Capítulo X

Se acercó a la ventanilla del automóvil y miró hacia la calle. En ocasión de su encuentro con Varzi, la noche oscura había mantenido velado el paisaje. Ahora, a plena luz del día lo apreciaba en toda su magnitud, y le resultaba extrañamente encantador. ¿La Boca? ¿Así le había dicho Pascualito que se llamaba? No recordaba lugar tan feo y tan lindo al mismo tiempo. Mostraba lo feo de un suburbio de marineros, en especial los olores rancios y pestilentes del puerto. Tenía lo pintoresco de sus calles empedradas, brillantes de humedad, y de sus construcciones de zinc pintadas de colores abigarrados: la puerta verde, la ventana amarilla, la pared azul. ¿Qué habría llevado a los dueños a pintarlas así? Le gustaron las farolas en las esquinas y los dibujos con ribetes en las entradas de los bares y almacenes. Como cara de una misma moneda, se notaba la pobreza de los vecinos. Le dio pena un grupo de niños que jugaba a las bolitas en la acera; vestían harapos, tenían las rodillas sucias y los pelos desgreñados. Se preguntó si habrían ingerido un buen plato de comida en lo que iba del día. Su padre, como senador de la Nación, ¿conocería esa realidad? Por cierto, una realidad muy contrastante con la de la otra parte de la ciudad.

Cabecita detuvo el automóvil y Micaela se sobresaltó. Tan concentrada en los niños, casi había olvidado el motivo de su visita al barrio de La Boca. La asaltó la idea de que Varzi la había mandado llamar para indagarla acerca del paradero de su hermano. Jamás se lo diría. ¿Y si Varzi la mantenía cautiva y obligaba a Gastón María a dar la cara? ¡Estúpida, estúpida y mil veces estúpida! ¿Cómo se había dejado embaucar de esa manera?

Cabecita le abrió la puerta y le ofreció ayuda para descender. Micaela le ordenó que se apartase con una sacudida de mano. Miró hacia atrás, y encontró a Pascualito en el automóvil de su padre, estacionado en la otra cuadra, con el gigante al lado.

—Quiero que mi chofer me acompañe —manifestó.

—No, señorita, Pascualito la va a esperar afuera —contestó Cabecita, firme, pero muy cordial. Luego, le enseñó la entrada al Carmesí.

El prostíbulo era tan lóbrego como de noche. Aunque vacío y silencioso, conservaba el aspecto bajo e indecente. El aroma de los cigarros mezclado con el perfume barato de las rameras aún hedía. El cuadro era tan sórdido que Micaela experimentó la misma sensación de aquella noche y deseó huir. «¡Dios mío! ¿Qué hago aquí de nuevo?», se preguntó.

Cabecita le indicó la escalera y subieron. El mismo corredor, la misma balaustrada de madera y las mismas puertas, ahora sin gemidos ni jadeos. Llegaron al final del pasillo y el hombrecito le señaló el despacho de Varzi.

—El jefe ya viene, señorita. Siéntese, si quiere —ofreció, antes de dejarla sola.

La luz del día entraba a raudales por la ventana. A diferencia del resto del local, y si se le quitaban los cuadros con escenas eróticas, esa habitación podía pasar por la de una casa decente. Ya no había naipes en la mesa, ni siquiera el mantel de fieltro verde. El escritorio estaba acomodado. Todo lucía limpio y prolijo.

La puerta que comunicaba con el cuarto contiguo se abrió y entró Varzi. Micaela se puso de pie y de inmediato volvió a sentarse ante la indicación del malevo. Lo siguió con la mirada y, a pesar de su aspecto pulcro e, incluso, elegante, no le resultó tan distinto de la primera noche. Ostentaba esa hermosura y esa fiereza que tanto la habían atribulado.

—Conque la divina Four, ¿eh? —habló Carlo, después de servirse una copa y tomar asiento en el escritorio.

