y bajaron. El salón se preparaba para otra noche de tango, putas y naipes. Varias mujeres barrían la pista, otras limpiaban las mesas y los músicos ensayaban las melodías. Antes de dejar el burdel, Micaela le dispensó una mirada triste, convencida de que nunca volvería. Paradójicamente, en ese lugar, a las puertas del Infierno, ella había descubierto el Paraíso.
Ralikhanta estacionó el automóvil y le indicó a su jefe la casa de Varzi.
—¿Cómo se llama? —preguntó Eloy.
—Carlo Varzi.
—¿Varzi? ¿Italiano?
—Napolitano —aclaró Ralikhanta.
—¿A qué se dedica?
—Tiene una barraca en el puerto. Hace exportaciones e importaciones.
Eloy se mantuvo caviloso antes de volver a preguntar:
—¿Y de dónde sacó el dinero para la compañía exportadora?
—No lo sé, señor.
Con la rapidez de un rayo, Eloy se incorporó del asiento trasero, rodeó por el cuello al indio y lo apretó con brutalidad.
—Te dije que el secreto que nos une no admite traiciones. Decime de dónde sacó el dinero para una empresa como ésa un tipo de cuarta como él.
Eloy aflojó el brazo y Ralikhanta comenzó a jadear y a toser.
—Era dueño de varios garitos y burdeles —admitió el indio, sin aliento.
Cáceres volvió a echarse en el asiento. A pesar de su gesto hierático, mascullaba odio y asco; la imagen de su esposa en manos de un repugnante inmigrante italiano del barrio bajo de San Telmo le revolvía las tripas.
Ralikhanta los vio primero y no dijo nada. Cáceres, alertado por el ruido de un automóvil, descorrió el visillo: su esposa y un hombre moreno y atractivo, que la guiaba por la cintura y le susurraba, se adentraron en la vieja casona. Lo arrebató el deseo de sorprenderlos, pero se contuvo; cerró los puños y apretó los dientes para dominarse, seguro de que una venganza bien planeada sería más reconfortante que una disputa en la vereda.
Micaela y Carlo volvieron minutos después. Eloy reparó de inmediato en la caja primorosamente envuelta que cargaba su esposa y en la sonrisa de hembra satisfecha que le iluminaba el rostro. La vio despedirse de su amante con un beso lánguido sobre los labios, y notó la caballerosidad con la que Varzi la ayudaba a subir y le besaba la mano antes de cerrar la puerta. El automóvil arrancó y dobló en la primera esquina.
Ralikhanta puso en marcha el Daimler-Benz y, a una orden de Cáceres, se aprestó a seguirlos. Un rato después, el coche se detuvo a media cuadra de la residencia de la calle San Martín. Micaela bajó y se dirigió a paso rápido a su casa. Eloy no le perdió pisada hasta que se adentró en el zaguán y, aunque ya no podía verla, permaneció con la vista fija, mordiéndose el puño hasta sacarse sangre, sumido en una batalla interior que hacía tiempo no luchaba pues había tenido la certeza de que la guerra estaba ganada.
—Ya sabes adonde llevarme —le indicó a Ralikhanta.
El Daimler–Benz se puso en marcha y tomó hacia la zona del Bajo.
—¿Dónde te metiste todo el día? ¡Son las cinco y media de la tarde! —prorrumpió mamá Cheia al abrirle la puerta. Regina Pacini se asomó en el vestíbulo y le sonrió.
—¿Qué pasa? —se asustó Micaela.
—Tu marido —se adelantó Regina—. Te anda buscando como desesperado desde temprano. A eso de la una y media anduvo por casa, justo cuando yo dormía una siesta. Colofón, la bocona de mi ama de llaves le dijo que vos te habías ido al mediodía y que un coche había ido a buscarte.
—¡Dios mío!
