Capítulo V

Buenos Aires, enero de 1914

Gastón María, muy atildado, subió a la victoria y ordenó a don Pascual que emprendiese la marcha.

—Y apúrate —agregó—, que no quiero llegar tarde.

—¿A qué hora llega la niña Micaela, señor?

—En media hora, más o menos —contestó el joven, sin quitar los ojos del periódico.

—El señor Gastón María se ha puesto como para recibir a una reina —comentó el cochero.

—Es que es una reina, Pascual —aseguró, muy orgulloso—. Mi hermana es una reina.

Continuaron en silencio. La calle estaba tranquila; era casi mediodía y hacía mucho calor.

—¡Qué repugnante! —exclamó Gastón María, de repente.

—¿Qué sucede, señor?

—Aquí dice en La Nación que ayer hubo otro asesinato. El «mocha lenguas» de nuevo.

—¡Dios bendito! —el cochero se santiguó—. ¿Qué más dice, señor?

—Lo mismo que los otros casos. Se trata de una prostituta joven, de pelo negro. Parece que la ahorcó y después le cortó la lengua.

—¿Y la lengua, señor?

—Igual que los otros casos, mi amigo. No aparece por ningún lado.

El joven cerró el diario y lo dejó a un costado, en el asiento.

—Para estar bien informado del «mocha lenguas», señor, lo mejor es comprar el diario Crítica. Los artículos sí que son salados, dan todos los detalles.

—No, gracias, Pascual. Cuanto menos sepa, mejor. En realidad, leía el diario para comprobar que no hubiera ningún artículo sobre Micaela. Nos ordenó no comentar acerca de su visita a Buenos Aires. Quiere estar tranquila, al menos los primeros días. Si los periodistas se enteran de que está aquí, la van a volver loca.

—¡Claro, cómo no! Ahora mi niña Micaela es una mujer famosa —afirmó Pascual, ufano como si se tratase de su hija—. Si todavía me acuerdo cuando Cheia y yo la trajimos al puerto. ¿Hace cuánto que se fue la niña, señor?

—¡Qué sé yo, Pascual! A ver, más o menos… Quince años, mi amigo. Hace quince años que Mica se fue.

—Y no volvió una sola vez —comentó Pascual, repentinamente entristecido—. Se ha hecho extrañar.

Gastón María se puso melancólico y no habló. Pero a Pascual le gustaba charlar con el patrón joven y reanudó la conversación.

—Dígame, señor, si nadie dijo nada de la llegada de la niña, ¿por qué anda husmeando en los diarios para ver que no tengan ningún anuncio sobre la llegada de… la…? ¿Cómo es que le dicen a la niña, allá, por las Europas?

La divina Four —respondió Gastón María.

—¡Eso es! ¡La divina Four! ¡Quién lo hubiera dicho!

Gastón María se rió. El orgullo del cochero por su patrona, a la que no había visto en años, le daba gracia. Tal vez Micaela ni se acordaba de él, y el pobre hombre, lleno de recuerdos de su niña.

—Con respecto a que por qué estoy «husmeando», como vos decís, en los diarios, es porque no le tengo confianza a Otilia —continuó Gastón María.

—¿Cómo es eso, señor? Si puedo saber —se apresuró a agregar.

—Con tal de darse aires, Otilia es capaz de avisarle a medio mundo que su «hija», como llama a Mica desde que tiene éxito, está en Buenos Aires. Sé que se muerde los codos para no contárselo a esas urracas de amigas que tiene y a toda la familia.

Otilia Cáceres era la esposa de Rafael, el padre de Micaela. De estilo aristocrático y cultura vasta, la mujer había servido a los propósitos del senador.

Urtiaga Four: una anfitriona digna de los invitados que concurrían a su mansión y una compañera más que adecuada para las tertulias y fiestas. Desde su entrada en la política, Rafael se había rodeado de todo tipo de personalidades, entre ellos, autoridades de gobierno, embajadores y diplomáticos. Su creciente vida social lo había llevado a pensar en una esposa, y Otilia resultó la mejor. Viuda y sin hijos, pertenecía a una de las familias patricias de Buenos Aires.