Este comienzo la tomó por sorpresa. ¿Qué tenía que ver su carrera de soprano con Varzi? ¿Cómo se habría enterado? ¿Por los diarios? Aunque había intentado eludirlos, debió recibir a uno que otro periodista, convencida de que, si perseveraba en su actitud de no conceder entrevistas, comenzarían a difamarla diciendo que la divina Four era una desdeñosa y engreída que sólo se codeaba con los europeos y que despreciaba a los compatriotas. Se obligó a calmarse. Si Varzi conocía su profesión, no había nada de malo ni riesgoso en ello.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó envalentonada, y se puso de pie.

Varzi la imitó, dejó la copa sobre el escritorio y se acercó a ella, muy próximo, pues deseaba discernir cuál era el color de sus ojos.

—Yo de usted no quiero nada —dijo—. Fue usted la que vino a pedirme algo la otra noche.

—Pero usted rechazó mi ofrecimiento. No entiendo qué hago aquí ahora.

—¿Cómo está su hermano? ¿Le sienta bien el aire de campo? Tengo entendido que la estancia de su padre en Azul es de las más importantes de la zona. ¡Ah, me olvidaba! Parece que usted tiene planeado regresar pronto a Europa y piensa hacerlo con su hermano y un tal… Moreschi, si mal no recuerdo.

Micaela, aturdida, levantó la vista. Sus miradas se encontraron, y fue tanta la soberbia y el aire de triunfo de Varzi que la joven sintió deseos de llorar. Bajó el rostro, desencajado y enrojecido. «Jamás podrá escapar de este proxeneta maldito», se dijo.

—¿Qué quiere de mí? —repitió.

—Beba —ordenó Varzi, y le aproximó un vaso con grappa.

La fuerte bebida no la ayudó en absoluto y comenzó a carraspear. El cuadro no podía ser más humillante. Carlo dejó pasar un momento, y, en silencio, volvió a su silla.

—Usted parece dispuesta a cualquier cosa con tal de salvar a su hermano, ¿no es así?

—Sí, estoy dispuesta a cualquier cosa —ratificó.

Después de confirmarlo, la seguridad se le hizo añicos. ¿Cómo podía decirle a un proxeneta, a un ser despreciable que comercia con los cuerpos de las mujeres, que ella, toda una mujer, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa? ¿Y si le proponía trabajar como prostituta en el Carmesí? ¡Jamás! Entonces mataría a Gastón. «¡Dios mío! ¿Qué hago?», bramó, acorralada.

Varzi, conocedor del alma humana, de sus virtudes y bajezas, adivinó de inmediato el tormento que se había desatado en su víctima, y por más que se instó a alegrarse por el sufrimiento de la hermana de Urtiaga Four no pudo lograrlo tan satisfactoriamente como habría querido.

—¿Cualquier cosa? —repitió.

—Bueno… Sí… Pero… ¿Qué cosa? —preguntó la joven.

—Yo sería capaz de perdonarle la vida a su hermano…

—¡Por todos los santos! ¡De qué estamos hablando! —explotó Micaela—. ¡Usted y yo negociando la vida de mi hermano! ¿Quién se ha creído que es? ¿Dios, señor Varzi? ¿Dios, que puede quitarle la vida a otro ser porque le debe un puñado de dinero? ¿Cuánto le debe? ¡Dígame! ¡Se lo ordeno! Yo le voy a pagar la suma que sea y más, pero déjenos en paz. ¡O iré a la policía! Debí hacerlo hace mucho tiempo, cuando mi hermano llegó a mi casa herido y…

Una carcajada de Varzi la acalló. Lo miró azorada, sin tapujos, y se dio cuenta de que ese hombre no le temía a nada. Tomó asiento, más vencida que nunca, persuadida de que contra esa valentía no podía luchar.

—Una vez que traspasó la puerta del Carmesí —retomó Carlo—, o de cualquiera de mis locales, usted entra en un mundo aparte, un mundo paralelo, pero tan real como el suyo. Las reglas son otras y el que las impone soy yo. Aquí, la policía, el juez, el ladrón y todos los demás comediantes de «su» mundo dependen de mí. ¡A mí me rinden pleitesía! —levantó el tono de voz, enojado, y Micaela tembló—. Entonces —continuó—, no me venga con amenazas estúpidas. La policía me teme y respeta tanto como usted les teme y respeta a ellos. Nada obtendrá con ir a la comisaría a denunciarme. Lo único que conseguirá será armar un escándalo a nivel público que arruinará la carrera magistral de su padre, el senador nacional.