—¡No invoques a Dios cuando has cometido un pecado! —saltó Cheia—. Ya te decía yo que esto iba a terminar mal. El señor Cáceres es tu marido, ante Dios y ante los hombres, no podes faltarle de esa manera, por más problemas que tengan. Seguro que vuelve hecho una fiera y ahí sí, ¡que Dios nos ampare!
—Quizá, Micaela, sea mejor que todo se sepa de una vez. Qué tanto andar escondiéndote como un criminal.
—¡No diga eso, señora Regina! —terció la negra—. Mi niña Micaela no puede mostrarse como una esposa infiel ante la sociedad. Tiene que cuidar el buen nombre de la familia.
—Basta de tonterías —ordenó Micaela—, y explíquenme lo que sucedió.
Medio aturrullada, olvidándose de algunos hechos y agregando otros de escasa importancia, Cheia relató desde la sorpresiva llegada del señor Cáceres alrededor de la una de la tarde hasta la última salida con Ralikhanta.
—Y aún no han vuelto —terminó.
—¿Y me decís que Ralikhanta lo llevó y lo trajo a todos lados?
—Sí —afirmó la mujer—. El señor había despedido al chofer de la Cancillería hasta el lunes; no tuvo opción y le pidió a Ralikhanta que lo llevase.
Aunque confiaba en la discreción de su sirviente, Micaela se inquietó.
—Tengo que irme —anunció Regina—. No dudes en contar con mi ayuda.
Las amigas se despidieron con sincero cariño; mamá Cheia, sin embargo, apenas inclinó la cabeza para saludar a la señora de Alvear, y no esperó a que se hubiese alejado en la acera para decirle a Micaela que esa señora no le gustaba, que no era de su clase, que no sabía lo que le decía, que, se jugaba la cabeza, por culpa de sus malos consejos, ella había vuelto con el proxeneta. Micaela arrastraba los pies rumbo a la habitación mientras Cheia le ladraba por detrás. Agotada después de una tarde intensa, no quería pensar en las preguntas que de seguro le haría su esposo.
Carlo se dijo que no había motivos para atormentarse, Marlene parecía muy firme cuando le anunció que dejaría al bienudo después del festival en Chile; no obstante y pese a repetir «no tengo que preocuparme, no tengo que preocuparme», lo intranquilizaba la idea de que, llegado el momento, Marlene interpusiera otra excusa para seguir casada con él.
Después de todo, pensó Carlo, el estigma de su pasado lo convertía en un paria. ¿Tenía derecho a formar una familia normal? Sus hijos portarían el apellido Varzi como pesadas cadenas, y deberían padecer las miradas curiosas y las sonrisas maliciosas de algunos conocidos del abuelo Urtiaga Four que les repreguntarían el nombre y, con ojos chispeantes de complicidad, les dirían: «Yo conozco a tu padre de las viejas épocas». Había salvado a Gioacchina de semejante humillación, ¿condenaría, entonces, a sus propios hijos?
¿Marlene habría pensado en todo esto? No le cabían dudas. Quizá, no tenía intenciones de dejar al bienudo en absoluto y planeaba llegar a un conveniente acuerdo con él: un amante viril y portentoso a cambio de mantener las apariencias de un matrimonio modelo que salvarían la flamante carrera política del canciller y el buen nombre de los Urtiaga Four y, si venían hijos, hasta podrían llevar el aristocrático apellido Cáceres.
«¡Maldita sea!», bramó Carlo. ¿Hasta cuándo pagaría sus crímenes? Parecían no bastar los diez eternos años de frío, hambre y desesperación. La idea de una familia le cambiaba intempestivamente la escena, lo obligaba a dar un giro brusco en su vida, y la moral y los principios, tan renegados en los tiempos en que sólo contaba hacerse rico, adquirían ahora una importancia categórica. Su padre no lo había entendido así, empecinado en sus doctrinas anárquicas primero, volcado a los vicios años después, y Carlo lo odiaba por eso. ¿Lo odiarían también sus hijos?