Gastón María y don Pascual comentaron acerca del calor sofocante y no volvieron a hablar. Terminaron el trayecto en silencio. Desde lejos avistaron las construcciones del puerto y de la aduana. Gastón María se puso nervioso, aunque estaba feliz. Por fin, su hermana volvía a casa.

Micaela descendió por la escalerilla. El capitán caminaba a su lado mientras le rogaba que le permitiese visitarla en Buenos Aires antes de que el barco zarpara hacia otro destino. Llegaron al muelle. Se libró del capitán muy hábilmente, con modos refinados y sutiles. Desde hacía algunos años, los hombres la atosigaban con sus galanterías, le prometían el oro y el moro, y la adulaban como a una diosa. Acostumbrada a deshacerse de ellos con facilidad, les hacía creer que la habían subyugado con sus lisonjas y obsequios costosos.

La joven prosiguió con los trámites. Si su visita hubiese sido oficial, no habría tenido que llenar un solo papel. Es más, la habría recibido una comitiva del gobierno. Llegó a la zona donde suponía encontrar a su hermano y a mamá Cheia, un salón del puerto no muy espacioso, con cierto lujo, destinado a las personas que viajaban en primera clase.

Gastón María vio entrar a su hermana y se sorprendió. La encontró más hermosa que la última vez, dos años atrás. Vestía a la moda de París, con una chaqueta de seda verde Nilo, que avanzaba sobre la cadera, donde remataba en un cinto del mismo tono. La falda le sentaba muy bien, le destacaba el talle delgado. Con una abertura drapeada en el medio, no le cubría los tobillos. El sombrero, del color del traje, era discreto, sólo unas plumas de ave del paraíso.

Micaela avanzó entre la gente en busca de su hermano y de su nana, y, aunque lo hacía con naturalidad, caminaba con el porte de una reina. Los hombres volteaban a mirarla y las mujeres desaprobaban su atuendo.

—¡Mica! —llamó su hermano, después de observarla ese rato, y agitó la mano por sobre el gentío.

Micaela buscó con la mirada hasta dar con él. Hacía tiempo que no se veían. Si bien Gastón María viajaba a menudo al Viejo Continente, últimamente no les resultaba fácil coincidir en una ciudad.

—Para que la divina Four reciba a su hermano, el pobre tiene que hacer cola, como los otros —expresó Gastón María, con un mohín.

—¡No digas necedades! La última vez que estuviste en Europa, tus únicos tres lugares fueron: el casino de Montecarlo, el Moulin Rouge y Maxim’s. Y por nada del mundo salías de allí. ¡Ah, me olvidaba! Y siempre acompañado por una cocotte distinta.

Gastón María hizo un gesto para indicar que se rendía. Su hermana nunca había sido fácil de engañar, menos ahora, que la vida le había enseñado tanto. Le tendió el brazo y la invitó a salir. Micaela reparó en la ausencia de Cheia, y Gastón María le explicó que se había quedado en la mansión para ultimar detalles.

—Hizo limpiar hasta los sótanos porque vos venías. ¡Como si fueras a bajar a revisarlos! ¡Pobre, mi vieja!

Los jóvenes llegaron a la victoria, y Micaela se alegró de encontrar a Pascual, látigo en mano, apostado junto al coche, tal como lo recordaba. El hombre se emocionó cuando su niña lo reconoció y lo besó en la mejilla.

—¡Qué bueno que hayan venido a buscarme en la victoria! Tenía muchos deseos de dar una vuelta por la ciudad antes de ir a la casa de papá —dijo.

—¡Yo sabía! —afirmó el cochero—. Cuando usted era pequeña, le encantaba salir a pasear en este coche con su nana.

—Ahora debes de estar cansada —repuso Gastón María—. Mejor va a ser…

—No —interrumpió su hermana—. Pascual, llévanos a la casa del Paseo de Julio. Quiero verla.

El cochero y Gastón María se miraron.

—¿Qué sucede?

—Papá le vendió la casa a un amigo suyo, Ernesto Tornquist, el dueño de la financiera, ¿te acordás? —Micaela aseguró que no, y Gastón María continuó—: Bueno, la cuestión es que Tornquist tiró la casa abajo y levantó el edificio de su compañía financiera hace años.