—¿Qué quiere de mí? —repitió por tercera vez.

—Quiero que trabaje para mí.

Tal y como se lo esperaba, el descarado le iba a pedir que se convirtiera en una de esas mujeres. Se puso de pie de un salto y se acercó al escritorio, enfurecida. Carlo, divertido con el enredo, permaneció quieto en su silla.

—¡Ey, espere! —exclamó—. ¿No pensará que le estoy ofreciendo atender a los clientes en el salón?

—Si usted lo llama «atender a los clientes en el salón», sí, estoy pensando en eso, señor Varzi. ¿Qué más podría esperar de una persona como usted?

—No, no me refiero a eso. Si usted canta para mí una temporada, yo le doy mi palabra que mis asuntos con su hermano quedarán saldados.

Micaela, harta de tanto palabrerío, lo miró en forma suplicante.

—Por favor, señor Varzi, acepte el dinero de la deuda y déjeme en paz. ¿Por qué no acepta el dinero?

—Dinero es lo que me sobra, señorita. En cambio, una cantante es lo que más necesito en este momento. ¿Acaso no dijo un rey alguna vez «Mi reino por un caballo»?

—¿Una cantante? ¿Qué tiene que ver conmigo, señor Varzi?

—¿Cómo qué tiene que ver con usted? Usted es cantante.

—Sí, pero lírica. No creo que a sus clientes les interese demasiado.

Carlo sonrió al pensar que algunos de sus clientes ciertos días asistían a las funciones del Colón y otros visitaban sus locales. Se abstuvo de hacer el comentario y pasó por alto el de Micaela.

—Anda dando vuelta un dúo, un tal Gardel que canta y un tal… Razzano, creo, que toca la guitarra. Cuando esos dos se presentan en algún boliche, mis locales se vacían. ¿Entiende por qué necesito una cantante? Debo cuidar mis negocios. Usted va a cantar tango para mí una temporada.

—Y, ¿por qué no los contrata a ellos?

No era nada estúpida. Acorralada y todo, aún le quedaban luces para cuestionamientos agudos.

—¿Quiere o no quiere que yo finiquite mis asuntos con su hermano? —acicateó Varzi para capear la pregunta—. A este paso, creo que no lo desea. ¿Va a cantar tangos para mí, sí o no?

—¿Tango? Tango, ¿yo? Usted debe de estar loco. —Pensó unos segundos; luego, agregó—: Además, ¿cantar tangos? Si el tango no se canta; es música y baile solamente.

Carlo se sorprendió sinceramente.

—¿Cómo es que una tiquismiquis como usted sabe de tango? ¿No es que los suyos lo tienen por cosa de orilleros y negros? Pensé que, al mencionarle la palabra «tango», no sabría de qué le estaba hablando.

Varzi resultaba un hombre demasiado hábil para su gusto. Siempre se había jactado de su rapidez mental y de su juicio; con todo, a su lado, se sentía una idiota. Decidió no volver a abrir la boca más que para lo necesario, de lo contrario, complicaría la situación.

—Va a cantar tangos para mí durante una temporada, digamos, cuatro meses, dos veces por semana. Creo que es un trato más que justo. ¿No le parece, señorita?

—Deje de divertirse a mi costa, señor Varzi.

—No, yo no estoy divirtiéndome a su costa, señorita Urtiaga Four. Yo hago negocios con usted.

La hipocresía de ese hombre había llegado a su punto máximo, pero no le quedaba otra salida que soportarlo, así como también aceptar el trato que le proponía. ¿Qué estaba diciendo? ¿Acaso había perdido la razón? De seguro se había vuelto loca por el solo hecho de considerar la posibilidad de cantar tangos para ese delincuente. Por otra parte, ¿sería capaz de cumplir el trato? ¿En qué lío se estaba metiendo? Los cuestionamientos surgían a borbotones, una tormenta de interrogantes y dudas se desataba en su interior. No le pediría tiempo para pensarlo, no se lo daría. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvar a su hermano sin quedar ella inmiscuida? El dilema se presentaba demasiado difícil de resolver.