—No te atormentes, Carlo —pidió Frida, y le apretó suavemente el hombro—. Esa muchacha te ama demasiado. Si el amor fuera escaso, tus dudas serían fundadas. Pero cuando el amor es tan fuerte como el que Marlene siente por ti, no hay barrera que no se venza.
—Por primera vez, tengo miedo —confesó Carlo.
—Si Marlene todavía no ha dejado a su esposo, sus razones debe de tener. Es injusto que no confíes en ella. Su amor debería bastarte.
—Ella es una mujer famosa, tiene el esposo apropiado para su posición social. ¿Arriesgaría todo por mí?
—Eso y más —aseguró Frida.
Carlo escuchó el automóvil que venía de dejar a Micaela, tomó el saco, se calzó el chambergo y salió. Buscaría sosiego en las oficinas del puerto, trabajar siempre mitigaba su aflicción.
En la previsión de su largo encuentro con Micaela, Varzi les había dado la tarde libre a Mudo y a Cabecita, que mataron el tiempo entre un prostíbulo de La Boca y vueltas ociosas por la ciudad. A media tarde, hartos de boyar sin sentido, Cabecita propuso tomar una grappa en un boliche de Avellaneda que hacía meses no visitaban. La pulpería, decorada al viejo estilo, con mostrador forrado en chapa de estaño y un grifo largo y curvo rematado con un pico de ave, pertenecía a un caudillo conservador, dueño, además, de garitos y burdeles, amigo de Carlo Varzi desde los tiempos de don Cholo. Ruggerito, su matón personal y encargado de la pulpería, salió a recibirlos.
—¡Ey, Cabecita, Mudo! ¿Qué andan haciendo por estos lares? Hacía tiempo que no mostraban la jeta.
—Andamos muy ocupados —dijo Cabecita—. El Napo nos tiene como maleta e’turco, todo el día de aquí pa’allá.
—Y vos, Mudo —se interesó Ruggerito—, siempre tan conversador, ¿eh? Como vieja e’feria.
Mudo lanzó un gruñido y se acomodó en una mesa, secundado por su compañero y el encargado del boliche, que pidió tres grappas y una picada.
—¿Qué le sapa al Napo? ¿Se piantó o qué? El jefe y yo nos quedamos de una pieza cuando vino a ofrecer el burdel de San Telmo. Después nos chamuyaron que había vendido todo.
—Ahora se dedica a otros asuntos —dijo Cabecita, y se echó la grappa al coleto.
—A mí no me engrupís, Cabeza —siguió Ruggerito—. Al Napo le pasó algo pesao para largar todo de un día pa’otro. Dale, chamuyame.
Mudo comía y bebía apaciblemente, atento a las palabras de su compañero, listo para acallarlo de un codazo si hablaba de más, aunque no necesitó hacerlo, se acalló solo atraído por una mujer de aspecto ramplón y movimientos exagerados, que, con un vestido calzado a la fuerza y sombrero negro de largas plumas rojas, salió de la parte trasera del boliche.
—No sabía que aquí también tenían minas —comentó Cabecita, devorándola con los ojos.
—Hace poco improvisamos unos cuartuchos con unas catreras al fondo, para los empleados de las curtiembres, ¿sabes? No piden mucho, un lugar para tirarse y una mina para ponérsela.
La mujer se aproximaba en dirección a la puerta, insensible a los manoseos de los parroquianos y abstraída de los piropos subidos de tono que le vociferaban quienes la tenían fuera de alcance. Cabecita le salió al paso y le sonrió con galantería.
—Como me gustaría ser ese lunar para estar cerca de tu boca —dijo, e intentó tocarle la marca artificial sobre el labio. La mujer le devolvió la sonrisa y le palmeó la pelada.
—Otro día, chiquitín —prometió—. Ahora me espera un cliente. —Y le indicó el automóvil lujoso estacionado a la puerta.