—Qué lástima —susurró—. Aunque tal vez sea mejor así. De todos modos, llévanos, Pascual. Quiero recorrer la zona.

El Paseo de Julio había cambiado, las otras calles, también. Tal y como le había dicho el capitán, Buenos Aires era otra. Le gustó la nueva apariencia, le recordaba a su querida París. Al llegar al lugar donde se había erigido su casa, la tristeza que pensó que la abrumaría se convirtió en alegría: La Fuente de las Nereidas se alzaba majestuosa enfrente.

—¿Ésa es La Fuente de las Nereidas, verdad? —preguntó, con la mirada en la escultura de mármol blanco.

—Sí. ¿Cómo sabes? No vivías en Buenos Aires cuando la colocaron ahí —repuso su hermano.

—Lola Mora me mostró algunos bocetos y fotografías. ¡Pascual, detente!

—¿Conoces a Lola Mora? —preguntó Gastón María, sorprendido.

—Sí. Vive en París por temporadas. Ella me dice que admira mi canto, y yo le digo que admiro sus esculturas. No te diré que somos íntimas amigas, pero cada vez que nos encontramos pasamos buenos momentos.

—¡Que se prepare tu amiga, entonces! Todas las beatas de Buenos Aires están escandalizadas por lo «inmoral» de la escultura. Le han pedido al intendente que la saque de aquí.

Micaela alzó la vista y las manos al cielo.

Mon Dieu! —exclamó—. Mucho cambio, mucho cambio, la ciudad es otra, pero las mentes anquilosadas siguen siendo las mismas. ¡Qué gente!

Decidieron enfilar hacia la mansión Urtiaga Four. De seguro, Cheia estaría preocupándose por la demora.

—¡Ah, me olvidaba, Mica! Papá me pidió que lo disculpara contigo…

La muchacha levantó la mano para acallarlo.

—Micaela, por favor, déjame que te explique. El quería venir a buscarte, pero le surgió una reunión…

—No me importa, Gastón María, de veras. Sabes que no me importa, ¿por qué insistes? Sólo deseaba verte a ti en el puerto, y a mamá Cheia, por supuesto.

El joven meneó la cabeza, apesadumbrado. Conocía bien el resentimiento de su hermana hacia su padre y, por más que había intentado mitigarlo, Micaela no transigía.

En algunas oportunidades, Gastón María se había referido al nuevo hogar de los Urtiaga Four, pero Micaela jamás imaginó encontrarse con semejante edificación, y, a pesar de conocer mansiones de ese nivel en Europa, el palacete la dejó estupefacta.

La entrada principal daba sobre la Avenida Alvear. La victoria cruzó el portón de rejas y recorrió un camino de adoquines hasta el pórtico. Micaela no apartaba la vista del magnífico frontispicio de la fachada, mientras su hermano le relataba algunos pormenores: que era de estilo francés, copia fiel de un hotel particulier del siglo XVIII y que su interior no la dejaría menos anonadada.

El coche se detuvo bajo el pórtico, circundado por columnas de fuste liso. Gastón María y Micaela descendieron; Pascual azuzó a los caballos y continuó. Se abrió una puerta de roble y apareció Cheia, secundada por varias domésticas que secreteaban. Se abrazaron y besaron. Si bien la nana había viajado a Europa en dos ocasiones, hacía tiempo que no se veían y, a causa de su nueva y vertiginosa vida, Micaela no había reparado en cuánto echaba de menos a su vieja nodriza. Gastón María interrumpió el abrazo y las lágrimas con una de sus chanzas, y entraron en la mansión.

Micaela y Cheia caminaban juntas, tomadas del brazo, mientras el joven Urtiaga Four se encargaba de mostrarle las habitaciones de la planta baja. A cada paso, el asombro no tenía límites, pues continuaba aferrada al recuerdo de la sobria casona del Paseo de Julio. Cuadros bellísimos, esculturas de Rodin, jarrones de Sévres, gobelinos que cubrían paredes inmensas, muebles franceses de gusto exquisito. Había una fortuna en adornos y decoración. Las boiseries de techos y paredes eran espléndidas; las del salón de baile, doradas a la hoja. Columbró el parque circundante desde imponentes puertaventanas.