—Está bien, señor Varzi, acepto.

Carlo experimentó un sentimiento similar a la alegría, que lo turbó sobremanera y que pronto sofocó, para volver a su estado normal, sardónico e infame. Le dijo, con una sonrisa, que era la mejor decisión. La joven no le contestó, ni siquiera lo miró. Permaneció quieta, sin importarle demostrar cuan abatida y vencida se encontraba. Carlo la contempló con detenimiento: allí sentada, medio acurrucada, cabizbaja y las manos tomadas, parecía una niña muerta de miedo.

—Créame, señorita —dijo, sin sarcasmo—, su humillación no es nada en comparación con la mía.

Micaela lo miró perpleja y no se atrevió a indagar acerca de la extraña y velada confesión. Varzi cambió abruptamente el tono y, en uno casi jocoso, continuó con algunas indicaciones, entre ellas, que le daba quince días para prepararse. Le pareció poquísimo tiempo, pero no objetó. Varzi le dijo también que la presentaría a la orquesta. En ese punto, se preguntó si no se trataba de un mal sueño. Ella, la divina Four, la soprano más requerida y cotizada de Europa, cantante de un prostíbulo de La Boca, sometida al cinismo de un proxeneta peligroso, mezclada con rameras baratas y gente viciosa. Nunca supo por qué el rostro familiar y querido de Marlene le vino a la mente en esas circunstancias, pero acordarse de ella la ayudó a no sentirse tan sola y miserable. Experimentó un calor en el pecho y se incorporó.

—¿Cómo quiere que la presente? —escuchó decir a Varzi.

—¿Qué?

—Que cómo quiere que la presente. Imagino que no querrá que lo haga como la divina Four, ¿no? Tendré que buscarle un buen nombre.

—Marlene, dígale a la gente que me llamo así: Marlene.

—¡Bien! —exclamó Carlo—. Marlene, entonces. Buen seudónimo. Te queda bien.

«¿Te queda bien?». Micaela lo miró estupefacta. Y ahora, ¿por qué la tuteaba?

—Con ese nombre, pareces toda una franchuta —continuó Carlo, muy suelto.

Varzi no volvió a tratarla de usted ni a llamarla señorita Urtiaga Four, y, aunque en un primer momento sintió deseos de ponerlo en su lugar, después se preguntó con qué objeto, qué más daba si la llamaba Marlene, Micaela, señorita o lo que fuera. Estaban en sus manos, ella y la vida de su hermano; era casi como su dueño.

Carlo le pidió que lo acompañara a la planta baja para presentarla a la orquesta. El salón, tan silencioso y solitario momentos atrás, se había llenado de bullicio. Unas mujeres de aspecto pobre limpiaban, mientras los músicos de la orquesta, apostados sobre una tarima, afinaban los instrumentos. En medio de su turbación, la joven distinguió a dos violinistas, un bandoneonista y a un hombre mayor sentado al piano.

—¡Maestro! —llamó Varzi desde lejos.

El hombre al piano saltó y, muy presto, bajó de la tarima y se les acercó. Micaela juzgó que tenía cara de buena persona. De contextura pequeña, cabello blanco y un poco encorvado, sus ojos, en cambio, parecían los de un muchacho. Le costó definirle la edad; quizá, cincuenta, cincuenta y cinco años.

—¿Me llamaba, señor Varzi? —preguntó, entre temeroso y respetuoso, y con un claro acento italiano.

—Maestro, quiero presentarle a la nueva cantante. Se llama Marlene. Marlene —dijo a su vez—, es el maestro Cacciaguida.

Luego de los saludos de rigor, Varzi se excusó y los dejó solos.

—¿Podría presentarme al resto de la orquesta, maestro? —pidió Micaela.

—Sí, cómo no, señorita Urtiaga Four.

Al escuchar su nombre, Micaela perdió la compostura. La situación se tornaba enrevesada y grotesca. Cacciaguida, gentilmente, la tomó por el brazo y la acompañó hasta una mesa bien alejada del resto de los músicos. Le corrió la silla y la ayudó a sentarse.