Cabecita se quedó perplejo al reconocer el Daimler–Benz del esposo de Micaela y a Ralikhanta al volante. La prostituta cruzó la vereda y subió a la parte delantera del coche, que hizo chirriar las gomas cuando arrancó.
—Si estás caliente, Cabeza, te puedo dar otra mina —ofreció Ruggerito—. Amanda estaba pedida de antes.
—No, no, está bien —dijo el matón, y tiró unos billetes sobre la mesa—. Tenemos que irnos. Vamos, Mudo.
—¿Ya se van? Pero si todavía no me chamuyaste qué carajo le pasa…
—Después, otro día. Vamos, Mudo, vamos.
A pesar de que mamá Cheia le insistió hasta el hartazgo que comiera, Micaela apenas sorbió unos tragos de leche tibia.
—¿Estás segura de que no llegó Eloy, mamá? A lo mejor se encerró en su estudio.
—Habría escuchado el coche —interpuso la mujer—. O habría visto a Ralikhanta. Si llega, te aviso, no te preocupes.
—Ya es muy tarde —dijo, con la vista en el reloj de pared que daba las nueve y media.
—A lo mejor se acordó que tenía una cena en el Club del Progreso o en el Jockey, y no pudo avisarte.
—Eso ni vos lo crees —replicó la joven—. Si tuviera una cena o una reunión, como decís, habría vuelto a bañarse y cambiarse. Sabes muy bien cómo es de quisquilloso con la pulcritud y el buen aspecto. Estoy segura de que está furioso conmigo y anda por ahí destilando veneno.
Mamá Cheia dejó la habitación muy apesadumbrada, no le gustaba ni medio el rumbo que tomaban los acontecimientos. Micaela apagó la luz y trató de conciliar el sueño, y, aunque la leche tibia solía ayudarla a dormir, dio vueltas en la cama sin conseguirlo, hasta que, acalorada y con jaqueca, decidió ir a la cocina a tomar agua.
La casa le dio miedo. Nunca le había gustado esa enorme residencia estilo colonial que, a pesar de la mano maestra de Christophersen, no había conseguido quitarse de encima la tristeza ni disimular la enorme cantidad de años mal llevados. Se sirvió limonada en la cocina y se sentó a la mesa a saborearla, mientras se entretenía curioseando la canasta de labores de Cheia, llena de tejidos, bordados y otros primores para Francisco.
—Buenas noches, señora —saludó Ralikhanta.
—¡Ralikhanta, casi me matas del susto! —lo reconvino.
—Disculpe, señora, pensé que me había escuchado llegar.
—¿Y el señor Cáceres?
—En lo del señor Harvey, señora.
—Me dijo Cheia que habían estado buscándome.
—Sí, señora.
—Y… ¿Adonde fueron a buscarme?
—A lo de la familia Alvear, al Conservatorio y a la sede de las Damas de la Caridad.
—¿El señor está muy enojado?
—Bastante, señora.
—Imagino que no habrás… Quiero decir, que no… Me refiero al señor Varzi.
—No, señora —mintió Ralikhanta, sin mirarla a los ojos.
—Gracias —dijo Micaela, aliviada—. ¿Por qué no vas a buscar al señor a lo de Harvey y le decís que aquí estoy, esperándolo?
—Será mejor que por esta noche deje las cosas como están —sugirió el indio—. Por lo menos, hasta que se le pase la rabieta. Yo sé lo que le digo.
Micaela apenas asintió, desconcertada con la actitud de Ralikhanta, que solía guardarse de hacer comentarios por el estilo.
—Mañana por la mañana te necesito a las nueve —le dijo después.
Ralikhanta se inclinó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad del patio.
—¡Si yo hubiese ido al volante no se nos escapa! —chilló Cabecita.
Mudo siguió conduciendo. Se encontraba suficientemente molesto con la persecución frustrada al chofer de Micaela para soportar la cantinela de Cabecita. El indio se había percatado del seguimiento y, demostrando habilidad en el manejo, los había eludido como a unos novatos.