Gastón María proseguía con su papel de cicerone y parecía muy entusiasmado. Cheia lo miraba y sonreía, pues no recordaba la última vez que lo había visto tan contento.

—Éste es el Salón de Madame —dijo, en tono grave y burlón—. Para que lo entiendas mejor, hermanita, el lugar donde Otilia hace su aquelarre todas las semanas.

Micaela rió, y Cheia, aunque no tenía la menor idea de qué significaba «aquelarre», los miró con gesto admonitorio, segura de que se trataba de algo malo, e, impaciente, aprovechó para poner fin a la recorrida. Tenía la comida lista y anhelaba sentarse a conversar con Micaela. Sabía de la muerte de Emma y quería hablar al respecto.

Almorzaron en un recinto de la planta baja que Rafael Urtiaga Four había hecho acondicionar como sala de música para su hija. Cerca de una de las puertaventanas, descollaba un piano nuevo y, según le contó Gastón María, tiempo atrás, su padre había contratado a uno de los arquitectos del Teatro Colón, un tal Jules Dormal, para que, con los arreglos necesarios, consiguiera la acústica perfecta en la sala. Micaela se conmovió con el gesto de su padre, aunque sofocó rápidamente ese sentimiento y no dijo nada. Gastón María, ansioso por la reacción de su hermana, se mostró decepcionado.

—Le dije a Otilia que llegabas a la tarde —comentó el joven—, así nos dejaba tranquilos a la hora del almuerzo. Se pasa el día en la calle, gracias a Dios.

—Y vos también —agregó Cheia, con enojo—. Todo el día en la calle. ¡Y toda la noche! ¡Vagando! El señorito no hace otra cosa más que holgazanear.

Micaela dirigió la mirada a su hermano, llena de preocupación. La vida sin sentido que, desde algún tiempo, llevaba Gastón María la tenía consternada.

—Tú eres una persona inteligente…

—¿Tú eres? —la interrumpió su hermano—. ¿Cuándo vas a dejar de hablar así? Aquí decimos «vos sos». Además, por momentos, arrastras las zetas, por momentos, gangoseas como una franchuta. ¡Qué cocoliche! —remató, divertido.

Micaela lo miró azorada, y, un segundo después, se puso furiosa. Gastón María era el hombre más hábil que conocía para capear las reprimendas.

—Si hablo así es porque durante más de quince años no escuché otra cosa. Pero si a su majestad lo inoportuna, haré el esfuerzo y cambiaré mi modo —repuso, colérica.

Gastón María rió. Abandonó su silla y se dirigió a Micaela. La abrazó por detrás y le besó la coronilla.

—¡No creas que con estas zalamerías me convencerás! —exclamó—. Eres… ¡Perdón, su majestad! «Sos» un vago y un atrevido.

El almuerzo continuó y los tres se divirtieron. Aunque Cheia habría preferido hablar de temas más serios, con Gastón María en la mesa resultó imposible. De todos modos, su alegría era bien recibida, en especial por su hermana que aún tenía frescos los últimos días de Marlene.

Micaela se preguntó si su padre se les uniría en el almuerzo.

—Tu padre dijo que haría lo posible por comer con nosotros —expresó Cheia, como si le hubiese leído la mente—. Se ve que no pudo. ¡Es un hombre tan ocupado!

Micaela la miró y le sonrió: mamá Cheia siempre lo defendía.

Urtiaga Four llegó a la tarde. Micaela descansaba en su habitación cuando Cheia subió a avisarle. La nana lucía impaciente, y la calma de la joven la alteraba aun más. Sin dejar de hablar, acomodaba la ropa y comprobaba que nada faltara: toallas, jabones, sábanas.

—¡Vamos, mi reina! Tu padre quiere verte. Está muy ansioso. No veía la hora de que llegaras. ¡Te tiene una sorpresa! ¡Vamos!

Urtiaga Four la esperaba en su escritorio, un sitio acogedor, con paredes revestidas de madera, una enorme biblioteca colmada de libros y un hogar rodeado por sofás estilo inglés. Aguardaba que la puerta se abriera y que apareciera su hija. Poco menos de un año había transcurrido desde su último encuentro en París. En ese viaje la había visto en contadas ocasiones, que, gracias a la presencia de Otilia, habían resultado un fastidio. La mujer no cesaba de hablar de modas y personajes importantes; Micaela le respondía con monosílabos y soportaba con estoicismo lo que, de seguro, era una tortura.