—Como notará, señorita —empezó el hombre—, soy italiano, de Milano. Hace apenas un año que vine a la Argentina. No me iba muy bien en mi país, y decidí probar suerte en América. Y aquí me tiene. No tengo familia que extrañar. Además, encontré buenos amigos en esta tierra que me hacen olvidar a los que dejé en la mía. Pero lo que sí extraño, con todo el corazón, es el Teatro alla Scala cuando cantaba mi soprano favorita, la divina Four.

Micaela bajó el rostro y comenzó a lloriquear. El hombre le tomó la mano y se la palmeó.

—Señorita Urtiaga Four, ¡qué honor poder estar cerca de usted y tomarle la mano! No llore. No tiene nada que explicarme. Si está aquí, de seguro tendrá buenas razones. Confíe en mí, nadie sabrá quién es usted realmente, si es lo que desea, como estoy imaginándomelo.

El músico pidió un vaso con agua a una de las mujeres que limpiaba. Micaela lo bebió con lentitud y, poco a poco, fue reponiéndose. Más tranquila, le agradeció al maestro su amabilidad y discreción. También le confesó su miedo e inseguridad.

—Aunque no pueda contarle lo que me está sucediendo, maestro, puedo decirle que estoy aterrorizada, entre muchas otras cosas, porque no sé cantar tango. Es más, pensé que el tango no se cantaba.

—No se preocupe. Yo la voy a ayudar. Con esa voz mágica, casi divina que tiene, puede cantar cualquier cosa.

Micaela le comentó del dúo del que le había hablado Varzi, y Cacciaguida le prometió que él mismo la llevaría de incógnito para que los viera actuar y se formara una idea de cómo se cantaba el tango.

—¿A usted le gusta el tango? —quiso saber Cacciaguida.

—Sí, maestro —respondió Micaela, muy desganada.

Y el músico, aunque desconcertado, no se animó a preguntar más.

Esa noche había invitados en la mansión Urtiaga Four. Para suerte de Micaela, sólo se trataba de una reunión familiar, aunque Eloy Cáceres y su amigo inglés contaban entre los comensales.

Después de la entrevista con Varzi, apenas si conseguía estar en pie. Hubiera preferido comer algo ligero en su dormitorio y acostarse temprano, a sabiendas de que no conciliaría el sueño, pero con la intención de apoyar la cabeza sobre la almohada y dejarse llevar por su estado de ánimo deplorable.

Cheia la ayudó a cambiarse; había llegado tarde y los invitados la aguardaban en la sala. A pesar de los ojos enrojecidos y el mal gesto, Micaela recuperó su aspecto habitual. Se maquilló ligeramente y decidió lucir un vestido de seda color malva.

Durante la comida, necesitó fuerza de voluntad para prestar atención a las palabras de Guillita, que se dedicó a contarle, con lujo de detalles, lo referente a la boda.

—Va a ser en dos meses, Micaela. Espero que no hayas vuelto a Europa para entonces, porque lo que más deseo es que estés con nosotros ese día.

Micaela se conmovió con las palabras de su prima y pensó, con amargura, que durante los próximos cuatro meses no sería dueña de su destino; peor aún: en realidad, no sabía qué sería de su vida.

Nadie dejó de reparar en el desánimo de Micaela. Con su acostumbrada galantería y afabilidad, Nathaniel Harvey intentó alegrarla, sin conseguirlo. Su padre la miraba de soslayo y trataba de descubrir el motivo que la aquejaba; normalmente era callada, por lo general, taciturna, pero esa noche lucía más melancólica que de costumbre. Se preguntó si extrañaría Europa y a sus amigos.

Durante la comida y en el fumoir, Eloy se mantuvo apartado de ella, pero rara vez le quitó la vista de encima. Micaela percibía la insistencia de esos ojos y, cada tanto, se animaba a levantar la mirada y a enfrentarlo. Eloy continuaba observándola como si nada; finalmente, ella bajaba el rostro, muy turbada.