—Vamos a contarle al Napo —dijo.
—¡No, ni loco! —saltó Cabecita—. Nos va a colgar de las pelotas cuando sepa que lo perdimos. Me juego lo que sea que el chofer de Marlene aprovechó la tarde libre igual que nosotros y buscó un poco de garufa fácil con una puta. ¿Qué mal hay en eso? Mejor volvamos a lo de Ruggerito a encurdelarnos con ginebra de la buena. A lo mejor, la minita que se fue con el chofer de Marlene ya volvió y nos chamuya algo.
Mudo giró en la siguiente esquina y enfiló hacia Avellaneda.
—¡Ey, Cabeza, te quedaste caliente con Amanda! —vociferó Ruggerito al verlos entrar—. Es linda la guacha, ¿no?
—¿Ya volvió? —preguntó Cabecita.
—¡Uy, sí que te pegó fuerte!
—¿Volvió o no volvió?
—Hoy no es tu día de suerte, Cabeza. Amanda todavía anda de garufa con el tipo ése que la vino a buscar esta tarde.
—¿Sabes cuándo vuelve?
—¡Qué berretin te agarraste! ¿No te sirve otra?
Se escuchó un jaleo en la puerta. Ruggerito, Mudo y Cabecita voltearon a ver. Un hombre pálido y agitado pedía casi a gritos por el encargado del local, y, al ubicarlo, se acercó a paso rápido.
—¡Patrón! —exclamó, sin aire—. ¡Ha sucedido una desgracia, patrón!
—¿Qué pasó, Chicho? —increpó Ruggerito—. ¡Vamos, habla!
—Se trata de Amanda, patrón. Está muerta. La mató el «mocha lenguas».
Cabecita y Mudo intercambiaron miradas de espanto.
—¿Que qué? ¿Cómo te enteraste? ¿Quién te dijo?
—No me lo dijo naides, patrón, yo mismito la vi. Estaba aquí cerca, a unas diez cuadras. Vine corriendo. —Y sorbió la ginebra que le alcanzó un parroquiano—. Me llamó la atención un quilombo de gente en la puerta de un hotel, todos queriendo chusmear lo que pasaba. Estaba lleno de canas y había un periodista que hacía preguntas. Yo me zampé en medio y justo alcancé a ver cuando sacaban el cadáver. Y era Amanda, patrón, yo mismito la vi, con estos ojos, se lo juro.
Guiados por Chicho, Mudo, Cabecita y Ruggerito se apersonaron en el hotel. Poco quedaba del escándalo referido, sólo unos policías apostados en la puerta, transeúntes curiosos y algunas vecinas quejumbrosas. Los policías saludaron a Ruggerito con familiaridad y le ratificaron que se trataba de otro crimen del «mocha lenguas».
—Hacía tiempo que no aparecía —añadió un agente.
—Es la primera vez que ataca de día —informó otro—. Parece que fue a media tarde. ¡Qué hijo de puta, con toda impunidad!
—¿Ya identificaron el fiambre? —quiso saber Ruggerito.
—Todavía no. Una puta, seguro, pero no sabemos quién es.
—¿Y la lengua? —preguntó Cabecita.
—Todavía la están buscando.
Les permitieron entrar. Subieron por una escalera angosta y medio destartalada hasta el primer piso donde encontraron al conserje, descompuesto y lloroso, que juraba y perjuraba al policía que él no había visto ni oído nada.
—Yo le di la llave a la mujer y después la vi subir con un hombre.
—Descríbanos a ese hombre.
—No me fijé. Además, la recepción es oscura y yo soy corto de vista.
El policía continuó indagándolo inútilmente, el hombre no aportó nada sustancioso. Cabecita se asomó al cuarto, que encontró en perfecto estado, incluso la cama estaba tendida. Paseó los ojos con detenimiento y avizoró un pequeño charco de sangre. Al lado, el inconfundible sombrero negro con plumas rojas.