En aquella oportunidad, Micaela, ocupada con sus presentaciones en el Opera, les había brindado poca atención. De todas formas, envió a su padre y a su esposa entradas para el teatro, a sugerencia de Marlene, que, si bien conocía los errores de Urtiaga Four en el pasado, intentaba un acercamiento entre ellos.

«¡Qué parecida es a su madre!», pensó Rafael al verla. Se le erizó la piel y se le calentaron los ojos. Se repuso de inmediato y le salió al encuentro. Micaela se mantenía cerca de la puerta, con Cheia por detrás.

—Buenas tardes, papá —saludó, muy seria—. ¿Cómo se encuentra?

—Hija. —Su padre la tomó de las manos y la habría abrazado de no haber notado la severidad con que lo miraba—. Bienvenida a tu casa. Espero que estés a gusto. Cualquier cosa que te falte, nos decís a Graciela o a mí. Quiero que estés cómoda. Estoy muy contento de que hayas venido a visitarnos. Hacía tiempo que quería que vinieras. Perdóname que no haya venido a almorzar, pero me resultó imposible. ¿Qué te pareció la casa? ¿Es de tu gusto? Aunque supongo que estarás acostumbrada a cosas mejores, pero bueno, aquí todo el mundo sabe que debe estar a tu servicio, ¿no, Graciela?

Micaela, sorprendida por la palabrería de su padre, ya no lo escuchaba. La vulnerabilidad de Rafael parecía la de un niño. Estaba ansioso, se lo veía incómodo, inclusive nervioso. El gran senador de la Nación parecía un adolescente asustado.

—Gracias, papá. Todo está muy bien. Lo felicito por su casa, es hermosa. Mejor que muchas que conocí en Europa.

Urtiaga Four se aproximó a un atril cerca de la biblioteca, quitó la tela blanca que cubría el cuadro y miró con ojos expectantes la reacción de Micaela.

—¡Un Fragonard! —exclamó la muchacha, y dejó atrás todo resabio de protocolo—. «El sacrificio de la Rosa», ¿verdad?

Jean Honoré Fragonard se había convertido en el pintor francés del siglo XVIII predilecto de Micaela la vez que conoció parte de su obra en una galería del Louvre junto a Moreschi, varios años atrás. La había impresionado la armonía y delicadeza de los colores pastel en contraste con la fuerza de las imágenes, algunas llenas de candor y otras, carentes de él en absoluto, como el óleo «Le viol» —«El cerrojo», en francés—, que representaba a la desfalleciente dama a punto de perder su custodiada virginidad a manos de un corpulento y medio desnudo caballero que, con maniobras diestras, echa el cerrojo a la puerta antes de dar libre curso a sus instintos. La emocionó que el senador Urtiaga Four se hubiese preocupado en averiguar sus inclinaciones artísticas y gastado tanto dinero —los Fragonard se cotizaban muy bien en el mercado de arte europeo— para consentirla.

—Me contaron que es tu pintor favorito —retomó su padre—. También me dijeron que «Le viol» es el cuadro de él que más te gusta. Tenía intenciones de comprarlo, pero…

—Ese cuadro está en el Louvre —interrumpió Micaela, sin apartar la vista del que tenía enfrente.

—Sí, así es. Después de buscar mucho, Otilia encontró en París a un coleccionista que tenía éste, «El sacrificio de la Rosa», y lo compramos para vos. Podes ponerlo en la sala de música. ¿Te gustó la sala de música?

Su padre continuó así, nervioso y verborrágico. Micaela lo observaba y no lo reconocía. No era el padre adusto y distante que tanto la había atemorizado de niña y al que tanto tenía que reclamarle ahora, de grande. Y pese a que trataba de ser afectuosa en sus respuestas, le costaba. El rencor la cegaba y no conseguía perdonar el abandono de quince años atrás.

—Invité a unos amigos para esta noche. Están ansiosos por verte —dijo Rafael.