Su tío Raúl Miguens le pidió, con su acostumbrada zalamería, que interpretase algo al piano o que entonara alguna aria corta. Le pareció una buena idea, la música siempre había sido su refugio, pero no tardó en desistir y negarse. Jamás consentiría a un pedido de ese hombre que, a pesar de su cercano parentesco, no le quitaba los ojos del escote.

Por último, el vino y el ambiente tranquilo la amodorraron, y la tensión de un día devastador se hizo sentir en su cuerpo. Se excusó con el senador Urtiaga Four y se despidió de los comensales, que la miraron partir un poco ofendidos. Eloy la esperaba al pie de la escalera. Micaela se sobresaltó, porque, concentrada en su drama, no lo había visto.

—¡Señor Cáceres! —exclamó.

—¡Discúlpeme, señorita! No quise asustarla. Venga, siéntese aquí. Luce muy cansada.

La tomó de la mano y la acompañó hasta una silla. El se sentó a su lado, sin soltarla.

—¿Cómo va su trabajo? —preguntó Micaela.

—Como siempre, gracias. No la veo bien, señorita. ¿Le sucede algo? ¿Quiere que llame al médico? ¿Quiere tomar algo? No sé, un té quizá.

—Muchas gracias por su preocupación, señor Cáceres. Sólo estoy cansada. Tuve un día agotador, es todo.

—¡Qué lástima! Quería invitarla a dar un paseo por el jardín, pero, si está tan cansada, lo dejamos para otra oportunidad.

Al aparecer Nathaniel, Eloy le soltó la mano. El aspecto risueño y amistoso de Harvey se borró de inmediato al verlos tan próximos. Lucía sorprendido y molesto a la vez.

—Disculpen —se excusó—. Están buscándote, Eloy —dijo en inglés—. Buenas noches, señorita. —Dio media vuelta y se fue.

Eloy la acompañó hasta el pie de la escalera y se despidió lacónicamente. Micaela, extrañada con el cambio de actitud, al cabo se olvidó al concentrarse en su peor pesadilla: Carlo Varzi.

Carlo terminó la recorrida habitual por los locales y se dirigió al Carmesí, su centro de operaciones. Cruzó el salón sin mirar ni saludar. Sonia intentó abalanzársele, pero se la quitó de encima como a una mosca. Subió la escalera a zancadas y pronto llegó al estudio, donde se sirvió una copa y revolvió los papeles del escritorio. Se encaminó al cuarto contiguo, cuya decoración se asemejaba a la del resto del burdel. Se tiró sobre el diván y cerró los ojos, sin dormir. Micaela le vino a la mente y una sonrisa llena de ironía despuntó en sus labios.

—Con vos, Micaela Urtiaga Four —dijo, en voz alta—, tu hermano me va a pagar cada una de las que me debe.

Revivió las escenas de esa tarde. ¡Cómo la había humillado! Jugó con ella desde el primer momento. Recordó su sorpresa y desesperación cuando le demostró que conocía el paradero de su hermano y sus planes de llevárselo a Europa. Cabecita y Mudo habían hecho un buen trabajo; no le habían perdido pisada, ni a ella ni a Urtiaga Four. ¡Qué ingenuos si planeaban desembarazarse de él!

Había deseado violarla. Trastornado por la tentación, debió reprimirse para no tumbarla en el piso y arrojársele encima. ¿Por qué no lo había hecho si ésa habría sido la mejor forma de cobrarse la deuda con Urtiaga Four? La respuesta que le vino a la mente lo enfureció. Abandonó el diván y caminó un rato para despabilarse. Minutos más tarde, superada la alteración, se refociló con su triunfo: durante cuatro meses la mejor soprano del mundo cantaría tangos en su prostíbulo. No podía creer aún que Micaela hubiese aceptado, y debió reconocer que era una mujer valiente: la forma en que se había presentado aquella noche y la manera en que lo había encarado esa tarde se lo demostraban. Un sentimiento de inexplicable orgullo le llenó el pecho y unos deseos locos de estar con ella volvieron a importunarlo.

Sonia abrió la puerta y entró en la habitación.

—Desvestite —le ordenó Varzi, y la mujer obedeció sin chistar.