A Cheia se le contrajo el gesto, y Micaela se puso pálida. Habían conseguido que Otilia mantuviera la boca cerrada, y Rafael, el menos pensado, había organizado una velada.

—Pedí no ver a nadie, al menos los primeros días —expresó Micaela, y trató de mantener un tono educado—. En especial, no quería que se enteraran los periodistas porque…

—¡Despreocúpate! —exclamó su padre, que había comenzado a angustiarse a causa del gesto de su hija—. Todos saben que no deben abrir la boca.

Micaela se dijo que, para ese momento, medio Buenos Aires se habría enterado de su llegada, incluidos los periodistas de los diarios más famosos.

Otilia trinaba de rabia. Había llegado alrededor de las cinco y se había encontrado con la sorpresa de que Micaela ya estaba en la casa, y, para completar el cuadro, Rafael le informó que recibiría a unos amigos esa noche.

—¡No tengo qué ponerme! —vociferó—. ¡No puedo aparecer con cualquier cosa! ¡Se trata nada menos que de la bienvenida a la divina Four!

En ese punto, Micaela volteó para ocultar la risa. No había conocido mujer más frívola que su madrastra, y no entendía cómo su padre la soportaba. Se imaginó que tendría una querida, aunque lo pensó mejor y concluyó que, de seguro, a su padre le bastaba con la política.

Otilia se acercó a Micaela con gesto de desconsuelo.

—Mi querida —dijo, y le tomó las manos—. Vos debes de tener la mejor ropa. ¡Ay, Dios mío! ¡París, qué ciudad! Y una que tiene que conformarse con las modistas de aquí. ¡Mírate! Si con este trajecito —apoyó las manos sobre la cintura de su hijastra—, ya estarías perfecta para esta noche.

La mujer apretó un poco más el talle de la joven y la miró con extrañeza.

—¿Y el corsé? —preguntó.

—Hace mucho que dejé de usar corsé. En París casi nadie lo usa. Es más saludable —agregó.

—¿No me digas? ¿Y cómo haces para tener esta cinturita?

—Siendo joven, hermosa y delgada. —Rafael, harto de la histeria de su mujer, dio por terminada la conversación y la envió a disponer lo necesario para la noche.

Micaela se retiró a su habitación un poco apesadumbrada. No tenía deseos de ver a nadie más.

Otilia demostró su destreza como anfitriona y organizadora de eventos, porque, a pesar del poco tiempo, todo se hallaba dispuesto a la perfección. Los invitados se mostraban complacidos. En ningún momento faltó quien les escanciara champán o les convidara un bocadito. La cena estuvo deliciosa, y Micaela se sorprendió de la excentricidad de los platos.

Los hermanos de Rafael se hicieron presentes esa noche, incluso tío Santiago, el monseñor. Tía Josefina llegó sola con sus cuatro hijas. Su esposo, Belisario Díaz Funes, se encontraba en el extranjero. La menor de las Díaz Funes, la prima Guillita, resultó encantadora, las otras tres, en cambio, eran iguales a la madre. Tía Luisa y su esposo, Raúl Miguens, un político importante que, se comentaba, no tenía un pelo de santo, fueron los últimos. Hacía tiempo que estaban casados y no tenían hijos. En un principio, Micaela pensó que interpretaba mal, sin embargo, al cabo de un rato, no le quedaron dudas de que su tío Raúl la miraba con ojos cargados de lascivia.

Los amigos de Rafael eran los hombres ilustres del momento, crema y nata de la sociedad porteña. Hasta el ex presidente de la Nación Julio Roca, reacio a salir últimamente, había ido a lo de su amigo.

Micaela pasó una noche bastante agradable. Conversó animadamente con los invitados, que se mostraron complacidos con que la divina Four estuviese en su patria. No faltó quien le preguntara si tenía intenciones de cantar en el Colón, a lo que ella respondió que ese era sólo un viaje de placer, que había venido a visitar a su familia y que no se encontraba de gira. Luego de un rato, deseó un poco de intimidad, platicar con Cheia o Gastón María en un lugar apartado y sin gente. Buscó a su hermano con la mirada, pero no lo encontró, e, intrigada, se preguntó adonde se habría metido.